jueves, enero 31, 2008

Fe de erratas


Comprendo que el falso novelista mexicano Edgar Ludwing Kratz Godínez haya querido matarme aunque sea a través de un cuento tan vulgar como Novelista, verdadero ardid á la clef que no consigue dominar el recurso de la escritura en clave, menos aún refocilarse como acusadamente pretende en el contorsionismo sintáctico que tan caro es a mi estilo. No fui enterrado en el jardín de su casa –minúsculo cuadro de tierra en el patio de una vivienda de interés social donde sigue viviendo incluso ahora que ha ganado –y perdido- el Premio Sexenal- ni vagué por las calles del centro ni fui drogadicto ni amante suyo –homosexual embozado, él- sino que fui su colega en el bufete de abogados –ese sí tan real como la demanda que de ahí ha salido en su contra– y ahí descubrió algunos escritos míos que, reconozco, jamás debí llevar al despacho ni era correcto realizarlos durante la jornada laboral que se suponía pagada para dictar actas engorrosas o hacer el segumiento de querellas judiciales escandalosamente aburridas. Me robó dos pequeñas novelas que tenía ahí guardadas, quiero decir que las fotocopió, no sé cuánto tiempo le habrá llevado ni en qué momento se le ocurrió hacerlo, algo sabían sus amigos –yo nunca fui íntimo suyo- de que le gustaba la literatura y quería seguir intentando publicar sus cuentos que eran rechazados una y otra vez por razones que, a la vista de Novelista, me son diáfanas. Nunca me enteré de que mis obras habían sido publicadas bajo otros títulos ni que habían ganado los premios Guaralfa (¡y bien me había cuidado yo de no soñar siquiera con publicar en esa editorial para señoritos cuyos libros, por fortuna, jamás son leídos!) y fue sólo cuando Ludwing o Edgar o Godínez –que jamás era llamado de la misma manera y nunca como Kratz- me regaló un ejemplar de sus cuentos que por fin habían sido publicados en la misma Guaralfa, cuando empecé ya no a sospechar, sino a sentir una piadosa curiosidad por cualquier otra de sus publicaciones. Le confesé que yo también escribía y al desinterés inicial siguió su desdén cuando por fin le presté el borrador de Tianguis cultural, novela que no fue premiada en el inexistente concurso estatal como él ha dicho, sino en el mismísimo Premio Sexenal que le dio los veinticinco –no diez- millones de pesos con los que desapareció para siempre del despacho y, según la policía, también de su domicilio, aunque tengo para mí que está metido en algún escondrijo de su casa, tanta es la afección que tiene por los volúmenes que ahí guarda y que pude recorrer a gusto en la única ocasión en que me invitó a su piso para devolverme Tianguis cultural junto con siete hojas de presunta crítica demoledora. Fue justo su renuencia a mostrarme los ejemplares de sus propias novelas lo que me hizo buscar en las librerías lo que ya había sido devuelto a la editorial y distribuido en saldos a viejos que malvivían de sus ventas y que los metieron en estanterías mal clasificadas donde me fue imposible encontrarlos, por lo que hubieron de pasar meses antes de que encontrara paseando por el tianguis cultural un ejemplar de ¡Tianguis cultural! con las hojas medio desprendidas y, naturalmente, con otro título. Entonces Edgar o Ludwing o Godínez llevaba ya dos meses ausente del despacho y algunos elucubrábamos disparatadas teorías sobre su paradero. Nadie había reportado su desaparición porque había dejado su renuncia en el escritorio, sus papeles en orden y, para rematar, en su página blog mostró una foto suya con una hermosa playa al fondo y un breve texto donde nos deseaba suerte. Luego vino la denuncia, la búsqueda infructuosa y ese pésimo ejercicio narrativo de nula imaginación y menos audacia llamado Novelista, que escribió en su blog y que –pobre imbécil- me llevó hasta él.

Espero todo esto sirva para explicar por qué lo maté.

jueves, enero 24, 2008

Novelista

Tuve que dar vueltas por el centro por más de tres horas y pagar dinero a gente inmunda para dar con él. Mi ayudante era un drogadicto de treinta y dos años a fines de aquel enero en que se convocó al Premio Sexenal de Novela que daba diez millones de pesos a su ganador, una medida desesperada y ridícula de la Secretaría de Cultura para distraer la atención sobre su deporable rendimiento y la reiterada acusación de que los fondos para películas, pintura, danza y literatura se iban directamente a parientes y favoritos de los funcionarios. Yo estaba como loco, desde luego, pues era el mejor candidato para ese premio luego de ganar por dos años consecutivos el de literatura de la Editorial Guaralfa, que apenas daba ridículos diez mil pesos y la publicación de la obra, lo que por lo menos me puso en contacto con verdaderos escritores y me permitió codearme con el gobernador y algún funcionario federal. Pero de dinero, nada.
Lo encontré orinando debajo del puente de República con un grupo de borrachos y le llamé para que subiera al auto. No estaba tan sucio como aquella primera vez en que subió, cuando él tenía veintiséis años y yo lo confundí con alguno de los prostitutos de la calle Morelos, confusión que no obstó para que me lo llevara a mi cama luego de algún discurso más o menos ambiguo. En aquella ocasión, mientras se vestía husmeó en mi escritorio moviendo algunas hojas.
–No muevas eso, flaco, es un trabajo.
–¿Trabajas en tu casa?- inquirió con expresión de extrañeza.
–Sí, soy escritor y abogado, aunque sólo he publicado artículos en revistas. Mira, aquí tengo una de ellas.
–Ah, mira, yo también escribo historias, cosas, sobre todo cuando me pongo, tú sabes…
–¿De veras? Quizá no me expliqué bien, yo hago literatura, no cuentos psicodélicos- le contesté orgulloso de mi pedantería y torciendo los labios en una sonrisa burlona. Pero entonces me sorprendió citando de memoria un párrafo del Quijote que desde luego yo no conocía:
“–¿Por dicha hásele olvidado a vuestra merced como yo no soy caballero, o quiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche? Guárdese su licor con todos sus diablos, y déjeme a mí.” Cervantes. Para que no me chingues con tu veneno, cabrón.
–¿Es verdad eso? ¿de dónde lo has sacado? Ahora mismo vamos a comprobarlo- y fui a mi biblioteca a sacar el grueso volumen, una edición de comienzos del franquismo que me regaló mi abuelo poco antes de morir arruinado por venir a este país. Y ahí estaba el diálogo, con la misma frase. Completa. En el capítulo del manteamiento de Sancho.
–Pero ¿tú eres escritor?- dije todavía aturdido.
–Pues escribo porque me gusta hacerlo, ahora sólo novelas o cuentos, ya no puedo hacer poesía desde que me fui de casa.
–Te llevo a donde vives y me enseñas algo, anda- le dije excitado.
–No. Si quieres te veo el próximo jueves, frente al Chivas, estaré ahí en punto de las ocho de la noche.
Así empezó aquella extraña relación nuestra que me permitió hacerme de sus cuentos por módicas cantidades y publicarlos como míos en concursos locales. Me di a conocer y algunas reseñas salieron en distintos periódicos sobre “el cuentista más cáustico que había dado el Occidente”, “maestro de la ironía”, “nuevo existencialista en la zona más anodina del mundo”, dijo todavía un chilango en un periódico de la capital cuando la primera novela, Tianguis cultural, ganó el Premio Estatal. Mi ayudante estaba al tanto, desde luego, y fue subiendo sus tarifas al mismo ritmo que la intensidad de su toxicomanía. Para las dos novelas ganadoras en Guaralfa tuve que pasar meses en correcciones de meros errores de dedo y suciedad en las páginas redactadas por mi ayudante en un domicilio que nunca me permitió conocer. Pero el recién inventado Premio Sexenal era otra cosa. Me permitiría consolidar mi prestigio, pero sobre todo, mi chequera. Después de eso podía animarme a publicar la novela que había estado escribiendo a espaldas de mi ayudante durante años, tratando de imitarle y aun superar sus fallas guiado por las reseñas de los críticos.
–Flaco, tienes que ayudarme, ha salido una gorda- le dije apenas subió al auto.
–¿Qué? Mira, tómate una copita conmigo, ándale, es mi cumpleaños, ¿ves?- me contestó con la lengua tropezándole entre las letras y acercándome a la boca la botella que tenía en la mano.
–Déjate de tonterías, necesito la nueva novela antes de marzo, ni siquiera me había dado cuenta de que la convocatoria del Premio Sexenal salió a mediados de diciembre pasado, eso me pasa por no leer el boletín de la Secretaría, ¡si hasta me lo mandan cada mes a mi cuenta de correo electrónico! ¡chingado!
–¿Antes de marzo? Supongo que podrás pagar el doble- me contestó recuperando un poco el orden sintáctico y la concentración en sus ojos: pupilas demasiado abiertas, quizá no sólo había bebido.
–¿El doble? ¡Por favor, flaco! ¡no tengo dinero y tú queriendo joderme más! Lo del Premio Sexenal es sólo porque eso tiene prestigio nacional, sabes que es muy importante para un intelectual porque…
–Tú no eres un intelecutal, no mames, eres un pobre diablo que por más libros que lea y más ejercicios que haga jamás tendrá una sola idea interesante, tú eres lo que yo he hecho de ti. Quiero el doble o no hay novela. Es más, el doble o le pruebo al mundo que yo soy el autor y te hundes todito- y rió con estrépito alcohólico insoportable. Fue entonces cuando un sudor frío me poseyó, no sé si de lo que acababa de decir o de lo que se me ocurrió hacer.
–Vamos a mi casa, flaco, creo que necesitas un baño. Y tranquilizarte. Tómate estas pastillas por ahora, anda, abre la boca- y saqué de la guantera las pastillas para dormir. Le di seis.
–Son de las de éxtasis que te sobraron la otra vez, ¿verdad?
–Sí flaco, las mismas.
Cuando llegamos a la casa me costó trabajo abrir la zanja en el jardín, jamás pensé que fuera tan difícil. Le eché paletadas de tierra a su cuerpo dormido, pensé que después de todo la asfixia le sobrevendría antes de despertar y así podría ahorrarme escenas desagradables o trabajos extra. Apagué la luz del jardín al terminar y me fui a dormir. Soñé que ganaba el Premio Sexenal luego de terminar y enviar la novela que tenía guardada en el cajón, tratando de seguir en todo el estilo de mi ayudante. Soñé con dinero, con un viaje, que anunciaba mi retiro en medio de flashes. Pero esta mañana me he encontrado la zanja desecha.
Y tengo miedo de abrir la puerta a la que están llamando desde hace un minuto.