sábado, octubre 28, 2017

Otros mundos

Envidio a las personas a las que una adecuada combinación de voluntad y circunstancias ha permitido que recorran su vida rodeadas más o menos de los mismos paisajes y personas, pues ello supone que están relativamente a salvo de la alienación que padecemos quienes hemos debido suspender varias veces, así fuese una sola, el mundo como lo concebíamos y la geografía que nos era familiar, los individuos que ocupaban nuestro tiempo casi a diario y aún los afectos que nos eran más caros y sin los cuales pensábamos que no podríamos vivir, o es quizá que morimos y vivimos repetidas veces hasta que efectivamente alguna época pasada nos parece otra vida y los que la poblaban, ahora ausentes, están muertos a todos los efectos como están extrañamente vivos los recién llegados sin historia que en los días que corren este mundo postapocalíptico, este purgatorio— nos acompañan a la mesa y se meten en nuestro lecho y nos prestan oídos, inexplicablemente, como si hubiesen estado aquí desde el principio. Asistimos cada vez menos si ha coincidido algún hueco de trabajo con una oferta de billetes, si por fin encontramos a alguien que nos acompañe y que al final nos dejará ir solos pretextando cualquier contratiempo a la que fue nuestra ciudad natal, donde nadie nos espera y los paisajes que conocimos van siendo inexorablemente deformados, sólo en calidad de notarios que, de pie frente a la casa que habitamos por muchos años o a la mesa del restaurante que sobrevive difícilmente al atropello de ampliaciones y sobrepisos, levantan invisibles actas y hacen inútiles amonestaciones al aire; también como peregrinos que recorren los mismos lugares cada cierto tiempo, ritualmente, con la misma actitud desconcertada del devoto que llega a su destino y, musitada alguna oración improvisada, no ve más alternativa que volver sobre sus pasos. 
¿Cuántos como yo habrán creído saber quiénes los acompañarían en sus últimos años haciendo caso omiso del azar que todo lo vuelca y de cuyos efectos tenemos sobrada evidencia a lo largo de nuestra vida? Nos pasamos los años aspirando a mantener las cosas en su sitio y al final somos nosotros los que ya no estamos en el nuestro, acaso porque no hemos sabido perseverar o porque fuimos demasiado inestables o ambiciosos, el resultado es el mismo: como en una película de ciencia ficción hemos abierto los ojos después del sueño y no reconocemos nada, o es más bien que nos hemos metido en una pesadilla de la que intentamos desesperadamente despertar sin conseguirlo. Mueve a vértigo asomarse por casualidad a alguna fotografía sin poder echar mano del hilo que la conectaba con el que ahora la mira, la continuidad rota con las palabras que alguna vez escribimos, la memoria incapaz de recuperar las nebulosas conversaciones que ahora nos representamos a nuestro antojo porque así conviene, aún si ya no contamos con el interlocutor que nos daría la razón mi exmujer o hayamos perdido todo la custodia de mis hijas por ejemplo.
Hube de vivir la descomposición de mi matrimonio al mismo tiempo que la de mi trabajo y esta concurrencia me hace preguntarme todavía si no era yo quien se deslavaba en realidad, víctima de algún trastorno que me hacía creer racional y consistente, dueño de la verdad, sin encontrar apenas eco a mi alrededor. Razonaba y repensaba una y otra vez apegado a la mayor objetividad y no conseguía apenas nada, ni convencer ni aliviar. Nada. Alguna tarde miramos a nuestros empleadores, estupefactos de que seamos sus subordinados, preguntándonos sin dar crédito cómo hemos hecho para llegar hasta aquí, dónde está el germen de esta humillante coincidencia, de dónde salieron estos depredadores autómatas de ideas mínimas y programa implacable. No es muy diferente con las causas más visibles que nos rodean, la deriva sin fin de las sociedades que nos acogen hacia las locuras más extremas, casi insensiblemente, en una enajenación que hiela la sangre por cuanto no podemos romperla y nos empuja cada vez más hacia los márgenes. Ella y yo nos distanciábamos en agrias discusiones y violencias irreparables al tiempo en que el parlament catalán se hacía impermeable a la realidad y rechazaba cualquier medida que no fuera la suya; daba igual si no tenían la razón porque una vez infectada la mayoría con el virus del nacionalismo más retrógrada no había manera de discutir nada, así mi mujer. Corroboraba así la opinión de que los gobernantes eran siempre la representación de sus gobernados y que, por lo tanto, la idiosincracia más individual terminaba por comunicarse a los de arriba y, en contraparte, los conflictos más diversos, aún internacionales, eran siempre traducibles en problemas familiares primitivos, así mi divorcio. Daba igual que las mayorías de cualquier país se consideraran invariablemente víctimas de una clase política inferior a ellas, pues con independencia del tipo de gobierno al que estaban sujetas, flamante democracia o ignominiosa satrapía, estaban siempre bien representadas por sus políticos, así mis hijas.
¿Pasaremos en algún momento agotados de arar el aire de la obligación moral de hacer o argumentar a favor de lo verdadero o justo? ¿Quedaremos entonces reducidos a la perplejidad mientras los locos recorren las calles envueltos en banderas y reducen la discusión a consignas, así mi exmujer? Si lo doméstico es también lo macroscópico, ¿he perdido la nación igual que mi trabajo y mi mujer, saturados todos los espacios de disenso, alcanzada una sóla dirección social como un ejército de camisas pardas entonando himnos mientras marchan orgullosos a estrellar sus cabezas contra un pozo de hormigón?

domingo, octubre 22, 2017

La soirée

A veces asistimos a reuniones con colegas de trabajo, digamos en un restaurante oriental que facilita la pretensión cosmopolita del sector más burgués y conservador de los reunidos (un sector que, empero, necesita saberse liberal y solidario, tolerante y progresista) convencidos desde un inicio del carácter emasculatorio del proceso al que acuden el jefe y su familia aquel atropellando el discurso y exigiendo el aplauso, éstos a salvo del contraste creyendo genuinamente que su patriarca es adorado, los empleados más adictos ciegos a su propio servilismo y amnésicos frente a la cadena de humillaciones a que sus esposas y jefe pronto sus propios hijos los someten todos los días con desparpajo, los más jóvenes y solteros pero ciudadanos que aspiran a la respetabilidad presentando a sus parejas y gastando comentarios de bien ensayado y predecible ingenio, los también jóvenes y solteros pero extranjeros chapurreando penosamente el idioma del país que los acoge mientras acatan con docilidad el rol de prueba material de la buena conciencia de los ciudadanos y de la enorme generosidad del jefe que les concede la gracia de ser utilizados. Un cuadro de Francis Bacon. Una piara de cerdos. Un pontífice consumido por gusanos que ensanchan su abierto hocico por el que salen gruñidos estentóreos, pestilencias sin pausa.
Exactamente como al bufón de las cortes europeas de fines del Medievo, a ese extranjero senior le es autorizada la ironía y la burla porque nada de lo que dice debe ser tomado en serio. Él puede criticar en medio de risas la condición de cornudo del profesor que tiene a una histérica imbécil por esposa. Él puede hacer bromas sobre la vida holgazana disfrazada de contemplativa de la esposa del jefe la Reina porque se entiende que él es el ridículo, no ellos. Él puede desde luego ¿pero quién no? cebarse en los jóvenes, extranjeros o no, que se ven así obligados a imitar a sus superiores en la risa aprobatoria o el silencio incómodo hacia la metralla de agudezas y denuestos. El jefe también, cómo no, en su magnanimidad de supremo juez, tolerará algunas invectivas picantes porque nada debe ser tomado en serio ni reflexionado ni mucho menos asumido; él, por encima de todos, tiene la oportunidad de replicar con o sin ingenio para ser inmediatamente celebrado; la razón última le asiste si le da por adoptar un tono serio lo mismo que la ocurrencia más graciosa si le da por superar al bufón en sus atribuciones humorísticas. El patriarca puede desviar la conversación hacia donde sea necesario, dejar argumentos sin contestar, reanudar los ya concluidos, es el dueño de la juguetería que hace callar o hablar a sus muñecos, decir cuándo terminan o empiezan los juegos y, como buen ciudadano en la decimonónica misión de civilizar nativos asiáticos o africanos, establecer cómo deben ser las cosas sólo para, con profundo desprecio y autosuficiencia, declarar nulas las posibilidades de que aquellos puedan alguna vez hacer bien lo que él ejecuta perfectamente.
Como en una película americana, la mesa debe rezumar diversidad. Contar con un negro o un homosexual, un asiático o un musulmán, un ateo o un comunista de librería. Ninguno de ellos, naturalmente, puede dominar la escena ni resultar demasiado vistoso, menos aún opacar al jefe que administra cuidadosamente cuánto de cada uno es requerido en aquel montaje. El homosexual ha de escandalizar lo justo para añadirle un tono pícaro a las conversaciones, como si la reunión fuese un platillo que requiriera de una especie de condimento en cantidades mínimas para que se sienta, sin llegar a escaldar. Los negros y amarillos han de asentir a todo y responder cortésmente al interés impostado y autocomplaciente de los ciudadanos por el clima y comida de sus países de origen, deben estar dispuestos en todo momento a dejarse aplastar por la estruendosa aplanadora del jefe que puede pasar cuando se le antoje por encima de cualquier matiz con un juicio lapidario. Las cosas son como ellos pero especialmente él dicen que son, tanto da si es sobre el propio país o historia, sobre el propio gusto u opinión. Han de ser aquiescentes porque para eso están aquí: para servir de comparsas en el cada vez más pronunciado delirio de quienes se habitúan demasiado rápido a no encontrar oposición a sus buenas intenciones.
El jefe cata el vino con un gesto pomposo y reparte a los que le quedan cerca, luego da instrucciones a los ciudadanos más alejados para que le imiten y repartan entre los invitados foráneos. Hubo un tiempo en que dimos por sentado que todo esto era verdadero y disfrutamos del buen vino y de los diversos sabores de nuestra nueva patria, en que nos alegramos de convivir con gente de orígenes diversos creyendo que ello nos haría mejores personas, respondimos preguntas cuidando la verdad y creyendo sinceramente que nuestras respuestas interesaban y podían ser comprendidas. A medida que el tiempo pasó y fue poco el necesario caímos en la cuenta de que era mentira; cuando pasó un poco más abandonamos nuestro interés en favor de una serie de opiniones inamovibles. Nunca más nos volvimos a preguntar sobre los ciudadanos ni sobre el país, dando por sentado que las cosas son como son y participando resignadamente de las soirées ocasionales a que nos sometían. Transcurrido todavía más tiempo nos dimos cuenta de que nosotros tampoco éramos capaces de prestarles más atención y que la superficialidad era el único terreno que podíamos compartir. Sólo los idiotas el extranjero senior o el gordo simpático podían pretender calentarse con aquellos fuegos fatuos. Sólo ellos en su narcisismo podrían despedirse insatisfechos a las afueras del restaurante, subirse el cierre de la gabardina hasta el cuello y avanzar incómodamente por entre las hojas caídas del otoño hacia sus respectivos aposentos las calles vacías de la madrugada, los ocasionales autos, los letreros en ese idioma elusivo para el que ya no tienen interés ni fuerzas pensando en lo poco que puede comunicarse a lo largo de una vida. Con ellos, los ajenos; pero también con los otros, los propios.
La luz de una lámpara se enciende sobre la mesita de noche y por toda comunicación un libro se queda abierto frente a unos párpados que se cierran. Hace media hora que el jefe ronca.

viernes, octubre 13, 2017

Hazebrouck

De los diez años que han pasado, ha vivido con él poco más de la mitad. Al principio de manera continua, luego de manera intermitente desde que decidió venir a Europa por estudios y luego por trabajo. No se adivina en el horizonte cuándo ha de volver —se ha fijado el límite de tres años, más por simetría que por sentido: lleva la mitad— ni qué hará a su regreso para continuar haciendo un trabajo para el que —ahora comprende— no está particularmente bien dotado. Examina sin mucho entusiasmo opciones en Praga y su ciudad natal, promesas vagas de trabajo malpagado que en el extranjero tienen el agravante de hacerlo pasar por una serie de trámites interminables. Como todos los otoños en el norte de Francia, aunado a los días lluviosos en que el fuerte viento obliga a entrecerrar los ojos, ha comenzado a hacer frío. No obstante, está animado al comprobar en el calendario que finalmente ha llegado la fecha y decide que ha de comprarle un regalo aunque no pueda dárselo hasta las próximas vacaciones de diciembre. La ventana de su habitación está llena de rocío y vapor: escribe sobre ella un corazón con el diez dentro.
Suele fantasear con las vacaciones, esos períodos en su ciudad natal en que, con el trabajo a miles de kilómetros de distancia, puede entregarse a recorrer librerías y tiendas de discos, a ver películas y visitar amigos, pero sobre todo a recorrer las calles —durante el día o la noche, según la casa quede libre en uno u otro horario— buscando a quien llevar a la cama. No faltan voluntarios de todas las edades y condiciones que, perturbados como él por una obsesión sexual omnipresente, acceden a subir al coche de un desconocido. Acumula historias de agitación que se le antojan fantásticas, expediciones que comienzan con una exitación tal que le hace temblar. Hace años, antes de salir por primera vez de aquella ciudad que ahora acaricia en sueños, superó cualquier incomodidad frente a la contradicción que suponía tener una pareja y entregarse a estos excursos, amparado en la pretensión de haber declarado desde un comienzo sus puntos de vista y haber contado con la anuencia del otro. Se engaña. Le ayuda a mantener la ilusión de consistencia el hecho de haberse ido al extranjero y haber pospuesto así la felicidad; su relación una promesa por cumplirse en el paraíso recuperado de dos que hacen el amor en una cocina sobre baldosas de barro. Nunca un ahora y aquí desde hace muchísimo tiempo, nunca el presente mientras los elementos —él lo sabe ya— crecen a su alrededor, cercándolo.
Es cómodo amar a distancia como se ama a dios o a los muertos que ya no pueden decepcionarnos. El amor se transfigura así en el culto a una idea, el cultivo de un pasado organizado en torno a una liturgia. Si bien dicho ritual no incluye desde hace años vivir el día a día del otro, menos aún desearlo con el mismo temblor de los excursos, sí exige celebrar fechas señaladas. De modo que sale por la tarde del laboratorio, después de comer, toma el tranvía hasta la estación de tren y de ahí viaja hasta Lille para recoger la renovación de su permiso de residencia, luego de lo cual recorre las calles del centro para comprar el regalo. No suele hacerlos. Detesta las tiendas. Entre aburrido y mosqueado mira los aparadores y huye de los empleados como de cualquier interacción innecesaria. Finalmente se decide por un saco que compra adivinando la talla y hace esfuerzos por soportar la obsequiosidad del dependiente que pregunta si es para regalo, si ha de añadir una corbata o una camisa, si ha de ser en efectivo o con tarjeta. Mientras siente envejecer deprisa en el extranjero, casi no folla, pues se le ve con sospecha y se le descarta enseguida por su acento o su ropa, su corte de pelo o su exoticidad. Él tampoco desea esos cuerpos blancos y blandos que parecen realizar todas sus actividades fríamente según riguroso libreto, alejados de toda perversión que no aparezca en el manual, sin morbo, sin una genuina sordidez. Este accidente le permite alimentar el mito de su fidelidad, pues sus apetitos se sacian prácticamente sólo en los breves episodios vacacionales, bien es verdad que no siempre con su pareja, bien es verdad que de forma un tanto aburrida cuando es con él. Pero se cumple el expediente de abrir las piernas y la paz que inunda la mente y el cuerpo después de eyacular pensando en los episodios realmente excitantes, los verdaderamente perversos, es casi tan grande como la comida caliente servida en la cama frente al televisor o los brindis de Navidad y Año Nuevo en medio de regalos. ¿A eso le llama amor? ¿Al saco que lleva en esta bolsa mientras examina libros en los cuatro pisos de Le Furet du Nord? ¿A los mensajes intercambiados todos los días? ¿Al futuro?
Son casi las siete de la noche y, una vez montado en el tren de vuelta a la residencia, anuncian un cambio y deben moverse al andén número once. Su francés ha mejorado tanto que incluso se lo explica a una nativa de cabellos rubios que no ha comprendido qué pasa. Se mueven todos, pero el andén once y el doce ocupan el mismo sitio, sólo uno desplazado respecto al otro. Monta en el tren equivocado y se interna en la noche de octubre por los campos de Flandes en vez de los del Hainaut. Se aleja de su destino leyendo tranquilamente las últimas páginas de Les trois mousquetaires, orgulloso de hacerlo en francés. Cuando cruza la estación de Armentières percibe una primera incongruencia: no recuerda haber visto una estación así en la ruta usual, pero sí reconoce el nombre precisamente del libro que trae entre manos. Pero ello quedaba en el camino a Inglaterra. Entonces comprende que el tren se dirige hacia Dunquerque y se levanta alarmado del asiento para buscar al revisor del tren, quien examina los próximos horarios para regresar a Lille y de ahí a su destino en el Hainaut. 'Debe bajar en Hazebrouck y esperar el tren que vendrá en dirección opuesta dentro de una hora y veinte minutos'. En la estación no hay apenas nadie: los que ahí bajaron rápidamente desaparecen del andén: un chico que besa en las mejillas a su padre, una mujer enfundada en un abrigo negro con las piernas firmes descubiertas, un individuo con bufanda que apenas descender enciende un cigarrillo y se aleja haciendo sonar los tacones de sus delgados zapatos contra el pavimento. ¿Es este contratiempo una analogía de su vida? ¿Un creer ir hacia un lugar y terminar en otro? No piensa en ello, consumido por el hambre y maldiciendo vivir en un país cuyas escasas tiendas cierran a las siete de la noche, las calles desiertas desde que llega esa hora como si todos los habitantes estuvieran no sólo dentro de sus casas, sino de sus tumbas. El guardia de turno le informa que no debió comprar un billete de vuelta a Lille, pues estaba ahí como consecuencia de un error y habría bastado con que él le sellara los que ya llevaba. Vuelve a Lille hacia las diez y el servicio de tren al Hainaut es reemplazado por un autobús que sale cuarenta minutos después. De la estación de tren, a la que llega pasada la medianoche, debe andar a pie hasta la residencia a donde llega hacia a la una de la mañana. Cena y se acuesta a las dos. Aún es la fecha del aniversario en México. Siete horas más de liturgia. De adoración, de anhelo, de sublimación. Luego, antes de dormir o quizá mañana por la mañana, se masturbe pensando en las vacaciones.
Y así muchos años.

domingo, octubre 01, 2017

Ojos vidriosos

El hombre de ojos vidriosos en la barra de ese bar solitario de Santa Teresa donde rancheros entrados en años con canas mal pintadas, bigotes de putito y vientres hinchados paseaban con mujeres sospechosamente altas de cinturas mínimas y anchos hombros, me espetó:
¿Conoce Usted algo más patético? Siete años, ¿viera? Siete años de aguantar a estos pendejos..
—¿Disculpe? ¿cómo dice?
—Una escuela, ¿no? Lo normal. Uno dice: 'Es una universidad, ya no van a pasarme las mismas cosas', ¿verdad? Porque yo trabajé en secundaria y aún en primaria por algún tiempo. Pero esto es una universidad, la gente educada, los scholars que se dedican a elaborar sesudas disertaciones que presentan en no menos sesudos congresos, los científicos que publican sus resultados en sendas revistas donde son evaluados por pares, ¿eh? Pares: o sea que por cada uno de estos pendejos hay al menos otro igual, ¿qué le parece?
—Es maestro, supongo —le contesté al tiempo en que la rocola vomitaba una canción cuyo video reproducían simultáneamente todas las teles del lugar: viejas neumáticas abrazadas a un tipo enfundado en botas que se había gastado en maquillaje, bottox y depilación de cejas el equivalente de todos los gastos cosméticos del lugar.
—¡¿Qué?!
—¡Pregunto que si es maestro! —contesté al tiempo en que el hombre me tomaba del codo y me señalaba con la barbilla un rincón que prometía ser menos ruidoso que la barra. Nos dirigimos hacia allá —yo de mala gana, pues sólo había entrado al bar con la intención de matar quince minutos con una cerveza antes de salir con Pamela y ahora estaba escuchando a un resentido y tomamos asiento en una pequeña sala forrada en negro.
—Aquí estaremos mejor. ¿Qué me decía?
—Nada. Que me imagino que es maestro, eso es todo. 
—Mucho me temo que sí, amigo. Soy maestro. Pertenezco a esa caterva de gente extraviada que se quedó en la escuela para siempre, ese sector de gente mediocre que quiere hacer pasar por vocación lo que es sólo el resultado de su absoluta incompetencia para realizar cualquier actividad productiva. ¿Se imagina Usted a un dentista o a un plomero que quisieran cobrar como tales sólo por instruir verbalmente sobre cómo se hacen las cosas sin jamás hacerlas efectivamente?
—Me imagino que cuando un avión debe volar no bastan los pizarrones.
—¡Desde luego que no! Pero es que aquí es peor que eso, ¿sabe? Ni se imagina. Siete años desde que me contrataron aquí, no se imagina las cosas que he visto...
—Tengo poco tiempo, ¿sabe? Creo que... —pero no me dejó terminar cuando ya levantaba de nuevo su mirada turbia hacia mí haciendo acopio de fuerzas para continuar su discurso luego de darle una calada a un cigarrillo que nunca le vi encender...
—Aquí no existe ni siquiera eso, amigo, los maestros... —Hizo una mueca sonriendo como quien reconoce haber dicho una estupidez. —No existen los maestros, le digo. Lo he visto con mis propios ojos, ¿sabe? Son un puñado de gente de la peor calidad moral ávida de que les sigan pagando una miseria los dueños de ese negocio formidable llamado educación. ¡Qué noble tarea! ¿verdad? La educación. Que sirve para todo, sí señor. Para salir de la miseria (mentira). Para entender el mundo (mentira). Para ser mejores personas (¡permítame reír a carcajadas! ¡mentira!). ¿Qué diablos sino cinismo, estulticia y mezquindad van a aprender los que participan en esto en calidad de estudiantes si quienes se ponen al frente no entienden ni quieren entender nada? Esa gentuza merece que los dueños del negocio los trate como reses en un matadero: que les den y quiten cursos a voluntad, que les afeén la conducta por cualquier iniciativa que se aparte de la ortodoxia, que les celebren el día del maestro y los cumpleaños con comida barata a punto de echarse a perder y discursos cuyo carácter retrógrado los hermana con los que hubiera dado desde el púlpito cualquier sacerdote del siglo dieciséis...
—Pero entonces la culpa la tiene Usted, ¿no? ¿por qué trabaja en una escuela privada si no está de acuerdo con sus ideas?
—¿Quién habla de privada? ¡Es la escuela de gobierno de la que estoy hablando! Llevo siete años en la universidad pública comprendiendo con lentitud el hecho de que ésta también es un negocio, uno mucho peor que el de las instituciones de paga que declaran sus intenciones desde un comienzo y se atienen a sus propios recursos. Un negocio inmoral que roba al pueblo el poco dinero que tiene para repartir un pequeño porcentaje entre los maestros que lo mendigan y un botín mucho más jugoso entre los gerentes que lo han secuestrado. ¿Sabe lo que es tratar con esos hijos de puta? ¿Sabe lo que se siente pasar siete años de su vida fingiendo ser más idiota que ellos para que no tomen a mal los pequeños correctivos que a su ambición he opuesto? ¿Lo que se siente ver de frente a un animal a cargo que con grandes ojos de bovino y lenguaje de verdulería intenta reconvenirle sobre su conducta sin el menor asomo de cultura o vergüenza? ¿tiene idea de cómo se lidia con la hipocresía católica instalada al frente de los valores laicos? ¿cómo se sobrelleva la tradición patrimonialista que hace suponer a estos funcionarios que el bien público a su cargo es propiedad de ellos mientras están en funciones? ¿que pueden disponer de él a voluntad sin someterse jamás a examen y con el aplauso del rebaño de los ya referidos maestros que, adalides de nuestros usos y costumbres, aplauden resignadamente el adocenamiento mientras el cheque siga llegando cada quincena...?
—Suena mal —dije bebiéndome de un trago lo que me quedaba de cerveza. Me iba ya a despedir, pero como se me antojara fumarme un cigarrillo cometí el error de pedirle uno. 
—Claro, aquí tiene. ¿Le apetece un whisky? —me dijo al tiempo en que con la mano libre llamaba a un distraído mesero al que (¿vi bien?) uno de los rancheros tocaba en los genitales mientras la mujer que lo acompañaba reía lascivamente. 
—Verá, es que... —dije interrumpiéndome para que el cigarrillo no se me cayera de los labios.
—¡No se hable más! Dos whiskys por favor. Etiqueta negra, sí.
—Es que... Bueno, en fin, ¿qué decía?
—Si no ha convivido con maestros, al menos habrá tratado con los que le tocaron en la escuela, ¿no? Yo llevo siete años entre ellos... Siempre tienen hambre (nunca se le ocurra llevar comida a la escuela, la gente siempre tiene hambre), se la pasan hablando de los malos resultados de los estudiantes, no tienen otro objeto de conversación, son el mejor ejemplo de lo que significa ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, burócratas presuntamente educados que se quejan imparablemente de que no se les regale más dinero a cambio de su holgazanería patológica, depredadores del erario que por supuesto se consideran distintos de los políticos de los que dependen y de los gerentes que los administran, como si fuesen una clase aparte cuando en realidad apenas suben un peldaño en el escalafón y ya putean miserablemente a los de abajo, reproduciendo y perfeccionando las marranadas de sus superiores, nunca como entre ellos tuvo mejor sentido la frase homo homini lupus... Pero mire, aquí está su whisky...
—Hombre, no debía... en fin, gracias... —dije al tiempo en que notaba un nervioso intercambio de miradas entre el mesero y el individuo de ojos vidriosos al que ya empezaba a urgirme dejar en aquel extraño bar en el que nunca había estado y en donde cada vez creía ver más cosas extrañas (¿qué era ese bulto entre las piernas de la aerodinámica mujer de uno de los vaqueros de broche en el cuello de la camisa? ¿a dónde dan esas puertas del fondo de donde viene un hombre fajándose la camisa?).
—La cuestión es... ¿quiere otro cigarrillo? vamos, hombre, ¡no sea tímido!... la cuestión es que ya era demasiado tiempo, ¿sabe? Siete años son muchos para soportar este ritmo de vida que insensiblemente lo vuelve a uno poco menos que un molusco, un tejido blando sin voluntad, un bagazo. Los años pasan y van ellos solos acomodando a las personas en los sitios que les corresponden, empujando poco a poco pero inexorablemente todo lo que no sirve a los márgenes, apartándolo, disminuyéndolo. Se engañan quienes creen que todo es cuestión de suerte y circunstancias. En absoluto, ¿sabe? Muchas cosas dependen de nosotros, pero ser maestro es algo que siempre ocurre por descarte, el resultado de una vida fracasada cuyo protagonista no tiene ninguna otra opción de hacerse obedecer o escuchar que la de someter a un público cautivo a sus estupideces. No hay nada más. Siete años en medio de esta piara que año con año y quincena tras quincena se llena la tripa en las tinas de mierda que a su disposición ponen los funcionarios, ya era demasiado, ¿verdad? Tuve que hacerlo, por supuesto. Lo comprende, ¿verdad?
Los whiskys se habían terminado y el hombre de los ojos vidriosos se había quedado frente a mí tratando de enfocarme tan bien como se lo permitía el alcohol que ya llevaba en las venas. (¿Un cunnilingus en aquel rincón? ¡Joder! Debería venir más seguido a este bar... Un momento: eso no es un clítoris). Quise ponerme de pie, pero me sentí súbitamente muy mareado. Me senté de nuevo y me pasé una mano por la cara. Otra que no era mía ya estaba sobre mi pierna derecha. Entonces, en vez de sorprenderme recordé lo último que este hombre había dicho y le interrogué rápidamente:
—¿Qué tuvo que hacer? ¿de qué habla? —articulé difícilmente encendiendo otro cigarrillo que tomé de su caja sin pedirle permiso.
—Vengarme, hombre, ¿qué va a ser? No me iba a ir nada más así de la escuela sin antes darles su merecido. Algo ejemplar.
—¿Qué hizo? —pregunté al tiempo en que él quitaba discretamente su mano de mi pierna y se la llevaba a la cara junto con la otra, suspirando como quien se decepciona de tener que dar una explicación demasiado larga y va resignándose a hacerlo.
—Mire, lo que hice fue que... ¿te puedo tutear? ¿cómo te llamas? —dijo al tiempo en que se sentaba a mi lado y me pasaba su brazo izquierdo por mi hombro y la mano derecha volvía a una de mis piernas. Quise pararme y no me respondieron las piernas. Incongruentemente me dispuse a contestar a su pregunta (no fuera a pensar que era un maleducado):
—Me llamo R...
Se encendieron las luces y se armó un alboroto tremendo. Unos policías entraron al bar repartiendo golpes y empezaron a llamar a voces a un individuo. Los rostros se volvieron hacia nosotros.
—¡Ahí está! —dijo uno que llevaba una especie de bozal que me recordó alguna película de ciencia ficción o un perro bravo. Se acercaron aventando muebles en medio de gritos de mujeres y hombres. De reojo vi al mesero que nos trajo los whiskys subirse lentamente los pantalones. Cuando al hombre de los ojos vidriosos lo tomaron del brazo, otro hizo lo mismo conmigo.
—¡Hey! Yo no estoy con este hombre, yo...
—Estás sentado con él. Vienes también arrestado.
—¡Pero yo no he hecho nada! Yo... —sentía un vértigo tremendo, ¿me habrían puesto algo en la bebida?
—Eres su cómplice, cabrón, no te hagas pendejo —dijo otro más con desparpajo.
—Yo estaba esperando a... ¿qué ha hecho este hombre? —pregunté.
Entonces reparé en que el individuo de los ojos vidriosos tenía media camisa y pantalón bañados en sangre; reía a carcajadas y mientras nos empujaban hacia afuera me gritó bien alto:
—¡Tenía que vengarme! Debiste ver la cara de esos cabrones, hijos de puta todos, ¡no podían creer que sus vidas estuvieran terminando de esa forma! Una cuchillada por aquí, otra por acá, qué alegría, qué frágil es la vida, cabrones, me lo vais a agradecer cuando saquen cuentas y digan: 'mira, nos ahorramos tantos parásitos menos; mira, ya puede usar este dinero en alguien moral, en alguien productivo; mira: una rata menos, un mediocre menos'... ya verás que...
—¡No vengo con este hombre! —grité por última vez al policía que me calló de pronto con un fuerte macanazo: "¡Cállate maricón!"
Pamela lleva veinte minutos esperando en el café de la esquina. Se levanta enfadada y, de vuelta a su casa, acepta subir al carro de un desconocido que le ofrece un aventón. 
Santa Teresa luce negra y destripada.