sábado, marzo 10, 2018

Eine Freundschaft

Yo fui amigo de Gustavo o creí serlo durante varios años, un tiempo cuya duración calificaría sin duda de razonable, cuando ambos estudiábamos en la universidad privada, yo más que él a pesar de sus burlas y de sus continuas invitaciones a evadirme, en su caso pagado por su madre soltera y funcionaria, en el mío apenas cubierto el complemento de beca por mi madre soltera y enfermera, una colegiatura monstruosa para cualquiera y cuya totalidad o complemento desembolsaban su madre y la mía, respectivamente, con gravedad, pero también con satisfacción, como si así lavaran la culpa de habernos dejado sin padres por causas que ellas entendían no sólo atribuibles al alcoholismo o promiscuidad de nuestros progenitores, sino también a sus propias terquedad e intransigencia, la de ellas, y su insaciable deseo de control que hizo que nuestras respectivas hermanas y nosotros mismos nos quedáramos con cada una de ellas y sin padre, éstos excluidos e invitados así a buscarse mujeres más aquiescentes que por supuesto no tardaron en hallar y que les dieron otro número indeterminado de hijos y con quienes fueron muy felices.
Como amigo de Gustavo tuve acceso a su coche y al resto de sus descarriados amigos, todos ellos compañeros nuestros en la universidad privada y que, a diferencia de nosotros, contaban con padre y madre además de hermanos y que, como Gustavo, podían permitirse el pago de la monstruosa colegiatura entera sin que ello obstara para que reprobaran dos o tres materias por semestre, a veces para disgusto de algún padre abogado que seguía perdiendo el pelo de perplejidad, a veces para aumentar el tabaquismo de alguna madre cuyo marido, médico especialista, permanecía inmutable ante la irresponsable naturaleza de su hijo y la creciente toxicomanía de su mujer, no así nuestras madres que, agotadas de la inútil brega por convertir a nuestros padres en hombres de su agrado, no tenían ya fuerzas para tratar de convencernos a nosotros y nos transformaron así, tácitamente, en padres de nuestros respectivos hogares, los hombres de la casa cuyas hermanas preparaban la comida y a los que ellas, las madres, pese a ser las que se ganaban el sustento, la de Gustavo como funcionaria y la mía como enfermera, recurrían a nosotros en caso de problemas o dudas sobre el mejor destino de los dineros, los de aquella abundantes, los de la mía escasos.
Nada tiene de extraño, pues, que Gustavo tuviera coche para ir a la universidad privada que le quedaba a escasas cuadras ni que yo me desplazara en camión con una hora de antelación para llegar al mismo sitio, tampoco que su madre fuera tolerante para con las muchas veces en que mi amigo condujo ebrio o drogado, ni que la mía lo fuera conmigo por subirme al coche de Gustavo en muchas de esas ocasiones en que él conducía ebrio o drogado, pues como ya he dicho ni la madre de Gustavo ni la mía tenían entonces fuerzas para enfrentarse de nuevo a un hombre, así fuese éste su hijo, un imberbe de dieciocho años que no trabajaba en el caso de Gustavo o que sólo lo hacía los sábados por la mañana en el taller de su abuelo como en el mío, una rutina de la que en aquel tiempo de duración razonable en que fui amigo de Gustavo prescindí con frecuencia a pesar del dinero que mi abuelo me daba por pulir piezas de herrería y que, con ser escaso, permitía pagar el camión y los cigarrillos, pues prefería subir al coche que mi amigo conducía ebrio o drogado los viernes por la noche y recorrer la ciudad pagando la gasolina con la tarjeta de funcionaria de su madre, escuchando música a alto volumen e insultando desde nuestro anonimato impune a los transeúntes, una anarquía decadente aderezada con cerveza y rayas de coca a la que solían incorporarse el resto de nuestros compañeros y no escasas putas aficionadas o profesionales, que me dejaba incapacitado para acudir al taller de mi abuelo aquellas mañanas de sábado en que, cerca ya del mediodía, salía tembloroso de mi cuarto para sentarme a la mesa del comedor al que mi hermana arrimaba, silenciosa, un caldo y una cerveza aguachinada, mientras me deslizaba cariñosamente un billete de baja denominación que siempre acepté sin cuestionarme de dónde sacaba ella dinero, consciente como debía estarlo ella de que no tenía el dinero yo que me hubiera correspondido de haber acudido al taller de mi abuelo, un dinero que gastaba en cigarrillos esa misma noche cuando Gustavo, ebrio o drogado, volvía a pasar por mí para realizar una nueva exploración nocturna.
Durante ese tiempo de duración razonable en que fui amigo de Gustavo, o creí serlo, la ciudad era todavía recorrible y sus habitantes personas que debían trabajar, individuos poco dispuestos a consentir que un grupo de estudiantes de la universidad privada se burlara de ellos en los cruceros donde esperaban el camión vestidos con ropa muy gastada a la que trataban de sacar el mayor partido posible para resultar presentables, mujeres con un bolso de plástico al hombro y tacones corrientes de puntas desgastadas, individuos que apenas llenaban un traje lleno de lamparones que habrán heredado de algún pariente lejano, adolescentes en uniforme de colegio a los que habrá peinado su madre utilizando limón, a todos terminamos arrojando basura o salpicando de barro al hacer pasar el coche que Gustavo conducía ebrio o drogado por los innumerables charcos que se hacían en la época de lluvias, no me preocupaba apenas por los transeúntes así ofendidos como tampoco me causaban euforia los desmanes, me alzaba de hombros y disfrutaba de la música y la vista y la obnubilación, a veces incluso pensaba en mi madre que estaría llegando a casa exhausta de atender moribundos y limpiar heridas, de asistir cirugías o pincharse con agujas infectas, recibida por mi hermana que habrá de prepararle el té o café, según el humor de la señora que a pesar de no querer convertir ya a ningún hombre, tampoco a su hijo, en alguien mínimamente aceptable para ella, sí le hará notar a mi hermana, aunque sólo sea brevemente, la ropa que no ha planchado bien o la comida que está demasiado salada o las faldas que lleva ya demasiado cortas, las mujeres están hechas para destruirse unas con otras, lo habrá dicho mi amigo Gustavo en alguna ocasión en el bosque hundido a un costado de la universidad privada, quizá citando a su madre funcionaria que, a diferencia de la mía, era una mujer con poder y por lo tanto emasculatoria, una mujer empoderada que son siempre las que más se ceban y desconfían de las otras mujeres, así mi amigo.
Yo entendía que la escuela era la única forma de estar a la altura de mi amigo y sus amigos, de todos los que podían pagar la colegiatura completa y monstruosa de la universidad privada, no ya porque ellos acudieran a mí para aprobar cursos que no les interesaban, cosa que nunca hicieron y que desde luego les honra, sino porque sabían que a falta de dinero yo sólo podía prestarles mi prestigio, mi capacidad para aspirar a lo más alto y obtener siempre los mejores resultados sin menoscabo de compartir con ellos la más escandalosa abyección, la de subir como quien no mide las consecuencias al coche que Gustavo conducía ebrio o drogado a gran velocidad, agrediendo a transeúntes, incluso facilitando la agresión parsimoniosamente como si yo tuviera razones superiores e incomunicables para hacerlo; admiraban la osadía ya no de sus semejantes que no tenían nada que perder cuanto la mía, que me habría quedado sin nada de haber perdido mi lugar en la universidad privada, condenado a trabajar ya no sólo los sábados por la mañana sino todos los días de mi vida en el taller de mi abuelo, ya no sólo puliendo las piezas de herrería sino fundiendo el metal en medio de gases venenosos, rodeado de individuos feroces y primitivos; les bastaba mi prestigio, sobre todo a Gustavo, pero tampoco me permitían demasiados privilegios, de modo que cada cierto tiempo los amigos de mi amigo, nuestros compañeros en la universidad privada, exigían lo que para ellos habrán sido pruebas de lealtad, acciones de mi parte que demostraran, supongo, según ellos, que yo también podía ser tan abyecto o temerario como ellos y no sólo un señorito, un delincuente verdadero aunque de excelentes resultados en la escuela a diferencia de ellos, un igual, pero diferente, porque cada cierto tiempo me igualaba aunque todos supiéramos que no éramos iguales, la madre de Gustavo funcionaria y la mía enfermera, por ejemplo, aunque nuestras hermanas estuvieran ambas reducidas a la esclavitud por haber nuestras madres renunciado a nuestros padres, así nuestras familias.
Como es lógico y todos esperaban, especialmente Gustavo aunque le bastara mi prestigio, mis bajezas debían destacar por encima de las que llevaban a cabo sus amigos, aunque no necesariamente debían resultar más bajas que las de Gustavo que, con bastarle mi prestigio, nunca disuadía a sus amigos de azuzarme para que yo cometiera una nueva y cada vez más sorprendente bajeza, actos que desde luego yo cometía por razones que en nada tenían que ver con la instigación de los demás, pero sí con la admiración de Gustavo a quien sin embargo yo entendía, aún sin que él me lo dijera, que le bastaba mi prestigio, pero que también entendía sin que lo mencionara, que no iba a exentarme ni permitir que se me exentara de igualarme a todos ellos en la ejecución de bajezas ya que mi prestigio era inigualable, de modo que si debíamos seguir siendo un grupo debía yo dar los pasos necesarios para acercarme a ellos y no esperar que ellos los dieran en dirección hacia mí, del mismo modo en que era más fácil que la madre funcionaria de Gustavo cayera alguna vez en desgracia y perdiera su elevado cargo y su fortuna para acercarse a la condición de mi madre en vez de que ésta se hiciera directora del hospital con sólo vaciar cómodos en los distintos pabellones infectos del nosocomio, aunque en materia de maridos estuvieran igualadas, así nosotros conseguíamos mantener el equilibrio yendo a extremos cada vez más abominables, como era escapar de circunstancias cada vez más peligrosas por los pelos, mi especialidad en opinión de la mayoría de ellos, excepto en la opinión de Gustavo que sobre el particular no tenía ninguna observación y aguantaba inmutable las angustias en que yo metía al resto luego de que ese resto era precisamente el que me azuzaba a ir más lejos y más bajo.
Y así hice que mi amigo, luego de una de esas raras ocasiones en que consiguió reunir a todos sus amigos en el coche, en aquel tiempo de duración razonable, condujera ebrio o drogado hasta el barrio bravo de mi infancia ante cuya decrepitud aquellos que pagaban completa la monstruosa colegiatura de la universidad privada, se mostraron tan excitados como tensos, estado de agitación que, asociado como estaba a mi persona, les hizo espolearme para que llevara a cabo una nueva atrocidad, oportunidad que encontré al ver cruzar la calle con extrema lentitud a dos mujeres obesas cargadas a dos manos con bolsas llenas de mercaderías, a las que grité algún insulto espantoso que hizo que una de ellas dejara caer una bolsa de la que salieron rodando papas y cebollas; en el coche se hicieron las risas frenéticas de los amigos de Gustavo mientras él y yo en los asientos delanteros apenas sonreímos, dimos sendos tragos a nuestras cervezas y nos detuvimos frente a una larga fila de coches que esperaba a que el semáforo cambiara a verde. Vi a Gustavo concentrado unos segundos en el espejo retrovisor y enseguida me dirigió una mirada cargada de significación sin que se desdibujara la sonrisa de su rostro, mirada que apartó para buscar calmadamente sus cigarrillos en el compartimento debajo del radio, justo cuando yo miré por el retrovisor a mi derecha comprobando que un hombre venía corriendo a toda velocidad con un cuchillo en la mano, quizá el hijo de alguna de las gordas verduleras que todavía se distinguían agachadas recogiendo lo tirado, llevaba un delantal que no le impedía correr agitando las manos para impulsarse mientras crecía el brillo del cuchillo en su mano izquierda, quizá fuese zurdo y desde luego muy sensible a los insultos anónimos como la mayoría de la gente de este país, dispuesta siempre a recoger tanto lo que se dirige a ellos como lo que no, cuestiones de honor decimonónico que llenan de sangre las fiestas, especialmente si por ahí anda algún acomplejado ebrio o drogado, pero Gustavo no es nada de eso, acomplejado no, ebrio o drogado sí, porque su madre es funcionaria y viven holgadamente, está con los que mandan, con los que pueden permitirse maltratar a otros según qué circunstancias, la aspiración de todos los compatriotas de esta patria miserable, aunque desde luego no viene uno a un barrio pobre a insultar a la gente pretendiendo que la influencia y la cuna puedan ayudar a evitar el linchamiento, acaso el semáforo cambie a verde antes de que este hombre cuyo rostro ya consigo distinguir nos dé alcance, el cuchillo es más grande de lo que suponía, uno de esos que utilizan carniceros y que afilan con una varilla cuyo material no he averiguado jamás, ignoro si es metálica o de piedra, por estos barrios solían circular hombres en bicicleta que afilaban cuchillos y se anunciaban con una musiquilla característica, las mujeres salían entonces de sus casas con varios de ellos cuyo filo así renovaban, no eran tan frecuentes los crímenes en que se usaban esos mismos cuchillos para resolver disputas familiares, mi madre es enfermera y así su grado de preparación no permitía una solución tan radical a los problemas con mi padre, que no tenía ninguna educación a diferencia del de Gustavo que es periodista o profesor, no tengo idea, su familia y la mía a una distancia económica que ni siquiera mis estudios en la universidad privada en calidad de becario que paga y muy penosamente sólo un modesto complemento, podrá reducir jamás, dentro de veinte o treinta años yo apenas tendré un presupuesto mediano y él habrá reemplazado a su madre en un lugar de mando, aunque termine yo con honores y él deba comprar su título en otra universidad privada, Gustavo y yo fumamos por lo pronto nuestros cigarrillos dirigiéndonos miradas cómplices mientras sus amigos siguen riendo y conversando, fumando y bebiendo, porque no se han dado cuenta de nada, y sonreímos porque la situación nos causa gracia y el peligro inminente nos parece estimulante, el semáforo cambia a verde y los coches empiezan a avanzar cuando se oye un golpe metálico en la cajuela mientras nos alejamos, sólo entonces los amigos de Gustavo miran al hombre del delantal que ahora se va quedando atrás, detenido en medio de la calle de la que ya se aparta enseguida porque viene un camión, no tan atestado como los que a estas horas en que empieza a anochecer van del poniente al oriente cargados de albañiles, secretarias, las enfermeras como mi madre que no consiguieron reunir lo suficiente ni para un coche, algunos estudiantes becados, mientras nosotros nos dirigimos hacia donde se pone el sol en medio de un tráfico que en años posteriores sólo habría significado nuestra muerte segura y la aparición de nuestras fotografías en periódicos amarillistas como los que a veces encuentro en el suelo del taller de mi abuelo, y una tumba en el panteón de poniente para Gustavo y otra en el municipal de oriente para mí, mi madre se habría reprochado ya no sólo haber perdido a mi padre sino haberme perdido a mí, mi hermana igual que la de Gustavo se habría acostado con varios hombres y habría tenido varios hijos, pero por fortuna mi amistad con él, o lo que creía tal, duró sólo un tiempo razonable y me dejó un cuchillo de recuerdo que hubimos de arrancar dejando un agujero en la cajuela.

domingo, marzo 04, 2018

Un crujido

Sucede que un buen día de la vida adulta uno se despierta con la conciencia de haber desviado el camino trazado en la juventud y, una vez desarticuladas las justificaciones condescendientes, una vez descartada la presunta fatalidad que nos condujo hasta aquí, reconoce en aquel plan un núcleo de verdad que no se corresponde a las repetidas acusaciones de ingenuidad con que lo cubrimos, cada vez más conforme transcurrieron los años, con más virulencia cuanto más insatisfechos estábamos de nuestro presente, como si la culpa de nuestra traición pudiera lavarse burlándonos de la pureza de nuestras primeras intenciones y no por medio del cese inmediato de lo que reconocemos sin más como prescindible o insatisfactorio, obstáculo entre lo que somos y lo que deseamos ser: el trabajo que nos cretiniza, la pareja que no nos comprende, la familia que nos lastra y los amigos que sólo desean que nos refocilemos con ellos en la más completa mediocridad; la compacta serie de barrotes de nuestra cárcel así consentida.
Abandonado nuestro primer impulso y encauzados por la educación, pasamos años dedicados a satisfacer las necesidades que fijaron otros dentro de estructuras hace ya largo tiempo establecidas, permitiendo así que se nos subordine a una productividad desquiciada de cuyos beneficios nunca disfrutamos, encontrando natural al paso del tiempo la imposición de que somos objeto y aún justificando que ello ocurra de dicha manera por haber adquirido nociones de responsabilidad y moral incapaces de admitir alternativas: ¿cómo si no habríamos de ganarnos el pan de cada día si no es por medio del resignado tránsito por los canales ya fijados de nuestra libertad? ¿cómo podríamos siquiera plantearnos escapar de nuestros así llamados deberes para con los demás aún si éstos sólo buscan nuestra destrucción y rebajamiento? ¿qué lugar puede tener la imaginación cuando los que nos rodean no admiten ninguna broma en cuanto a la ejecución exacta de propósitos que, sin ser sus autores, han hecho suyos de manera fanática e irracional, feroz e intransigente?
Si bien hemos de admitir que nos faltó talento y coraje para insistir en el camino trazado en nuestra juventud, llegado el día de nuestra vida adulta en que nos percatamos del largo malentendido y sentimos el vértigo que nos produce la mera consideración de las consecuencias de cada acción que debiésemos emprender para reordenar nuestra vida en torno a aquel propósito original, la suerte de renuncias y eliminaciones que han de seguir, los puentes que habrán de derribarse, llegado ello no queda más remedio que actuar porque el aplazamiento indefinido de la marcha hacia lo que ya se identificó como un propósito más elevado sólo traería como consecuencia la destrucción del propio ser y una abyección aún mayor que la de aquellos que jamás se percataron de haber abandonado ningún propósito original o del todavía más abundante grupo de los que nunca tuvieron ni juventud ni propósito algunos, seres no por estúpidos e intercambiables menos peligrosos para el espíritu, que identifican lo diferente y lo combaten para aniquilarlo, que sospechan de quienquiera que asome por encima de sus cabezas y lo matan por asimilación, irreflexiva e inexorablemente.
Nos damos cuenta un buen día de la vida adulta de la ambición elevada de nuestra juventud que se proponía abordar el mundo con las herramientas intelectuales y espirituales más finas, así la consistencia por un lado sin menoscabo de la imaginación por el otro, así el rigor lógico en las ciencias como la libertad en las artes; nos reconocemos al instante en esos pocos a los que la integridad y la fantasía son más caras, en contraste con los corruptos agentes de la realidad bruta con los que era inevitable el conflicto por cuanto viven del medro y la tergiversación, así en las ciencias, seres espiritualmente estériles que no imaginan y por tanto no comprenden la ficción y desean suprimirla, así en las artes; a nuestra imaginación oponen mojigatería, a nuestra probidad el cohecho; en los asuntos concretos del mundo instalan seriamente la tramposa comedia de la ambigüedad que no admite bromas, así la política y los negocios, mientras que en las ideas del mundo a las que toman a broma, obligan a los creadores a escoger entra la literalidad y la moraleja por un lado o la censura y la persecución por el otro, así en las artes. 
Es una cuestión de supervivencia, nos decimos un buen día de la vida adulta cuando nos percatamos de que debemos recuperar a la brevedad y con la mayor firmeza el camino trazado en la juventud. Una cuestión personal, desde luego, pero también colectiva porque a poco reflexionar nos percatamos de que ello atañe a la civilización completa y que, de no darse despertares semejantes en forma suficiente, crujidos individuales o colectivos, fragmentados o coordinados, ello supondrá dentro de bien poco nuestra extinción definitiva y con ello el fin del pensamiento y la sensibilidad, del matiz y la coherencia. Ya se sabe que el amor no es improductivo.