martes, septiembre 26, 2017

El derrumbe

Supongo que aquellos períodos donde uno se siente mejor consigo mismo son aquellos en donde, sea por inconsciencia o por suerte, rara vez por deliberación o realidad, uno no repara en lo que debe ni se ve acuciado por dudas. El resto del tiempo va uno tirando en la esperanza de que algunos pendientes se resuelvan o disipen por sí mismos, aplazando el momento de ser uno quien los liquide como quien paga deudas y se pone al día con la vida, buscando compensaciones detrás de pequeñas cosas para que el cobro sea menor cuando llegue: subterfugios, dilaciones, pretextos. Muchos pueden vivir indefinidamente de prestado, pero unos cuantos no soportan que se acumulen las incongruencias más allá de cierto límite y se ven precisados a ponerles, si no arreglo, fin. Es esto último, me parece, lo que ha pasado en su caso.
Ha habido un pretexto, efectivamente, pero si éste no se consolida no veo que él esté dispuesto a acumular nuevas deudas con su conciencia: no se ajustan las cuentas más caras a uno para entregar los libros de contabilidad a quien esté dispuesto a llenarlos de números rojos. De momento, lo importante es haber dado el aterrador paso de presentarse a juicio en búsqueda de reparar daños, haberse entregado a la justicia luego de aclarar dolorosamente los crímenes cometidos. 'He sido desleal a mi conciencia', debiese empezar una confesión así, 'porque he sabido desde hace mucho tiempo que había cosas irreparablemente mal y he hecho caso omiso, me he acomodado a una rutina plagada de explicaciones autocomplacientes, he desdeñado las contradicciones que no han hecho sino crecer bajo mi disimulo, he torcido y tergiversado, manipulado y desmentido las evidencias por cobardía, para no perder la fachada de un edificio que se venía abajo, aguantado como si fuese virtud un modo de vida desapegado a la verdad. Debo pagar'. Y pagar ha debido, en efecto, primero con la tormenta que supone obligar a otras víctimas del mismo espejismo a abandonar su visión, quitarse la venda a la que, como él, no quieren renunciar, soportando los denuestos y agresiones de quienes suponen ser sólo víctimas y nunca corresponsables, aguantando que lo que pudiera ser un saludable arreglo entre las partes, una conversación íntima entre viejos conocidos que desean aclararse lo ocurrido y atesorar del pasado aquello que fue cierto y hermoso las columnas todavía de pie del edificio caído, los objetos que no se quebraron tras el derrumbe termine en una repulsa visceral plagada de artificialidades y silencios, de zonas opacas a donde no llegará más la luz, de escombros que nadie retira.
No va a detenerse ahora que ha empezado por lo más difícil. Se aproxima el turno de algunas amistades que no vale la pena tener, de los numerosos contactos a los que obliga el trabajo y que conviene minimizar, del trabajo mismo que, como bien entiende desde hace años, tiene el tiempo contado porque toda cretinización tiene un límite. A este propósito se ha preguntado ya si lo que tolera corresponde a una evaluación objetiva de ventajas o, como en el caso de su pérdida mayor, a la fuerza de la costumbre bien aderezada de presuntos motivos o, peor aún, a la conciencia de no ser mejor que esto que le ha tocado en suerte: si consigue algo superior ¿quedará él por debajo de ello?; si no lo intenta ¿quedará como un cobarde?; si escapa definitivamente a esa esfera y fracasa ¿es un desertor?, si triunfa ¿un talento que por fin halló su cauce tras admitir su vocación? Misterio. ¿Convertirá esos sucesivos ajustes y renuncias en algo que pueda conciliarse con una postura responsable y no simplemente misántropa o solipsista? Porque comprende, me parece, luego de tantos años en la brega, que no existen los hombres solos ni a salvo y que para conseguir algo es inevitable mancharse las manos. Ni todo el dinero puede comprar una soledad a la medida ni tiene intención ni posibilidad de conseguirla, pero vivir sin acumular demasiadas deudas con la vida quizá no pase necesariamente por este extremo. Quizá baste para ello la experiencia reunida que lo condujo a esta madurez y que le permitirá detectar cada vez más pronto pero sin conducirlo a la parálisis las trampas en que se apoya el aplazamiento de la conciencia. Si no se puede pagar continuamente, ¿será posible pagar al menos en plazos cada vez más cortos? ¿será posible reducir los abonos o la única manera de conseguir esto es desear también muy poco? Intuye la lógica monástica detrás de estos horrores, las historias de santos que abjuran del mundo luego de saciarse hasta el exceso, los predicadores de la templanza como adictos rehabilitados y, por lo tanto, falsos profetas por cuanto desean que los demás brinquen a sus conclusiones sin pasar antes por sus pecados. Pero eso no va a ocurrir porque contrario a sus creencias sobre sí mismo está en su salsa dentro de la vida y no excluyéndose de ella. Y aunque no esté dispuesto a vivir con los acreedores golpeando a la puerta tampoco puede aún después de estos mayúsculos arreglos que ha debido hacer soslayando su temor a la soledad y aguantando el vértigo de la intemperie sustraerse al comercio de apuestas y pérdidas, de placeres y penas, de ascos y batallas y suciedad rara vez reemplazados por salud, paz y limpieza. Si algún consuelo queda habrá que recordárselo mientras busca desesperadamente algo a lo que asirse en medio de las ruinas es la lealtad. 
Aunque sea para consigo mismo.

sábado, septiembre 23, 2017

Nostalgia de las ciudades

'Ya está', pensaba aquella calurosa tarde de verano mientras luchaba por no dormirme frente a la pantalla cubierta del código C de aquel sistema inocuo cuyos clientes se resistían a pagar poniendo en aprietos mi salario, 'la carrera está por concluir y de aquí en adelante todo será ir de empresa en empresa, deseablemente subiendo de salario; no está mal, no es que me queje, después de todo ya estoy instalado en una de ellas desde antes de graduarme, ¿quién lo dijera? ¡yo ganando dinero en vez de ser un científico o un escritor, un pensador o un artista! Tendré que batirme para que esta ciudad y el mundo reconozcan mi genio, para salvarme de la cretinización que...' Fue entonces cuando me despertó la música que la grabadora de Chésare reproducía a partir de un cassette viejo en cuya caja aparecían una mujer con aretes largos y profundas sombras negras en los ojos y un letrero que decía Ciudad de ciegos. 'Es de una película', me dijo Chésare en el desenfadado tono de los cholos del oriente de la ciudad. 'Un cholo brillante', me dije, 'que demuestra que no hace falta terminar el bachillerato para programar como un experto; un cholo sensible a las herencias, dueño de una discreta nostalgia de las ciudades, los murmullos y los alimentos; que está de momento a merced de los capitalistas que lo descubrieron; que siempre será para bien o para mal joven.'
[...]
Tenía dos suéteres que mi mamá había mandado tejer para mí, uno negro y uno rojo, ambos con un cuello de tortuga que me hacía parecer romántico o maricón, si no ambas cosas. Me agradaba que las lociones baratas que guardaba en mi clóset se fijaran en el cuello por mucho tiempo cuando llevaba los suéteres puestos y que la habitación quedara oliendo a aquellas gotas que prodigaba con una generosidad directamente proporcional a mis temores e inseguridades. A menudo evocaba la casa de mis abuelos a la que ya no podía ir por haberla heredado una tía con la que mi madre se había enemistado y entonces la recorría con la mente rincón por rincón y, cuando la agotaba el piso debajo de la cajonera donde reposaba el reloj, el olor a calcetines del clóset de mis tías o el olor a pedo del de mis tíos, las cenizas de cigarro bajo la cama de mis abuelos y los baños azul y amarillo donde me masturbara en posiciones cada vez más extravagantes contra la esquina de los respectivos lavabos iba hasta el departamento de aquel edificio blanco frente al Reloj de las Tres Caras y me encerraba en el baño de la entrada o en la habitación por cuya ventana se asomaba el niño con polio que iba y venía oliendo a orines, o me acostaba boca abajo sobre la hamaca fascinado por ver la turgencia entre mis piernas asomar por los agujeros de la tela colgante; si aún este rincón tabasqueño se terminaba o no estaba en condiciones de reproducir sus humedales, entonces iba todavía más lejos hasta el piso donde tenía mis juguetes la caballeriza y el explorador lunar, los trailers y las figuras de la Guerra de las Galaxias y me ponía a hojear mis libros de colorear o a sentirme protegido por el sinfín de adornos y figurillas del librero enclenque que como un biombo separaba al comedor de la sala. Ahora que trabajaba quizá había llegado la hora de vivir por mi cuenta en otra casa. Cuando ello ocurriera pensaba durante la larga duermevela del viaje de vuelta a casa desde el trabajo me vería precisado a recrear esta casa que a partir del momento de mi partida difícilmente esperaría para empezar a cambiar y distanciarse de mí. Llegaría el día en que no pudiera volver a recorrerla, porque ya no me acercara más a ella, porque estuviera ocupada por extraños, porque ya me habría movido a otra ciudad. Pero entonces tampoco la ciudad resistiría y al cabo de poco tiempo y más conforme este transcurriera se me apartaría hasta hacérseme irreconocible y dolorosa, como un rostro amado al que una terrible enfermedad fuese deformando. Me despertaba con el cuello de tortuga babeado a escasas cuadras de la casa, me levantaba de prisa y me acercaba a la puerta trasera buscando el timbre para pedir la parada. 
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Mi amigo Jorge me decía que no me preocupara, que aún si las cosas cambiaban demasiado siempre quedaría el registro fotográfico y la memoria, tal vez alguna película. Pero aún entonces yo ya estaba acostumbrado a pasear por lugares desaparecidos y a acariciar objetos que en las distintas mudanzas y peregrinaciones se habían perdido. 'No es nada extraño', le explicaba, 'pues lo mismo debe ocurrirles a nuestros padres en estos precisos momentos al contemplar aquello en lo que se ha convertido la ciudad, ¿no te das cuenta? No es ya lo que conocieron en su juventud, se les va volviendo ajena.' Jorge, cuyo carácter dulce se contagiaba rápidamente del humor de sus amigos, me miraba genuinamente concernido y preguntaba: '¿Y a dónde pueden ir nuestros padres para recuperar la ciudad de su juventud si todavía no contamos con una máquina del tiempo y, de contar con ella, no podríamos salvar las contradicciones inherentes a semejante desbarajuste?' Fumábamos en estas conversaciones sesudas a las afueras de mi casa o de la suya apenas separadas por otra casa y, mirando al cielo de vez en cuando en aquel año cósmico, le respondía: 'Al pasado como tal no es posible viajar. Pero lo que le ha pasado a esta ciudad le ha pasado antes a otra y lo que le ocurre ahora le ocurrirá mañana a una todavía más pequeña. En este momento podemos ir a los años en que nacimos si escogemos la ciudad del tamaño y situación correctos. Apenas instalarnos ahí, por ejemplo, veríamos una notable disminución del tráfico y las distancias, gente más asilvestrada, gustos más elementales, mayor contacto con el campo o las periferias, desplazamientos más cortos, conoceríamos aproximadamente lo que nuestros padres sintieron en aquellos tiempos y, sobre todo, compartiríamos sus nociones de lugar y duración, que son las que más padecen con esta carrera enloquecida en que está metida la humanidad.' Un escupitajo porque siempre he salivado demasiado. Un eructo de Jorge con olor a chorizo requemado y a tripa de cerdo. '¡Vaya idea, cabrón! Muy interesante, sí, eso de las nociones que maltrata la civilización. A lo mejor para eso está la guerra: para refrenar y proteger los recuerdos, ¿no?' Tiro el cigarro entre la hierba todavía verde del verano que acaba y le miro fijamente: 'No Jorge. No creo que ni tú ni yo ni nuestros padres sepamos bien a bien qué es una guerra. La destrucción, en todo caso, siempre llega.'
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Chésare ha venido a mi fiesta de despedida. Llevo el suéter rojo aunque prefiera el negro porque este último ya estaba demasiado sucio y la loción ya era insuficiente para impedir que un olor a baba subiera desde el cuello de tortuga hasta mi nariz. Ha sido un año frío y el invierno promete ser crudo, al menos para la sensibilidad meridional. No sólo dejo la empresa para seguir estudiando, sino que el dinero ahorrado y el que me promete una beca serán suficientes para irme de casa. No más somnolencias frente a las interminables líneas de código C luego de comer en la improvisada sala de estar de las oficinas, no más tardes de disfrutar de los cassettes de Chésare mientras se me va la cabeza recorriendo los rincones de casas antiguas, adiós al estribo del camión donde solía irme colgado cuando todo mundo salía de trabajar y al suave ronroneo que mecía los asientos arrullándome cuando tenía la suerte de encontrar uno libre. Jorge se viene conmigo, no porque vaya a estudiar sino porque la fábrica donde lleva dos años trabajando le queda más cerca. Podremos jugar ajedrez y visitar a nuestras madres juntos los fines de semana: la comida en casa de ellas sigue siendo mejor que cualquier cosa que podamos preparar. Para que la casa de mi madre no se me vuelva demasiado ajena convendrá pernoctar allá una vez a la semana, quizá los viernes en que podemos cenar tacos dorados de Doña Tina y ver la telenovela y luego el noticiero. O quizá suceda que me harte de masturbarme aprovechando que tendré la casa para mí solo aquellas noches en que Jorge tenga ese turno en el trabajo y, como viene ocurriendo cada vez más seguido, encuentre alguien en el camión o en alguna calle inadvertida que quiera acompañarme a mi casa para consumar lo que quizá ya viene siendo hora de que haga más seguido. Chésare me ha hecho un regalo y lo he guardado en el clóset para cuando reúna el dinero suficiente para comprarme una videocasetera. Quizá tenga una cuando lleguen las vacaciones de invierno.
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Nevó. Por la noche pongo la cinta que me regaló Chésare y que no lleva etiquetas ni nada. Es la película Ciudad de ciegos y, como en mis repasos de todos los días, el director recorre la vida de un departamento con el pretexto de sus inquilinos. Ya estoy acompañando a mis abuelos y sus diez hijos en una sala de estar que preside una consola gigantesca, ya a mi madre sirviendo ron con coca cola en el departamento donde se quedó embarazada de mí entre colillas de cigarro y un tocadiscos de aguja desgastada, ya a mi padre que huye de casa mientras se fracturan las paredes durante el gran sismo para no volver a reunirse jamás. Me voy quedando dormido con mucho frío no sólo porque esta casa está en las afueras de la ciudad, rodeada de gélidos valles, sino porque apenas tengo muebles y cobijas que guarden el calor. Jorge no ha podido pagar la renta más y estoy solo de nuevo. En vez de contar ovejas recorro las baldosas de barro de la casa, los azulejos marinos del baño, el pretil de la cocina con su par de quemadores, las paredes amarillas de los patios, las litografías del calendario del año que termina y que, si reúno dinero, quizá deba mandar enmarcar...

domingo, septiembre 03, 2017

El paseo

Después de varias semanas de negociar consigo mismo el reconocimiento de la necesidad de realizar un mayor número de actividades físicas, comprendiendo que en ellas difícilmente podía considerar las regulares descargas que por vía sexual le causaban sudoraciones y palpitaciones ni, por otra parte, volver a los antiguos aparatos que semioxidados adornaban una de las habitaciones de su casa súbitamente ampliada por los muebles y cosas que ya no la ocupaban merced a su divorcio, se decidió a matar varios pájaros de un tiro echándoles la correa al par de perras que se aburrían en el sopor del patio donde convivían lo mismo con sus propios meados y cagadas regularmente recogidas y vueltas a poner que con cucarachas nocturnas (escasas) y palomas que bajaban por la mañana hasta sus platos de corquetas cuidando de no ser pilladas in fraganti devorando el pienso que no estaba destinado a ellas, y se dispuso a pasear con las perras hasta casa de su madre a quien visitaba más bien poco a pesar de las escasas cuadras que lo separaban de su domicilio, así podría estirar un poco las piernas y desaburrir a los animales y estar más al tanto de su progenitora cuyos días transcurrían en el más completo silencio, metida en su casa o yendo únicamente a las tiendas cercanas, dos veces a la semana hasta el domicilio de él para fregar los pisos y sacudir los muebles, cambiar las cosas de sitio de manera que él se irritara por la noche cuando volviera del trabajo y tuviera que añadir un par de minutos más a sacar las cosas de donde ella las ponía y a reacomodar las almohadas de una forma que no fuese tan ridícula, quizá descubrir con resignación si el día fue suave o con contenida ira si el día fue ingrato, que ella preparó un nuevo guiso que a él no le apetece comer y que lo ha hecho en cantidades aptas para un regimiento, poco salía la señora de casa de cualquier manera y poco convivía con él pues las visitas a su domicilio las hacía cuando él estaba en el trabajo y no hacía falta ni darse los buenos días; ahora, en cambio, podrían darse las buenas noches si se convertía en sana costumbre esto de sacar a pasear a las perras hasta la casa de ella, donde él vivió, donde le gustaría vivir más que donde vive ahora, la casa actual no tanto contaminada por el infeliz derrumbamiento de su matrimonio ni por los escasos aunque pertinaces fantasmas reunidos en el par de años de habitarla, sino demasiado expuesta a la calle y con escasa profundidad, tanto de espacios como de historia, una especie de costoso escaparate superficial que no podía protegerlo contra la invasión de las preocupaciones externas, ya por el matrimonio que se iba, ya por los escarceos extramaritales que no respetaron la casa como en cambio sí lo hacen los católicos burgueses bien pertrechados de hipocresía, la sinceridad de su vida escaso consuelo, ahora que lo pensaba mientras daba la vuelta por la larga calle que conducía hasta casa de su madre, difícil el pensamiento no sólo por la naturaleza desagradable de lo considerado sino también por el ingente calor que sofoca Santa Teresa durante casi todo el año y que en el mes de agosto es particularmente desagradable, casi lo había olvidado, pero ahora con las dos perras tirando de las cuerdas y la irregularidad de las calles y banquetas haciendo de sus pasos una marcha errática y cansina, los mosquitos que en nubes se abalanzaban sobre sus piernas y los bobitos pegados al rostro y los brazos, algunos invadiendo sus ojos, recordaba precisamente por qué casi nadie caminaba por las calles de este horrible lugar y por qué sólo conocían el interior de lujosos vehículos refrigerados y el interior de casas convertidas en prisiones por elevadas rejas y cámaras de circuito cerrado, por qué no tenían casi espacios dónde convivir y la única actividad al aire libre era el ejercicio físico como dramático subproducto de su inmenso aburrimiento y sus escasos medios intelectuales o morales para salir de él, pobres diablos en los que ya es imposible distinguir si su idiotez causó el desastre cultural en el que viven o fue la naturaleza del lugar la que los volvió idiotas, qué más da si aquí está, cruzando una avenida llena de agujeros que lleva el pomposo nombre de París, cerca de su trabajo donde el aislamiento en el que él por su cuenta se ha sumido para mejor disfrutar de su misantropía no ha sido suficiente para exentarlo de angustias, pues cuando es requerido padece las solicitudes casi siempre imbéciles y ociosas de sus jefes y colegas, pero cuando no es solicitado por días y días siente crecer la amenaza de que se trame algo en su contra para perjudicarlo de la manera más deshonrosa posible, echando mano ya no sólo de lo que estaba bajo su égida y que cualquiera puede torcer si la intención es hallarlo en falta para eso están los abogados y los psicólogos y los contadores, para tergiversar y torcer y justificar las distorsiones según la consigna del que pague sino también escarbando en su vida privada donde siempre será más fácil volver impresentable lo que no debe ver la luz, desde la cama hasta la cocina, desde la abstracta expresión de anhelos en descuidadas confidencias con las personas más inadecuadas hasta la muy concreta revisión de su reciente divorcio que lo desacredita y recrimina y mancha y hace dudoso, poco confiable, víctima apta para que se le aparten amigos y conocidos y, finalmente, se le eche, como es el destino de todo personaje que, como él, no condescendió ni aceptó como natural el envilecimiento ambiente al que tan cordialmente se le invitaba, un poco más de convivencia habría ayudado a limar asperezas, un poco menos de opiniones le habrían facilitado la vida, pero el daño ya estaba hecho y mientras el ruido de los coches se añade a todo lo que hace insoportable este recorrido hasta casa de su madre y los ladridos de los muchos perros encerrados como objetos de decoración y estatus en las casas de miserables déspotas rancheros alteran a las perras que están tan poco acostumbradas a salir a la calle, la correa de la mayor se zafa suavemente de su cuello y de pronto está ahí, libre, como en aquel primer día en que llegó corriendo a casa desde la calle, una cachorra abandonada que de pronto estaba en la cochera mientras su ex-mujer y él descargaban la despensa del coche y la metían en esa casa en la que ahora vive su madre y hacia la que se dirigen en medio del repiqueteo incesante de este gigantesco establo donde mugen las mujeres-vaca y gruñen los hombres-cerdo, el tiempo se solidifica mientras se da la media vuelta para alcanzarla y, enredado con la correa de la que todavía está sujeta, cae al suelo de rodillas y mira a la que está libre alejarse con las orejas gachas durante unos segundos detenidos, compuestos de su mujer adentrándose en la noche en medio de gritos sin que nadie pueda detenerla, de su hijo descendiendo a la tumba una vez que alguien libera el ataúd del último palo de madera que lo retenía de su descenso sujeto a cuerdas, de la antigua perra blanca de dulces ojos negros que se volvieron blancos y a la que saca en brazos de la veterinaria, envuelta en una bolsa negra, luego de quince años de gozar de su cálida compañía silenciosa y casi siempre alegre, inteligente, y entonces grita apagada y difícilmente el nombre de la que ahora se aleja, estirando la mano para atraerla, 'ven, preciosa, ven, ven por favor', aquélla se detiene un instante y gira la cabeza considerando la súplica del hombre que cae, que ha caído, una mirada transfigurada que se congela por unos segundos, entonces accede y vuelve y él la sujeta de su lomo negro y blanco y deja que ésta le lama la cara y le pone de nuevo la correa al cuello y se levanta cojeando para continuar el camino a casa de su madre, la que fue su casa y la de su mujer, tiene las rodillas lastimadas, pero experimenta en ello un gran alivio y no le extraña entonces en lo más mínimo descubrir que en la casa de su madre nadie contesta al timbre y vuelve, evadiendo a los perros que todavía andan sueltos por ahí, a los vehículos siniestros de vidrios polarizados, a los gritos de hombres que tiran latas sobre el pavimento en medio del olor atroz a carne quemada...
Y se encierra.