lunes, abril 11, 2011

Julieta


A Ángel Leo Vera

che magari
siga existiendo...


Te hice así una canción
y creí
que verías en ella un piropo.
La escuchaste y después me dijiste
“Lo tuyo es del género bobo”
–Las inmensas preguntas,
Nacho Vegas

La otra noche, insomne, zapeaba con el control remoto por los canales de televisión cuando me detuve en la escena de una película de hace más de treinta años bien llamada Monster donde dos desconocidas –horribles ambas, la vieja cascorva y la joven con una frente infame- se besaban en un sucio cuarto de hotel. Cabecee y abrí los ojos nuevamente muchos minutos después: “El amor lo puede todo”, decía estúpidamente la protagonista mientras era condenada a muerte bajo la acusación de la que poco antes la besaba incondicional. Traidora. Era tarde, dormitaba ya, pero me vino nítido a la mente el recuerdo de Rufino y de aquella época absurda hecha de Facebook y Youtube, de Messenger y SMS, cuando lo conocí. “Alguna vez escuché algo parecido”, pensé. Cursi, ridículo, divertido.
Fue a inicios de los años diez, me parece. La historia tradicional: hombre casado con la edad que tengo yo ahora, víctima de un romance otoñal arrasador del que me hizo objeto y de cuyas ventajas hice uso cabal sin prestarle demasiada atención. O eso creía. Porque en esa madrugada inmensa, en la minúscula pensión neoyorquina donde malvivo, mientras afuera nevaba con fuerza por tercera vez, recordé casi palabra por palabra una historia que me contó mientras esperaba pacientemente a que apagara el ordenador para irnos a acostar, veinte años atrás:
– Cuando era niño solía ir los fines de semana con mis abuelos.
–¿Decías?
–Sí, que cuando era niño solía irme los viernes a casa de mis abuelos, solo, tomando el camión que partía del centro hasta el Camino Real.
–¿Y?- respondía con monosílabos mientras de reojo abría la página del Facebook y comentaba sobre fotos insulsas. Las amigas en la playa. Los amigos en el bar. El chico de Ibiza que me aseguraba un futuro firme como sus abdominales. Lo usual.
–Ahora que te miro he recordado una telenovela que pasaban entonces. Se llamaba Senda de Gloria y su historia transcurría entre fines de los años diez y fines de los años treintas, en México. Tenía alguna intención propagandística de la Revolución Mexicana –el PRI empezaba a hacer agua dramáticamente cuando se transmitió- pero también estaba armada con personajes interesantes, sobre todo una, Julieta, que interpretó magníficamente una tal Roxana Chávez.
–¿Ah sí?- respondí sin levantar la vista, preocupado por la lenta descarga de un programa de varios gigabytes.
–Sí. Julieta era la hija adoptiva de la familia Álvarez, una familia adinerada cuyo padre era un importante general revolucionario que empieza siendo miembro del gobierno de Carranza y termina como asesor de los gobiernos que se sucedieron entre Calles y Cárdenas. Al iniciar la novela, presuntamente en mil novecientos dieciséis o diecisiete, es una jovencita menor de edad comprometida con un capitán del ejército, un tal Gerardo, al que detienen y hacen fusilar tropas irregulares que ignoran la contraorden del entonces Secretario de Guerra Álvaro Obregón. Julieta, como es de suponer, se siente morir.
–¿Por qué?- pregunté mecánicamente sin reparar en la incoherencia de la pregunta y seguro de que con ella saldría bien librado de todo.
–Bueno, pues era su prometido, ¿ves? Pero era un amor juvenil, puro, casi informe de tan abstracto. Julieta es una muchacha apasionada, lee libros, tiene grandes inquietudes sobre el mundo en el que vive, sobre la justicia y el amor, sobre la política y la libertad. Es una idealista cuya juventud le permite olvidar rápidamente a Gerardo y sustituirlo con un hombre mayor y casado que es nada menos que José Vasconcelos, el Rector de la Universidad Nacional y posterior primer Secretario de Educación Pública, cuya vocación, casi misión de educar a México, le gana de inmediato una admiración sin límites.
–¿Vasconcelos? Creo que así se llamaba mi escuela primaria- le comenté, dedicándole esta vez una calculada sonrisa.
–Sí, Vasconcelos fue un hombre brillante, pero también muy mujeriego. Su vida es un recuento de grandes proyectos que terminan desvirtuados o rotos. Julieta colabora con él con el mismo entusiasmo con que lo hacen todos a principios de los años veinte: seguros de que han vivido una revolución ejemplar, de que su cultura nacional se inserta claramente en la universal, de que la salvación de México está cerca. Es un momento lumínico que le da sentido a la vida de Julieta y canaliza sus inquietudes, aunque termine, naturalmente, enredada sentimental y carnalmente con Vasconcelos. Entonces descubre el lado opaco de éste pese a las advertencias de su propio padre, el general: “A veces, tanta luz ciega y tanto resplandor quema.”
–Muy cierto- dije yo con aire de suficiencia, pero también seguro de que podía habérmelo ahorrado sin mucho perjuicio para el élan que estaba agarrando Rufino. Los ojos se le iluminaban como brasas ardientes. Pobre.
–Luego de unos tres años de hacerla su colaboradora y amante, Vasconcelos la va haciendo de lado. El general descubre la relación que Julieta tiene con el intelectual y la echa de casa, dejándola vivir, repudiada, en la casa desocupada de un hermano que desde hace años reside en los Estados Unidos. Julieta acude a Vasconcelos y descubre lo que ya sabía: que ese hombre no está dispuesto a dejar su matrimonio por aquel amor, por muy apasionado y joven que fuera. Julieta llora hasta hartarse, decepcionada, y se entrevista una última vez con él, para despedirse. Las palabras de Julieta –hermosamente vestida, con una diadema rematando su cabello rubio- en un restaurante donde la pareja no prueba bocado, son exactas y preciosas. Le agradece el tiempo que ha vivido a su lado y agrega: “No te engañes, José. Este fue un tiempo precioso que te agradezco profundamente, pero ya terminó. Como todo hombre inteligente eres vanidoso, egocéntrico y mezquino en muchos aspectos. Voy a aprender a vivir sin ti, mi amor.”
–Oh- dije inadvertidamente. ¿Estaban sus ojos enrojecidos de lágrimas? Pobre Rufino, siempre tan sentimental.
–Y Julieta inicia entonces un período de soledad e introspección en medio de un amargo escepticismo, recuperando paulatinamente su interés por el mundo, pero ya lejos de la fe o el amor. Sin miedos, pero sin esperanzas. Conoce entonces a Héctor, un obrero anarquista metido siempre en líos con la policía y sin trabajo fijo, un idealista al que muy lentamente empieza a dar cabida en sus afectos. Héctor es un hombre leal e interesante, aunque sus ideas políticas y su falta de sentido práctico no estén muy en la línea de lo que Julieta pudiera compartir. Se sorprenden ambos de que siendo ella burguesa y éste un revolucionario permanente sean capaces de poner todo de lado para combatir por causas comunes y, finalmente, para enamorarse… Un paso que Julieta da, por cierto, luego de meses y meses de ruegos y reconvenciones: “Puedo comprender a un idealista empedernido aunque no esté muy de acuerdo con sus ideas o no las acabe de comprender del todo, pero soportar a un macho que piensa que si no me acuesto con él es por prejuicios morales, eso no. Es demasiado”, le dice Julieta a Héctor en una ocasión, rematando su firmeza con una sonrisa franca. “Tienes razón” responde Héctor sonriendo a su vez y meneando la cabeza.
–¿Y?- dije ya un poco confundido del rumbo que tomaban las cosas. Era tarde y tenía sueño. Cuando se es joven se es muy dormilón.
–Pero luego ocurre lo inevitable, claro. Héctor se refugia en casa de Julieta porque la policía anda buscando a todos los alborotadores luego de romper una manifestación. Los dos procuran tranquilizarse. De la manifestación y la política pasan de nuevo a temas personales. Y por alguna razón él le echa en cara que siempre ha sido una niña burguesa que no ha sufrido. Ella reacciona, serena, con los ojos mirando lejos hacia su pasado: “Perdóname, Héctor, pero aun con todo lo que tú me cuentas me han ocurrido cosas que dudo que hayas sufrido.” E inicia el recuento de Gerardo, de los bombardeos al tren presidencial en que huía junto con su familia hacia Veracruz siguiendo al presidente Carranza, de la ilusión de Vasconcelos (“creí haber encontrado el amor”, dice) y de su descreimiento actual, sola, alejada de su familia y del amor. Se hace un largo silencio. “¿Y crees que podrías volver a… creer?”, le pregunta Héctor tomándola de las manos y mirándola muy de cerca. “Yo creo que sí”, responde Julieta acercando finalmente su boca a la del nuevo y definitivo amor de su vida. Un amor que da para varios años y para un final trágico, desde luego, pues apenas inicia la Guerra Civil Española ambos van al otro lado del Atlántico a combatir por la causa republicana y mueren juntos, como otros tantos extranjeros, convencidos de que ahí se libraba una guerra crucial entre el bien y el mal.
Rufino me miró emocionado y acercó sus manos a las mías, me pasó una mano por el cabello enredándose en mis rulos y parecía estar deseando que dijera algo. Pobre. Apenas puedo recordar su rostro cuando le dije:
–¿Y eso qué o qué?