domingo, octubre 28, 2018

Desayunos de hotel

Esta mañana, mientras tomaba el desayuno en el comedor del hotel de un país tropical hasta entonces desconocido, la última de quince días transcurridos en el aislamiento de otra lengua y la soledad propia del forastero, me vino a la memoria su recuerdo en medio de aquella alienación de la que inútilmente trataba de salir por medio del café y el pão de queijo, pues, si por algún motivo se encontraba animado, no era raro que Luis Gala nos contara anécdotas cuyos contenido y detalle hacían difícil creer en su naturaleza tímida, las dificultades de conversar con desconocidos o incluso habituales sólo transparentadas por el esfuerzo decidido que hacía por apartar la mirada de los ojos de su interlocutor sin bajar la cabeza, también, paradójicamente, por ese continuo tirar hacia delante con su narración sin encontrar la forma de detenerse a fin de no quedar expuesto a un silencio que sus oyentes querrían solventar formulando nuevas preguntas o, todavía peor, descubriéndolo vulnerable detrás de su locuacidad, casi se diría que deseaba aturdir a quienes le escuchábamos en sus momentos de mayor sociabilidad para que, sin dejar de considerarlo, no le importunásemos, pues si por un lado no deseaba ser excluido por sus compañeros tampoco deseaba significarse tanto que ellos se creyeran con derecho a pedirle favores o, todavía peor, abusar de él para gastarle bromas malintencionadas o atacarlo decididamente por haber expuesto sin querer un flanco débil, bien puede decirse así que vivía en constante paranoia, pero, inteligente como era y extremadamente consciente de sus propios excesos, se empeñaba en no dejarse llevar por ella aunque el resultado se tradujera en una extraña combinación de largas peroratas y repentinos silencios, no era en absoluto aburrido para quien recogiera los continuos guiños que, por medio de la ironía y la cultura, hacía para ganar la complicidad de quienes lo acompañaban, elevándose hasta la carcajada salvaje si encontraba un ambiente favorable o reprimiéndose hasta la más mortecina circunspección si sólo lo rodeaban primitivos, así pues reapareció frente a mí expansivo en forma de recuerdo esta mañana, explicando con graciosas gesticulaciones su sentir cuando se hallaba de vacaciones con su ya por entonces ex-mujer, de quien no dejaba de hablar impostando una neutralidad imposible, 'entonces tomas asiento en un rincón a fin de que no te molesten y vas por dos cafés, no por galantería sino porque de verdad quieres lo mejor para ella, que te mire y al mirarte te quiera, ¿no? que te considere un poco más activamente que como se considera una silla, pero ella está instalada en el mundo y yo en Babia, ella leyendo el periódico y yo pensando en el nebuloso futuro cuya incertidumbre encuentro intolerable, las vacaciones no hacen sino agudizar la conciencia de lo que debemos y en ningún momento es más insoportable esa sensación que a la hora del desayuno entre desconocidos, somos gente en tránsito, temporalmente varada en estas frías instalaciones donde el huevo siempre está a medio cocer y los platillos del bufet saben exactamente igual, nunca faltan los hombres de negocios que como ella también están leyendo el periódico, con la barba bien cuidada, la corbata puesta, dando voces en sus móviles de manera que todos alrededor sepamos cuán importantes son y cuán ocupados están y cuánto les debemos de la correcta marcha del mundo, mi mujer es como ellos y desearía no estar de vacaciones con alguien tan impresentable como yo que sólo desea llevarla a la cama, ella querría estar hablando inglés con los que conspicuamente han ido a instalarse a la mesa del centro, gringos de los que nunca faltan en los buenos hoteles de todos los rincones del mundo donde haya algo que comprar o vender y que no buscan esconderse como yo porque no tienen nada de qué avergonzarse y encuentran el mundo como hecho para ellos, a su servicio, así mi mujer que pronto no tolerará más estar al lado de quien tiene reservas y dudas y sólo ideas, ella no encuentra interés en conversar conmigo ni en dejar demasiado tiempo su mano bajo la mía, los camareros van y vienen fingiendo llenar nuestras tazas de café cuando en realidad se divierten con el espectáculo de nuestra extranjería y evidente distancia, no hay quién resista la tentación de asomarse a la desgracia ajena si además no nos concierne y tiene la virtud de asegurarnos una momentánea superioridad, ¿verdad? como los hombres de negocios y especialmente los gringos, ella deja la casi totalidad del desayuno que ella misma se sirvió en el plato y no experimenta culpa alguna por el desperdicio, pero yo siempre limpio el mío porque me siento culpable, no crean que por salvar el mundo, qué va, tan sólo un reflejo de la férrea disciplina que mi madre me inculcó y que la adultez ha transfigurado en presunta conciencia, pero es sólo miedo, un miedo católico al castigo del que ya me gustaría curarme siendo hombre de negocios, quiero decir: siendo un poco como mi mujer, pero no he pasado el tiempo suficiente en hoteles ni en sus horrendos comedores', así hablaba Luis Gala poco después de que yo llegara a Santa Teresa y así lo recordaba esta mañana mientras tomaba el desayuno en el comedor de un país tropical hasta entonces desconocido mientras calculaba mentalmente las horas de viaje que tenía por delante para volver a casa y reparaba en las pocas fotografías que había hecho y, como en un segundo plano, reflexionaba sobre la futilidad de cambiar de residencia, un deseo siempre más fuerte cuando debía dejar un sitio al que había acudido temporalmente, 'una trampa', pensaba, 'que esconde una inconformidad más esencial que no puede abandonarme sólo porque viva en este u otro lugar, jamás debí volver', me dije murmurando en algún momento sin precisar bien a dónde ni a cuál de los muchos retornos me refería, entonces saqué el móvil y, sin levantarme de la mesa, tomé un par de fotos del bufet del desayuno, pero apenas me disponía a guardarlo cuando una mujer se levantó de su mesa y, gritando fuera de sí, se acercó a la mía señalándome violentamente con el dedo ante la mirada atónita de los comensales y, si no hubiese sido por la pronta intervención de un mesero de gruesos lentes al que yo saludaba todas las mañanas, me habría arañado la cara con sus largas uñas de diseños exóticos, cada una, según pude reparar, un dibujo distinto, quise ponerme de pie cuando ya un hombre a mi costado me exigía algo sin que yo pudiera comprenderlo hasta que por fin el gringo hombre de negocios que nunca falta en ningún lugar del mundo donde haya algo que comprar o vender, pudo imponerse al tumulto y traducir para mí que estaba siendo acusado de tomar fotografías a uno de los hijos de la señora, una criança, decía intercalando la otra lengua en el inglés bostoniano con que me hablaba, busqué con la mirada al amable mesero de gruesos lentes, pero ya no estaba ahí, de modo que he acompañado al gerente hasta la recepción y le he entregado mi móvil en tanto aguardamos a que llegue la policía y yo trato de recordar si hay algo en el aparato o en la habitación a la que no se me permite subir ya que pueda comprometerme, y la gente conversa a mi alrededor en un idioma que no entiendo y el vértigo me posee hasta hacerme sentir que pierdo el conocimiento mientras escucho en mi cabeza las delirantes carcajadas de Luis Gala que se deforman gradual e inexorablemente en un potente coro de chicharras.

martes, octubre 02, 2018

Historia del dos de octubre con mi tío Humberto

Le preguntó: "¿Cómo puede llegar la Ilustración a Turquía?"
Y Monsieur Sartre le respondería: 
"Monsieur, yo que usted, como intelectual de un país subdesarrollado, en lugar de estar aquí tomándome un café con leche, trabajaría de maestro en mi país".
Cevdet Bey e hijos, Orhan Pamuk.

Cuando dejaba de ser niño a finales de los ochenta, mi tío Humberto me prestó Fuerte es el silencio, un libro de crónicas de Elena Poniatowska que, entre otras historias de —digamos ingenuamente y sin cuestionar demasiado— lucha social, abordaba el movimiento del sesenta y ocho en uno de sus cinco o seis capítulos. Apasionado de la historia de México desde pequeño, pero sin formación política alguna que me permitiera distinguir el país en que vivía, aquel fue mi primer acercamiento al México contemporáneo cuya historia, como dictaban los libros de texto y las telenovelas históricas de aquella época, se congelaba a partir de mil novecientos cuarenta con la expropiación petrolera como su cenit. Desde luego di por bueno todo lo contenido en el libro y me puse del lado de las víctimas sin entender bien a bien qué buscaban, comprendiendo quizá por primera vez que vivíamos en un régimen de partido único que asfixiaba algunas libertades, aunque no entendiera yo bien cuáles y sólo distinguiera una de ellas claramente: la libertad de disentir. Al interés despertado por el libro cooperaron la por entonces novedosa cuanto pésima película de Rojo Amanecer y las agitadas elecciones federales de mil novecientos ochenta y ocho con su estela de fraude: me tragué ambas con la misma simpleza con que leí el libro y atesoré como prueba de mi propia calidad moral el repudio e indignación experimentados hacia los abusos imprecisos de la autoridad contra reclamos también escasamente definidos.
La atmósfera de los años que siguieron tuvo dos signos que ayudaron a confirmar mi simpatía por el movimiento del sesenta y ocho: por un lado la filosofía y acciones de la universidad privada que me hacía vivir como si me hallara en la década de los años sesenta, en plena guerra fría, rodeado de furibundos anticomunistas católicos opuestos a cualquier forma de ilustración y en contra de las libertades civiles; y por el otro, algunas amistades adultas que se consideraban revolucionarias y que, quizá con más convicción que mi tío Humberto, me proporcionaron lecturas y conversaciones, películas y contactos que se oponían a la propaganda universitaria, individuos todos que aprovechando las ventajas de la apertura comercial salinista y haciendo caso omiso del desmoronamiento del comunismo en Europa del Este, prosperaron en aquellos años sin menoscabo de sus convicciones, un conjunto de creencias que creyó encontrar reivindicación en el breve levantamiento armado de mil novecientos noventa y cuatro en Chiapas. Con inesperado tino, poco antes de este levantamiento, mi tío Humberto me regaló México profundo de Guillermo Bonfil Batalla, un libro que recordaba la raíz indígena del país y su negación a lo largo de la historia, una negación particularmente patente en los años del salinismo triunfante. Una vez más me alineé con las víctimas y me indigné con los victimarios, pero las cosas ya no eran tan simples como en mi niñez ni el convencimiento tan sólido: habían aumentado mi saber y experiencia sobre el país y con ellos se habían multiplicado las dudas.
Cuando ingresé al centro de investigación público para realizar estudios de maestría supuse que la feroz vigilancia y censura a la que la universidad privada me sometió yendo tan lejos como para retirarme la beca que como estudiante de excelencia me correspondía quedaría sólo en un mal recuerdo, un asunto del pasado circunscrito a una organización de ultraderecha que en modo alguno representaban al grueso de la población del país, ¿o acaso no había convivido durante esos mismos años con las maestras revolucionarias del sindicato, con las encargadas de las olimpiadas de matemáticas, con los compañeros de la universidad pública? Ahora que iniciaba una nueva etapa en un prestigioso centro de investigación público cuyos académicos habían realizado —pagados por el erario— estudios de posgrado en países con mayor tradición democrática, científica y cultural que el nuestro, estaba convencido de hallarme en el lugar propicio para la discusión y despliegue de todas las inquietudes que durante años habían estado sujetas a censura, un ambiente laico y liberal, inteligente y lúcido. No fue así. En el treinta aniversario del movimiento del sesenta y ocho descubrí que los encargados del centro de investigación público no tenían ninguna disposición para discutir abiertamente nada y que la censura de la universidad privada era un juego de niños al lado de la que los adalides del método científico eran capaces de ejercer contra artículos, caricaturas, modos de vida, opiniones y disensos. La universidad privada consiguió poner a mi familia en serios aprietos económicos, pero dejó intactas mis ingenuas convicciones originales; el centro de investigación liquidó estas últimas y me hizo conocer por vez primera el desencanto, un sentimiento que ya no me abandonó el resto de mi vida.
En el gozne entre siglos, mientras cuestionaba la legitimidad de hacer estudios de doctorado y me dedicaba exclusivamente a dar clases, encajando el hecho de que tanto la universidad privada como las maestras revolucionarias u olímpicas triunfaran en los negocios aligerando sus cargas ideológicas de signo opuesto, me dedicaba a leer con asiduidad ya sin la asistencia de mi tío Humberto que empezaba a convertirse en un entrañable recuerdo. Gracias a Enrique Krauze y sus maestros, Daniel Cosío Villegas y Luis González y González, así como muchos otros autores que disfruté leer, creí posible remediar mediante el voto la herencia de intolerancia y desprecio por la democracia que el partido hegemónico del país había impuesto, pero la salida de éste de la presidencia no vino acompañada de ninguna dirección coherente y de pronto fue como si el ruido se hubiera instalado en la arena pública para ya no disminuir jamás, sin que yo pudiese distinguir en ese vocinglero, desde entonces hasta ahora —casi veinte años después— nada más que el oportunismo como ideario político del mexicano y la deshonestidad intelectual como su forma más lamentable de corrupción. El mexicano de las décadas que siguieron me demostró en multitud de formas —en la persona de un director, de un profesor, de un estudiante o empresario, de una recepcionista o una locutora, de un albañil o un carpintero— cuán limitada era mi visión de los problemas del país que creí encarnados en la concentración ilimitada de poder, elemento sin el cual la masacre del sesenta y ocho no hubiera ocurrido; aquella no era sino la cúspide de un infierno del que todos —como lo demostraron las sucesivas transiciones y alternancias en los gobiernos— éramos cultural y no sólo políticamente responsables.
Incapaces de asumir la crítica o el disenso como hace cincuenta años, sin importar si se pertenece a una institución de mentalidad ultramontana o a una que se proclama científica, si pública o privada, el mexicano sólo admite reírse de sí mismo en el espejo que los comediantes le proporcionan y donde asume que nada es en serio; no puede razonar porque sea ignorante, lo que acaso tuviera remedio con la debida instrucción, sino porque privilegia y aún anima la necedad, es decir, la voluntad de ignorar; es moralmente bajuno porque busca siempre hacer trampa y tiene por estúpido seguir leyes o reglas, como si vivir por encima de ellas no fuese una manifestación más de su hasta el hartazgo comprobado complejo de inferioridad, desprecia la complejidad y el matiz y prefiere aferrarse a creencias o consignas, busca así permanecer en la infancia más larga posible, sin responsabilidad ni consecuencias, lo que se ve desde luego favorecido por las características de manifiesto retroceso intelectual que en todo el mundo han caracterizado las casi dos décadas transcurridas del siglo veintiuno, de modo que no es de extrañar que cincuenta años después y por vía democrática los mexicanos hayan decidido restaurar la homogeneidad de la que habíamos escapado, aunque ahora no sea chic enviar tanques a las calles y se prefiera adoptar poses diversas que reduzcan el movimiento del sesenta y ocho —y cualquier materia— a iconos o tweets inofensivos.
¿Qué será de mi tío Humberto en estos días en que grupos de encapuchados destrozan comercios por el Paseo de la Reforma para celebrar el espíritu libertario del movimiento del sesenta y ocho? ¿Qué de él mientras padecen el Hemiciclo a Juárez o el Palacio de Bellas Artes y recibo la versión pública de lo que fue una denuncia contra el centro de investigación por abuso de autoridad? La última vez que lo vi consideró mi ateísmo —en el que su influencia fue determinante— como inaceptable y en el recuerdo de su convicción contraria a la mía, manifestada con firmeza y respeto, encuentro hoy un dulce consuelo: el de unos oídos que escuchan y una mirada que considera. 
¿Dónde estará mi tío Humberto?