domingo, febrero 26, 2012

Sobre mis pasos (o de las ilusiones perdidas)

"L'exemple de Napoléon, si fatal au dix-neuvième siècle
par le prétentions qu'il inspire à tant de gens médiocres..."

-Balzac, Illusions perdues


A fin de hacer una pausa en los aburridos textos de literatura francesa decimonónica que por una perversa idea de completitud me administraba disciplinadamente cada cierto tiempo, me compré el libro de memorias del tres veces candidato de izquierda a la presidencia de la república, un volumen de agradables dimensiones con buenas fotografías y entrelineados amplios para no aburrir a los mongólicos, cargado de fechas y nombres como los textos de historia que mejores resultados me han dado a la hora de aliviar los esfínteres, y con ese tufo de contenida actualidad que permea a toda la literatura política.
No fue una mala elección y, admito, me dio mejores resultados que los meramente fisiológicos. Del mismo modo en que a partir de cierta edad uno agradece los cada vez más escasos momentos en que la realidad lo aparta a uno del presente para trasladarlo a mejores tiempos, ciertos párrafos consiguieron recordarme con precisión la retórica socialista que tanto me entusiasmaba en mi juventud. Reproducir aunque sea cerrando los ojos la viva sensación de pertenecer a una elite progresista de carácter internacional me resultó divertido. Releer palabras cuya evocación original estaba perdida o alterada (quién sabe si para llegar a su verdadero significado o para torcerlo todavía más) me hizo sentir ligero y limpio: pueblo, convicción, raíces, patriotismo, autosuficiencia, soberanía, revolución, justicia social. Tenían gracia.
Ya menos divertido resultaba luego regresar al presente y advertir que aquellas ideas no sólo no contradecían, sino que hacían juego con mis presuntas convicciones religiosas, dos manifestaciones de la misma necesidad de creer, aunque mis maestros y ministros jugaran a ser radicales de los años treintas agrupados en bandos irreconciliables que -oh tragedia- estaban a punto de ser barridos como los seres imprácticos que el mundo moderno no toleraría. Mientras callaba disciplinadamente sus desacuerdos y justificaba mansamente las decisiones de su sindicato gobiernista, cobrando, eso sí, quincena a quincena con puntualidad, la maestra C no dejaba de pregonar las bondades del cardenismo, del ejido, de la trova de Silvio Rodríguez, de las películas presuntamente subversivas del Cantinflas a color, de la Cuba castrista (no la juzguen tan mal: apenas había transcurrido la mitad de esa dictadura) y hasta del carácter revolucionario del chile chipotle. Por su parte, en el otro extremo de la ciudad, el maestro L nos hacía persignarnos y rezar antes de cada clase de matemáticas en la escuela privada de riquillos a la que accedí por una beca, advirtiéndonos contra los peligros de la degeneración moral a la que conducen las ideas igualitarias, observando los días de guardar y la clasificación de los pecados, elogiando las virtudes del martirio y a los cristeros y al sinarquismo, abjurando del protestantismo impío detrás del Concilio Vaticano Segundo. L llegó puntualmente todos los días de su vida a dar clase conduciendo un destartalado Valiant, sus zapatos tenían agujeros, sus pantalones eran impresentables de tan manchados. Se suicidó apenas empezar los noventas porque los muy católicos dueños de la escuela no quisieron pagarle la seguridad social cuando le diagnosticaron cáncer. C, en cambio, saludó a muchos políticos, llegó a una dirección y a una supervisión, se hizo de terrenos y casas a nombre del pueblo y metió a sus hermosos hijos en escuelas privadas (con inglés y computación, se entiende) para escribir desde la terraza de su casa unas memorias que a nadie le importan sobre un país que ya la superó.
Se dirá que el caso del autor del libro era como el de C por tratarse de la izquierda. Que si el tres veces candidato a la presidencia fue capaz de evocar con su relato las sensaciones de una juventud creyente fue por su alineación con las causas nobles de combate al fascismo y al entreguismo, por su llamado a recuperar el sentido original de la revolución, por la pureza de sus ideales, etcétera. Puede decirse, sí, pero aun a esta débil conjetura la hacía pedazos la palmaria evidencia de una buena vida transcurrida al amparo del erario público, bajo la sombra de su padre y cobijando a sus hijos y nietos en un linaje político (llamémosle así) cuyo único mérito era aprovechar el buen nombre del primero de la casta: abuelo, hijo y nieto en la gubernatura de su estado, paulatina sofisticación de la buena causa que lo mismo lleva a dar la mano a dictadores que a hacer buenas migas con la Iglesia, que a hacerse fotos con el Subcomandante Marcos o a hacerse condecorar por el fervor puesto en vivir a expensas de representar a otros...
'No entiendo nada', me dije al cerrar el volumen. Balzac y sus novelas interminables oscilando entre la cursilería y el exhibicionismo volvieron, como por ensalmo, a ser tragables.

viernes, febrero 10, 2012

Quibuscumque viis

Sí, lo imagino perfectamente. Habrá leído un buen libro de divulgación científica, tal vez la última novela de un Nobel contemporáneo, quizá salía del cine luego de haber visto una película presuntamente inteligente o, aun más improbable, de una obra teatral o un concierto que le habrá parecido revelador. Entonces se habrá percatado del engaño y habrá experimentado una gran vergüenza. Se habrá sentado en la mesita del salón a escribir:
"Ignoro de qué extraña fuente abrevan mis colegas para seguir plantando cara a la realidad, no sólo la de sus particulares vidas y nuestro común trabajo, sino también la de la más aguda cuestión de la verdad. Piensan poco, parece, o sólo en forma pragmática, lo que seguramente ayuda a mejor sobrellevar las cosas y tomar distancia de las posibles lecturas (pero tampoco leen ya, desde hace años). ¿Cómo pueden los padres poner a sus hijos en manos de estos desapasionados fantasmas? ¿Cómo puede esperar nadie aprender nada de estos cartuchos quemados en fruslerías?
"Los opuestos no son los religiosos dogmáticos cargados de supersticiones frente a los escépticos científicos. No. Estos dos grupos por los que he transitado son dos manifestaciones de la misma preocupación, la de la ética y la filosofía, la de la verdad y el sentido. Matemáticos y teólogos, físicos y filósofos, cada uno batiéndose contra el otro preocupados por abstracciones como la verdad o la tradición, tienen menos qué pelear entre sí que contra su verdadero enemigo: el hombre común que comercia y transige, el que por su vía carente de escrúpulos termina por sobrevivir. La oposición contemporánea está entre la gran masa de gente práctica y la cada vez más exangüe minoría de pensadores."
Aquí se aprecia una pausa. Hay huellas de que el papel se quemó con brasa de cigarro. Acaso habrá bebido cuando arreció el frío de la madrugada y habrá aprovechado para pasear por el salón observando los títulos de su biblioteca. Ahí debió comprender todavía más el engaño porque luego escribió:
"La verdad y el camino para conseguirla están consignados en los libros. Al final de mi juventud rechacé la verdad revelada por considerar que creer en ausencia de pruebas era un error. 'Vamos a comprobar', me dije, y di por sentado lo que los científicos afirmaban por parecerme lógico y creyendo en la promesa de que podía recorrer la ruta de sus descubrimientos si me lo proponía. Me hice de libros áridos en cuyas ecuaciones descansaban verdades tan filosóficamente inútiles como firmemente establecidas. Me hice luego de libros que otros especialistas de mi propio credo publicaban para 'explicar' sus ideas, sin reparar en la contradicción de que o bien seguía los caminos rigurosos de sus miles de especialidades o lo leído no tendría más valor que el de un chisme en boca de un experto cuya verdad no podía depender de su autoridad.
"La verdad era inaprehensible como sospecharon los antiguos, pero yo no me percataba. A mis textos técnicos y de divulgación se aunaron luego los históricos y literarios, los filosóficos incluso, pero no aquellos basados en creencias supersticiosas, sino los que me confirmaban saludablemente en las ideas que ya de antemano había dado por verdaderas. Leer estos libros por años ha sido como ahondar en un adoctrinamiento e irse perfeccionando en sus creencias y costumbres, en sus métodos y gustos. No he querido integrar a esta biblioteca los textos ñoños de Coelho ni los palimpsestos new-age, ni he dado crédito alguno a Mein Kampf ni mucho menos he perdido el tiempo con la 'biología' de los creacionistas, no porque haya comprobado su mentira ni porque haya establecido la verdad de sus -llamémosle así- doctrinas contrarias, sino porque ya había decidido de antemano que quería una cultura científica e intelectual moderna de la que quedaban excluidas estas ideas. Cuestión de doctrina. O quizá de estética."
Imagino que ese fue el momento lumínico que lo llevó a Chico, Wyoming: la certidumbre de que la verdad era una construcción como la cultura y no un hecho comprobable. "Salvo cuando se quiere hacer volar un avión", bromeaba al final de su vida el Dr. Pardon. "Pero esas son preocupaciones arcaicas. El mundo moderno es de los hombres de negocios."