domingo, abril 06, 2014

Preocupaciones fascistas

Cree mi secretario y amigo, padrino tanto de mi primogénito como de Anita, la más pequeña, que los tiempos están cambiando y pronto habrá que ser muy creativos para darle continuidad y sentido a lo que sostenemos. Alega que lo del año pasado nos da la razón histórica al tiempo en que nos despoja de un enemigo concreto y largamente conocido, ideal para instigar el odio de los más jóvenes y la angustia de los padres de familia; que ser anticomunista será cada vez más difícil, si no es que absurdo en un mundo como el que viene quedando —aunque todavía es temprano en un proceso que, coincido con él, habrá de ir todavía más lejos—; que la amenaza del protestantismo nos pilla lejos —cinco siglos, dice— y que las de la agenda liberal —aborto, homosexualidad— o las de la conspiración judía, sólo cohesionan a sectores concretos —y embozados— de la sociedad. Es un tipo cerrado, mi compadre, que parece no entender bien a bien de qué se trata todo; sus pocas luces no le permiten razonar más que superficialmente sobre los mecanismos que van del fanatismo de las ideas a los beneficios económicos que producen. Así pues, a riesgo de perder el negocio, no puedo dejarme llevar por su tontería, pero tampoco ignorarla del todo.
Porque mucha gente coincide con él y se han acercado a mi persona buscando seguridades (los más pragmáticos que temen perder su dinero) y orientación (los desposeídos que temen perder la fe). He obrado en todos los casos con equilibrio —no se está tantos años a la cabeza sin conseguir alguno— repartiendo doctrina o balances, según el caso y siempre a cuentagotas, nunca más de lo necesario, que siempre quede una pizca de incertidumbre e inquietud en el subordinado, una duda que no sirva a su parálisis sino a su redoblada cooperación, como un incentivo aunque sea perverso y deba renovarse periódicamente. Pero los hechos no mienten y a ellos se atienen titubeantes desde vulgares secretarias hasta miembros del consejo: hace años que no ocurre ningún incidente entre nuestros estudiantes y los de la universidad de enfrente, las sociedades secretas ven menguar sus números, los reportes de rebeldía o traición que antes dieron pábulo a revitalizantes palizas escasean, y para rematar ahí están las imágenes de la puerta de Brandemburgo, de la Plaza de San Wenceslao, de los Ceausescu cayendo bajo un pelotón de fusilamiento. '¿Contra quién ahora?' parecen preguntar con la mirada.
Debo confesar que aunque tolero a la mayoría por conveniencia, encuentro insoportable su ignorancia y estupidez. Que a la gente que vive en la penuria económica y cultural les resulte suficiente el cóctel doctrinario que preparamos hace décadas mis hermanos y yo, pasa: ¿cómo podían resistirse a la mezcla de patria, iglesia y universidad que daba continuidad a la guerra cristera de sus padres? ¿cómo rechazar la seguridad de un sueldo miserable que los señores del dinero —y Dios sabrá por qué lo tienen— reparten bajo el principio de la caridad cristiana? Pero que los miembros del consejo, mi compadre por ejemplo, se traguen el mismo cóctel y me obliguen a seguir la faramalla incluso en lo privado, no me parece más que un signo de abyección. Cuando entiendo la imposibilidad de una discusión horizontal y franca, ya no para mi solaz y provecho social, sino incluso con el sólo fin de perfeccionar la maquinaria que presido y de cuyo funcionamiento ellos tanto se benefician, me surge algo parecido a la empatía por el cabo austríaco que no lo habrá tenido nada fácil con fanáticos como Goebbels o Göring cerca, especialmente al final de la guerra. El barco se hunde ¿y qué? Ellos sólo piensan en arengas como patria o muerte que no sirven para llenar los libros de contabilidad ni para hinchar cuentas bancarias. Idiotas.
Yo tengo cultura, la tienen en alguna medida todos los que me rodean en el mando, pero luego les falta inteligencia. No puedo asistir a todas las reuniones de las distintas vanguardias ni puedo entrenar a la gente en las proporciones justas de fanatismo y realidad: allá cada uno resuelve según su conciencia y el resultado es una homogeneidad razonable en la que no faltan puntos de exceso que debo permitir: allá un muerto, acá un expulsado, luego un proceso judicial en que se extravían expedientes o desaparecen indiciados, lo normal. Y es gracias a mi cultura como puedo entender que lo que está ocurriendo no es nada inquietante como pretenden los que me piden seguridades u orientación: simples ondas de otra piedra en el estanque. Me extraña que se asombren porque algunos me acompañaron a lo largo de este siglo: vivieron la agitación de los años treintas con su cauda de fanáticos de rifle y piolet, colaboraron en las delaciones franquistas de los cuarentas, ayudaron a las perseguidas huestes del excomulgado cardenal de Tourcoing para venir a México. Luego entonces, no entiendo por qué habría de alterarlos este movimiento insípido que claramente no puede tocar a este continente: no somos europeos para tener bandos o ideas, lo que significa que aun tendremos largos años de comunistas sin comunismo y tradicionalistas sin tradición. ¿Qué muro podría caer aquí? 'La estupidez está hecha de hormigón', suelo decirme.
Nadie entre los míos  —salvo Anita que es culta e inteligente, aunque joven— conoce mis verdaderas opiniones. Es probable que ella —una mujer, hay que joderse— deba continuar mi obra: entiende que el concepto de enemigo nos es foráneo por mucho que finjamos exaltación, que no creemos ni vamos a creer, anclados en el cinismo que da el terreno movedizo en que nos movemos, que las verdaderas máquinas de dinero no están hechas de tractores o portafolios, sino de ideas, que morir por estas últimas no siempre requiere de una pistola sino a veces solamente de un empleo.
—La obscuridad siempre vuelve, padre, para seguir con la Obra —me dijo una tarde luego de una larga conversación en rectoría.
Miré por el enorme ventanal hacia la explanada, la noche cayendo, mi compadre preparando la conferencia universitaria en defensa de la cultura y el orden en la oficina de al lado, los carteles colgados en cada poste, maestros y alumnos repartiendo pegatinas. Sonreí mascando el puro; le contesté:
—Indudablemente Anita. Siempre.