lunes, enero 31, 2011

Santa Teresa

Cada mañana que abro los ojos en Santa Teresa siento que no podré encontrar el camino de regreso. Me demoro en la cama, observo la decoración, oigo la respiración de mi hijo en la habitación contigua. La casualidad nos ha llevado al borde mismo que separa las colonias ordinarias de las colonias pobres del sur, una casa modesta de color amarillo con dos habitaciones recién decoradas con vaga intención orientalista y un patio a donde bajan los gorriones por las tardes a beber el agua que derraman las tuberías de la ducha. El canal de aguas negras no pasa lejos de aquí, apenas a un costado de la gran avenida.
Mi trabajo consiste en inventar entusiasmos ahí donde ya no queda nada, hacerlos constar en documentos, transmitirlos a jóvenes, dejarlos entrever aquí y allá en las juntas con mis colegas. Pocos me creen, no porque resulte poco convincente, sino por mi –valga la figura- cada vez más pronunciada invisibilidad. Me he hecho fama de adusto y severo, de amargado y pedante, cualidades todas que requieren energía y concentración, es decir, entusiasmo. Ahora que me faltan las fuerzas para seguir fingiendo que algo me importa confío en la pereza de la gente que tendrá a bien recordarme como ya me define en vez de tomarse la molestia de volver a conocerme. U olvidarme, más exactamente.
Algunos parecen creer sinceramente que estoy empezando una nueva vida. Que vine de algún sitio lejano y tengo experiencia. Que pienso en Santa Teresa como en un nuevo punto de partida. No es así. Las calles son prolongaciones de la inmensa planicie que han cambiado los matorrales y regadíos por casas bajas y anchas, campos de cultivo que de pronto son cuadras y animales de ponzoña que una buena noche de luna roja se convierten en cuadrillas de zombis que asaltan cervecerías y exudan aburrimiento. Monotonía de fábrica. Locura circular. No es sitio para comienzos, sino para espirales.
Me dicen que este es el mismo país del que salimos mi hijo y yo hace ya varias semanas, que padece los mismos terrores de ametralladoras nocturnas y hielos envenenados en bebidas de discoteca. Me dicen también que siguiendo con regularidad el par de avenidas rectas y pavimentadas que llevan de la puerta de mi casa hasta la puerta de mi cubículo nada malo puede pasarme. Lo normal. Siempre y cuando viaje en carro en horarios adecuados. Siempre y cuando no haya retenes. O que no los haya falsos. Quiero creer que me hacen saber todo esto para hacerme sentir en casa. Por mi bien. Por el de mi hijo, desde luego, cuya vida empieza entusiasta en la siniestra limpidez del desierto. Me lo dicen también, los que mejor me conocen, para disuadirme de seguir con mis malos hábitos…
Pero las malas costumbres son universales e imperecederas. No las erradican las frutas y verduras que he comprado para mejor dar ejemplo a mi hijo, ni el refrigerador lleno de carnes variadas o los cereales de alto contenido de fibra. No se modifican por asistir a la oficina todos los días con asombrosa regularidad ni por hacerlo en impecable arreglo indumentario. No las remedia el carro del año ni la disciplina de meterse bajo la ducha todos los días, tampoco las cartas de amor que al único verdadero y leal se envían plagadas de promesas de hermosos mundos futuros. No. Agitado, empiezo a despertar en las madrugadas acosado por el vívido recuerdo de una ranchería de seis millones de almas en cuyas avenidas he dejado una mezcla de pasión, sexo y turbiedad. Recuerdo haber huido. Recuerdo voces y rostros, callejones, sombras, prisas y clandestinidad. Ropa interior y el interior de unas cuantas almas. Quería (¿quiero?) poseerlo todo. Y ahora estoy aquí, sudando copiosamente en Santa Teresa, temiendo que llamen a la puerta o que me alcance el mensaje terrible en el celular. Ubicuidad te pido, Señor. ¿Estoy rezando?
Corro a comprobar que mi hijo sigue ahí y no hace falta ni asomarme: escucho su respiración. No quiero hacerme más preguntas y empieza a darme sueño de nuevo… que si hace un mes no había hijo ni nada en la remota ranchería, que de dónde ha salido este por cuya seguridad velo, que si hace treinta días dormía acompañado y ahora estoy solo de nuevo, que si esta cama está hecha también para el sexo y que dónde están los cuerpos que se fueron... ¿cuál es la salida de Santa Teresa...? ¿cuál salida?
Duerme, duerme.