jueves, septiembre 08, 2016

La Primavera

Hace muchos años que no venía al bosque de su infancia, donde otrora su familia grande, en caravanas de varios autos, saliera algunos fines de semana de la ciudad para venir a instalarse aquí, tender cobijas por el suelo lleno de piñones y, acarreando cacerolas y platos, vasos de colores vistosos y rejillas de refrescos, se echara por el suelo a conversar, comer y dormir, andar a caballo o a pie por los caminos, trepar a los encinos de llagados troncos o jugar al béisbol o al fútbol con una pelota ligera que más de una vez se ponchara al pegar demasiado fuerte con alguna de las muchas piedras de obsidiana que, semienterradas entre los haces de hojas secas en forma de agujas que tiraban los pinos, resplandecían dispersas como ojos subterráneos alrededor del mediodía.
Llegó al bosque acompañado y a modo de colofón de un largo viaje, pretendiendo suspender un tiempo que llevaba largo tiempo detenido, acaso desde la última vez en que su familia grande se reunió aquí y, con una Polaroid a la que en navidades y fiestas de año nuevo había que insertar un cubo enorme que permitía soltar hasta cuatro flashes, se hiciera fotografiar en grupos o en parejas, en poses impostadas o borrosos movimientos inadvertidos: su madre recargada contra él, espalda contra espalda, sobre un tronco caído en el que se levanta una de las piernas de ella rematada por un pantalón acampanado; su tío Higinio bebiendo concentradamente de un refresco verde mientras su mujer desmenuza carnaza al fondo para preparar tostadas; la abuela levantando la vista hacia el objetivo mientras prueba con un dedo la salsa amortajada para la carne asada, con el abuelo y don Edgar, el boxeador, a su lado, fumando cigarros Raleigh despreocupadamente y con el ceño fruncido.
No se oyen sus voces más por aquí, desde hace años, pero él cierra los ojos al bajar del auto y, respirando el intenso olor de la madera, se siente llamado a comer en tono perentorio por la tía Carmela y escucha la risa volcánica de su abuelo que ha hecho llorar a su hermana al rasparle la carita con la barba, la pesadez de sus bromas directamente proporcional a su torpe necesidad de hacerse querer, como él ahora que mientras abre los ojos y tiende sobre el suelo la cobija azul que ha hecho traer desde el Reino para que él y sus provisionales hijos se acuesten sobre ella, se abalanza contra uno de ellos y juega a derribarlo, el chico abrazado a su cintura para evitar la caída, los brazos de ambos entrelazados y al final un revuelto rodar por el suelo que obliga a discutir por largos minutos quién fue el vencedor y apelar al otro chico en búsqueda de un juicio imparcial que nunca llega, reemplazado insensiblemente por el pollo frito y las tortillas, las salsas y las papitas, el murmullo de las hojas y las pisadas con que dos caballos detenidos a poca distancia alternan el cansancio de las patas.
Terminan de comer y se acuestan alineados boca arriba mientras las nubes blancas pasan, ni muy lentas ni muy rápidas, por encima de la copa de los árboles, el suave viento que va en aumento haciendo desaparecer el zumbido que produce el silencio en los oídos para sustituirlo con el ritmo de la conciencia del acabamiento, el trasfondo del viaje que termina en estas soledades misteriosas y antiguas, despejadas, recodo de la vida en el que uno de los chicos se da vuelta boca abajo y extiende la mano a la obsidiana más próxima para acariciarla mientras el otro permanece boca arriba llevándose a la boca uno de los haces de puntiagudas hojas secas de los pinos para masticarlo: ya apoya él la cabeza sobre la espalda de uno, ya la apoya de nuevo sobre el abdomen del otro, entrecierra los ojos cuando la luz del sol se cuela entre las agitadas ramas o cuando las nubes —que empiezan a ser grises— descubren un claro en el cielo y va a dar hasta su rostro la claridad; no ve así al gorrión que desde lo alto gira la cabeza hacia el cuadro azul para mirarlos ni el momento en el que éste se apresura para unirse de nuevo a la parvada cuyo paso es denunciado por un batir fugaz de alas cortas; no le impide la ocasional ceguera escuchar la respiración de los chicos ni pegar el oído a sus cuerpos ni arrullarse con sus latidos. Se entreduerme.
Recogen la cobija, cierran el auto y van a andar por cerca de una hora en busca del río caliente a través de un camino por el que sobresalen las obsidianas y al que rodean frágiles laderas pobladas de árboles de hojas anchas como los que habitan en las montañas a las que nadie llega porque su suelo es frágil y se desmorona bajo los pies de aquellos que intentan trepar por ellas; sin hablar cubren el camino con una inquietud variable que se rompe al escuchar los primeros chapoteos de la gente en el agua y se disipa a la vista del río caliente al que su tía María Luisa lo trajera de la mano junto con su hermana, haciendo chistes a su costa, alegre como siempre mientras le dobla el pantaloncillo para que meta los pies en el agua y ahora él hace lo mismo con los chicos y deja sobre las piedras los zapatos y alguna ropa, deja que la arena se meta entre sus pies tostados y que se hagan las últimas fotografías y que se ría con esa generosidad resignada de lo bueno que se acaba y hace acopio de fuerzas para detener el tiempo que lleva largo tiempo detenido, sabiendo que ha de perder y que el tamaño del universo y las escalas astronómicas y la vida, oh, la vida...
Una camioneta los lleva de regreso al auto. Un auto los lleva de regreso al Reino. Un atardecer se hace noche a cientos de kilómetros de ahí. El bosque se recoge sobre sí mismo añadiendo otra memoria a su infinito ciclo, los recuerdos que un día arderán con el último incendio. Él aguanta la respiración, iluso. Ellos, como otrora ocurriera con su familia grande, se dispersan.