viernes, diciembre 23, 2011

Días de guardar

Me subí el cuello de la chamarra al ponerme al volante, indiferente a la calefacción y dejando la ventanilla del copiloto entreabierta. La radio se encendió automáticamente dando un tono azulado al tablero y llenando de impertinentes voces de lenguaraz locutor toda la cabina. Aun me despedían efusivamente mis tías y alguno que otro primo recién casado, cuando la placidez del alcohol me superponía imágenes de otras navidades con las de ahora. O eran nocheviejas.
'Nadie se acostumbra nunca a ver su mundo de infancia desmembrado', pensé al bajar por entre un inestable mar de luces navideñas con la radio casi en silencio. Creía entrever en mis sueños la prueba de mi afirmación, toda vez que en ellos los muertos y los vivos, los parientes que veía de vez en cuando y aquellos con los que nunca coincidía, todos tenían la edad y apariencia que tuvieron en mi niñez, sin importar que se acumularan las evidencias en contra ni las fotografías del Facebook con sus esperpentos ni las noticias de nuevos seres que se incorporaban a la rueda del mundo salidos de las entrañas de aquellos que para nosotros fueron siempre solos y fin de parada, sin sucesores posibles ni fertilidad prevista ni pareja que no fueran sus hermanos o hermanas.
Por la carretera que conducía de nuevo a la ciudad, forzado por el frío a subir la ventanilla y por el silencio recién creado a escuchar un momentáneo zumbido, se me antojó que el verdadero motivo de mis escasos encuentros con el clan familiar no era la larga historia de agravios entre mi madre y ellos, sino mi propia necesidad de proteger un recuerdo sagrado, de salvarlos del paso del tiempo congelándolos en mi memoria. No quería saber que aquella prima recién nacida estaba ya en la universidad ni que el más osado ahora vendía droga; no me hacía falta actualizar el estado civil de soltero a casado, de casada a viuda, ni los últimos detalles de largos concubinatos o múltiples pensiones de tíos cada vez más barrigones y calvos; poco me podría interesar cuánto ganaban los que en mi memoria eran siempre los dependientes hijos de otros, menos saber a dónde habían ido a parar las pertenencias de mis abuelos. 'Quizá sólo deseo asomarme al espejo del pasado', creí citar -¿o traducir?- de algún libro. 'Y confirmar que aun se me devuelve la imagen guardada' -agregué.
Entraba ya por los anchos bulevares de Ciudad Natal, mareado por la cantidad de gente que aun se encontraba despierta conduciendo o reunida en torno a improvisadas fogatas, cuando una inquietud extraña se abrió paso en mi mente como sólo lo hacen las obsesiones acuciadas por el alcohol. '¿Acaso soy yo?', pensé casi pronunciando las palabras. 'Acaso mi empeño por detener el tiempo no se corresponde a la simple creencia de que el pasado fue mejor, sino a mi condición de presunto soltero, de joven irredento o adulto malogrado, una desviación manifiesta del plan original que desde luego no preveía que mi semilla terminara en contenedores plásticos o resbalando por infértiles traseros. El mundo primigenio es, por tanto, un lugar-espejismo donde este cuerpo decadente tiene aun la oportunidad de florecer.'
Pasé por el centro mirando los cuerpos en renta de aquella noche y los que, aun sin dinero, clamaban por su posesión y goce. 'Nunca descansan', pensé. Y me llevé el que consideré menos intoxicado con rumbo a un motel de luces violeta donde ya me saludaban con efusión la dueña y el vigilante, personajes diligentes todos que desde la noche de los tiempos saben que los días de guardar la gente sueña...

lunes, noviembre 21, 2011

Friends

Poco antes del invierno, cuando recién volvía a trabajar en la residencia para ancianos de Oldham, conocí a Luis, el mexicano, un interno octogenario cuyo inglés era gramaticalmente correcto, pero difícil de seguir, propenso como era a encadenar una frase tras otra en largas conversaciones que degeneraban en monólogos. Era una época difícil de mi vida porque acababa de separarme de Anthony y aun no deseaba volver a Irlanda. Cada domingo, luego de colgar el auricular, me consolaba de haber mentido a mis padres sobre mi presunto matrimonio diciéndome que al menos no había tenido ningún hijo y podía volver a empezar. Me costaba demasiado pagar enteramente por mi cuenta el alquiler de aquel departamento de una habitación mal calentada, con duela de madera semipodrida y ruido de roedores en las paredes, pero mi recién adquirida libertad me obligaba a tolerar ese y otros gastos como si se tratase de una prueba.
Durante tres años acepté que Antohony me mantuviera. Renunciar a mi trabajo como enfermera de la residencia me supo bien, no sólo porque estaba enamorada de la idea de fungir como esposa a tiempo completo (lo que sea que esto fuera), sino porque veía en dicha renuncia la superación de algo anómalo en mis motivaciones: era enfermera no sólo por ayudar, sino muy principalmente por perpetuar la dependencia de seres frágiles y alimentarme de su necesidad. No me gustaba trabajar con enfermos cualesquiera, sino con desahuciados, esos pobres que ya no levantarían cabeza. Los ancianos de la residencia fueron una gran solución: ninguno salía vivo, nunca estaban sobrados de personal, nadie quería hacer ese trabajo. Ahora que volvía, ya sin Anthony, encontraba muchas dificultades para disfrutar de limpiar mierda y vómito en pasillos y camas, para regocijarme del permanente dolor de espalda por trasladar ancianos, para sentirme satisfecha con la absoluta dependencia de los internos a la hora de ingerir alimentos o pastillas en horarios específicos.
Luis era diferente y por eso sentí tanto que murirera al poco de haber ingresado yo. El mexicano daba los buenos días en su idioma y me retenía suavemente con sus manos, sin esa lascivia propia de los viejos que ven en cada contacto físico la oportunidad de cebarse imaginaria e impunemente de carne. Me preguntaba por mi vida, especialmente por los tipos con los que salía los fines de semana en compañía de Susan y alguno de sus novios, muchos de ellos fanfarrones consumados que gustaban de exhibir su metrosexualidad en las discotecas de Manchester. Reía temblando con cada una de mis historias y, a cambio, me contaba cada día un poco más de la suya, la única, un malentendido de proporciones gigantescas al que quizá no debería dar demasiado crédito.
Decía haber estado casado desde muy joven y vivido en su país hasta la muerte de ella, en algún lugar cerca de la frontera. El mexicano decía haber tenido un matrimonio feliz, pero haberse casado por error. También decía haber disfrutado muchísimo de sus hijas -tres mujeres que vivían en Estados Unidos- pero haberlas tenido por error. "Me casé para poder estar más cerca de los hombres", me dijo una mañana en que yo había dormido mal soñando que Anthony golpeaba la puerta furiosamente para que lo dejara salir. "¿Cómo dice Don Luis?", le dije utilizando la palabra española "don" que me recordaba vagamente a las monjas del instituto cuando hablaban de Oxford. "Quería estar cerca de los hombres. Tenía que vivir como hombre."
Me habló de un amigo suyo, Sebastián, compañero de bachillerato, con quien asistió a innumerables fiestas y bailables, prostíbulos y borracheras, por quien algún tiempo dejó la universidad para acompañarlo a trabajar en las fábricas de la frontera. Al anciano se le alegraba el rostro hablando de su viejo amigo y del mundo rudo y semidesértico al que pertenecía: "Era maravilloso perder la memoria, querida, sentir que todo el mundo se acabaría en una noche de exceso al lado de un hermano, hacer pactos y juramentos como si fuésemos dos contra el mundo, como si nunca nos fuéramos a separar".
Pero se separaron, supongo.
Por un tiempo, cuando él se casó. Y lo hizo pronto, Dios, qué poco duran las épocas felices de la vida, querida.
–¿No lo volvió a ver?
–Claro que sí, no iba a dejarlo ir tan fácilmente. Terminé la universidad y volví a buscarlo. Comprendí que la vida matrimonial sólo puede compartirse con otros matrimonios, pero el mundo de los solteros les causa rechazo, animadversión. No voy a cuestionar que así sea, son las reglas. Jugué con ellas.
–¿Cómo?
–Casándome.
–Ninguna mujer habría aceptado que...- pensé en Anthony. Me callé.
–Pero claro que sí, las mujeres se conforman con poco, sobre todo las que más seguridades e intereses tienen. Esas se conforman con dinero. Yo en cambio necesitaba asistir a la vida de Sebastián, cuidarlo, protegerlo.
–¿Y ya casado pudo frecuentarlo?
–Me casé con una hermana de su esposa. Reconozco que Raquel fue una gran compañera. El matriomonio, querida, no es como lo creen ustedes los jóvenes, un asunto de pasión y enamoramiento, nada de eso. Se trata de acuerdos y rutinas, de una convivencia convenida con lealtades precisas que no pueden ni extenderse ni rebajarse. Así lo entendían los antiguos y el mundo vivió bien por siglos con matrimonios arreglados.
–Eso es terrible, Don Luis, ¿cómo cree que Raquel pudo sentirse?
–Estaba cerca de Sebastián y él pudo seguirme incluyendo en su vida sin experimentar culpa ni vergüenza, sin siquiera dar explicaciones.
–¿Y eran necesarias las hijas, Don Luis?
–Qué ternura causa la mojigatería de los jóvenes. Sus mundos ordenados, sus impecables cuentos de hadas. Se escandalizan de lo pragmático, de lo sincero. Raquel quería hijos. Yo también. Y Sebastián. Y la esposa de Sebastián.
–Pero si Usted quería estar con él, ¿no hubiese sido mejor que...?
No me has entendido, querida, quería estar con el hombre Sebastián, no con su pálida sombra; con el fanfarrón, no con el consecuente, con el que hundía sus morenos pies en aquellas playas y no con el que habría escapado a un país de estos para vivir tranquilo, con el que ligaba a todas las chicas del vecindario y se perdía con ellas en las ensenadas, no con el que habría de prescindir del alcohol para acostarse conmigo...
Hay algo equivocado en todo esto, Don Luis, estoy segura de que no se le escapa...
Acaso no, no se le escapaba. O acaso soy yo la patética, la que no supo sostener su matrimonio y sigue ocultando a sus padres la separación. La que se acuesta casi siempre como pagando una deuda con los niñatos semiebrios de las discotecas del centro que acceden a traerme hasta Oldham, que me rasgan las medias con su torpeza, que se quedan dormidos apenas eyacular infestando la habitación de agrios olores.
Sebastián murió poco antes que su esposa. Luego se fue ella. Luego él empleó todos sus ahorros en pagar su retiro en este apartado lugar, en alejarse -dice- de sus nietas ñoñas y vulgares. El día que murió le llamé a Anthony. Me contestó su amigo de toda la vida, Paul.

domingo, noviembre 06, 2011

Cerdos

1. Ha sido casualidad enterarme por aquel chico bobalicón del paso de Luis Gala por estas tierras. La conversación ha ido mal, desde luego, y procuré abandonarla tan pronto comprendí que no aportaría nada más sobre el personaje que no haya ya sabido con anterioridad o que no estuviera consignado en los -vamos a llamárles así- diarios que me vendió. Las fechas son caprichosas, algunas manifiestamente falsas, ningún nombre es identificable y ni siquiera se consignan en él los encuentros en que el joven estulto dice haber participado. 'Era un perturbado', acertó a decir, sorprendiéndome, cuando ya pagaba la cuenta para largarme de ahí y no seguir escuchando su cháchara absurda y gramaticalmente insufrible.
Llevaba ya casi un año de haberme mudado a Santa Teresa, invitado por antiguos compañeros de estudios que ahora envejecían en sus respectivos matrimonios cargados de hijos, malgastando mi falsa soltería -geográfica, formal- en una investigación sobre Luis Gala como paradigma del fraude académico. Como la invitación de mis viejos conocidos -o acaso eran amigos- coincidiera con la sugerencia de mi asesor de viajar al Norte para investigar la desaparición de Luis Gala, acepté complacido la oferta de una plaza en la universidad local ('El concurso y los candidatos son puro trámite', me dijo Práctico) y me convencí a mí mismo de la sensatez de instalarme en una ciudad pequeña como aquella para, como me dijo Violinista, 'sentar cabeza'. Flautista sólo dijo que los maestros podían 'vivir despreocupadamente con sus familias' e hizo un chiste (siempre ha sido simpático). Transcurrido un año, desesperaba de la presunta estabilidad. La aparición de aquel afeminado que me vendió los diarios casi al mismo tiempo en que el furioso calor del verano fue barrido por un frío minucioso, ha inyectado aire y entusiasmo a mi rutina.
2. Es noviembre. Ahora que el clima ha entrado en razón -es un decir- he recuperado la memoria. Fui traído con engaños porque me contrataron en enero y eso es, cuando menos, tramposo. Durante meses sólo podía pensar en la mejor manera de sortear el calor. Mis caseros -cuatro- tuvieron a bien echarme de sus domicilios con pretextos peregrinos a los pocos meses -a veces semanas- de haberlos rentado, sin que jamás pudiera echar mano de las instalaciones de aire acondicionado ('pronto irán a repararlo', '¿ha probado con un abanico?') ni ofrecieran indemnización ni en modo alguno aceptaran devolver el depósito. Es claro que no les gusta mi acento ni mi altura, tampoco el hecho de que viva con mi hijo que es reservado y distraído, poco dado a concesiones sociales. Imaginan que somos raros. Imaginan que somos peligrosos. Imaginan que nuestros hábitos son asquerosos y diabólicos. ¿Cómo habrá hecho Luis Gala para pasar desapercibido? En una de las entradas fechadas simplemente como nueviembre, escribe: 'Me rodea el silencio. Hago el silencio. Con la voluntad que lo crea es mi deseo que este silencio siga ensanchándose en torno mío hasta borrar a todas las personas que conozco. Que no quede nadie conocido. Ni que conozca. Nadie.' Creo que lo entiendo.
3. He escrito ya seis resúmenes de los diarios y un pequeño ensayo al respecto. Los he enviado a mi asesor y no responde. La ciudad es un sitio muy vasto cargado de millones de almas como para prestar demasiada atención a un viejo estudiante que se ha instalado a cientos de kilómetros siguiendo nuestro consejo. Fui engañado, decía hace poco. Mis colegas, mis caseros. Ahora me queda claro que mi asesor también participó del engaño o gusta de las bromas pesadas. Me ha empujado a venir para apartarme, quizá preocupado porque nuestro propio trabajo sobre el fraude académico apuntara demasiado a sí mismo. Suele pasar: empezamos algo y cuando descubrimos que todo es un engaño nos empeñamos en sostenerlo porque de otro modo nos aniquilamos. Y hay momentos en la vida -edades, circunstancias- en donde ya no se puede deshacer lo hecho. No se debe. Y hay que continuar.
Cuando ando las calles rectas y solitarias de Santa Teresa, sus noches siniestras donde nunca pasa nada fuera de los vehículos de cristales polarizados que circulan sigilosos y vacíos, echo de menos el aire contaminado del Altiplano, sus taquerías grasosas, su juventud epidémica y estrafalaria. Ahora mi asesor debe andar en esa misma ciudad entrando y saliendo de librerías, seleccionando restaurantes con su esposa, sentado en una de tantas plazas o parques espiando furtivamente a las indias que orinan y a veces se masturban detrás de cualquier matorral. Debe sentirse vivo y cómodo e instalado. Satisfecho, sin duda exitoso aunque no se mida nunca con los de fuera ni le importe otra cosa que seguir hinchándose con el presupuesto. Ni Práctico ni Flautista quieren otra cosa. Violinista insiste en la moral y el compromiso, pone cara de circunstancias y se pasa la mano por las sienes, pensativo y grave; luego, también toma el dinero.
4. Luis Gala es un personaje evasivo. Algunas anotaciones en sus diarios son matemáticas porque esta era su profesión, pero consultando con compañeros del departamento de ingeniería (no hay ciencias puras en este páramo), me he enterado de que las notas son del todo disparatadas, sin sentido, algunas ni siquiera sintácticamente correctas. No les creo del todo. Práctico me sugiere ir a Arizona, donde parece que empezó el grupo del Dr. Pardon, al que perteneció Luis Gala. Me obliga a invitarle una coca (de dieta, pero con cafeína) y me despacha ensuciándose los bigotes con frituras. Violinista sugiere ir más lejos, hasta Chico, Wyoming, donde el Dr. Pardon reside ahora, entregado a actividades no me queda claro si místicas o filosóficas, pero en todo caso escasamente matemáticas. Se ofrece a acompañarme. Se le encienden los ojos pequeños y duros, parpadeando muy rápido y jugueteando con una pluma entre sus manos. No entiendo su nerviosismo. Flautista nunca ha escuchado hablar de Luis Gala.
Por la noche noto al crío más callado que de costumbre. Mientras hace su tarea sin levantar la vista le pregunto por su día. 'Igual que siempre', contesta, mirándome con una mezcla de cansancio y conmiseración. En mi habitación, todavía con mi hijo y sus silencios en la cabeza, leo como abstraído un folio tras otro de los diarios de Luis Gala. Me detengo en el párrafo que dice 'Quienquiera que atraviese esa ventana se va a arrepentir. Quienquiera que crea refugiarse verá de pronto que no hay árboles ni cuevas ni otra cosa que mediodía. La luz es blanca y sin descanso y sin tregua. Arderé, pero no sin antes cumplir mi misión.'
5. Mi asesor ha contestado. Se encuentra en Milán para una conferencia donde seguramente ha estrechado muchas manos y tomado muchas fotos. Escribe apenas dos líneas, pero alcanzo a sentir su ánimo vacacional. Se habrá puesto un abrigo ligero, paseado con su esposa por los lagos de la zona. Leo también su sentimiento de importancia, de hombre que se sabe a salvo de batallas no porque las haya ganado todas, ni siquiera porque se haya presentado a las mismas, sino porque la cobardía, el medro y la corrupción lo hacen obligadamente líder en este país, el mayordomo querido, el dictador bondadoso, el caudillo indispensable. Por la noche mi hijo me entrega un aviso de Hacienda: hablan de adeudos y declaraciones atrasadas. Yo no soy un hombre a salvo.
No hay nada en los diarios que indique a dónde se fue Luis Gala. El chico que me los vendió aseguraba en nuestra única entrevista que se fue a Altar, pero ahí no he encontrado a nadie que recuerde su nombre o que responda a sus señas. Tampoco puedo pagarme viajes frecuentes hasta aquella población, tan cercana a la frontera. El departamento sólo me ha pagado la mitad de uno, pese a la existencia de partidas para esos rubros que Práctico aprovecha para asistir a conferencias en zonas tropicales conocidas por la exhuberancia de sus putas y travestis. Violinista dispone de esos fondos para pagar estudiantes a los que luego deja varados en proyectos interminables y que espera que concluyan 'por el honor, no por el dinero.'
Quejándome con Flautista, inconsciente, inadvertidamente, pude escuchar un chiste del que me reí por compromiso. Recordé al salir de su cubículo y luego por la noche corroboré la cita exacta en los diarios: 'No hay humor en este exilio. Pero tampoco sexo, que es lo contrario a la risa. Quizá transito el infierno. Quizá haya que apurarse a falta de Virgilio. P no es un buen guía.'
6. Dicen que los maté. Yo, que no manejo armas y nunca lo he hecho. Dicen que no me voy a escapar con un recurso tan viejo como ese. Que no hay amnesia posible que lo explique. Que me espera un castigo ejemplar. Lo cierto es que Práctico, Violinista y Flautista están muertos. El abogado de oficio me ha mostrado dos vídeos de seguridad donde efectivamente me desplazo por los pasillos armado de un fusil y gritando números. Disparo al aire siempre, pero cuando llego a los cubículos de mis amigos -quizá sólo compañeros- les vuelo la tapa de los sesos y doy algunos culatazos, furioso. No me lo explico. He preguntado por mi hijo y me dicen que no tengo tal, que de dónde me he sacado semejante estupidez. Traen al médico y me inyectan algo ambarino. Debo dormir.
Entre sueños, escucho a Luis Gala decir 'Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Pero también seis'.

domingo, octubre 23, 2011

Naturaleza muerta

La película fue atroz: una serie de efectos especiales conectados por monosílabos, a veces gruñidos o muecas. Tres veces cabecee mientras explotaban edificios con la puntual asistencia del equipo de sonido. Iluminado súbitamente por la pantalla, lo vi devorar nachos, palomitas, beber un litro de coca cola. Era estúpido empezar así la noche del domingo, pero mis criterios se relajaban conforme pasaban los días de trabajo y hogar en Santa Teresa. Días inclementes e iguales entre sí, intercambiables. Días productivos y sobrios, ordenados, rutinarios en su presunta diversión, inflexibles. Días con espacio para la insatisfacción y minutos reservados para la añoranza del caos, de la pasión. Ansiaba compañía, sexo, variedad, pero también mis opciones parecían generadas por la misma maquinaria de los días. Círculo, desierto, luna. Y cine, claro. Mal cine.
Había sido advertido, si no por amigos, sí por personas que nada ganaban con mentir: era un error abandonar la gran ciudad para irse a meter en este agujero. Yo alegué el sueldo, balbucí algo relacionado con aspiraciones profesionales, defendí la talla demográfica de Santa Teresa. Pato me llamó pendejo y se embarcó en una discusión sobre la imposibilidad de curar ese mal. Devian elogió la cerveza del norte, pero aclaró incontestablemente que esa no era una ventaja cultural, sino un medio de alienación colectiva (siempre ha sido afecto a las teorías conspiratorias, entre más delirantes mejor). Chiquita se rascó la entrepierna y me dio a oler sus dedos: "Tu futuro", dijo. Y yo creo que se equivocó porque esta noche de domingo ignominiosa no me hacía acompañar de una mujer, sino de un chico de universidad al que me afanaba en follar sin mucha convicción, sorprendido, por lo pronto, del ritmo y voluntad con que daba cuenta de cuanta comida había en el cine y de las ocasionales risas locas que le producían las imágenes -llamar película a esa excrecencia hubiese sido un exceso.
Como si hubiese salido de mi cuerpo y asistiera a una representación de mí mismo en ánimo de filmar escenas bobas con un desconocido, me vi aceptando la descabellada proposición suya de ir a cenar apenas subimos al carro luego de terminada la película. Debo decir en su descargo que hablaba poco y a mi favor que no hice ningún esfuerzo por caerle bien o hacer la noche más llevadera. Un ejemplo de madurez, mi circunspección, que Pato se empeñaba en rechazar como signo de sabiduría por ser incompatible con su incontinencia verbal. Pero Pato no entendía de hombres. Tampoco de mujeres. "Es fácil ser bisexual si no te acuestas con nadie", le decía en tono burlón para arrepentirme en seguida por su torrente de argumentos y exégesis. A veces, durante la cena, volvía a mi cuerpo -o al menos a mi cabeza- y en verdad oía lo que mi invitado de esa noche me contaba. Cosas de una juventud transcurrida en territorios culturalmente vírgenes y ayunos de cinismo. Cosas directas, sencillas, desamparadas. El futuro y la libertad, por ejemplo. Las presuntas virtudes de la disciplina y el esfuerzo. El castigo que espera a los malos. Superación personal, religión, el deporte. Filosofías que gente muy importante concibió en lugares que algún día visitaremos como Europa o China. La importancia del inglés.
Fumé varias veces bajo su mirada ausente, concentrándome en su boca. Se parecía a la de Chiquita, con labios delgados y propios de un rostro cuadrado, casi marcial. Mientras hablaba de ayudar económicamente a sus padres me regodee pensando en si si sería capaz de mamar tan bien como lo hacía Chiquita y por un instante me reuní conmigo mismo para recordar que estaba ahí en busca de sexo, no de una terapia psicoanalítica. Debíamos irnos, tendría que probar mis viejas técnicas de sometimiento (todo acto sexual es así, una guerra), tendría que poner manos a la obra aunque la noche fuera densa y apeteciera más bien quedarse inmóvil, aunque los trayectos en la madrugada de Santa Teresa no excedieran los siete minutos de un extremo a otro y no fuese posible escuchar más de un par de canciones en cada viaje. "Vámonos", le dije de repente. Y él se puso de pie con agilidad pasando una mano por el vientre plano para mejor acomodarse la camisa. "Maldita juventud", pensé. Maldita.
Se hizo el silencio en la casa mientras bebíamos café. "¿Qué me pasa?", me dije, ¿tendría este congelamiento algo qué ver con lo que Devian definía como el crunch maturitas, a saber, el momento a partir del cual un hombre encuentra imposible conquistar a otra persona más joven? Devian afirmaba que las grandes compañías contaminaban los alimentos para inducir conductas más morales y dóciles en la población. Y me advirtió contra Santa Teresa: "Es obvio que no pueden empezar estos tratamientos masivamente en grandes centros urbanos. Es costoso. Empiezan por los pequeños y alejados. Ahí toda la gente está loca y aséptica y lobotomizada en la práctica", decía con los ojos muy abiertos. Me sacudí los malos pensamientos, me acerqué a él y le toqué el rostro con cualquier pretexto. Una espinilla, una mancha, una basurita. Un mostrarle el frío de mis manos. O su calor. Una telaraña que debió arrastrar mientras entraba por la puerta del patio, una marca dejada por la viruela, lo de costumbre. "Mi novia dice que tengo las mejillas muy rojas, ¿cierto?", me preguntó sonriendo...
Chiquita decía que las ciudades pequeñas -no los pueblitos, aclaraba- eran para los matrimonios y la gente decente. "Tu modo de vida, digamos, no puede descansar en los medios, sino en los extremos. Pero estás en crisis y cualquier cosa que haga para disuadirte es inútil. Idiota". Pato estaba de acuerdo con ella y aseguraba que me convertiría en uno de ellos: "No vas a cambiar, imbécil, no es eso lo que trato de decir, sólo vas a rendirte, terminarás creyendo que ese modo de vida ñoño a medio camino entre el alcoholismo y la depresión es el único, el auténtico". Lo dejé frente a la puerta de su casa, me apretó suavemente un hombro. "Gracias, fue una noche excelente", me dijo. Devian me habría recordado que el placer no puede rematar en agradecimientos. Pero no lo había.

sábado, septiembre 17, 2011

Dos levedades

'Un antes y un después nunca se sueldan'
Tu rostro mañana, Javier Marías


En la honda madrugada de Santa Teresa, ya pasado el Grito y apagados por el alcohol los cada vez más escasos murmullos de remotos jolgorios, el Indio se sirvió, tambaleando, otro caballito de tequila y me miró de frente con ojos vidriosos. Me puso una mano en el hombro como quien va a confesar algo y trata de acercar al confidente, pero en el último momento se echó para atrás, se recargó en su silla tomando el caballito de hidalgo y encendió un cigarrillo.
–Como sabes, dos veces tuve oportunidad de quedarme en el extranjero.
–Sí.
–Y no me quedé.
–Ya veo- dije sonriendo y esperando que completara la frase, chiste o lo que fuera a soltar como solía hacer tras solemnes pausas. No fue así.
–Sé que ha sido una decisión imbécil desde el punto de vista práctico, pero ya sabes que mis razones eran sentimentales.
–Lo sé, lo sé... l'amour...
–Claro, l'amour, pero aun si no hubiese tenido pareja ni familia, habría vuelto. Se necesita conocer el hambre o el horror para irse definitivamente y yo, con todo y haber padecido necesidades, no conocía ninguno de ellos. Los iraníes y rusos en Praga sí los conocían. Los magrebíes, los congoleses y hasta los vietnamitas en Francia, los conocían. Sus recuerdos, con ser entrañables, también estaban teñidos de miedo: a la sharía, al racismo, a la guerra tribal, a la persecución política y religiosa, a la hambruna y al caos. Hasta los mexicanos del otro lado tienen que ser lo suficientemente pobres e ignorantes para preferir cortar jardines o lavar baños en vez de volver a padecer hambre en esta mierda de país...
–No vivimos mal, Indio, no exageres...
–No vivimos mal porque vivimos en otro país, no en el de ellos. Es a ese país inexistente al que volví dos veces del extranjero. Está hecho de bancos, escuelas, casas con rejas y alambrados cada vez más altos, cocheras con alarma donde se guardan carros asegurados, plazas comerciales donde una criba racial ha dejado sólo gente blanca o decentemente vestida, un barniz de ley y de gobierno, una ficción colectiva que pretende seguir festivamente encima de una multitud depredada y depredadora. Cuando nos encontramos –casi siempre trágicamente- con ese subpaís, lo maldecimos y ponemos cara de circunstancias, pero luego nos reponemos y volvemos a creer que el nuestro es el suyo, que es uno solo. Mentira: pronto no habrá sitio donde esconderse de ellos...
–Estás borracho.
–Sí, lo estoy... Pero en realidad no quería hablar de lo que, evidente o no, terminará por ser claro para todos llegado el momento, obviedades que el tiempo se encargará de manifestar despiadada y puntualmente. Sólo quería hablarte de las sensaciones, de las atmósferas que rodearon esos dos regresos al país. No pretendía embarcarme en una discusión política, sino sentimental.
–A ver, Indio, suéltalo.
–Dejar un país al que te has acostumbrado, aunque no sea el tuyo, tiene lo suyo de nostalgia y evocación, especialmente si es un país de verdad con una historia amplia y un mínimo de consistencia. Esos últimos meses, tanto en Praga como en Valenciennes, sabiendo que transcurría mi última temporada en cada caso, veía las cosas y personas, los paisajes y recuerdos, como un todo que se me iba alejando y cuya difuminación había empezado ya, cubriéndolo todo de cierta neblina y haciéndome vivir en medio de una ensoñación.
–Lo normal en estos casos, claro.
–Era más que lo normal. Porque justo en ese estado suspendido, en esa transición movediza, sentía una paz extraordinaria que me hacía ver todo con una perspectiva amplia, comprender –o creer comprender- tanto lo que dejaba como lo que venía. Bisagra del tiempo cargada de comprensión benevolente, serena e iluminada... Por ejemplo, el cine. Las películas mexicanas justo antes de volver me sabían cargadas de dolorosa precisión, pero ahí donde se colaba la corrupción, ahí donde permeaba el desorden y la decadencia, me deleitaba en la anticipación de juveniles placeres: el sexo y los viajes de equipaje ligero, los pies hundidos en una playa de cálidas arenas, las carreteras y los pueblos donde la comida era sabrosa y casi regalada. Aquí estaba mi juventud y podía volver a ella sin importar los años transcurridos, pensaba.
–Te entiendo.
–No, no lo entiendes. Nunca has vivido fuera más que de vacaciones o en viaje de trabajo. Vas, te tomas la foto en la seguridad de que al regreso estarán tu oficina, tu esposa y tus hijos donde mismo. Apenas deshaces la maleta, jamás te ves obligado a aprender otro idioma ni a cambiar ninguno de tus hábitos. Nunca haces amigos, sino colegas, nunca te comunicas, sólo rodeas... Por ejemplo, el cine. Vi muchas películas checas y francesas, desde luego, pero al final de mis dos estancias, enmedio de mi levedad, de mi flotar entre dos mundos, siempre aparecía una con carácter revelador y sintético que parecía subrayar mi calidad de outsider: Kolja en el caso checo, Il y a longtemps que je t'aime en el caso francés. Las películas son muy diferentes en su historia y hechura, pero comparten algunas características: muestran –no sé si intencionadamente- el país en el que están hechas, no sólo a través de obviedades como el fin del comunismo en la primera o los museos de Nancy en la segunda, sino también a través del señalamiento de hábitos y atmósferas (la civilización decimonónica y musical checa, la cosmopolita y filosófica francesa); tienen por protagonistas a personajes fracturados o en retirada que circunstancialmente se ven obligados a interactuar y cuya liberación es ambigua, quizá imposible; están cargadas de soledad mal admitida e incomprensión casi orgánica, como si los personajes centrales también estuvieran viviendo levedades impenetrables, flotando en el mundo, un tanto conscientes de que están de más...
–Y cuando volviste se te acabó todo eso, Indio, ¿no es así?
–No inmediatamente. Las películas parecían anticipar mi propio e inacabado proceso de reanudación, sus dificultades y su fracaso último. O quizá me equivoco y la adaptación tuvo lugar en ambos casos a las pocas semanas, cuando conseguí trabajo y el contacto continuado con imbéciles y fanfarrones, hijos de puta y malnacidos, me trajo de vuelta a la realidad. Y la realidad es que lo entrañable duraba el plazo de vivir en el país como de vacaciones, los pocos días de acostumbrarse de nuevo al noticiero y a las calles idealizadas, el tiempo de intimidad con la pareja y de saludar de nuevo a la familia, sintiéndose extranjero en el propio país como prolongación del verdadero tiempo fuera. Unos cuantos días, unas semanas, luego la levedad fue reemplazada por el peso...
–Es tarde, Indio, vámonos a dormir...
–Sí. Siempre queda el sueño.

viernes, septiembre 02, 2011

Fata Morgana

Harto de acumular noticias sobre secuestros y crímenes de la mafia, sobre la ineptitud gubernamental y el absoluto descaro con que la raza del país se dedicaba a saquearlo todo poco antes del Gran Colapso, al Director de Noticias Pompa le brillaron los ojos frente al monitor cuando leyó aquel correo. Se trataba de Dibú, su gran amigo de toda la vida, quien daba cuenta de su viaje de placer por Tierra Santa naturalmente a cargo del erario- en compañía de su esposa Vivá: Muro de los Lamentos, Monte de los Olivos, Mezquita de Al-Aqsa, taxis de precios astronómicos, inexplicable excitación al pasar por los puntos de seguridad... y la gran noticia, motivo de su entusiasmo: Ericka Vexler vivía a media cuadra de su hotel, en una casita de dos plantas y terraza con balcón mudéjar: ¿querría entrevistarla?
Claro que quería. Llevaba casi dos décadas sin saber de ella, su jefa en tiempos de la Guerra del Golfo, cuando él era un divorciado camarógrafo de veintiocho años, regordete y medio calvo, de largas patillas y bigote espeso, renuente a llevar una de las máscaras de gas que el gobierno israelí repartió entre la población como parte de sus desplantes paranoicos. A ella le debía, si bien de manera involuntaria y lamentable, su vertiginoso ascenso a corresponsal titular, el primero y más importante paso de los varios que lo condujeron a su oficina en México, hasta hace poco lejos de las balas y el caos. Una deuda que no le agradaba ni podía agradecerse, aunque lo hubiera beneficiado, pues ella hubo de perder su empleo y desaparecer para siempre en el más profundo ostracismo, negándose por años a recibir visitas y siendo luego abandonada incluso por los más nostálgicos curiosos. Siempre había querido preguntarle qué pasó aquella noche en su piso de Tel Aviv, cuando los misiles Patriot y Scud ululaban en el cielo, cuando encerrada en el baño de su casa en compañía de él y su perrita Milka, enlazó con el satélite para la transmisión regular en vivo y se hizo escuchar y reproducir entre la estática de millones de televisores al otro lado del océano: "Nuclear... repito: ¡ataque nuclear!".
"No está de más intentar", se dijo Pompa mientras escribía a Dibú proporcionándole detalles sobre Vexler y los puntos que una eventual pero casi imposible entrevista debía incluir: lo relativo a la noche nuclear debía quedar al final en la esperanza de que otros datos fuesen revelados, convenía explorar aspectos poco conocidos de su trabajo previo como entrevistadora de líderes del Medio Oriente, su decisión de emigrar a México y la posterior aunque más comprensible- de permanecer en Israel, tal vez datos sobre su vida en el retiro ¿o era reclusión?- de los últimos veinte años. Debía ser indulgente y no insistir, por ningún motivo debía irritarla porque en ese caso ella daría por terminada la entrevista con su aire amable y misterioso. Inapelable.
Decidió hacerse acompañar de Vivá por si debía dirigirse en hebreo a alguien y porque una mujer siempre suaviza la tosquedad de un hombre. Abrió la puerta de madera obscura una mujer morena, rolliza, que hablaba ese español suave de los indígenas centroamericanos. Los hizo pasar a una salita de alfombra roja y muebles de patas muy delgadas, pidió que la esperaran. Durante largos minutos ni él ni Vivá pronunciaron palabra. Luego volvió la doméstica para pedirles que la acompañaran a la terraza de arriba, para lo cual, extrañamente, había que cruzar un patio lleno de olivares y luego volver ya en la segunda planta- por un costado del mismo. Mientras avanzaban, Dibú sintió inundarse de irrealidad, como si a lo largo de los pasillos y víctima de la incredulidad de que esta entrevista tuviese lugar, fuese perdiendo paso a paso el por qué de su visita alienado por el llamado a la oración desde remotos alminares de infinidad de mezquitas.
La terraza miraba al oriente, de modo que esa tarde ya le hacía sombra el resto de la casa. Justo en medio, descansando sobre un gran diván y rodeada de tres mesas con ámpulas abiertas de morfina, jeringas y un tanque de oxígeno, estaba Ericka Vexler muriendo de cáncer. Una vez que nos pusimos delante de ella en un par de sillas que acercó la doméstica, por fortuna de espaldas al deslumbrar de techos dorados de Jerusalén, pude verle la tenue y enigmática sonrisa que la caracterizaba. Llevaba gafas negras y hablaba con la hipnotizante monotonía de sus tiempos de periodista, un ritmo calcado del hebreo y parecido a un rezo, una letanía.
Pompa los ha mandado a aquí, ¿eh?- dijo al abrir un diálogo para el que no estaba preparado, enmudecido como un principiante. Me alegro, me alegro. No me queda mucho tiempo, como habrán comprobado. Hablaré poco, ya Rosita me está clavando su mirada, ¿ven? Me cuida como una generala y si no hubiese insistido, les habría echado como lo ha hecho con tantos otros...
Podemos volver otro día, Señora Vexler, no quisiéramos...- dije extraviado. Vivá salió en mi rescate mirándome con la firme suavidad de quien pide silencio y no suelta la presa. Me callé.
De ninguna manera. No hay tiempo. La entrevista está preparada... ¡Rosita! Tráeme por favor los documentos del expediente negro y dáselos a estos señores, por favor... Habrán de disculparme, no pensaba entregarlos a la prensa, pero ya que un buen amigo se ha acordado de mí seguramente podrá armar con ese material el reportaje que mejor le convenga. Confío en él. Ahórrenme las preguntas triviales (todas están en el expediente) y mejor charlemos de otras cosas, ¿quieren?
Vivá intervino y yo quise comérmela con los ojos apenas abrió la boca echando por tierra todos nuestros planes.
Señora Vexler, ¿qué pasó esa noche?- Se hizo un breve silencio que acentuó el cese de los llamados de las mezquitas y el resplandor final del sol sobre los tejados. Se hizo la penumbra.
Claro, claro... de eso podemos hablar. Por supuesto no está en el expediente y lo que les digo pueden compartirlo con Pompa, pero nadie más. Eran tiempos de una gran polarización y, aunque ahora les parezca que el mundo estaba de acuerdo en contra de Hussein, ello estaba lejos de ser así. El dictador tuvo el gran acierto de atacar Israel y ganar así el favor de millones de musulmanes y cristianos radicales. Israel no era inocente y vio en aquella coyuntura la oportunidad de ampliar todavía más el favor de los otros extremistas, los que veían en él a un país víctima y a un pueblo victimizado... por definición. Y a perpetuidad. Recordarán el temor que existía en todo el mundo por el inminente desmembramiento de la Unión Soviética y el destino de miles de armas nucleares. Israel aprovechó ese temor y exaltó la paranoia al acusar a Hussein de planear ataques bacteriológicos, químicos y, desde luego, nucleares.
Pero los ataques no se produjeron...- intervine tímidamente.
No, no se produjeron efectivamente. No sea ingenuo, Dibú. No hacía falta. A mí me pagaba el Servicio Secreto Israelí. El mayor sacrificio que me exigieron fue el de esa noche: sería retirada de los medios de comunicación y no volvería a trabajar en ellos luego de reforzar la especie de que un ataque nuclear se iba a producir, de cualquiera de las partes. El estruendo de los bombardeos esos estúpidos Patriot que nunca consiguieron derribar ningún Scud y sí causaron más muertes civiles que los segundos- y la estática que arruinaba las transmisiones satélitales hicieron el resto. Quedó bien, ¿eh? "Nuclear, nuclear" en una época como esa en que todavía helaba la Guerra Fría...
La experiodista pareció caer en un extraño sopor. Dejó de hablar, emitió algunos gemidos, Vivá llamó a Rosita creyendo que tal vez Ericka necesitaba una nueva dosis de morfina, pero la doméstica se limitó a tomarle el pulso a su patrona y a pasarle una gasa húmeda por la frente. Luego nos pidió, perentoria, que abandonáramos la casa. Nos entregó el expediente. Al llegar al hotel, todavía aturdido, dejé a Vivá en la habitación y bajé al bar con el expediente en mano. Entre cientos de hojas en blanco había un certificado médico: Ericka padecía Alzheimer desde hacía siete años. Lo emitía el Hospital Militar Israelí, con sede en Haifa.

jueves, agosto 11, 2011

Detritus

Baby went to Amsterdam
she put a little money into traveling
now it's so slow, so slow...
-Amsterdam, Peter Bjorn


Salí a fumar al patio y la encontré ahí, en medio de las recién lavadas losas de cemento como una inquietante joya articulada atenta a mis movimientos, sus inútiles alas de queratina a modo de carcasa, sus antenas desafiantes percibiendo el mundo. Un signo de dudosa pertinencia al final de un día de problemas elásticos. Una advertencia más de estar pisando un terreno que no es el propio. Gregorio Samsa, etcétera. La ofuscada noche de Santa Teresa.
Este no era un ejemplar de los ochentas. Aquellas eran cucarachas pequeñas imposibles de atrapar, veloces, escurridizas, menos repugnantes, pero evidentemente menos higiénicas. No había alimento o migaja que se les escapara y en ese sentido eran tan minuciosas como las hormigas, quizá por eso iban reduciendo su tamaño generación a generación en la esperanza de poder algún día confundirse con éstas y ganar desde luego la batalla. Porque un blátido es indestructible, decía mi abuela al cerrar la panera y limpiar -siempre por encima- los restos de la mesa. Luego por las noches ellas se apropiaban de todo mientras mis abuelos y mis tíos se refugiaban en sus camas y yo lo hacía en el viejo catre a los pies de la alcoba, angustiado por la posibilidad segura de ir al baño en la madrugada y verlas divertirse con la mierda (los baños también se limpiaban por encima) y los sabrosos detritus de la regadera.
Mi abuela era como yo, lectora. Revistas de suscripción, bestsellers, periódicos. Anunciaba las telenovelas como si se tratara de funciones de teatro: "Don, ya va a empezar la comedia", le decía a mi abuelo apurándole el cigarro. Nos llevábamos bien, mi abuela y yo, empeñados como estábamos en actuar la verdadera comedia de ser diferentes del resto de la familia, más refinados, más conservadores, también más hipócritas. Nos regodeábamos en el contenido afecto, en nuestra ñoñez, en pasar el trapo por encima de las pequeñas -y a veces no tan pequeñas- manchas familiares. Nunca limpiábamos del todo, como debe ser en las familias de alcurnia. No éramos gringos que desearan abrir las cortinas y desinfectar cada rincón para que muebles sosos y funcionales brillaran como en un quirófano. No. Lo nuestro eran las cortinas pesadas y los recovecos donde se acumula la mugre. El moderado olor a encierro y alquitrán, los muebles ovalados y barrocos en donde el metal acusaba ya cierto óxido y las maderas cierta podredumbre. Una casa, pues, en donde las cucarachas también proporcionaban plusvalía.
Durante el día era imposible verlas, salvo que la cocina quedara cargada de humores y nadie pasara por ahí en más de una hora. Dolly, la perra, solía mantenerlas a raya en el desagüe del patio cuando no estaba ocupada en morderse la cola. Conforme envejeció -y llegó demasiado lejos hasta que mi tío Roberto decidió envenenarla para no seguir limpiando su mierda- se volvió más histérica y dejó de prestar atención a cuanto animal salía por la coladera. Las cucarachas, que se cuentan entre los animales mejor adaptados del mundo, advirtieron pronto que Dolly ya no era un peligro, que podían ir y venir a donde fuera y disfrutar de una variedad de excrementos cuya tasa de producción jamás pudieron igualar a la de consumo. Mi tío Roberto, naturalmente, se los hubiera agradecido.
Mi abuelo, hombre de buen juicio salvo cuando bebía (entonces le daba por amenazar con tomar el coche y largarse, si estaba con la familia; invitar a todos y reír con bromas procaces, si estaba con amigos) advirtió pronto el carácter pernicioso de la relación que yo tenía con mi abuela y tuvo a bien intentar compensarla llevándome a su taller de herrería. Abundaban ahí los trabajadores de todas las edades y de criterios sexuales laxos que no dejaban de tratarme con deferencia por ser nieto del patrón. Por ser rubio y blanco. Por tener manos delicadas y labios muy rojos. Por tener el culo fino. El inmueble era una casa invadida por el polvo metálico, la maquinaria, las piezas de metal pulido y sin pulir, las cajas de polvo para modelado y el patio de fundición donde estaban los crisoles. Unos a otros se agarraban las nalgas en medio de carcajadas, especialmente al momento de vaciar el metal líquido en los moldes, retándose. La radio nunca se apagaba sintonizando música ranchera en "Estéreo Voz". En las paredes se encontraban algunos dibujos obscenos que dejaron mis ojos rojos de tanto releerlos.
El baño del taller era entonces su único refugio. Las cucarachas no tenían ahí nada qué comer, excepto excrecencias, pues el agua faltaba permanentemente y los trabajadores tenían a bien acumular sus heces y meados con entera naturalidad. La primera vez que entré ahí salí con lágrimas en los ojos, asqueado. Creí que nadie me había visto y pensé en salir del taller, cruzar la acera y orinar en el amplio parque de enfrente, detrás de la estatua de Don Belisario Domínguez. Pero Luis, el más joven de los trabajadores, me interceptó y me llevó al baño de nuevo, con una media sonrisa y sin mediar palabra. Desde entonces el olor atroz y las cucarachas que también parecían aturdidas en la atmósfera cargada, me resultaron evocadores. Al final también oriné.
El insecto seguía ahí cuando terminé el cigarrillo, impasible, desprovisto de personalidad como cada forma vacía en este desierto. Sólo veo bultos en Santa Teresa. Noches siniestras recorridas por zombis. El infinito tiempo que resta cuando se acaba la historia. Y esa musiquilla que un borracho ha dejado repitiéndose una y otra vez en la madrugada... So slow, so slow...

jueves, agosto 04, 2011

Delincuentes

Apenas cerré la puerta tras de mí fui al lavabo a lavarme las manos y echarme agua en la cara, agitado, sudoroso aun pese al extraño frío de la madrugada. Tenía los nudillos hinchados, pero no había sangre, apenas un arañón en el brazo derecho, casi nada. A fuerza de verlo en las películas y creer en sus efectos tranquilizadores, me serví medio vaso de brandy e intenté beberlo haciendo gestos de repugnancia a cada trago. Me quité la camisa y me puse la bata por encima, sentándome en el único sillón de la sala y pasándome la mano repetidas veces por la barba, un viejo hábito que siempre reveló en mí nerviosismo y acopio de fuerzas para mentir. Pero esta vez no había interlocutor y el nerviosismo estaba -quizá- justificado: acababa de matar a alguien.
Poseído por el vértigo de la nueva situación -toda persona decente lo experimenta al momento de cruzar la línea, desde una pequeña falta de tráfico hasta aquella indecencia inconfesable- repasaba desordenadamente los detalles de aquella noche, haciendo y deshaciendo la historia como si aun pudiese agregarle o quitarle algo, modificar su curso con sólo concentrarme en el momento de inflexión (hubo varios) o explicarme frente a un juez invisible a fin de que me exonerara. Movía los labios, estoy seguro, quizá agitaba las manos ilustrando las sombras de la noche, tal vez sonreía de vez en cuando confiado en la legendaria impunidad de este país.
"Qué suerte", pensaba, "estar en un sitio así donde casi ningún delito termina por castigarse, aunque luego tenga que pasarse por muchas molestias y vicisitudes para ser abandonado. 'No se probó el delito', dirán, 'no hay elementos' y el caso se habrá caído aunque sea culpable. Qué suerte vivir aquí, después de todo, si estuviera en otro sitio quizá ya estarían deteniéndome y esta noche no me ha visto nadie, no hay evidencias que me inculpen y nadie me asocia a ese hijo de puta. Y quizá no esté muerto, después de todo. Pero aun si viviera no habría modo de encontrarme: él no conoce mi nombre, no recuerda sino vagamente el rumbo por el que vivo y en cuya única visita tuvo la mala idea de robar algo importante, fue él en todo caso quien se lo buscó, quien delinquió primero. En aquella ocasión le invité a subir al carro y aceptó gustoso, '60 euros', dijo, y lo cierto es que además del dinero se llevó mi regalo de aniversario, el hijo de puta, y ahora que lo encontraba otra vez en las calles no iba a desperdiciar la oportunidad de hacerme justicia. Qué bueno que vivimos en este país tan lleno de gentuza imbécil que ni siquiera se esconde. No me juzgarán por esto, nadie me castigará. El caso se archivará sin duda. No pasa nada."
Empezó a caer una llovizna persistente y ligera acompañada de relámpagos. "Está muerto", pensé, "¿para qué mentir?". Había matado a un hombre y ni siquiera me di cuenta cabal de cómo me dejé arrastrar a ello. Ahora no había proporción alguna entre su robo y el castigo que por él yo le había propinado, porque estamos educados en la convicción de que una vida humana vale más que cualquier bien material. Quizá. Sentía claramente una punzada en la boca del estómago recordándome el contagio irreversible de ese virus criminal cuya infección incurable no podría confesarse sin correr el riesgo de ser visto como un peligroso alienado. Había matado y los asesinos -aun los accidentales, aun aquellos cuya profesión lo exige- terminan por ser vistos con natural desconfianza por nuestras sociedades cada vez más bobas y simples, cada vez más incapaces de ver la relación entre lo que se llevan a la boca y los cazadores que cayeron consiguiéndolo. "Hipócritas", murmuré furioso.
Esta noche lo había encontrado en la misma esquina, recargado en la pared con ese bigotito fascista mal recortado. Me reconoció al instante y, extrañamente, no huyó, quizá porque desde el primer momento le sonreí dando a entender que requería nuevamente de sus servicios. Subió al auto y comprobé que me recordaba perfectamente: "¿Vamos a tu casa del Norte?", preguntó enseguida, "Porque si es así prefiero dormirme, ¡queda muy lejos!". Yo aproveché el momento para decirle que no, que prefería que fuéramos a un departamento que tenía ahí cerca, y entonces conduje varias calles de manera errática hasta detenerme en una que me pareció lo bastante obscura. Bajamos del carro y entonces me le acerqué golpeándolo en los bajos. No pudo hablar, claro, pero en sus ojos podía leer el terror, la incomprensión, la sorpresa aun a sabiendas del motivo de aquella golpiza que apenas comenzaba. Sin darle tiempo a más reacción la emprendí contra su cara y costados. Se derrumbó. Le di tiempo de que se levantara balbucenado "No sé de qué me hablas", "Te lo juro que yo no fui", y entonces comprendí el empeño de asesinos y golpeadores por evitar que la víctima hable, por amordazarla o callarla a golpes, por evitar que niegue su culpa y nos seduzca con su mejor tono inocente, impostado o no, pues a fuerza de su insidia llegan a sembrar la duda y entonces se pierde efectividad. Le golpee una vez más en el abdomen y le insté a que se largara de ahí, subí de nuevo al auto y entonces di una vuelta por varias calles hasta volver a dar con él.
Cojeaba tratando de correr tan absorto en su terror que ni siquiera reparó en que era yo de nuevo. Cuando vio las luces del auto me miró por última vez, lo empujé derribándolo sobre aquella rampa -entrada de cochera- y tuve luego espacio para machacarlo con los neumáticos hasta salir de allí sintiendo cómo las llantas hacían golpear algo parecido a palos o piedras contra las salpicaderas del carro. No miré atrás, me largué. Por el camino, pretextando la compra de unos condones, me detuve en una farmacia para verificar el estado del cofre bajo la luz del estacionamiento: no tenía ningún golpe visible. Cerca de casa me crucé con dos o tres patrullas. En el camellón de la gran avenida, como es costumbre en las largas madrugadas de domingo, había un accidente.
Me quedé dormido en el sillón. Al alba, con el cielo todavía gris y la humedad en la calle, llamaron a la puerta, sobresaltándome. "¿Es suyo esto?", fue la pregunta que me hizo el oficial de policía apenas darle los buenos días mientras blandía una de las placas de mi coche. En efecto, me faltaba la delantera. "Pero esto no es una película americana", pensé. "Estaré libre hoy para la cena".

jueves, julio 14, 2011

Vida de Ferrante, hijo


De tanto compartir su intimidad, pero también gracias a mis progresos, empezaba a sospechar que no era inalcanzable. Era posible rebasarlo porque intuía sus límites, aunque aun me faltaran años para llegar a ese punto y quizá no me apeteciera hacerlo (la coartada ideal para la pereza o la estulticia, nunca se sabe). Tomé nota del momento en que se asentó su espíritu, como una agitación que cesa y una inquietud que cae hasta formar un poso en el fondo de su vida, no exactamente una renuncia cuanto una resignación bien meditada, realista, casi pragmática. Una forma de alzarse de hombros, pero también de acomodarse en el mundo que por acuerdo entre el azar y su voluntad, le tocó en suerte. Sus rutinas fueron las mismas, pero sus entusiasmos y su aprensión dejaron de consumirle para volverse animales dóciles, domesticados. Yo era parte de su conformación, junto con su contrato indefinido de trabajo y su matrimonio. "Se hace lo que se puede", decía.
Por recomendación suya -una vez terminada la maestría y tal vez siguiendo sus pasos para mejor superarle- llegué a Francia. No me hacía ilusiones. Sabía que le había decepcionado durante la tesis y que aunque formalmente fuera mi coasesor de doctorado ya no me prestaría tanta atención, pretextando la distancia, sí, pero también confiado en que sus ex-colegas del laboratorio francés se ocuparan de mi trabajo por completo: Guerlain, su ex-jefe, con el pelo completamente blanco y el vicio del cigarro retomado con gusto; Lober, el maître de conférences por excelencia con su fino sentido de la ironía y un cuarto hijo que llegó demasiado tarde; Prats, divorciado, calvo, mejor programador que nunca. Jamás comprendí enteramente si seguían o no mi trabajo, especialmente Guerlain, para quien todo resultaba insuficiente mientras se hacía y muy defendible una vez publicado, pero también advertí que hacía ya mucho tiempo que ellos habían cruzado el punto de inflexión que mi antiguo mentor cruzó delante de mis narices: estaban asentados, tranquilos, rutinarios incluso en sus preocupaciones y exabruptos, convencidos de que no se pueden pedir peras al olmo y que insistir es tarea de necios. No se me escapaba que para ellos fui más olmo que peral. No se me escapaba que tenían razón. Aprendí así pues, forzosamente, a repartir la culpa de manera racional. O razonada, al menos.
Era sencillo, argumentaba, pues de tanto querer imitarlo he terminado por recorrer sus pasos sin recorrer el mismo camino. ¿Culpa mía? Puede ser. Parcialmente. Pero convengamos también en que no se pueden compartir maestros de una generación a otra. Los suyos fueron los míos, de acuerdo. Llevaban los mismos nombres. Trabajaban en las mismas escuelas. Pero habían pasado trece años entre tanto y lo que a mí me tocó no fue precisamente más experiencia o solidez, sino acomodamiento y parálisis, un grupo de hombres que de tanto participar del engranaje habían terminado por convertirse en la maquinaria misma: ciega, autómata, indiferente. Cínicos expertos o enajenados indisculpables, ya eran incapaces de verme a mí o a cualquier otro estudiante, por no hablar de las personas en general, bultos que acompañaban la decoración del mundo. Su mundo.
Quizá estoy siendo injusto con mi mentor. ¿Cómo puedo reprocharle que hace años hubiese aceptado quemar sus naves para quedarse en Santa Teresa luego de que sus entusiasmos le obligaron a errar por todo el mundo y sacrificar su vida personal? ¿Cómo echarle en cara que haya abrazado la serenidad luego de años de combate, un combate duro, amargo, condenado al fracaso desde sus inicios y que en vez de cambiar el mundo o mover consciencias sólo le trajo una mediocre fama de apestado? No puedo. Menos aun desde esta oficina en el norte francés donde yo mismo he decidido quemar mis naves. Menos cuando todo ha quedado atrás, incluyendo mis padres, mi hermano (¿dónde estará mi hermano?), mis antiguas novias y mis viejos amigos. En un momento más vendrá mi mujer con los niños para ir a hacer la despensa. Nunca han estado en mi país. Nunca, quizá, lo conozcan. Por la televisión miramos los crecientes disturbios que arrasaron sus ciudades, la sobrepoblación de este siglo que pasa factura, la marea de sur a norte que ni Escandinavia podrá parar. Sé que piensan que he ganado. Bien.
¿Hasta cuándo?