martes, marzo 28, 2023

Una victoria envenenada

Jorge Álvarez es el primer estudiante de doctorado del que he sido Director exclusivo, pero no es mi primer doctorante. Le precedieron: Raymundo, titulado en 2015 en co-dirección con Thierry Marie Guerra y Alexandre Kruszewski por la Universidad de Valenciennes, Francia; Temo y Ruben, titulados en 2018 en co-dirección con Antonio Sala por la Universidad Politécnica de Valencia, España; Sara Angulo, titulada en 2021 en co-dirección con Raymundo por el Instituto Tecnológico de Sonora; y Kristian Maya, titulado en 2022 en co-dirección con Raúl Villafuerte por la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Le precedió también un doctorante que fue mío de hecho, pero no me fue reconocido oficialmente: Alan Tapia, titulado en 2018 por la Universidad Nacional Autónoma de México bajo la dirección de Leonid Fridman. Y están, por último, los que hube de turnar a otros directores de tesis sin que yo pudiera participar como co-director: Víctor Estrada (2012), Braulio Aguiar (2016), Juan Carlos Arceo (2017), Marcelino Sánchez (2017), Carlos Armenta (2019), Manuel Quintana (2020) y Jorge Ibarra (2022). Todos los mencionados, a excepción de Raymundo, Sara y Kristian, fueron mis tesistas de maestría y/o licenciatura; con todos realicé trabajos que fueron publicados en conferencias y revistas que, según los requisitos vigentes del doctorado que ahora concluye Jorge, hubieran bastado para titularse como doctores. Si existía esta capacidad académica probada, ¿por qué han pasado casi veinte años desde que soy doktor para que pudiera tener un estudiante exclusivamente dirigido por mí?
Por muchas razones que, como todo en la vida, no son puras ni sin mezcla. Luego de tres años de doctorado en Praga, el joven doktor regresó a su ciudad natal en 2005 y pensó que (a) las universidades lo contratarían por su talento; (b) las universidades tendrían programas de posgrado donde asesoraría estudiantes y haría investigación. No fue así: por un lado, las universidades privadas en que había trabajado antes de partir al doctorado sólo lo contrataban por horas sin ofrecerle contrato alguno que le sirviera para ganar un sueldo como investigador nacional; por otro lado, la universidad pública sólo le ofreció un contrato temporal en un remoto campus foráneo, sin maestrías ni doctorados, luego de que un conocido con influencias interviniera a su favor en 2006. En pocos meses el joven doktor se desesperó y, pensando que más preparación le facilitaría ser contratado en mejores lugares, se fue a Francia otros tres años para volver a fines de 2009. La lección se repitió invariable: sólo después de la influencia del mismo conocido de la vez pasada pudo la universidad pública darle un contrato temporal en otro campus foráneo, sin maestrías ni doctorados, con la sola ventaja de quedar a hora y media de camino de su casa. A fines de 2010, gracias al aviso oportuno de sus ex-compañeros sonorenses de maestría, concursó exitosamente por una plaza en la universidad en que ellos trabajaban: por fin, a pesar de hallarse en un lugar remoto e inhóspito, en las antípodas del cosmopolitismo al que siempre aspiró, contaba con un contrato de tiempo indefinido que le permitía cobrar un sueldo como investigador nacional. El ya no tan joven doktor sabía que sin estudiantes de posgrado no habría equipo de trabajo y su doctorado carecería de sentido; sabía también que a los estudiantes de posgrado se les paga un salario, pero su nueva universidad no contaba con nada de eso. Hubo que trabajar, desde luego, pero también contar con que la suerte pusiera de su parte: preparó y ganó un proyecto de Ciencia Básica de CONACYT en 2011 que le permitiría pagar sus primeros estudiantes de posgrado (a los que hubo que convencer de que estudiaran un programa de maestría carente de reconocimiento y enviarlos fuera después por carecer de doctorado), intentó desesperadamente co-direcciones con sus antiguos colegas en universidades que sí tenían posgrados (las logró honrosas con España, injustas con CINVESTAV y Francia, y francamente abusivas con la UNAM) y, finalmente, la universidad sonorense 'le permitió' hacerse cargo de meter una maestría y un doctorado al CONACYT en 2014 y 2017, respectivamente, con los que por fin podría tener estudiantes de posgrado pagados suyos. ¿Pero quién querría quedarse a estudiar un doctorado en el mismo lugar remoto e inhóspito donde estudió la licenciatura y la maestría? ¿Quién desdeñaría un posgrado en un país cosmopolita del primer mundo donde además pudiera aprender y practicar otro idioma, conocer otras formas de vida y de trabajo, acceder a un abanico más amplio de oportunidades? ¿Cómo convencería a alguien de hacer el doctorado con él si a todos aconsejaba irse de la ciudad y, de ser posible, al extranjero, para trabajar en mejores universidades con mejores investigadores en mejores países? Quizá sólo podría convencer a los peores estudiantes; o a aquellos que, siendo buenos, carecían de un dominio mínimo del inglés; o a los que, voluntaria o involuntariamente, se hallaran sujetos a esta geografía por circunstancias personales. Sólo hasta 2019 consiguió que dos de estos estudiantes se quedaran a hacer el doctorado con él (uno de ellos, Jorge); en 2020 se incorporó un tercero. El joven doktor ya no era joven. 
Espero que Jorge tenga suerte y que ejerza como doctor, es decir, que sea un docente y un investigador activo. Me gustaría decirle que para ello basta el talento o encontrar una plaza por la que concursar sobre bases justas, pero sería una mentira: los contratos suelen ser discrecionales y depender de funcionarios académicos que privilegian a sus amigos; las decisiones las toman gente que, con doctorado o sin él, se dedican a la administración y la política sin el más mínimo interés o idea sobre lo que son la ciencia y la tecnología; la visión de muchos de los integrantes de estas universidades de provincias está empapada de un carácter silvestre, mojigato y pueril, que puede llevar décadas o siglos modificar; y, encima, pasamos por un período en la historia nacional y mundial en que las grandes masas utilizan productos tecnológicos todos los días mientras tienen cada vez menos capacidad para entender y razonar sobre su funcionamiento e implicaciones, quedando así a merced de los dueños del capital y de los medios de producción que están encantados de tener cada vez más consumidores todavía más ignorantes...
Pero no nos pongamos oscuros porque es evidente que el logro de Jorge es también el mío. Y, bueno, si de futuros profesionales se trata, el hecho de que Jorge me haya honrado con su amistad y yo haya tenido la poca cabeza de hacerlo testigo de los aspectos menos presentables de mi vida, le da a él una oportunidad de oro para abrir una nueva plaza —la mía— en el diezmado departamento en el que —todavía— trabajo.

domingo, marzo 05, 2023

Paralelos satánicos

Patricia me decía que la locura nunca afectaba a una sola persona. Yo he de agregar que casi siempre afecta a dos, aunque desde luego se conocen casos de tres, diez y hasta naciones enteras arrastradas al abismo por la demencia. Así fue hace veinte años cuando, con pretexto del amor libre, viví en Černý Most una tormentosa relación de unos cuantos meses con un refugiado iraní que me enseñó a preparar ensaladas de yogurt, pepino y cebolla. Así fue también hace un año cuando, con pretexto del presunto agotamiento del modelo filosófico que había gobernado mi vida hasta entonces, pero también de la penitencia que supuestamente debía pagar por haber vivido cinco años de amor carnal fundados en el sacrificio de otros dieciocho de amor verdadero, viví por varios meses con un lumpen sonorense que me enseñó a preparar botanas de chile, tomate y cebolla. A ambos —el refugiado iraní y el lumpen sonorense— los caracterizaba una amplia serie de malentendidos que, no obstante los estudios universitarios que realizaban al tiempo en que sostenían una relación conmigo —medicina en el primer caso y arquitectura en el segundo— revelaba años de crianza en las más miserables condiciones sociales, económicas y culturales. Santa Teresa y Abadán, el Valle del Yaqui y la desembocadura del río Shatt al-Arab en el golfo Pérsico, se hermanaban así por algo más que su calor extremo y su fundación improvisada a principios del siglo veinte: habían parido y deformado, hervido y excretado, en dos décadas distintas que dan cuenta de los veinte años que median entre la fundación de una y la otra, a dos neuróticos retorcidos que, en su ambición desmedida y en su supina ignorancia, no tardaron en huir a tierras extranjeras que consideraban más adecuadas para su desenvolvimiento ulterior: Europa en el caso iraní, Estados Unidos en el sonorense. 
En efecto, aunque los traficantes de personas que lo trasladaron escondido en un camión a través de Turquía y los Balcanes, no lo dejaron en Berlín como prometían, sino en Praga, la mudanza sin retorno del iraní estaba fundada en los mismos prejuicios que los del sonorense cuando se instaló —pereza obliga— en la bahía de San Diego: la abundancia del dinero, el último grito de la moda, lo más reciente en aparatos electrónicos, la libertad más absoluta de hacer lo que en sus países de origen estaba prohibido o era mal visto, el acceso a un club exclusivo que les permitiera ver a sus compatriotas dejados atrás como seres inferiores. Pronto descubrirían que sus respectivos destinos eran sociedades estratificadas donde la movilidad social estaba limitada precisamente gracias a la continua llegada de inmigrantes: los nativos podían continuar su camino de sofisticación intelectual y económica, seguir disfrutando del ilimitado acceso a las ventajas de sus respectivos países, gracias a gente como ellos que realizaría los trabajos más embrutecedores a cambio de una mínima cantidad de dinero: instalar alfombras en casas que nunca serían suyas, por ejemplo, o lavar cacharros por muchas horas en un restaurante chino. 
Pero aunque la riqueza no llegara, su contacto aún tangencial con el primer mundo desde su más completa impreparación para con los valores de la democracia y los derechos fundamentales del hombre, produjo fenómenos curiosos. Habiendo crecido en un ambiente de profunda censura para con su orientación sexual, abusados por sus propios familiares desde pequeños (no sin su activa y creciente participación), y limitados a encuentros clandestinos en montes baldíos y baños de vapor, el refugiado iraní y el lumpen sonorense se enfrascaron en una espiral creciente de lo que ellos consideraban excesos cuya contraparte era un odio cada vez mayor hacia su persona que, enajenada por la residencia en el extranjero y cada vez más alejada de sus supuestos valores originarios, se les aparecía como otro ser, diabólico y atrayente, a cuyo influjo y dictados no podían resistirse. De este modo, mientras uno terminó visitando recurrentemente los rincones de Chotkový Sady al anochecer, el otro recorrería años después el Redwood Circle en los mismos horarios y con la misma frecuencia; mientras uno acabaría siendo filmado por alemanes que pagaban a gitanos y vagabundos sacados de Hlavní Nádraží por tener sexo frente a las cámaras, el otro participaría en largas sesiones de fisting que después serían compartidas en Twitter por gringos aficionados a los mexican boys; lo que en uno fue el culposo consumo del hachís y el ocasional coqueteo con la cocaína, en el otro fueron la mariguana y los poppers con alguna noche señalada de inesperado cristal; desde luego alcohol y cigarrillos a mansalva completaron sus tendencias toxicómanas en ambos casos. El círculo vicioso estaba servido: por cada abuso que iba más lejos que el anterior se producía un período de abstinencia y circunspección en el que ellos aprovechaban para ser, aún desde la más abstrusa inopia cultural, hombres de bien que, a través de lentos y tortuosos estudios universitarios, se alejaran para siempre de la así llamada mierda; pero ésta no se iba con horas y horas de estudio de textos de anatomía en checo o la dolorosamente lenta ejecución de un plano arquitectónico en el restirador. La mierda, como ellos llamaban sin saberlo a su verdadera vocación, los convocaba siempre al final de un período de creciente neurosis y deseos reprimidos, como el inevitable estallido de una olla de presión a la que sigue alimentando el infernal fuego primigenio. La inescapable repetición en que estaban inmersos estos individuos con los que, no olvidemos, hice vida común por varios meses sin que nadie pudiera advertir cuándo le pondría fin, me ha servido, indirectamente, para comprender el comportamiento de mi padre cuya máxima realización consistía en poder disponer de un matrimonio oficial al que oponer las mayores canalladas concebibles: a él no podía servirle renunciar a mi madre para entregarse a sus vicios desde una soltería que, por su sola legitimidad, restaría morbo a sus excesos; mucho menos podría convenirle, si fuese siquiera realizable, honrar la monogamia a la que se había comprometido por las vías civil y religiosa. No: lo suyo era disponer del combustible necesario para alimentar su espiral destructiva, tan necesario su matrimonio como sus cada vez mayores atrocidades para mantener el movimiento perpetuo de su desquiciada cabeza. Tuvo suerte mi madre de que este enfermo huyera para siempre hace treinta años luego de elevar a una de sus víctimas al dudoso privilegio de ser su esposa. Yo, por mi parte, quizá porque no mediaba ninguna concepción de lo sagrado ni de lo legal, tuve menos paciencia para con el refugiado iraní y el lumpen sonorense: no hizo falta que se fueran porque yo me fui.
Muchas cosas quedan, sin embargo, flotando en el aire como insidiosos tábanos que me aguijonean de vez en cuando, no sólo en forma de recuerdos concretos sumamente vergonzosos sino como reflexiones cuya sombra revela el inequívoco perfil de un monstruo. Si, como dijo Patricia, la locura nunca afecta sólo a una persona; si, como digo yo, la locura alcanza su máximo cuando son sólo dos los involucrados, ¿qué es lo que nos dice a mi madre y a mí sobre nosotros mismos el haber pasado por las referidas relaciones procelosas que tuvimos? Desde luego, que también estamos locos en alguna medida. Que nuestras patologías y las de nuestras exparejas, si no eran las mismas, sí se daban la mano con inquietante naturalidad. Que a pesar del evidente abismo que nos separaba a mi madre y a mí, por un lado, de mi padre, el refugiado iraní y el lumpen sonorense, por el otro, nuestra educación y sensibilidad, nuestros mundos intelectual y espiritualmente elevados, no fueron obstáculo para incluir en nuestra vida diaria a cerdos neuróticos que amenazaron con destruirnos física y mentalmente. ¿Cura la vejez todos los entuertos? Mi madre está sola. Yo todavía no.