domingo, enero 28, 2018

Cómo hacerse millonario cortando jardines

Luego de desayunar huevos pasados por agua con chile, limón y sal, frijoles fritos y pan dulce con natas, cuando el coche de mi abuelo hubo salido de la cochera y todos mis tíos se hubieron marchado a la escuela o el trabajo, en medio del creciente silencio que invadía la casa mientras mi abuela recorría cuartos y estancias para limpiar y ordenar, me acodé en el estudio con uno de los libros de la colección Grandes Guerras de Nuestro Tiempo y alternaba su lectura las ilustraciones de barcos torpedados en llamas, las ruinas de ciudades europeas, las fronteras concéntricas alrededor de Berlín con ocasionales miradas al jardín a través del ventanal, cuando de pronto, siguiendo el vuelo de un chupamirto que esquivaba las espinas de la yuca sin aminorar su frenético aleteo, reparé en ella: una hermosa podadora mecánica de color amarillo y rojo, pequeñas ruedas negras de goma, recargada sobre la blanca pared que separaba el patio del jardín y en la que colgaban, además de enredaderas, unas enormes tijeras podadoras con desgastados mangos de madera y una manguera de plástico verde brillante. Entonces recordé la idea.
Ésta me había llegado la noche anterior, acostado sobre el catre al pie de la cama de mis abuelos,  mientras ellos fumaban y veían la comedia por televisión: siempre la historia de una muchacha pobre que llegaba a la casa de una familia rica cuyo heredero se enamoraba de ella; él siempre pretendido por alguna mala mujer de sociedad; ella siempre por algún empleado de la casa que no tenía nada que ofrecerle más que su sincero amor. Las residencias del rico heredero no eran muy distintas de las que empezaban a llenar los lotes baldíos alrededor de la casa de mis abuelos: con cochera delante y jardín detrás, con dos pisos, salón y estudio, en calles arboladas y limpias a donde iban a trabajar todos los días ejércitos de albañiles y sirvientas, choferes y jardineros, venidos como yo del oriente de la ciudad en camiones saturados y malolientes. Mientras me quedaba dormido entreví la posibilidad de ganar dinero ofreciéndome como uno más de esos trabajadores en las casas de alrededor, quizá podría fregar pisos o trastes, quizá alguno de ellos quisiera adoptarme o, por lo menos, ofrecerme una habitación para quedarme a vivir con ellos, ¿pero qué les diría a mis padres? ¿qué pasaría con la escuela? Quizá podrían dejarme estar ahí por trabajos concretos ahora que tenía vacaciones, pero no sabía nada de albañilería, ¿los jardines quizá? ¡Eso es! Mis abuelos tenían una podadora y tijeras. No podía ser tan complicado. No tendría que dejar la escuela dándole un disgusto a mis padres, con lo bien que me iba, aunque si el negocio prosperaba luego habría que planteárselo mejor, seguro llegaría el día en que tuviera mi propio equipo y no tuviera que pedir prestado el de mis abuelos, máxime cuando hay ricos extravagantes y generosos que quizá me den más y más dinero, quizá me pasara lo que a las protagonistas de las telenovelas y acabara enamorado y...
Mi abuela accedió luego de que le asegurara que estaría de vuelta para comer hacia las dos de la tarde, que cuidaría muy bien la podadora y las tijeras, y que me pondría un cambio de ropa desgarrada de mi tío Roberto para que no ensuciara la que llevaba puesta. En harapos que me quedaban grandes, disfrutando con la perspectiva de volverme rico, empecé a recorrer las calles de aquel vecindario lujoso a donde se habían mudado mis abuelos poco después de que yo naciera y en el que abundaban la gente blanca y los coches del año, perros de razas exóticas que ladraban desaprensivos apenas tocar a la puerta, las antenas parabólicas en los tejados y las flores de todo tipo que ya se me había hecho costumbre cortar aquí y allá para llevárselas a mi abuela. Anduve tres cuadras sin hallar a nadie que accediera a que le arreglara el jardín, aunque un par de señoras tuvieron a bien darle instrucciones a sus sirvientas para que me dieran galletas y bombones. 'Pobrecito', le oí decir a una de ellas, 'al menos que tenga algo que comer'. No cabía de contento: si inspiraba suficiente lástima podría ganar mucho más; después de todo el dinero ¿para qué lo quería? ¡Justamente para comprar dulces! Si consiguiera una cantidad importante, sin embargo, ya no sería correcto gastarla en golosinas me censuré sino en comprar más vaqueros e indios para el fuerte que me regalaron mis padres en las navidades pasadas. Quizá le daría una parte a mi madre para evitar que dios me castigara semejante avaricia; o como compensación por mis más recientes pecados, esa inquietud que me asaltaba con la tela de ciertos calzoncillos y la agitación que por las noches... 
Una voz me interpeló a través de una bocina interrumpiendo mis pensamientos. Miré hacia todos lados antes de contestar. 'Qué invento más raro', pensé, 'aprietas aquí y en vez de que vengan a abir una voz te pregunta quién eres y qué deseas'.
Una mujer en tacones, elegantemente vestida y de pelo rubio, me abrió la puerta. Llevaba un arete en la oreja derecha y luchaba por colgarse el otro en la izquierda. 
Pasa, pasa, ¿cuánto me vas a cobrar?
Veinte pesos, señora.
¿Pero tú sabes hacer esto? ¿cuántos años tienes?
Nueve, casi diez... pero tengo que trabajar, ¿sabe? Mis padres están muertos. Vivo con mis abuelos aquí cerca... trabajan en una casa, como sirvientes quiero decir...
Enrojecí con las mentiras que estaba inventando, pero me repuse poniendo cara de circunstancias.
Oh, qué pena. Ya veo, ya veo... Está bien. Mira, empieza por cortar el pasto de toda esta área y lo de las plantas lo vemos cuando termines, ¿eh?
¡Claro que sí señora! ¡muchas gracias!
La hierba estaba muy crecida en algunas orillas y decidí empezar por ahí. Intenté usar la podadora, pero luego de repasar el área por media hora comprendí que ésta producía resultados muy irregulares: algunas hierbas las arrancaba de tajo, otras las cortaba por la mitad, algunas más las dejaba intactas. La máquina era tan pesada y la palanca me quedaba tan alta que apenas conseguía moverla con el vigor necesario. Pasé a las tijeras y en menos de diez minutos ya me ardían las manos con el mango de madera sin que pudiera ver ningún resultado notable. Decidí entonces darle forma a la orilla del jardín dejando un surco de tierra libre entre el césped y el piso o pared que lo contenía. Me dejé las manos arrancando raíces y bulbos, sacudiéndome lombrices y cochinillas, babosos y caracoles. Sudaba ya pasado el mediodía y al refugiarme en la escasa sombra del jardín, el aire fresco de los matorrales me hacía temblar de frío. Entonces lo vi.
Era un chico mayor que yo que me miraba asomando la cabeza por detrás de una columna a la que parecía sujetar con las manos. No pareció inhibirse cuando mi mirada encontró la suya. Sentí vergüenza de que me viera ahí, perdiendo el tiempo, y reanudé mis labores. 'Debe haberlo enviado la señora para supervisarme, seguro que ya le estará haciendo saber que no sé hacer las cosas y encima uso el tiempo para descansar'. Minutos después, sin embargo, el chico no se había movido de su lugar y seguía mirándome con atención, como si deseara hipnotizarme. Me puse de pie y le miré también, intrigado, pero apenas unos segundos después de quedarnos así suspendidos, apareció su madre por detrás de él y le dijo que se iban. 
Vamos a volver enseguida, ¿estarás bien si te dejamos solo un momento? me dijo la señora.
Sí, no se preocupe dije con la excitación que la perspectiva de examinar la casa por mi cuenta me producía. 'Pero no he de robar', dije para mis adentros, un tanto culpable por ningún motivo.
Entonces el chico intervino también:
Yo me quiero quedar, mamá.
¿Tú? Pero vamos a ver, es que... ¿de verdad? ¿estarás bien...? Bueno, pues te quedas, que al cabo no tardo. Y no molestes al chico, por favor, o te vuelvo a llevar donde el Doctor Valladares.
Estoy bien, mamá. ¿Cómo vas a saber si he mejorado cuando no me dejas ni un minuto a solas?
Vale, vale, te quedas. Recuerda: sin molestar... Ya vuelvo.
Se escuchó un sonido repetitivo mientras la puerta del coche permanecía abierta, luego el portazo que precedió al arranque del motor, un minuto largo que luego supe que servía para calentar el coche y el chillido de las llantas al bajar por la rampa adoquinada luego del escándalo de metales y poleas del portón eléctrico. Ya se escuchaba el coche avanzar mientras la reja de metal volvía a cerrarse, cuando el chico salió de su escondite para examinarme más de cerca. Tenía los ojos de color incierto, a veces grises, a veces verde obscuro, el pelo negro y espeso. Me puse de pie sujetando la podadora y sentí un inquieto movimiento bajo mis calzoncillos.
Deja eso, no seas pendejo me dijo cuando estuvo suficientemente cerca. Me sorprendió que usara palabras de mayores. Era más grande que yo, pero seguía siendo un niño. O eso creía.
Acompáñame dentro completó sujetándome del brazo. 
Le seguí fascinado y en silencio, el corazón saliéndome por la boca. Atravesamos una biblioteca en la que distinguí claramente la enciclopedia Grandes Guerras de Nuestro Tiempo, con sus lomos rojos bajo caracteres negros. Había muchos más libros y hubiese querido quedarme a hojearlos todos, pero luego me vi las manos llenas de tierra y comprendí que era imposible. Había un enorme piano en uno de los extremos. Como me detuviera un segundo, él me espetó:
¿Por qué te quedas ahí? ¡Vamos! ¿No oíste a mi madre decir que no tarda?
Llegamos a un enorme cuarto de baño cargado de vapor. En un extremo, él abrió una cortina de plástico descubriendo una bañera llena de agua tibia en la que flotaban juguetes diversos. Un barco, desde luego. Un patito de hule. Pero también dinosaurios y aviones, carritos y superhéroes ¿Acaso había ahí vaqueros e indios del viejo oeste? Se desnudó y se metió en ella, invitándome a entrar.
¡Vamos! El agua está muy rica, ¡entra!
No lo pensé dos veces y una vez dentro empezamos a jugar. Rápidamente nos habíamos organizado en bandos y jugábamos a la conquista de las aguas de la bañera. Nos arrojábamos bombas que nos salpicaban el rostro de agua. Hundíamos embarcaciones, aviones o dinosaurios. Echábamos mano de superhéroes para rescatar los pecios de un agua cada vez más obscura. En algún momento empezó a acostarse en la bañera y me sugirió hacer lo mismo. 'Ahora estamos muertos', dijo, 'estírate todo lo que puedas'. Ya habíamos pasado unos minutos así, acostados en direcciones opuestas, nuestros cuerpos rozándose cuan largos eran el uno contra el otro, cuando él salió de la bañera cerrando la cortina tras de sí. Me reincorporé tímidamente y volví a afanarme en los juguetes, demasiado concentrado como para prestarle atención, pero a través del plástico lo distinguía retorciéndose de formas extrañas. Se abrió la puerta del baño intempestivamente y las pisadas de los tacones me aterraron tanto como la voz de la señora.
¡Pero mira nada más, dios santo! ¡has vuelto a lo mismo, por dios! Que se va a enterar el Doctor Valladares, te juro que esta vez sí te vamos a internar, dios mío, ¡mira nada más! ¡¿Qué le has hecho a ese chico?! ¡Contesta!
De un manotazo, la mujer rubia apartó la cortina de plástico y alcancé a ver el culo del chico que se escapaba del baño corriendo.
¿Estás bien? me preguntó la mujer, aterrada.
Estábamos jugando, perdóneme señora, es que... contesté confundido mientras ella me pasaba una toalla.
¿Qué han hecho? ¿acaso...? ¿estás bien? volvió a repetir.
Sí, sí, estoy bien señora, perdóneme, es que pensé que...
Te espero aquí afuera. Vístete por favor.
No encontré mis calzoncillos en aquel enorme cuarto de baño que comenzaba a enfriarse mientras el vapor se condensaba en las paredes, así que me puse unos grises y lisos que no podían ser otros que los de aquel chico, aunque inexplicablemente me quedaban muy apretados. Quise usar gel para el cabello, pero luego recordé que era un huérfano que vivía con sus abuelos, así que no podía mejorar más mi aspecto ya bastante sospechoso una vez que me había limpiado la cara chamagosa. Afuera me esperaba la mujer fumando inquieta. Deshicimos el camino que recorriera con el chico otra vez el piano, la biblioteca, los tomos negro con rojo de Grandes Guerras de Nuestro Tiempo en el que faltaba uno, las huellas de tierra de mi paso por ahí y ya en el jardín encontré mi podadora y las tijeras recogidas en el rincón más cercano a la puerta de la calle.
No quiero que le digas a nadie lo que ha pasado, ¿comprendes? No quiero problemas. Te pagaré bien. ¿Qué te parecen quinientos pesos?
¿Lo que ha pasado? Señora, yo... es que...
No te hagas el difícil, por favor. Ya está bien. Que sean mil. Pero no quiero volverte a ver por aquí, ¿entendido?
Debí haber despertado mucha lástima en aquella mujer porque me dio todo ese dinero y varios juguetes sin dejarme terminar el jardín. También, como en otras casas, me llenó de dulces y galletas. No podía creer mi buena suerte. Apenas estuve en la calle, organizando la manera de trasladarme con todo aquel botín hasta casa de mis abuelos, cuando alcancé a escucharla gritar:
¡Vas con el Doctor Valladares, te digo! ¡que te aumente la medicación, pero tendrás que curarte!
En el camino decidí que no era buena idea que me vieran demasiado limpio y me ensucié adrede las manos y la cara en un lote baldío. Llegué a casa pasadas las dos de la tarde. Le entregué las flores a mi abuela, que había preparado sopa de fideos y tortitas de carne deshebrada. Mi abuelo fumaba sentado a la mesa mientras se calentaba la comida, con el periódico abierto por la mitad:
¿Qué? ¿cuántos jardines echaste a perder? 
Él y mi tío Roberto, que aún llevaba puesto el ridículo kimono que usaba en las clases de karate, se rieron a carcajadas. No les conté cuánto había ganado, pero por toda prueba de mi gran esfuerzo les mostré mis manos ampolladas.
Hijo, lávate esas manos y vente a comer me dijo mi abuela.
Me acostumbro cada vez más a los calzoncillos grises, especialmente cuando estoy acostado contra el suelo del estudio hojeando Grandes Guerras de Nuestro Tiempo. He escondido el dinero y fingido que salgo a cortar jardines para que se justifique la engorda tremenda de mi alcancía. A veces he pasado por aquella casa y tenido la tentación de tocar a la puerta o de esperar ahí cerca para ver si se abre el portón. También he consultado el directorio en casa de mis abuelos (¡tienen teléfono!) y he encontrado el anuncio de un tal Doctor Valladares, psiquiatra, cuyo consultorio queda en el centro, cerca de casa de mis padres, o sea, cerca de mi casa. Quizá un día, al salir de la escuela, me pase por ahí. Quizá, si tengo suerte, lo vea de nuevo.
Los calzoncillos grises son cada vez más estrechos.

domingo, enero 14, 2018

Provincias

Me dicen que probablemente no me he familiarizado lo bastante con el idioma, pero lo cierto es que no logro retener por mucho tiempo los libros que leo en francés: se me olvidan. Hace años me dije que, puesto que soy un acérrimo defensor de la civilización occidental y los azares de la vida me han puesto en conocimiento de la lengua, no podía pasármelo sin recorrer, aunque sólo fuera por encima, la muy aplaudida literatura francesa. Me dispuse así, tan pronto como me sentí en condiciones de enfrentar la tarea y amparado por el parecido de mi lengua materna con la gala, a disfrutar de los abundantes clásicos que en ésta se han escrito. Pero sin importar si abordaba textos de la posguerra o del siglo de las luces, si con intenciones filosóficas o puramente literarias, los libros franceses eran siempre decimonónicos, afectados de frases y poses, ayunos de ideas. ¿Acaso el francés literario es un reflejo del exceso rococó de sus edificios y decorados? ¿son las novelas de Dumas, Hugo o Balzac algo más que sabrosas aventuras para adolescentes románticos con el mismo valor que las historias del corazón que entretienen a campesinas y costureras? ¿estamos ante genios cuando leemos a los existencialistas con sus historias simbólicas sobre la peste o la náusea? El conocimiento que he tenido de primera mano (si tal cosa es posible para un extranjero) acerca de los personajes que habitan estas tierras, me autoriza a suponer que la pretensión que ya gobierna el trato cotidiano de estas gentes no puede menos que exacerbarse cuando una de ellas decide tomar la pluma y arriesgar una opinión o un pensamiento por escrito, estampando su nombre en el papel. Se creen obligados a parecer ingeniosos, pero resultan cansinos, trasladando a la letra impresa el cosmopolitismo impostado con que se conducen en persona. Como las historias de aventuras que pretendían revelar la naturaleza humana en todo su dramatismo quedaron en el pasado (relegadas a las telenovelas sudamericanas y los hoy abundantes autores de bestsellers), la intelligentsia francesa se ha recetado textos graves y crípticos y opiniones que se cagan en todas las opiniones. Están de vuelta de todo aunque nunca elijan el silencio al on discute. Me dicen que probablemente se deba a que sólo me he movido en la provincia francesa y ni siquiera en la mejor de las periferias. Puede ser. Pero debo agregar en mi descargo que París también me parece una brutal impostura, que sólo ha conseguido vender a turistas sin criterio la idea de una grandeza hace ya mucho tiempo desaparecida. Una vieja puta que huele a orines y vive de sus rentas en palacetes mal ventilados, con alfombras manchadas y paredes mugrosas. Un terreno más abonado al capitalismo salvaje, pero con toque chic: la chica que defiende al proletariado mientras rechaza con asco e histeria un café que no sea de la marca que a ella le place. Pero basta de digresiones. Esto no se supone que sea una crítica para con el país que ha producido el pain au chocolat y otros grandes avances civilizatorios; tampoco para con sus provincianos habitantes que alquilan extranjeros para mejor alimentar la convicción de su cosmopolitismo. No. Es, si acaso, una crítica contra mi propia incapacidad para retener obras francesas y un alegato para defenderme de lo que es casi seguro, a saber, que yo sea el único responsable de dicho problema. Soy una víctima fácil de semejante inversión: nací en la ciudad más grande de la provincia mexicana (suponiendo que hay algo en el territorio de Anáhuac que no sea marginal en el cuadro geográfico y cultural de occidente) y vivo, para colmo, en Santa Teresa, un rincón siniestro del noroeste que ya retrató con todo realismo y crudeza el desaparecido escritor chileno Roberto Bolaño. En Santa Teresa el aire y el agua están contaminados de pesticidas, lo que ha causado un retraso mental generalizado en la población. En Santa Teresa las termitas han sustituido todo material impreso y devorado las escasas maderas que bajan los indios de las lejanas sierras. En Santa Teresa se bebe cerveza aguachinada y se come carne quemada. En Santa Teresa las damas de sociedad son mujeres gigantescas que resisten la tentación de devorar a sus gordos hijos en las fiestas de cumpleaños organizadas para su mayor cretinización. En Santa Teresa autos de vidrios obscuros caen a canales a muy baja velocidad y se hacen pedazos unos contra otros. En Santa Teresa sólo hay escuelas católicas que predican el valor de la resignación ante fenómenos naturales como las balaceras, el narcotráfico o el secuestro. En Santa Teresa el plástico en todas sus formas es el material de buen gusto por excelencia; si importado del otro lado, mejor. Me dicen que, si no otra cosa, dicho páramo debe ser por fuerza de signo contrario a la pretensión, paradigma del carácter llano del buen salvaje, cosa que parece confirmar la acendrada creencia que sobre la franqueza de los norteños existe en todo el territorio de Anáhuac. Luego, sin embargo, empiezan los detalles, y uno descubre con decepción que, como el resto de los mexicanos, los habitantes de Santa Teresa se obligan a la camaradería más abyecta, creyendo que serán tenidos por sinceros entre más bajunos sean sus lenguaje y conducta, más vulgares sus palabras y pedestres sus ideas. Como alcanzar la solidez ha resultado imposible luego de doscientos años de fracasos y complicaciones, su solemne pretensión es que carecen de solemnidad y pretensiones. Todavía más: en Santa Teresa, provincia de la provincia, rizo del rizo, la pretensión de claridad no cuesta nada porque siempre está al servicio de lo inocuo, lo intrascendente, lo absolutamente prescindible; en cambio, todo lo que vale la pena discutir se viste apropiadamente de eufemismo: es sustituido, reemplazado, vuelto de revés. De esta forma, la sinceridad acrítica de los norteños que compran billetes de avión para recorrer el mundo preserva su prestigio tanto como el escribir libros imposibles de recordar salva el cosmopolitismo feroz de los franceses que jamás han cruzado ni siquiera el canal de la Mancha. 
¡Con lo cerca que queda!