lunes, septiembre 30, 2019

Vagabundo

El día en que murió José José bajé al sótano del Sanborns de Juárez y Dieciséis de Septiembre. Yo sabía que las cosas ya no eran como antes. Que los baños ya no eran gratis. Que los maricones ya no venían aquí. Que Doña Herlinda y su hijo se habían quedado atrapados en el infernal tráfico de afuera. A pesar de todo me atuve al ritual y recorrí las estanterías de revistas. Me pasee entre las islas de libros que rodean la escalera. Hice como que examinaba las tarjetas de buenos deseos que se hallaban casi a un lado de la entrada a los baños, ahora vigilada por una señora pequeñita pero adusta que cobraba cinco pesos a quien quisiera pasar. Pensé en si los maricones habían dejado de venir por los muchos lugares donde ahora podían meterse mano o si era su sola tacañería la que había convertido a este lugar en un sitio de encuentros démodé. Sé que yo no quise averiguarlo pagando cinco pesos. Que me limité a pasar frente a los baños echándoles una rápida mirada que se encontró con la de la señora pequeñita pero adusta. Que esta mirada terminó por seguir en su ingreso al baño a uno de los vigilantes más jóvenes y bien parecidos, todavía demasiado ocupado en hablarle a susurros a su auricular al momento de entrar gratuitamente en el servicio. Pero no entré tras él. Esperé a que saliera entreteniéndome en los ademanes afectados de los cajeros, abriendo distraídamente enormes volúmenes ilustrados sobre cultura mexicana y otras quimeras, levantando algunos objetos inútiles que querían pasar por elegantes accesorios de oficina y sólo eran vulgares trozos de madera plastificada. Subdesarrollos.
Pero el vigilante no salió y la insistencia oportunamente comercial de los empleados del área de discos en hacer tragar a todo José José de golpe, me hizo subir las escaleras camino a la calle y volteando de vez en vez para ver si captaba al vigilante saliendo por fin del aseo. Me aburrieron en esos segundos las comparaciones mentales entre mi cuerpo aroperado de hombre en sus cuarentas y las carnes magras con que solía ligar a chicos en este mismo lugar veinte años atrás. 'Aquí me giraba también para ver si alguien me seguía', pensé asqueado de mi barato recurso de cine, 'me veo ahora mismo frente a las revistas, mirando de reojo al de al lado, ¡qué joven era!', pensé burlándome de mí mismo. Crucé perfumería asombrado de que los vigilantes no revisaran la mochila que llevaba a la espalda. Me enfrenté al ruido y la luz de la calle entrecerrando los ojos y llevándome una mano a la frente a modo de visera. 'Solía salir y esperar a veces pegado a los cristales para que pudiera verme aquel que me siguiera, por si se hubiese retrasado abajo o fuera de esos antiguos que se toman su tiempo: ligar a pie, sobre la marcha, ¡qué privilegio de jóvenes!', me dije haciendo muecas de vergüenza por mis pensamientos. Pero entre el gentío nadie se habría dado cuenta.
Caminé hasta la Plaza de Armas y me senté frente al quiosco recién reinstalado luego de la última salvajada que el subdesarrollo infligió a esta ciudad: una nueva línea de tren ligero, subterránea y elevada, que como la cicatriz de un navajazo la desfigura de un lado al otro. 'También aquí ligué, por supuesto, sobre las bancas, con sólo tocarme los genitales'. Y afligido por este pensamiento vulgar que me parecía paralelo a la destrucción urbana, abracé la mochila por el frente hundiendo mi cabeza contra ella. En el camino hacia acá había pensado en seguir leyendo mi libro sudamericano hecho en Europa, pero me lo impidió un repentino cansancio. Miré el reloj del Palacio de Gobierno con su ridículo agujero para entretener turistas con historias de balaceras revolucionarias, eché en falta a dos de las cuatro estatuas que adornaban el jardín representando a las estaciones que en sitios más civilizados que éste transcurren año con año, 'quizá ya adornen el jardín de algún político', me quejé como si fuera yo menos que un sastre. Entonces se acercaron la reportera y el camarógrafo.
'¿Qué opina Usted de que haya muerto José José?', le preguntó ella al hombre que se hallaba en el otro extremo de la banca mientras el camarógrafo apoyaba la cámara en un tripié. El entrevistado no entendía lo que estaba pasando y era tan anciano que, cuando intentó responder, contestó con un hilo de voz ininteligible. La reportera lo tenía frente a ella y no lo miraba, no podía mirarlo porque sus ojos lo atravesaban de lado a lado. El camarógrafo, detrás del tripié, ni siquiera asistía a la escena: se mordía las uñas de una mano y con la otra miraba su celular. Un par de profesionales haciendo trabajo de rutina. Fríamente. '¿Le ha entristecido la noticia o cómo se siente por esta tragedia?', 'Uno de los grandes que nos abandona, ¿no le parece?'. Cuando hubo tenido bastante pasó al siguiente hombre sobre la banca, el de en medio, quien se explayó ajustándose milimétricamente a la cretinización que se le exigía: 'Verá Usted, a mí por supuesto me ha consternado esta noticia, muy lamentable, muy gran pérdida para el mundo, una gran voz y un gran talento, ¿verdad? vamos a tardar en reponernos de este golpe tan duro para la música y el arte, porque es un arte lo que él hacía, ¿verdad? el príncipe de la música o ¿cómo era? sí, eso, la canción, pues bien tristes nos quedamos, ¿verdad? ¿que si creo que habrá otro como él? Verá Usted, la historia da muchas vueltas, ¿verdad? ahí tiene usted al joven este ¿cómo se llama? ¿Roberto Úrsula? qué voz tiene, promete mucho ese muchacho... siempre cuando desaparece una gran estrella surge un lucero nuevo, ¿verdad? es todo lo que le puedo decir'. Yo seguía con la cabeza hundida en la mochila valorando si contestar a la entrevista con alguna floritura ingeniosa o cínica o irónica, o si de plano negarme no sin antes decirle a ella algo como 'creo que ya has tenido bastante de respuestas estereotipadas y lugares comunes a tus preguntas sin sentido, ¿no te parece?', pero la reportera no había terminado con el individuo que ridículamente afirmaba sentirse personalmente afectado por el fallecimiento de José José, '¿qué recomienda usted a los que también sufren por esta increíble tragedia?', '¡por dios santo!', pensé para mis adentros, '¿cómo puede ser increíble la muerte de un alcohólico? ¿dónde ha estado esta imbécil en todo este tiempo? Ahora me va a oír'. Pero el tipo seguía contestando sin dar muestras de arredrarse con el carácter cada vez más absurdo de las preguntas. Entonces, cuando la reportera le dio las gracias y el camarógrafo cerró su tripié para moverse de lugar, sin siquiera mirarme, se alejaron rápidamente.
Sonreí. Me puse de pie. Como un vagabundo anduve hasta los arcos donde despachaban nieve de yogur y las famosas donitas de masa dulce. Seguí hasta la estación de Plaza Universidad donde una multitud se entretenía con otra de esas rutinas de payasos en donde participaban voluntarios del público. No existía ya desde hace años la tienda de discos donde compré los de Santa Sabina, tampoco ya la famosa Copa de Leche a donde invité, por sugerencia de mis amigos, a la segunda de mis novias; sí estaban, en cambio, todavía en su sitio, la Librería Cervantes de libros usados en cuyo fondo ignominioso alguna vez tuve que cagar y El Nuevo Mundo, la tienda de ropa donde jugaba escondidas junto con mi hermana para no aburrirnos mientras mi madre se probaba blusas y vestidos. 'Otros tiempos', me dije reprochándome instantáneamente aquella frase tópica e inservible. Llegué así al Parque Revolución cuyos habitantes modernos inexplicablemente llaman Parque Rojo. Tampoco aquí quedaba ya ninguno de los maricones que lo hicieron famoso, algunos de ligue y otros de prostitución, los mismos que luego se mudaron a la calle Morelos y más tarde, con la proliferación de sitios esnóbicos a donde acuden los fines de semana los wannabes de toda índole para beber cerveza en medio de música ensordecedora, se mudaron a ninguna parte: desterrados de lo que fue suyo en espera de otros tiempos que los reivindiquen, sombras que deben estar al acecho del tiempo propicio detrás de paredes y ventanas. '¿Volverán a la tierra? ¿volveré yo?', me pregunté mientras sacaba mi libro sudamericano hecho en Europa, ahora sí decidido a leer.
Un chico muy joven de estudiado aspecto hip hop se detuvo frente a la pareja que ocupaba una banca cercana. No escuché lo que decía, pero le vi cerrar sus manos como en un rezo, describir algo, sacar unos caramelos con forma de flor de la mochila y ponerlos en las manos de la pareja, intentando convencerlos de comprarle la mercancía. La rutina llevaba sus buenos cinco minutos y los bien arreglados rizos de su cabello se agitaban con los movimientos y la gesticulación, sus lentes de sol redondos y pequeños apoyados a media nariz, la piel morena uniforme, el chándal negro con los calcetines pasándole por encima de la pantorrilla como un par de tobilleras. Una delicia. Preparé una moneda para cuando se acercara. Con una mano apoyada sobre el libro abierto y la mochila a mis pies, le vi dirigirse hacia otra pareja, ahora a mi derecha, iniciando su rutina con las mismas manos unidas con que lo vi iniciarla un momento antes a mi izquierda. Devolví la moneda a su bolsillo. Un hombre sentado en mi propia banca quiso hacerme conversación y fingí ser mudo. Se levantó y se fue, quién sabe si ofendido. El moreno terminó su segundo discurso sin éxito y acudió a una tercera pareja, luego de la cual, pensé, se perdería de vista en el parque en esa dirección sin haberme considerado siquiera como un posible cliente. Pero el chico volvió sobre sus pasos y no quise dejar pasar la oportunidad. '¡Hey! ¡me saltaste! Ahora sí puedes ofrecerme los caramelos a mí, ¿no?', le dije. Murmurando algo, quizá enfurecido, pasó de largo sin siquiera voltear a verme y torció en la esquina perdiéndose de vista. 'Soy invisible', pensé, 'de tanto no vivir aquí, de haber envejecido en otro sitio, soy invisible'. Me rebelé contra ese pensamiento y me levanté rápidamente para alcanzarlo. Cuando llegué a la esquina lo vi doblar en la siguiente con rumbo al Paraninfo. 'Debo hablar con él', me dije, apurándome con pasos largos que terminaron en una franca carrera. 'Debo preguntarle por qué no me ve, él debe responder. ¿acaso soy un fantasma? La reportera, los vigilantes del Sanborns... '. Pero al volver a doblar ya no lo vi. Llegué al Paraninfo y no estaba en ninguna parte. En casa con mis monstruos, rezaba el letrero luminoso de un improvisado bar temático que la universidad no había tenido empacho en instalar al lado del Paraninfo: música de DJ a todo volumen, hombres blancos con ropas que querían pasar por italianas, mujeres con tatuajes que querían ser modernas, cerveza artesanal, mucha cerveza. 'Es monstruoso, en efecto', pensé recordando que en ese edificio había recibido alguna vez un premio durante el bachillerato. Me acerqué, pero nadie reparaba en mí. Ciudad prostituida. Ciudad natal. El mundo, como un tren, partido.

lunes, septiembre 23, 2019

Intérprete

Dudo mucho de la ingenuidad como fuente de los primeros malentendidos. De la pureza de intenciones detrás de los primeros pasos en la dirección equivocada. Un buen día nos oye cantar mamá en el patio mientras jugamos y al otro nos hace hacerlo delante de los profesores de solfeo. La vanidad hace el resto. Clases, concursos, premios. La convicción de que hemos nacido para algo nos la dan los demás, pero al ganarla vamos dejando de ser nosotros mismos para ser lo que otros quieren que seamos. No hay ingenuidad en optar por el aplauso y la aprobación, si acaso una educación moralmente defectuosa que ya nos convirtió en monstruos desde los primeros años. Culpa de mamá, me dirás. Pero no he sido niña siempre ni acepté contra mi voluntad lo que se me fue presentando, luego soy la primera responsable de haber arruinado mi vida, triunfando. Porque queda poco para morirme de esta enfermedad y porque ya soy vieja de cualquier manera, sé que ya no podré enderezar nada. Porque siguen llegándome cartas de admiradores y mil solicitudes de periodistas, los discos vendiéndose por millones, sé que he triunfado. ¿Pero cómo explicar sin demasiada vergüenza que esto no es en modo alguno lo que quería? ¿Cómo sacar a la luz las paradojas que como montañas han terminado por rodearme en este tramo final?
Desde luego el primer error ha sido creer que era especial. Es verdad que tenía una voz privilegiada como tienes tú cabeza para las matemáticas, pero eso no tiene necesariamente que ser nuestra vocación ni nuestro destino, menos aún nuestra condena. ¿Cuántos talentos se habrán torcido igual que el tuyo y el mío cediendo paulatinamente al engranaje del mundo? ¿No querías ser escritor? A mí me ha pasado igual que a esos que escriben y escriben sin que los lea más que un puñado de amigos y, un buen día, son contactados por un editor que dice estar interesado por su trabajo, un editor que luego se toma la libertad de pedir más de esto y menos de aquello, un hombre práctico que suprime capítulos enteros por hallarlos demasiado esotéricos y se atreve incluso a sugerir tramas para ciertas partes de la obra, soluciones, les llama; sale por fin el libro y es un éxito de ventas y el público quiere más de eso que ya no es el autor, quiere más de ese producto y está dispuesto a condenar cualquier intento del escritor por volver a sí mismo. Naturalmente, casi siempre se cede.
En la academia tuve notas excelentes y aún desde antes de egresar era llamada para pequeños trabajos como solista, en teatro y musicales, en este país que no es desde luego el más culto de Europa, pero también en sitios tan exigentes como Berlín o Milán. Empecé a vivir cómodamente. No era rica ni famosa, tampoco tenía visos de poder llegar a serlo de continuar en ese medio de personas cultas y resignadas. Gente interesante, liberal, con la que solía trasnochar para escándalo de mis padres que pronto se arrepintieron de haber animado la que decían era mi vocación. 'Sois todas unas putas', decía mi padre, 'todas las artistas'. 'Yo no soy artista, papá', le espetaba, pero supongo que a la larga no se equivocó porque de eso (de artista, no de puta) terminaron por tratarme en todos esos países miserables donde también se habla esta lengua zarrapastrosa. Mi madre se limitaba a pedirme que rezara el rosario, 'aunque sólo sea de vez en cuando', tratando de asegurar una conducta honesta de mi parte por medio del absurdo chantaje de sus sollozos. Entonces, luego de un concierto mal pagado en esa ciudad costera que se siente ilustrada, me contactó el agente mexicano.
Tú no sabes el dinero que tienen los que lo tienen en esos países de mierda. El agente vestía carísimo, hablaba con extraordinaria cordialidad, me pagó una botella importada que ahora debe costar unos doscientos euros, sólo para plantear su asunto. Quería que hiciera unas pruebas para grabar un disco y, si me parecía, grabarlo con fines comerciales. No pareció inquietarse en lo más mínimo cuando me reí ni cuando alegué ahora veo que estúpidamente que yo era una cantante profesional, con estudios, no una chica con ínfulas de ídolo juvenil. 'El compositor es ya muy famoso en mi país', me explicó pacientemente, 'de modo que el éxito está asegurado, no tendrá usted que preocuparse más que de cantar'. Hasta ahora había trabajado para públicos más o menos selectos o que aspiraban a serlo, aunque las expectativas de mejora material o profesional fueran limitadas, ¿podría soportar cantar para el gran público? Estaban de moda los cantantes de baladas románticas, individuos que afectaban una vida tormentosa y bohemia, ridículos, que eran aplaudidos lo mismo por jovencitas histéricas que amas de casa, por hombres que regalaban sus discos o amenizaban reuniones vaporosas con ellos. El pop no era todavía el fenómeno que terminaría por ser, no en este país que apenas se desperezaba ni en los otros que también hablaban esta lengua bajuna: era sólo anglosajón, lejano y admirable. ¿Renunciaría yo a la convivencia con mis compañeros cantantes y músicos para entrar en lo que entonces se llamaba con irrisoria ceremonia industria musical? 'Sois todas unas putas', me dijo el director de la orquesta cuando le anuncié que había aceptado la oferta del agente mexicano. Pero no conocía a mi padre. 
Tú sabes cuán sucio nos puede jugar la creencia de que debemos cultivar nuestros talentos y llegar a lo más alto, cuán fácil es confundir la dicha altura con el reconocimiento de los demás, interesado o no, experto o profano, ¿o me vas a decir que los profesores más destacados que has conocido, esos a los que invitan a conferencias plenarias en congresos internacionales, que sonríen siempre, que estrechan manos y reciben circunspectos trofeos y diplomas, que hacen discursos que son presuntas muestras de su ingenio, son todos autores de obras brillantes que destacarían por sí solas sin toda la parafernalia que las rodea y que el referido tiene a bien procurar siempre? ¿no es verdad que casi nada soporta una segunda vista ni el detalle? ¿y no es cierto, todavía más, que aquellos cuya obra es verdaderamente excepcional, realmente indispensable para avanzar en la ciencia o arte de que se trate, son casi siempre individuos que abjuran de las alabanzas y rehuyen los reflectores? Esto se sabe cuando se tienen dos dedos de frente y una pizca de sinceridad para consigo mismo. Yo lo sabía y aún así visité aquella ciudad horrorosa allende el Atlántico para grabar el primero de muchos discos en que hacía de intérprete de las composiciones de un maricón, piezas de una complejidad nula, de letra vulgar, estúpida, que me hicieron subir los colores al rostro. Yo era una mujer, si no culta, sí cultivada, que había frecuentado gente interesante y cabal, que había hecho estudios y visitado capitales verdaderas y no esta mierda. Pero el disco se grabó. Gustó. Me hizo rica y famosa en muy breve tiempo.
A la balada romántica le sucedieron rancheras y el folclor más variado, todas las mamarrachadas de que era capaz el maricón. Vomitadas en mis discos, eran luego reproducidas en el radio, tarareadas lo mismo por albañiles que por amas de casa, chóferes de camión y borrachos de todas las fiestas del subdesarrollo. Dejaron de llamarme al teatro y la ópera en mi país y pronto no tuvo sentido continuar en Europa. El agente mexicano me hizo comprender la velocidad a la que viajaba el tren al que acababa de subirme y el perjuicio mortal que me causaría intentar bajarme: promociones en televisión donde debía fingir que cantaba mientras se reproducía la canción grabada en el disco, entrevistas en radio con individuos que buscaban a toda costa fagocitarme por medio de las más atroces simplificaciones y majaderías, conciertos ante masas informes que repetían las horrorosas letras compuestas por el maricón y de las que yo sólo era una intérprete, alguien a quien se le exigía fingir que sentía lo que cantaba, ya fuera el enamoramiento o la muerte, la venganza o la revelación, una emoción acartonada después de otra sin apenas pausa ni sentido; firmas de discos con gente que parecía normal sin serlo, giras por sitios de nombres impronunciables y hoteles que no eran tales, pequeños shows privados a los que llamaban palenques y en los que vaqueros adinerados y gordos se emborrachaban rápidamente para luego interrumpirme a gritos y disgustar a sus esposas-objeto, mujeres con aspecto de travestidos, cubiertas de joyería grotesca y excesivo maquillaje. La locura.
Como pasa a todos los que se acomodan a aquello que detestan, inventé motivos para hacer pasar lo inadmisible por tolerable, a fin de no dejar de amasar la fortuna que estaba consiguiendo. Cuando podía estar en la enorme casa que me había hecho construir en mi ciudad, lejos del espantoso continente lumpen allende el Atlántico, me encerraba en el cuarto de baño que daba a un pequeño jardín y me metía en la bañera por largas horas, primero haciendo como que disfrutaba de aquel solaz, pero luego sollozando incontrolada cuando por fin lograba abandonar el papel que interpretaba. Buscaba entonces a mis viejos amigos, pero no todos accedían a visitarme ni todos los que me visitaban eran capaces de verme de la misma manera. Es extraño, pues, que tú sigas aquí. Y todavía más sorprendente que me comprendas habiendo pasado tu vida metido en la universidad haciendo matemáticas. No eres famoso. No eres rico. ¿Cómo puedes decir que tú también te has equivocado de camino? Estás en la situación en la que yo me hallaba antes de encontrarme con el agente mexicano, ¿no? Tendrás colegas más o menos interesantes con los que convivir de vez en cuando, tendrás romances en esta ciudad o en aquellas que visitas durante seminarios y conferencias, qué sé yo. ¿Dices que querías ser escritor? ¿Que has hecho lo que hiciste porque querías seguir convenciendo a los demás de que eras bueno en matemáticas, tal como decía mamá y luego dijeron los maestros, tal como decían los compañeros de la escuela y luego los colegas? Bueno, querido Luis, ¿qué te puedo decir yo acerca de interpretar papeles si sólo me estoy muriendo?

lunes, septiembre 16, 2019

Violador

Cuando aún los tenía, consolaba a mis amigos diciéndoles que el tiempo no se desperdicia nunca, ¿lo recuerdas? Les explicaba que es inevitable ocupar todas las horas que nos son asignadas exactamente las mismas a cada uno de nosotros y adquirir, aún desde la más improductiva de las rutinas, una experiencia vital irrepetible que nos hace menos ignorantes que cualquier otro en esos rubros en que decidimos o consentimos, aún pasivamente meternos. Un consuelo barato, sin duda, en el que evidentemente no creía si tomamos en cuenta la cantidad de obras y logros objetivos en que puse el mayor de los empeños para conseguir el reconocimiento de los demás. Así pues, nunca supe desperdiciar el tiempo, pues incluso leyendo libros o mirando películas con aire despreocupado, me atravesaban toda clase de síntesis mentales, procesos que fijaban lo que tenía delante para su aprovechamiento ulterior. Una productividad a ultranza, condenada al fracaso por talento insuficiente, pero también por la raíz megalómana de sus motivaciones. Un quehacer intelectual que estorbaba el vicio que medraba en el orden. Un permanente combate entre contrarios sobre la arena del tiempo. Porque siempre queda algo fuera, ¿verdad? Lo entendemos mejor conforme se agotan los plazos. Se pierden oportunidades continuamente, tú mejor que yo lo sabes. Y así, contrario a mi falso consuelo, es evidente que siempre estamos desperdiciando el tiempo.
Nunca somos claros. Vives separado de tu mujer desde hace años y, sin embargo, has dejado pasar casi todos los ofrecimientos sexuales que te han hecho diversas empleadas y clientes de la tienda, aún los más decididamente físicos, sin ramificaciones sentimentales aparentes. ¿Por qué? En tu juventud dejaste que la indecisión ganara terreno hasta que te fue imposible cambiar en lo profesional o económico: te condenaste a fuerza de no hacer nada. ¿Qué ocurrió? Si eras una persona tan sexualmente activa como yo, si tus capacidades eran mejores que las de muchos de nuestros salvajes compañeros de la escuela elemental, si a tus inquietudes y miras, si a tu conciencia toda y tu nobleza correspondía un destino a la altura, ¿por qué vives en las sombras? Podemos ensayar respuestas y recuperar algunas de las muchas conversaciones que tuvimos desde la adolescencia hasta el día de ayer en que ya no éramos jóvenes, pero debo decirte que ahora soy yo quien se hace las mismas preguntas, los mismos reproches. Porque, igual que a todos, llega un momento en que te detienes a mirar alrededor y descubres que el mundo ha seguido su marcha por otro camino. Porque ya no puedes desandar ni volver a escoger. Porque no había respuesta correcta.  
Yo desperté muy pronto a la sexualidad y no fui un niño inocente. Manipulé a los adultos de mi entorno para satisfacerme y aproveché las prohibiciones y condenas de quienes me descubrieron las de mi madre y maestras, las de algunos compañeros para alimentar la obsesión onanista a la que me limité con escarceos materialmente insignificantes, pero de gran incentivo psicológico hasta más allá de los veinte años. Mi sola experiencia desacreditaría la histeria moderna por proteger a la infancia de sus presuntos depredadores, aunque mi historia no es en modo alguno una excepción: tú mismo reconoces la deliberación de buena parte de tus actos impúberes. Que la época se haya vuelto excesivamente hipócrita y delicada, absolutamente idiota, hasta el punto de no reconocerse a sí misma sus intenciones, es sin duda un triunfo de la mentalidad ultramontana que ya hubieran querido para sí los sacerdotes católicos de tiempos presuntamente más obscuros y, paradójicamente, menos ñoños que los actuales. Tú mismo fuiste víctima de mis avances. Entonces podíamos hablar de consenso. Hoy no. Los tiempos son tan alelados que estoy seguro de que, aún sin mi consentimiento, alguien tendría la iniciativa de denunciarte por haberte aprovechado de mí hace veinte años, sólo porque tú insertabas y yo recibía, sólo porque cediste a la seducción que, según estos tarados, yo no podía conducir por no ser consciente de lo que hacía, cuando si alguna víctima inocente hubo fuiste tú. Porque yo era un niño demasiado inteligente y tú uno de buenos sentimientos. Porque yo era un niño alevoso y tú uno sin dobleces, genuinamente puro
Así pues, el ejercicio de mi sexualidad llegó tarde y mal, pasados los veinte y en calidad de niña, pues no fue sino hasta los veinticinco en que descubrí que podía ser yo quien penetrara a otros convirtiéndome en hombre, es decir, en agresor según los tiempos que corren. Entonces ni siquiera me daba cuenta de que todas las lenguas consignan como sinónimos del acto al que llegaba con tanto retraso verbos como joder y chingar, cargando de violencia el rol que ahora asumía y haciendo de mis genitales un bumerán perfectamente capaz de volverse contra mí. Así me lo hizo saber la policía de ciudad natal, por medio de la extorsión, cuando me sorprendió en un parque acompañado de un limpiaparabrisas cuya edad incierta permitía hacer caso omiso de su voluntad. Así lo comprendí también cuando, amenazado, tuve que sacar a empellones de la casa o el coche a quienes hasta hace un momento se mostraban obsecuentes y salaces. Cuando sentía alivio ante un vuelo que por fin me elevaba por encima de tentaciones y amenazas. Cuando cogía el coche para alejarme durante meses del lugar donde se hubieran producido malos entendidos. Imagínate cuánta gente indecisa y cuánta víctima en un país de acomplejados y maricas como este, cuántas ganas de culpar al de al lado y de linchar a quien se atraviese. Cuánta irracionalidad como materia prima inagotable. Así que cuando me descubrí hombre tuve que sortearlo todo e intentar recuperar el tiempo perdido. Un cuarto de siglo como niña, nada menos.
Cuando miro lo hecho, pese a todo, me asalta la sensación de que desperdicié años preciosos. A la precocidad de mi niñez le siguió una juventud lenta que para colmo se enredó con esa pareja de largo aliento que amaba tanto como no me gustaba. Con su presunto consentimiento, pero a sus espaldas, se produjeron encuentros incompletos o pobres arrebatados a hurtadillas en baldíos y callejones, coitus interruptus en hoteles espantosos y azoteas de vecindad, exploraciones arrebatadas a los márgenes que iba dejando la conducción de una vida intelectual que pronto me llevaría al extranjero. Hasta ahí la juventud permitía que la distancia entre mis chicos y yo la cronológica, pero también la económica y social fuese razonable; pero una vez transcurrido el largo intervalo extranjero donde convivieron la inopia sexual y la continuada ficción de una relación a distancia, me encontré separado de mis chicos por un abismo que no ha dejado de crecer, transformando lo natural en sospechoso, lo gratuito en interesado, lo consentido en abuso. He recordado, a propósito, un programa de televisión en el que una juez norteamericana que atendía un pleito entre un hombre mayor y una mujer joven, recriminaba a aquel, con un puritanismo típicamente norteamericano y muy de la época, el no haberse metido únicamente with his own kind. La imagino perfectamente apuntándome con su dedo condenatorio mientras hace una severa admonición: your own kind, Mr. Gala! What were you thinking?! ¿Cómo puedo seguirme acostando con mis chicos cuando ya tienen la mitad de mi edad? ¿Cómo puedo presentar a esta juez los numerosos casos en que ello se ha producido sin mediar coacción alguna cuando la diferencia es ya prueba de coacción? Repeat after me, me diría: a esta edad ya no hay sexo consensuado.
Ciudad natal quedó atrás apenas terminado mi dilatado salto extranjero, hirviendo de jóvenes con los que acostarse en calles que ya no pueden recorrerse. Huido a Santa Teresa, cuyas dimensiones combinadas con mi actividad me hicieron perder el anonimato rápidamente, continué la ficción de la relación a distancia que no moría, pero ya no estaba viva undead y aproveché, siempre insuficientemente según mi propio recuento, los cuerpos que generosamente me fueron ofrecidos antes de que la inconsciencia sobre mi edad y circunstancia desapareciera definitivamente. Si bien la corrección política había quedado a varios años de distancia gracias a la geografía, mi tiempo de cara al mundo se agotaba: un día fue a reunirse conmigo quien ya había muerto; otro día se fueron mis últimos amigos por los que creí equivocadamente que aún era joven; luego murió mi hijo. Nunca como entonces la enorme distancia intelectual y material con mis yacientes fue tan manifiesta, nunca mayor el peligro de los carros siniestros de cristales velados que disminuían la velocidad al pasar. Sentí la amenaza de los muchos ojos que me rodeaban y me descubrí desnudo.
Hace tres años que me separé como tú. Contrario a lo que supondría hallarse solo luego de casi dos décadas de promiscuidad a espaldas de mi relación un tiempo inexplicablemente largo, claramente desperdiciado si se toma en cuenta que la unión no tenía sustento sexual sino subliminal: una idealización de la pareja no he vuelto a acostarme con nadie. No faltan jóvenes dispuestos, desde luego, como esas empleadas y clientes que te acosan continuamente, chicos con voluntad y autonomía, con curiosidad, aunque se las niegue esa juez televisiva y casi cualquier miembro de la sociedad presente. Pero no he cedido, quizá porque el deseo no es tan grande como en otro tiempo y empiezo a cansarme, quizá porque quiero liquidarlo para que no siga estorbando la consecución de mis obras. Gran inquietud perturbadora. Potro demencial. Tiempo desperdiciado cuando faltaba pudiendo hacerse ¿como ahora? pero también despilfarrado cuando se tuvo, siempre insuficiente.

domingo, septiembre 08, 2019

Orientación

Te acordarás del libro que nos hacían comprar en la secundaria para una materia llamada orientación, en realidad tres libros, uno distinto por cada grado. El que recuerdo era el del segundo año, un libro horrible editado en ese papel marrón deslavazado llamado revolución, tan popular en los ochentas, pero que leía con mucho interés porque los adolescentes mariquitas somos aficionados a la psicología de quiosco, trátese de horóscopos, revistas del corazón o libros presuntamente académicos, pero redactados en lenguaje llano por mujeres de moral ligera, las únicas capacitadas para lidiar lo mismo con niños que con padres de familia. En ese libro se describían las así llamadas ocho áreas fundamentales del ser humano como sectores de un disco cuya unidad dependía de la capacidad de cada uno para reunir sus partes. Era un dibujo que parecía mimeografiado en vez de impreso, desde luego sin colores, donde aparecían escritos, en una fuente muy próxima a la de una simple máquina de escribir, los distintos nombres de las áreas que semejaban los rayos de una rueda: la mitad se leían del centro hacia afuera: área física, área sexual, área económica, área emocional (que por alguna razón consideraba menores), la otra mitad de afuera hacia dentro: área familiar, área social, área intelectual y área espiritual (las fuertes, según yo, que así presentadas me suponían un orden de creciente importancia). 
Recordarás también que yo siempre fui aficionado a las clasificaciones: listas, cuadros sinópticos, diagramas de Venn. Al término de la primaria hice un cuaderno donde intenté reunir todo lo que sabía por materias, creo que alguna vez te lo mostré: matemáticas, ciencias naturales y sociales; incluí en él mapas de variados colores dibujados por mí mismo y cuidadosamente doblados para entrar en pequeños bolsillos de plástico que adosé a las últimas páginas con cinta adhesiva: uno por cada continente y otro del propio país con su división por estados. Le dibujé un par de nubes y un arco iris en la portada. Se lo mostré a mi padre que me despachó en pocos segundos balbuciendo la palabra bien para ocultar su desconcierto. Pero ni su indiferencia ni los insultos de mis compañeros (de los que me defendías a veces) me desanimaban en mi obsesión taxonómica, así que era lógico y esperable que me sintiera inmediatamente atraído por esa organización de la vida en forma de rueda que el libro de orientación me ofrecía. Hice una primera evaluación de mi situación a la que siguieron muchas más, casi hasta el fin de la adolescencia, ese período en que muchos nos apartamos de todo lo que consideramos ridículo sin conseguirlo nunca del todo. Luego, si hay suerte, volvemos sobre lo abandonado como si el sólo paso del tiempo le hubiera dado la dignidad que no tenía, una prestada por el sentimiento de la nostalgia. Pero volvamos al punto, que me estoy desviando: ¿qué cuentas puedo darte de mi vida si echo mano nuevamente de la rueda?
Ya no soy joven, tengo una enfermedad crónica controlada y nunca hice ejercicio como según yo deseaba. Como todo buen marica en su madurez, como bien y voy al gimnasio con regularidad, pero por supuesto no lo hago porque exista siquiera la mínima posibilidad de eliminar la panza de cuarentón que se me ha hecho ni porque quiera alimentar más el mito de mis buenas piernas o nalgas, qué va, lo hago sólo porque me distrae al tiempo en que escucho música, porque puedo evadirme y fantasear, placeres adolescentes que, a falta de mayores talento o voluntad, consigo también leyendo o escribiendo pequeños textos sin acometer las grandes obras que he deseado realizar. Así pues, el área física tal como la he concebido se opone a la intelectual porque postula la disipación en vez de la concentración: la vida más equilibrada es también la más mediocre. Y ya que estamos en ello, te comparto dudas que me has oído expresar aquí y allá: ¿es tarea intelectual haber conseguido los máximos títulos universitarios? ¿haberlo hecho en el extranjero aprendiendo otras lenguas? ¿mantener un trabajo profesional productivo como profesor investigador en matemáticas aplicadas? ¿acaso la fundación de programas y la dirección de proyectos que han influido en la vida de decenas de personas? Si la calidad del trabajo no es la máxima y reconocemos que no podemos darla, ya sea por incapacidad o pereza, ¿qué debemos hacer? ¿conformarnos con la indulgente fórmula dar lo mejor de sí? ¿abstenernos de exigir a los demás porque al fin y al cabo nosotros no cubrimos las exigencias más altas? Mi preparación académica tenía como destino una institución a la altura: ¿lo es una universidad de provincias donde se es tuerto en tierra de ciegos o es que somos nosotros los que no cabemos en las instituciones soñadas? Quizá estas últimas ni existan propiamente, pues dar la vuelta al mundo me ha dado el discutible consuelo de comprobar que nuestros problemas no son originales y que el hombre que trabaja está siempre en el lugar correcto. Pero la insatisfacción persiste. Si la obra intelectual profesional no alcanza el nivel esperado, ¿puedo conseguirlo en la literatura o es sólo un recurso para escurrir el bulto de la incapacidad? Me imagino ahora mismo a Fargas mirándome a los ojos e inquiriendo: what are you looking for, Mr. Corso? Porque da la impresión de que la obra no estará a la altura ni será de la más alta calidad en tanto no sea reconocida por la mayoría de las personas. En forma de premios y ventas. En forma de invitaciones y récords. Y eso, que quizá te sientas tentado a asociar a mi adolescencia hecha de concursos y diplomas, medallas y competiciones, es desde luego ridículo. Pero como fondo psicológico no está mal. And yet... ¿qué psicología conciliará el hecho de que Javier Marías es un escritor reconocido o exitoso o consagrado o bueno con el hecho de que Luis Gala es uno perfectamente desconocido aún si su prosa fuera magnífica?
Pero como bien decía el libro de orientación de segundo año, la vida está hecha de más cosas, como el dinero que, sin faltarme, no se sabe nunca si es mucho o poco, sobre todo porque afirmar que es suficiente mientras no nos falte nada es bastante incierto como medida, pues depende de lo que cada uno cree que necesita y del tiempo que dure su existencia (las hay tan largas o accidentadas que pueden arruinar hasta las mejores previsiones). No soy un capitalista sino un empleado. No genero dinero, antes bien aumento el número de los que se cuelgan del erario público. Con responsabilidad y rendición de cuentas, se entiende, pero también con culpa. Vivir de la escritura tendría la ventaja de decir adiós a los jefes que por regla general son imbéciles y guardar una relación menos parasitaria con la sociedad. Pero también me permitiría tener una vida más liberal sin que las sociedades de padres de familia sientan que pongo en peligro la moral de sus hijitos universitarios y mayores de edad. Porque es verdad que mi sexualidad, con ser fuente de grandes placeres, ha planteado también infinidad de problemas a lo largo de mi vida. Ustedes se dieron cuenta antes que yo de mi orientación sexual y me llamaron maricón, joto, puñal, puto, feminoide, marica, pero no fue sino hasta el fin de la primaria en que yo comprendí que era homosexual. Te acordarás que los insultos siguieron en la secundaria y la preparatoria; algo menos en la facultad y el posgrado, jamás en el extranjero. Desde que cobré conciencia de mi situación supe que tenía que guardarme de hablar del asunto con mi familia y con mis escasos amigos. Mutilarme. Muchas veces me sentí cómodo fingiendo y hasta pretendí poder cambiar, como si ello hubiera sido posible o deseable. Tuve novias. Pero cuando por fin me decidí a tener el sexo que deseaba y que no podía ser sublimado más, encontré toda suerte de dificultades, de rol y de salud, de moral propia y ajena, rematando en una pareja prematura cuya consolidación ocultó detrás de la ternura equívocos fundamentales en materia sexual. Viví así muchos años de creciente tensión entre una vida casi conyugal que se alejaba de lo físico y una estimulante y peligrosa promiscuidad exterior. Salté así desde la juventud hasta la madurez y en ésta nos encontró la separación. No valieron más las palabras sin sustancia como relación abierta o el ridículo mandato de no involucrarse sentimentalmente con nadie más. ¿Cuándo me impidió este principio enamorarme de tantos a lo largo de los años? ¿Cuándo el carácter abierto de la relación hizo menos dolorosa la comparación de nuestro sexo agónico o inexistente con el rush de los encuentros casuales? En esto el libro de orientación pecaba de ingenuidad. Ni en él ni en ninguna otra parte he hallado respuestas a preguntas esenciales, por ejemplo: ¿qué es una pareja? ¿basta comunicarnos de manera extraordinaria con esa persona aunque no la deseemos? ¿basta con desearla aunque sea una persona manifiestamente incapaz de comprender nada? ¿cuánto es suficiente sexo? ¿está en la naturaleza de las personas la promiscuidad o el agotamiento eventual de la monogamia? Es fácil decir que cada par o grupo define sus reglas, tú mismo has dicho que para ti el sexo no es tan importante, pero cuando uno aspira a algo legítimo y no a una mera comedia, se tropieza rápidamente con el requisito de enfrentar la verdad, lo que desde luego obliga a buscarla, a cuestionarse, a no descansar jamás. Y así no es de extrañar que llegue a esta edad sorprendido de que las ganas de seguir jugando sigan ahí y esperanzado de que ponerlas en un solo sitio no sea una simple estupidez, particularmente cuando el universo de mis intereses se aleja cada vez más conforme envejezco.
Me he alejado de mi familia y amigos, tú incluido, aunque su influencia ha sido grande en la formación del solitario que soy. No me siento del todo satisfecho con ninguno de ustedes, pero ya el carácter heterodoxo de mi vida sexual e intelectual hacía difíciles las relaciones duraderas, particularmente en un país como el nuestro con su cultura acomplejada y mezquina (de ahí que tenga buenos amigos extranjeros). De modo que debería estar agradecido por haber disfrutado de tratos profundos con una importante lista de personas, aunque ya no las frecuente o sólo muy de vez en cuando, impedido por razones geográficas o temporales. Las comunicaciones hacen posible que tenga noticias de ellos cada cierto tiempo y eso es satisfactorio, aunque quizá insuficiente. En todo caso no lamento el resultado lógico de hallarme solo. Quizá la persona que más ha trascendido épocas distintas ha sido mi madre, a quien puedo disfrutar y padecer ahora, mientras se adentra en la vejez. ¿Nos volveremos una de esas parejas clásicas de homosexual con su madre, enfrentando las cada vez mayores dificultades de la ancianidad solitaria? Quizá yo pueda acompañarla hasta que muera, pero luego no queda muy claro quién lo hará conmigo cuando ya no me sea posible mantener mi autonomía. ¿Tendré que suicidarme o irme a vivir con quienes no deseo ni me desean? Misterio.
Falta rendir cuentas de dos áreas, me dirás, la emocional y la espiritual, aunque nunca me quedó muy claro a qué se referían los autores con este par de rubros. Lamentablemente ya no tengo el libro de orientación conmigo para consultarlo, aunque sí los escritos que hice en mi adolescencia evaluándolas junto con las demás áreas, cada uno, dos o hasta cuatro meses. ¿Dónde encaja el amor? ¿en la vida sexual como parece colegirse de lo que te he relatado arriba? ¿en la emocional donde supongo que una vida sana ha de ser estable, sin grandes depresiones ni euforias desquiciadas? ¿o es un asunto espiritual para los que como yo hemos perdido las creencias religiosas? Siempre pensé en el mundo espiritual como en la capacidad de vivir en armonía y penetración, aún misteriosa, aún sagrada o poética, con lo que nos rodea, lo que de alguna manera he conseguido a través de una vida de amor y conocimiento, de sentido moral hacia los demás y de una obligación cada vez mayor de honestidad intelectual y ética. Seguiré viviendo tensiones entre los distintos polos que jalonan mi voluntad e insatisfacción ante lo que hay, porque quizá, a nivel psicológico, poco puede hacerse por la conformidad de aquel a quien le fue inculcado desde niño la necesidad de ganar respeto, amor, o  satisfacción, por medio de más y más obras. Después de todo, como te dije alguna vez, el amor no es improductivo.

domingo, septiembre 01, 2019

Somnolencias

A los lados del tren que se mece con suavidad mientras atraviesa los campos, aparecen grupos de árboles apretados unos contra otros o separando cultivos de granos y legumbres, acolchadas superficies verdes seguidas del hirsuto café pálido del trigo, bolas de heno a las que luego reemplazan vacas u ovejas, casas y algunas carreteras, establos, pequeñas fábricas. Dentro del tren, el silencio de los hombres es el constante murmullo de las ruedas al cruzar las traviesas más separadas o el apagado chirrido de los frenos cuando se detiene la marcha, el bufido satisfecho de las puertas neumáticas que se abren o cierran, a veces sin que las atraviese nada más que un olor a tabaco o sudor, un perfume como fantasma al que le falta el cuerpo. Atardece. La luz crepuscular del sol, que de repente es destello fugaz en un cristal o añadido matiz en el aire que separa la vista de los objetos, avisa ya con su inclinación el fin del verano, obligando a quienes son llevados por el tren a recogerse en sí mismos como hacen los sobrevivientes de una larga fiesta, el calor todavía dentro de ellos como una débil flama que se resiste a desaparecer.
[...]
En algún rincón apartado por donde no pasan turistas se habrán sentado a descansar sobre la escalera de un desgastado puente de mármol, a la sombra de una enorme iglesia y de desvencijadas casas de colores térreos. La ropa blanca en los balcones meciéndose con el viento. Las flores en macetas ancladas a la herrería que dejan escapar gotas que no pudieron retener. Ya en el reflejo ondulado de las aguas verdosas del canal debajo de ellos, ya en los meandros de una mancha oleaginosa sobre la superficie o en el repentino callar del viento por encima de sus cabezas, lo habrán comprendido: el verano tiene sus días contados como lo tienen los objetos y las ciudades, como lo tiene el tiempo de mirarse uno al otro y de ir de la mano por las calles. Se hará el silencio como ahora en que ya pueden percibirse los ruidos de una cacerola lejana y el cada vez menor de unos cubiertos que son puestos a la mesa por una mano invisible; la vida de los demás, insinuada detrás de muros y ventanas, será el fondo en que ellos desaparecerán un día, ahogados como los muchos objetos que pueblan el lecho de la laguna en que, día con día, se sumerge esta ciudad.
[...]
El avión que despegó en dirección noroeste, todavía en la obscuridad por encima de una isla de luces sin agua, es alcanzado por la luz del amanecer. A la derecha, más allá de las ventanillas, se abre paso una línea roja por entre las sombras de las nubes recortadas contra el alba; a la izquierda, un azul marino casi negro es sucedido por un gris obscuro sin arriba ni abajo. Se queda dormido. El avión cae de panza con la suavidad de una hoja en medio de la plaza mayor de ciudad natal. Le sorprende no tener miedo a pesar de estar consciente del peligro de una explosión y, conforme a instrucciones mil veces repetidas, abandona el avión por uno de los toboganes desplegados aunque el suelo está prácticamente al nivel de la puerta. Conforme se aleja de los restos, distingue a pocas cuadras las puntiagudas torres de catedral y celebra la casualidad extraordinaria de haber caído aquí. 'Qué suerte', se alcanza a decir entre el gentío de pasajeros y mirones. Pero todo mundo ha traído consigo sus pertenencias mientras que él, obediente a las reglas, las ha dejado en la cabina. Siente un gran deseo de volver a por ellas porque el avión sigue estando ahí, a pocos metros, con la puerta casi al nivel del suelo y su tobogán amarillo como pasarela. Piensa en el peligro de que la aeronave explote mientras evita el arroyo de combustible que se ha formado. Vuelve a mirar de reojo la catedral, incrédulo. Ya está de nuevo frente a la puerta y apenas pone una mano en el fuselaje cuando una sacudida lo despierta. El avión da una pronunciada vuelta por encima del valle y ya distingue la cuadrícula de sus sembradíos, el trazo recto de sus calles, la forma oblonga de la laguna. Están por aterrizar. 
[...]
No debe dormir hasta el anochecer para poder adaptarse al nuevo horario. Así se lo dijo por primera vez el gordo en su jardín bordeado de cipreses donde preparaba conejo asado y su mujer servía pequeños canapés decorados de fruta y licores. Así lo corroboró el hombre cara de caballo que aún parecía joven, café en mano, luego de rechazar más conejo y hacerse con otro canapé. Hacía años de aquel despreocupado consejo que, como el resto de los que dio el gordo, nunca la rubia y sólo a veces el hombre cara de caballo que aún parecía joven, tenía toda la apariencia de ser verdadero sólo por ser autoritario. Así pues, anduvo recorriendo las calles de Santa Teresa en vez de quedarse en casa, a pesar del calor, bastante elevado todavía, del final del verano. Para evitar el insomnio. Para evitar la sombra siniestra de confusión que se alargaría sobre él cuando cobrara conciencia de que estaría solo por mucho tiempo. Ya estaba aquí, materializado, el silencio que los rodeó sentados sobre un puente de mármol de una remota ciudad antigua de canales de agua verdosa. Presentimientos...  De repente se encuentra frente a una casa que habitó con quienes ya murieron, desvencijada y rota, vacía, con el número de metal aún en su lugar y las ventanas intactas. No tiene puertas y la recorre lentamente, sobrecogido, con las historias ahí transcurridas sucediéndose en su cabeza con rapidez: el baño de azulejos amarillos donde volaban cucarachas, los armarios donde estaban las cartas de la dueña, la recámara donde hizo el amor mientras los ratones roían la madera de la cocina... Emerge y la luz lo ciega. 
Ya nadie le espera en casa.