lunes, marzo 05, 2007

Vocación

Como todos los domingos, los tres profesores hispanohablantes varados en Poitiers desde hace tres años, se reunieron a tomar café y conversar cerca de la medianoche. Era el último día de las vacaciones de invierno y al día siguiente retomarían sus respectivos trabajos en la universidad: Xavier como profesor de español, Andrés como asistente del laboratorio de biología molecular y Marcos como maître de conference en inteligencia artificial, todos con más de treinta y cinco, todos solteros, todos explotando al máximo la tensión a veces real, a veces fingida, entre resignarse a vivir en Francia el resto de su vida o volver a sus respectivos países, más allá del ecuador. La realidad siempre pospuesta.
–Creo que voy a dejar la universidad en julio, apenas concluyan los cursos. No tengo más fuerzas para soportar a estos niñatos insolentes a los que el español importa menos que el reporte del clima- dijo Xavier, dando pequeños sorbos a su taza de mate. Había rechazado el café. Tenía el aire grave, serio, también algo cansado.
–Espero que esta vez lo hagas de verdad- le siguió Marcos blandiendo el índice como una pequeña espada. –Esta es, quizá, la última oportunidad para que salgas de la mierda docente en que te has metido, quiero creer que por accidente.
–¿Y tú por qué das clases entonces?- intervino Andrés.
–¿Yo?- dijo Marcos apuntándose con el dedo índice –Bueno, pues porque apenas terminé la carrera me di cuenta de que mi naturaleza era teórica, no práctica. ¿Les conté que alguna vez trabajé en una empresa? Claro, ahora parece una broma, pero hubo un tiempo, justo antes de terminar mis estudios, en que intenté prepararme para el trabajo en la empresa, en la industria, incluso para montar mi propio negocio de desarrollo de software.
–Naturaleza teórica, ¡huevón! ¿desde cuándo se le llama así a la falta de talento?- replicó Andrés riéndose. Y siguió: –No, no lo digo por ti, Xavier, que bien sé que te gustan los idiomas.
–Sí, sí me gustan, pero Marcos tiene razón en que la docencia me agarró por accidente, como el último recurso para sobrevivir, luego de comprobar que hay tantos traductores e intérpretes que vivir de eso es imposible. Dar clases puede ser una mierda, pero es algo seguro en el bolsillo.
–¿Seguro?- dijo Marcos frunciendo el ceño –Eso no lo tengo muy claro. Justo antes de las vacaciones liquidaron a dos profesores que de haber permanecido un año más habrían adquirido derecho a una plaza. Yo no tengo aun ese derecho ni estoy seguro de quererlo. Quizá haga como tú y me largue de aquí. Esta gente es muy lista. Como saben que no falta quién quiera dar clases, echan a quien sea en cuanto les resulta oneroso. Lo mejor hubiera sido trabajar en una empresa y hacer un negocio, aunque fuera pequeño. Quizá no sea tarde…
–No es tarde, es tardísimo- volvió a desanimarle Andrés con una sonrisa cínica que le torcía la boca hacia la izquierda –Para eso hace falta, primero, ser una persona normal; es decir, una persona que termina sus estudios y se pone a trabajar, sin andar por las ramas con especializaciones, posgrados y mucho menos clases. Hay que reconocer que una persona que se queda en la escuela el resto de su vida no puede ser normal. Indudablemente es una patología. A mí no me pueden incluir en eso, que yo a los estudiantes sólo les reparto material y les instruyo sobre su uso, todo lo demás corre por cuenta de los profesionales, es decir, de los que no pudiendo ejercer se dedicaron a la vida teórica…- Y estalló en risas.
–Anda, búrlate de nosotros, pero tú también estás en la universidad. Y si ahora se va Xavier mañana me iré yo. Y tú serás, para sorpresa tuya, el que se quede en la escuela para siempre- respondió Marcos con aire triunfal al tiempo que se ponía de pie para despedirse.
–Quizá yo sea el último, Marcos, pero siempre seré el que menos pierda al momento de cambiar. Xavier quiere irse, pero en el fondo está igual que tú…
–Óyeme, ¿cómo que estoy igual que él?- reaccionó Xavier saliendo de su autismo para enseguida preguntar –¿Cómo se supone que está él?
–A mí pueden mentirme si eso los tranquiliza, pero en el fondo saben que no hay sitio para ustedes fuera de las escuelas y universidades.
–No sé de qué hablas, pero eso es absurdo- dijo Marcos alzándose de hombros.
–¡Claro que es absurdo!- chilló Xavier –Somos jóvenes y podemos hacer lo que nos venga en gana.
–Como quieran, a mí me da igual, pero no se mientan y quizá su suerte mejore. Insisto. No hay sitio para ustedes fuera del círculo escolar. No para Xavier porque por mucho francés que sepa su fonética es malísima.- Ya Xavier agachaba la cabeza, resignado. Andrés seguía: –No para ti, Marcos, porque hay mentiras que duran toda la vida y la tuya ha sido creer en tu vocación docente para encubrir tu incompetencia profesional. Debes sentirte bien presumiendo tus anquilosados conocimientos ante auditorios cautivos cuyo desinterés, desde luego, no puedo menos que aprobar.
Conteniendo la ira, disimulando mal el calor que le subía al rostro, Marcos contestó:
–Será mejor que te vayas a dormir, estás diciendo muchas estupideces. ¿Te vas conmigo, Xavier?
–Sí, sí, ya pasa de la medianoche y aun no he planchado la camisa de mañana. ¡Es increíble cómo se arrugan las camisas a pesar de estar colgadas de los ganchos! Una semana de vacaciones y están todas perdidas, ¿a ustedes les pasa lo mismo?
Nadie parecía haberlo escuchado. Andrés dio por terminada aquella reunión en la sala de su departamento:
–Bueno, pues vayan a dormir, ya que hoy, como de costumbre, no tienen muchas ganas de hablar en serio…
Xavier y Marcos bajaron las escaleras dando las buenas noches a Andrés y subieron al auto en completo silencio. Luego de dejar a Xavier en la puerta de su casa, Marcos volvió a la suya y se dispuso a rasurarse.
Delante del espejo, mientras la espuma reblandecía su barba, le vino a la memoria el recuerdo de remotos domingos como este, previos al regreso a clases, transcurridos en su ciudad natal. Recordó cómo lustraba unos viejos zapatos negros hasta dejarlos brillantes, cómo escogía con esmero la ropa que había de usar el primer día, cómo acariciaba los cuadernos y libros y los disponía en la mochila ordenadamente, fantaseando entre lecturas y música con los pormenores de un día siguiente que siempre resultaba inferior a sus expectativas. Ahora sus preparativos no serían rematados con la llamada de su madre a cenar ni con los rezos en la cama antes de dormir, ni siquiera con el programa de fantasmas y OVNIS que se transmitía por A.M. y que escuchaba clandestinamente en un pequeño radio que metía bajo las sábanas. Ahora no era un estudiante, sino un profesor; es decir, una anomalía, un estudiante de notas sobresalientes que reprobó en lo único que de verdad importaba: en saber vivir fuera de la escuela, en saber vivir dentro del mundo. En cierto sentido, lamentable, seguía siendo un estudiante. El peor.
Por la ventana del salón sólo se ven las luces de Poitiers. La espuma de su barba, casi seca, se desprende en copos. Tiene ya media hora sentado en la silla de respaldo roto que mira hacia al sur.
Hay mentiras que duran toda la vida, murmura entre dientes. No más. Mira la navaja de afeitar. Titubea. La deja sobre la mesa del salón y abre la ventana. Será el estudiante del tercer piso quien le descubra en la banqueta, cuando vuelva de fiesta en la madrugada. Él se echará a dormir y faltará a los dos primeros cursos. Al segundo también faltará su profesor.