sábado, febrero 09, 2019

Explicación del divorcio

Con ser ocioso o perjudicial y aún bajo la advertencia de aquel poeta que recomendaba agradecer 'el regalo fugaz de su hermosura' a quien nos quiso para luego abandonarnos, prescindiendo de rencores y perdón, yo veía mis días interrumpidos cada cierto tiempo por recuerdos y pensamientos sobre el abandono de que fui objeto por parte de mi mujer y las niñas un mes, dos, luego un año y otro sin alcanzar nunca una explicación definitiva ni hacer las paces con lo ocurrido. Una mirada distraída al sillón de la sala, el comentario de un colega sobre sus vacaciones, o el recorrido por el supermercado empujando un solitario carrito de despensa y ya estaba ella peinando el cabello de las niñas antes de salir, o untándose los brazos con bronceador, o adelantándose por el pasillo de las carnes con aire pensativo. Su voz acariciándome. Su consuelo cuando el día iba mal. Sus planes. Nuestros planes. Yo adoraba a mi mujer. 
Al poco de vivir con ella adquirí la convicción infantil de que éramos el uno para el otro, una idea de orden religioso que podía permitirme a cambio de mi ateísmo intelectual y que, quizá, nos indujo a no prestar demasiada atención a los aspectos inacabados de nuestra relación: fisuras que ya estaban ahí desde el comienzo y que no dejaron de crecer ni de ramificarse con extraordinaria lentitud, es fácil ahora reconocerlas, aunque no quede muy claro si de verdad las hemos distinguido o, más probablemente, las hemos seleccionado por acomodarse mejor a la explicación muy posterior que nos hemos dado. Del mismo modo poco respetuoso de la causalidad y acuciado por el doloroso presente, suelo pensar que hubiera sido preferible que las fisuras de aquel lejano tiempo en que decidimos hacer vida común nos hubieran conducido a un pronto rompimiento, en vez de que pasara el tiempo un mes, dos, luego un año y otro acumulando recuerdos y construyendo sobre arena; es un pensamiento injusto, desde luego, producto de la desesperación de no tenerla, pero también de la falta de argumentos que me conformen con dicha ausencia. 'Es posible', me digo, 'que exista una explicación correcta a todo esto, pero su carácter de verdad incontrovertible no sería nunca capaz de hacerla satisfactoria, nunca capaz de conformarme con ella, y en ese sentido cualquier explicación es inaceptable', así, por ejemplo, la que atribuye a la ternura que hubo entre nosotros una buena parte de la culpa de haber transitado por la vida doméstica evadiendo las dificultades sin considerarlas en su verdadera dimensión, como si hubiese sido preferible la violencia de insultarnos a gritos o arrojarnos trastos para no convertir nuestra dulzura en grilletes que secuestraran la voluntad. Quién sabe me torturo pensando cuántas veces deseó sacudirme para que despertara, quién sabe cuántos años padeció por mi culpa como un ave enjaulada mientras yo minimizaba el problema, esquivo y confiado, incapaz de concebir que algo pudiera separarnos.
Aunque no lo menciona en su carta de despedida, es posible que ella haya escogido vivir con otro hombre. Yo ignoraba hasta qué punto las relaciones eran contratos con derechos y obligaciones: era un romántico; ignoraba la relevancia y justa proporción del sexo en la vida común: era un estúpido. Quise hacer valer mi ternura, mi calidad de hombre maduro y las convicciones largamente repetidas sobre nuestro destino común, para continuar indefinidamente con ella sin atender a sus necesidades más elementales: era un tramposo. Puedo pretextar que la amaba, pero mentiría si dijera que ese sólo pretexto me daba la convicción necesaria para justificarme ante mí mismo. Conforme pasaba el tiempo un mes, dos, luego un año y otro sabía que acumulaba una deuda que el poeta advertía 'no puedes pagar continuamente', de modo que cuando el cobro llegó, lo perdí todo. He repasado luego, inútilmente, ejemplos y contrajemplos de relaciones que se mantuvieron hasta la muerte y donde por razón de edad o circunstancia, se aceptaba como un hecho normal el enfriamiento o desaparición del sexo. He considerado sublime y luego estúpida la idea de que una relación que vale la pena importa muy por encima y a pesar del sexo, apilando a su favor anchurosas palabras como compromiso, complicidad, espíritu afín, pero también reuniendo en su contra palabras como pasión o deseo. 
Como me convenía, compartí por mucho tiempo el extendido prejuicio de considerar inferiores los valores de la carne a los del espíritu, porque si bien con aquellos podía sudarse y sonreír momentáneamente inundados de una plenitud puntual, con éstos podía enfrentarse la enfermedad y los trabajos de la vida. Quizá mi mujer compartió esta convicción por algún tiempo para luego dudar de ella. Quizá no ha hallado un hombre más inteligente o sensible que yo, pero sí uno que la desee con algo más que palabras y afecto, y así ha prevalecido lo que ella necesita por sobre lo que pudiera convenirle. Puede que yo resultara muy presentable frente a amigos encontrados por azar en el supermercado mientras ella y yo vigilábamos a las niñas que correteaban por todos lados; puede que comigo ella haya formado una pareja envidiable a los ojos de los demás, ambos con profesiones liberales, prósperos e ilustrados, con viajes a cuestas y el par de niñas como prueba adicional de amor y solidez; pero ella habrá preferido la meta más modesta de andar con un hombre más elemental, quizá más impresentable o menos formado, desde luego menos leal y menos ambicioso, porque ni las explicaciones fisiológicas ni los seguros de vida pueden sustituir la carne humana ni encender el fuego de su entrepierna.
¿Se engañan entonces quienes viven relaciones a costa de todo enfriamiento? ¿No radica el engaño más bien entre aquellos que hacen de la cama el mayor de sus vínculos? Con el paso del tiempo un mes, dos, luego un año y otro se me agotan las ganas de juzgar a los demás conforme a mi rasero y accedo paulatinamente a posiciones relativistas que, sobra decirlo, tampoco me convencen ni gustan demasiado, perogrulladas inútiles del tipo 'cada quién tiene sus motivos' o 'lo que es bueno para unos, no lo es para otros'. Pereza intelectual. Acidia. Eventualmente ha de llegar el mutis y no desearemos más atender los llamados del mundo para que lo consideremos, lo pensemos y ordenemos. Será demasiado para cualquier cerebro, demasiado para cualquier alma.
Pero yo seguiré echándola de menos y lamentando que no esté aquí. A ella, sí, pero también a su idea. Sus planes. Nuestros planes.