domingo, abril 30, 2023

¿Qué es esto?

Usted se preguntará, Patricia, por qué mantuve aquella relación con el lumpen sonorense después de los incontables episodios de manifiesto desequilibrio mental con que él me obsequió. Se habrá cuestionado, sin duda, cómo un hombre de mi estatura moral e intelectual, un hombre de mis orígenes e historia, se involucró con un individuo tan bajo y peligroso en tan poco tiempo; cómo pude invitarle a vivir a mis expensas, en mi propia casa, consintiendo sus excesos materiales y alimenticios, su toxicomanía farmacológica, etílica y recreacional, su continuo mal humor y su egoísmo a toda prueba. ¿No es Usted precisamente la persona mejor capacitada para responder por haber vivido —siendo una reconocida profesora y funcionaria estatal— un tormentoso matrimonio con un alcohólico de tendencias homicidas que ninguno de los que la conocemos pudimos nunca explicar? Dirá con razón que las malas uniones abundan, que no hace falta que busque demasiado lejos porque en mi propia familia —en mi madre, por ejemplo— encontraré suficientes modelos de enlaces atroces e injustificables. Y dirá bien, desde luego, pero con un importante matiz que nos condena: ninguna de estas relaciones incluyeron nunca a una persona que, como Usted o como yo, se preciara de ser inteligente o superior; los seguros defectos morales de los involucrados jamás incluyeron la certeza de que eran especiales y que, por lo tanto, merecían lo más alto, como en cambio sí crecimos convencidos de serlo Usted y yo. He aquí, quizá, la primera y más profunda razón de nuestros periodos más abyectos, pues semejante punto de vista sobre sí mismos no podía sostenerse en la realidad sino bajo el más estricto celibato físico y emocional, lo que desde luego no conseguiríamos ni aún siendo los expertos onanistas que fuimos desde muy pequeños para escándalo de nuestras madres: intentamos por todos los medios mantenernos virtuosos en el estudio de las ciencias y artes, en el ejercicio de la política y la enseñanza, en el difícil pero repetido rechazo a relaciones hasta bien pasados los veintiún años de edad, pero finalmente cedimos con las consecuencias que ya conocemos, Usted algo más tarde que yo, acaso víctima de una desesperación infundada, yo algo más temprano pero de forma amañada, aceptando una relación cómoda sólo para servirme de ella para mis excursos. Ya desde la adolescencia, recordará, sentí una atracción hacia los jóvenes de las clases bajas que, en la bien organizada estratificación social de Ciudad Natal y, casi me atrevería a decir, de todo el país, uno debía forzosamente conocer en la persona de ayudantes de albañilería o jardinería, mecánica o electricidad, compañeros de escuela pública u ociosos vagos que oteaban las calles fumando desde las esquinas. Son incontables los encuentros que sostuve con los jóvenes lumpen, acaso más frecuentes y arriesgados conforme yo era cada vez más respetable y viejo, así la mayor solidez aparente de mi primera relación, su institucionalidad y su asepsia, su cada vez mayor ternura casi siempre traicionada por mí en una variedad de formas extremadamente sutiles, fomentaba el recorrido por grupos sociales cada vez más depauperados y peligrosos. Pero estas eran acrobacias con red debajo, Patricia, pues como sabe luego vino la enfermedad de mi pareja y su definitivo, largo enfriamiento, al que todavía intentamos hacer pasar por amor. Quedamos desnudos. El proceso de desvestirnos había llevado veinte años y nos arrojaba finalmente —gracias a un universitario promiscuo al que disfracé de pretensiones que él no tenía— a un mundo para el que no estábamos preparados. De nada sirvieron, lógicamente, los cinco años de tan ensayada como tardía monogamia unilateral con el universitario promiscuo: los aprendizajes de ayer se sacrifican en los altares de un presente que no los conoce ni le importan. ¿Por qué no miré, una vez soltero luego de media vida, hacia el ejemplo de la hermana mayor de mi madre cuyo celibato sí le permitió, efectivamente, mantener la convicción de su superioridad e inteligencia? Si no podía deshacer el pasado ¿no podía al menos imitar a los muchos santos que alcanzaron la sublimación gracias al abandono definitivo de sus pecaminosas vidas en favor de una experiencia superior? La confusión vagamente depresiva en que me sumió, no ya el fin de mi relación larga sino la desaparición del universitario promiscuo luego de cinco años de brega, no se enfrentó con la debida contención y recato que conviene a quien más necesita poner su mente en claro, sino con la promiscuidad más insaciable a la que no arredró su motivación sexual para complicarse innecesariamente en connatos de relación rayanos en la más aberrante ridiculez. Quisiera creer que mi promiscuidad era como la suya, Patricia, cuando pudo por fin deshacerse y divorciarse del alcohólico con el que inexplicablemente se había casado, si no en frecuencia e irresponsabilidad, sí al menos en inspiración; pero, que yo sepa, jamás volvió Usted a meter en su casa por más de una noche a ninguno de estos fulanos, jamás volvió a ofrecer más fidelidad que la que puede garantizar entrar y salir del lecho, acaso una conversación o un baile, tal vez un vino y no más, no desde luego autorizar a nadie a creerse pareja suya ni a exigir nada como en cambio sí hice yo con el lumpen sonorense al que, como en una vieja película, metí en casa con pretexto de hallarse con un hueso roto al cabo de sólo dos encuentros sexuales. ¿Era tanta mi necesidad de compañía, Patricia? ¿Estaba tan desesperado sin saberlo? No veo ni una cosa ni la otra, pero los acontecimientos relevan cualquier argumento que yo pudiera ofrecer al respecto: tuvo un primer acceso de locura a menos de tres semanas de vivir juntos y, aunque lo devolví a su casa, lo readmití enseguida; alteró mis habitaciones con sus muebles y destruyó mi breve jardín con sus conejos; generó innumerables gastos no sólo por lo estrictamente necesario para vivir, sino por pago de deudas, colegiaturas, útiles escolares, electrodomésticos, electrónicos, ropa, viajes, incluso libros; resultó estar enfermo y haberme puesto en grave riesgo sin que quedara claro si lo sabía o no; causó innumerables discusiones plagadas de violentos desplantes, en la calle y en la casa, borracho y sobrio, drogado y aún durante el sexo; pero lo que quizá más recuerdo como el punto más bajo de aquella espantosa locura fue la madrugada en que, habiendo vuelto borrachos de una de las varias reuniones que tuvimos con sus amigas lumpen, habiendo fumado tabaco y cannabis mientras Usted celebraba en Ciudad Natal su cumpleaños número sesenta y siete y el aire en Santa Teresa era aún frío, él se resistía a ir a la cama a descansar y, rompiendo con sus exagerados movimientos el cajón del refrigerador y la puerta de una alacena mientras buscaba algo qué comer, le di una cachetada para tranquilizarlo y, en respuesta, él me dio un par de puñetazos en la sien izquierda. Vi primero una gota oscura en el suelo y luego otra y otra mientras él seguía gritando insultos y, pisando descuidadamente, dejaba perdido el piso con mi sangre. No parecía darse cuenta de que me había abierto la sien y yo, aunque no sentía dolor, traté por todos los medios de tranquilizarle, súbitamente sorprendido y apenado de haber alcanzado una humillación sin precedentes en mi vida. '¿Qué es esto?', recuerdo haberme preguntado repetidas veces durante las pocas horas que faltaban para que amaneciera, '¿Qué es esto?', repetía mentalmente sin que tratar de tranquilizarlo en medio de sus gritos me lo impidiera, '¿Qué es esto?', me veo jalonándolo para que no abriera la puerta de la calle como intentaba hacer 'para irse fuera de la ciudad', '¿Qué es esto?', me digo mientras recojo los cristales del jarrón que se rompió en la cabeza con las rosas que le regalé, '¿Qué es esto? ¿Qué?'. En un momento dado se quedó dormido en la cama y yo me quedé despierto con un dolor cada vez más claro en la sien, la sangre coagulada agrietándose sobre mi piel, una sensación increíble de suciedad y abatimiento. Es inexplicable, Patricia: a aquel remedo de relación aún le faltaban más de cinco largos meses para terminar definitivamente. ¿Cómo es posible que haya podido pasar por alto este episodio y continuar todavía? ¿Cómo no sentir vergüenza de mi insistencia? ¿Cómo no sentir curiosidad por el significado profundo de semejante entuerto? Cuando aquello terminó me sentí por fin bien en mi soltería y promiscuidad: demasiado tarde para incorporarme al proyecto de la hermana mayor de mi madre, demasiado temprano para vivir la templanza de mi madre; más acorde a mí su propio plan, Patricia, que el de otros que acaso hayan tenido más talento o decoro que yo. A saber... De aquel agujero negro que representó mi tiempo transcurrido con el lumpen sonorense y, en particular, del más negro de todos los momentos que fue la madrugada de su cumpleaños, Patricia, extraigo a veces un indicio de inquietante causalidad, una certeza oscura: con la sangre aún fresca, pero ya sin caer, mientras en su delirio aquel individuo de pantalones entallados balbuceaba cosas sin sentido dirigiéndose a personas que no estaban presentes cuando yo lo sujetaba para que no se fuera a la calle, experimenté un súbito y muy fuerte deseo de follarle que se tradujo en una larga erección que él parecía no notar. Mientras más perdido parecía, más incoherente y violento por momentos, más me excitaba. Hasta que lo salvó el sueño y, con él, desaparecieron mi erección y mi deseo, quedando sólo la pesarosa gravedad de las circunstancias. Si los caminos de dios son inescrutables, Patricia, si el demonio nos tienta con espejismos, la mortal ilusión del sexo es tal vez la más misteriosa de las rutas. Hago votos, amiga mía, porque llegue el día en que la naturaleza tome la decisión que nosotros no pudimos tomar y nos quite para siempre esta inquieta llama que a punto ha estado de consumirnos. Puede que, una vez apagada, aún quede vida. Puede que lo que quede no pueda ser llamada vida. Puede que la única forma de apagarla sea la muerte. Veremos, Patricia. Veremos.

domingo, abril 16, 2023

Las cuatro estaciones

Desconozco cuáles fueron los mecanismos por los que Patricia, desde poco antes de entrar a la tercera edad y cada vez más decididamente, fue adentrándose en la locura. El razonamiento matemático que, sin menoscabo de la sensibilidad más elevada, poseía en su juventud y madurez, fue desapareciendo como si, acaso por obvio, le aburriera; la expresión de sus emociones también se fue anquilosando en fórmulas ordinarias y predecibles, irreflexivas, que sólo hacían pensar en la profunda indiferencia que debía gobernarla desde el fondo de su cada vez más abigarrado paisaje mental.  ¿Qué le interesaba de verdad? Cuando la visitaba en los últimos años, igual que hiciera en mi adolescencia, se paseaba de un lado a otro de su enorme casa, habitualmente invadida por uno o más desconocidos que cada cierto tiempo recogía de la calle sin considerar el peligro que ello pudiera encerrar para ella, buscando ya un cepillo o una escoba, ya una factura o una blusa; pero si antes hablábamos a partes iguales y ella me escuchaba tanto como yo a ella, si antes respondía a mis preguntas y abría incisos y subrayados sobre mis afirmaciones y comentarios, ahora no dejaba apenas margen para decir nada, poseída por una logorrea inacabable centrada en sus novios reales o imaginados, presentes o remotos, vivos o muertos. Parecía perder la noción del tiempo en que vivía y, de pronto, hablaba de la opinión que su madre —fallecida hacía veinte años— tenía sobre tal o cual pretendiente con el que no podía haber coincidido en vida, acusándola de ser poco complaciente y en exceso selectiva, justo los calificativos que la mamá, en privado, había empleado conmigo para describir a su hija muchos años atrás: 'Esa que se presenta como su hermana no ha hecho sino estorbarle en todo, espantándole a los pretendientes. Ya en su adolescencia Patricia era una muchachita antipática que sólo quería ocuparse de su escuela. Yo la animaba a que conociera muchachos o saliera a dar la vuelta con sus pretendientes, algunos de muy buena familia, muy educados, pero ella, siempre arrogante, se negaba; o aceptaba y les humillaba de tal forma que nunca más volvían a buscarla. Pero es que ahora es peor porque sus exigencias no han hecho sino crecer convenciéndola de que no necesita a nadie mientras sigue viviendo con esa que se presenta como su hermana; mi hija no me da nietos y se está haciendo vieja ¿y la dizque hermana? Pues ya con dos críos, prosperando a nuestra costa. Qué injusticia'. ¿Era la creciente soledad la causa de su locura? Aquella que se presentaba como su hermana se fue de la casa poco después del fallecimiento de la madre, cuando Patricia, ignorando sus airadas advertencias y reproches, contrariando incluso sus violentas amenazas, se casó inexplicablemente con un alcohólico del que se divorciaría poco tiempo después. Aquel matrimonio dio a Patricia las experiencias más vergonzosas de toda su vida, algunas con grave daño físico y económico, todas con perjuicio moral y psicológico. ¿Fue aquella mala decisión la primera manifestación concreta de su deterioro mental o, de manera no menos preocupante, una debilidad producto de la convicción de que urgía enlazarse con quien sea para no estar sola? ¿Sucede esto a todos los que, signifique lo que signifique, se quedan solos? La hermana mayor de mi madre, luego de décadas de solitaria productividad económica y profesional, desmonta su amplio proyecto para diluirlo en una peligrosa secta enajenante; mi enamorada checa prolonga su orfandad original en su madurez, incapaz de unirse a nadie que no sea yo mientras acumula una riqueza que sólo sus sobrinos, no ella, disfrutarán; Lord DeBrosse  escoge el Pabellón Helado para no padecer las excrecencias de Nuevo Aztlán y termina atropellado por dos mujeres —una princesa báltica y otra indochina— que lo utilizan para emigrar y luego lo abandonan. Así pues, mis solitarios persistentes enloquecen; pero acaso sólo sean los míos.
Aún en años recientes, en el arranque de su vejez, Patricia tiene momentos de lucidez que compensan —incluso si me faltara el cariño (que no me falta)— su delirante verborrea. En alguno de ellos, luego de que parecía haber ignorado el breve y entrecortado relato de mis desventuras recientes y había vuelto a hablar de su madre como si estuviera viva, me dijo lo siguiente adoptando el tono de vidente que solía poseerla: 'Debes seguir adelante porque, como el Dante, ya transitaste por el Infierno y el Purgatorio; o, si lo prefieres, ya que fuiste expulsado del Paraíso por tu codicia, errando durante años por desiertos y aguas salobres, ahora puedes ver la tierra prometida. Pecaste contra el amor de tu vida cuando todo parecía sugerir que sería para siempre. Entre el amor y el sexo escogiste lo segundo y, aunque intentaste hacerlo pasar por lo primero, comprensiblemente, te abandonó. Ese fue sólo el inicio de la penitencia que debías cumplir para limpiar tu pecado, pues llegarías todavía a los golpes y a la sangre, a la enfermedad física y mental, a la adicción y a la indigencia. Cuando hubiste saldado tus deudas aquel infierno terminó, justo a tiempo para recibir una nueva —y sin duda última— oportunidad. Amor, pecado, expiación, ¿amor? No lo sé... Ahora que has reunido una experiencia relativamente amplia en los terrenos de la enfermedad mental debes admitir que, en el fondo, no somos tan diferentes, excepto, quizá, en que tú todavía puedes salvarte'. Sonreí un tanto apenado, con los ojos muy abiertos y la mirada baja. 'No creo que la realidad tenga argumentos como lo tienen las historias de ficción', dije al fin. Y continué: 'Tampoco creo que sean sólo una sucesión de hechos inconexos. Existen causas, desde luego, también efectos, de acuerdo. Pero no existe propósito, Patricia, ni finalidad ni más sentido que el que uno le da a la vida, olvídese de interpretaciones religiosas. Cometimos errores parecidos y quizá sus causas también lo sean, pero de ahí a hablar de salvarse o condenarse, eso ya es demasiado. Y por supuesto que nos parecemos, por eso somos amigos ¿no? Es lógico'. Mi escepticismo no la arredró y me ofreció una sonrisa amplia: 'Sabes que tengo razón, cabezón'. 'Ya veremos, Patricia, ya veremos... Mejor cuénteme de ese novio joven que se acaba de echar encima', dije apretándole una mano para luego soltarla. Y empezó a hablar animadamente, imparable, como una loca.