jueves, junio 29, 2006

La mala escuela

Dedicado como he estado la mayor parte de mi vida a la docencia universitaria, he tenido ocasión de estar en contacto permanente con jóvenes que apenas cuentan con poco más o menos que veinte primaveras. A esa edad ya suelen hallarse ciertos rasgos asentados en las personas, aunque desde luego no todo esté dicho ni pueda ya estarse seguro de cuál será el adulto que más tarde nos encontraremos.

Una de esas cosas que sólo la juventud ofrece y que -para bien o para mal- se pierden con el tiempo, es el entusiasmo simple y sin cortapisas. No me cuesta trabajo recordarme joven y entusiasmado por el mundo que se presentaba ante mis ojos, por las materias que iba a cursar, por los amigos que me rodeaban, por los amores que recreaba. Y tampoco me es difícil, lamentablemente, hacer memoria de las situaciones y personas que se encargaron de echar por tierra mucho de aquel entusiasmo, de hacerlo cada vez más insostenible, de transfigurar un alma receptiva en un andrajo escéptico y cínico, al que sólo después de mucho tiempo y siempre cuesta arriba le fue concedida la gracia de recuperar la confianza, aunque en muy pocas cosas.

Hablo, es verdad, de un proceso largo y desigual, que no es el mismo para todas las personas, que no es consecuencia exclusiva de sus circunstancias, sino también del individuo con sus queveres emocionales e intelectuales, pero no dejo de apenarme ante la gran cantidad de adultos que, consciente o inconscientemente, con intenciones didácticas o por simple descuido, apagan la chispa de una persona, engrosando así las filas de los frustrados, los resignados, los fracasados o descreídos, cuántas veces sin que medie reflexión alguna por parte del afectado, sino la simple incorporación de las ideas, quizá también irreflexivas, de otra persona.

Qué temprano nos damos cuenta de los entuertos y equívocos, qué pronto empezamos a acumularlos y a reproducirlos, cuánto deterioro es posible por esta vía: cuando nos dimos cuenta de que mamá o papá también mentían, cuando el profesor en turno evadió la pregunta, cuando una injusticia flagrante y evitable se despachó con el argumento de que "las cosas son así" o "un día lo entenderás", cuando a las inquietudes se respondió con un "no seas molesto". Mala escuela ésta de convertir a una persona en un alienado más, convencido de que el mundo no tiene ningún remedio ni tiene sentido buscarle solución a nada.

Creo inevitable y hasta deseable que toda persona tenga en su vida algunos encuentros con el fracaso, con la adversidad, con la decepción que tantas veces produce el encuentro con la realidad, y que de su propia suerte en la feria saque sus propias conclusiones. Me parece criminal, en cambio, inducir a los demás, especialmente a los más jóvenes, a asumir un cinismo injustificado y pretendidamente adulto, a sustituir la ingenuidad con la resignación pasiva propia del borracho de cantina, frustrado e inconforme con su suerte y la del mundo.

De modo que a cada uno quizá nos convenga pensar mejor nuestras palabras y actos, con miras no sólo a evitar la inconsistencia y la irresponsabilidad, sino también a fin de no defraudar ni malograr a quien todavía tendrá mucho tiempo por delante para ser mejor que nosotros.

jueves, junio 22, 2006

Prejuicios avanzados

Que las personas nos auxiliamos de generalizaciones para mejor comprender el mundo es algo muy comprensible y lógico, una manera de dar un primer paso entre la selva de las sutilezas, los matices y las complejidades. Pero que muchos pretendan hacer de estas visiones chatas su única manera de ver el mundo es ya otro de los síntomas característicos de la pereza intelectual de nuestro tiempo, tan pagado de sí mismo que sin mediar comprobación empírica alguna pretende que la realidad se explique y comporte como sus prejuicios lo señalan.

Contrario a lo que se piensa, los prejuicios y estereotipos no son siempre abiertamente retrógradas, sino que también los hay para los que se dicen progresistas, de amplio criterio o muy liberales. Al prejuicio superadísimo -es un decir- de que las mujeres deben permanecer en casa cuidando a los hijos y atendiendo quehaceres domésticos, se oponen hoy concepciones de signo contrario como el de que las mujeres que permanecen en el hogar son estúpidas. Al abandonar la cerrazón de que la homosexualidad debe ocultarse, muchos recogen ahora la idea de que todo homosexual debe exhibirse y ser como lo dicta la cultura popular: gracioso, desinhibido y feminoide. Cuando se había ya dejado de atacar a alguien por sus ideas, se pasa a la certeza de que todo mundo tiene algo que decir y debe tomársele en cuenta, sean charadas o trivialidades.

Si las tradiciones autoritarias y monolíticas se caracterizan por coartar siempre las libertades fundamentales del hombre y, en última instancia, la libertad esencial de pensar, ser y decir como quiera, los tiempos modernos consiguen el mismo despropósito por medio de la holgazanería mental: al relajarse hasta la plena laxitud el pensamiento racional y crítico, al privilegiar el parecer sobre el ser, al padecer la omnipresencia de los medios de comunicación, la sociedad moderna se asegura la rendición incondicional del cerebro de una gran mayoría ignorante, no sólo en términos educativos, sino en términos del ejercicio de una postura independiente y escéptica frente al mundo.

Y es así como asistimos diariamente a la homogenización que empareja criterios sin distingos económicos, sociales o culturales. No hace mucho tiempo el rector de una universidad pública convocaba a los profesores e investigadores a su cargo, a firmar una carta de protesta contra las declaraciones de un político candidato a un puesto de elección popular, que había declarado tramposamente que "la universidad pública es más cara que la universidad privada". De ello, el rector dedujo que el candidato a) quería privatizar la universidad pública, b) tildaba de ineficiente y obscura la administración universitaria, c) había ofendido a todos sus miembros, d) "debía" una disculpa. Y casi en bloque, sin anteponer la menor reflexión sobre si la declaración "x" implicaba la conclusión "y", los profesores firmaron sin chistar. Y esos son, se dice, la inteligentzia, los progresistas de avanzada, la gente acostumbrada a pensar. Dicen.

Contra las simplificaciones vulgares que pretenden poner de un lado a los buenos y del otro a los malos, contra las generalizaciones contagiosas, contra la ramplonería de los criterios facilones con que muchos pretenden comprar su buena conciencia, debe levantarse el principio científico de que toda verdad es provisional, de que nunca podemos dejar de cuestionar lo que ya damos por sentado. Contra lo asumido y mil veces cacareado hay que poner una distancia crítica y racional. Contra el pensamiento por mayoría de votos hay que ejercer, sin descanso, el pensamiento de la cabeza propia.

jueves, junio 15, 2006

Tolerancia

Quizá cada época de la historia tiene sus propias manías y obsesiones, muchas veces producto de las circunstancias, otras producto arbitrario del capricho. La nuestra es una de las más arrogantes y contradictorias y uno de sus temas predilectos e inatacables es el de la tolerancia, concepto que como muchos otros ha venido degenerando con el paso del tiempo hasta servir de amparo para toda clase de abusos -aquellos que en un principio trataba de evitar- y ser así una más de nuestras muletillas incuestionables y tramposas.

La tolerancia es una actitud muy deseable en las sociedades y consiste no sólo en el consentimiento de lo diferente y aun contradictorio con mi manera de ser, sino también en la defensa de los derechos de los demás, especialmente las minorías, cuando se ven vulnerados. Insisto en la parte activa de la tolerancia porque una de las primeras adulteraciones en su sentido consistió en entender tolerancia como la capacidad para ser indiferente a todo lo que nos rodea. En otras palabras, mucha gente se considera tolerante porque no mata a un homosexual ni a un ateo y porque les tiene sin cuidado lo que les suceda, pero no son capaces de alzar la voz en su defensa si se les maltrata o coarta en sus derechos. Esto no es tolerancia, sino indiferencia criminal, en particular cuando viene de miembros de un gobierno presuntamente laico e igualitario.

La tergiversación del concepto no terminó ahí. Con la introducción de la "corrección política" -que no es otra cosa que el encumbramiento de la ñoñería- se consiguió que los disensos, las críticas y aun la menor discrepancia pasasen por actitudes intolerantes, en tanto que el silencio, la condescendencia y la autocensura fueron reconocidos como ejemplos de civilidad, tolerancia y conciliación. Hoy en día, por tanto, es prácticamente imposible defender un punto de vista o superponerlo a otro sin que se vea en ello un germen autoritario, un sesgo fascista, una intolerancia orgánica. Se extendió como epidemia la idea de que toda opinión es respetable, cuando es el derecho a emitirla lo que es tal. Se transformó en conducta reprobable la discusión de ideas por medio de una formidable confusión del objeto con el sujeto: si se critica una idea, se está criticando al autor y se está, por tanto, siendo intolerante. Quedó como mal visto decir las cosas sin dobleces y la sociedad se entregó a la fabricación de los más absurdos eufemismos.

Todo este estado de cosas, con todo y ser grave, no pasaría de ser un mero fardo lingüístico y mental, si no fuera porque encima de todo ha torcido la intención original de la insistencia en la tolerancia. El mundo ha visto atrocidades espantosas producto de la intolerancia y tiene razón para andar con cuidado en eso, pero con la tendencia moderna ha permitido discriminaciones inversas no menos perniciosas: bares gay donde los heterosexuales no son admitidos (me pregunto cómo lo determinarán), países donde los fundamentalistas socavan la democracia amparados en la libertad de cultos y de prensa, la prohibición en varias universidades (!) para siquiera mencionar el color de una persona. Y la justificación en todos estos casos es la tolerancia, bajo la cual caben todos los abusos. No se dan cuenta los lerdos que al subrayar sus diferencias se convierten ellos en los intolerantes. Pero que nadie lo diga en ningún tono: hay que ser tolerantes, es decir, boquicerrados.

viernes, junio 09, 2006

Ser alguien

Con todo y que los tiempos cambian -y yo ya voy siendo más pasado que presente, mis costumbres cada vez más extrañas al mundo que me rodea- creo que aun es muy común que los adultos en general, pero sobre todo los padres de familia, exhorten a los jóvenes a "ser alguien" en la vida, concepto -este sí- cada vez más desvirtuado y que hoy suele entenderse como la consecución de un título universitario.

Esta concepción no es privativa de aquellos con pocos estudios, en cuyo caso puede entenderse la tontería de pretenderlos sin más, sino también de gente con cierta educación y, por lo visto, escasa capacidad de pensar. No hace mucho platicaba con un colega que me comentaba la "poca suerte" de un amigo suyo que por ser "poco consistente en la vida, no había llegado a nada", y como evidencia de ello mi colega dijo: "Él es ahora un vendedor de seguros y yo, en cambio, soy un doctor", como si con ese contraste dejase claro quién era quién y la cuestión quedase zanjada.

Me parece que antiguamente ser alguien significaba ser una persona honorable y de provecho en el sentido de que viviera con decoro y ganándose el respeto de su comunidad, lo que era -y quiero creer que sigue siéndolo- perfectamente posible siendo médico, ama de casa, albañil o vendedor de palomitas. La educación universitaria, particularmente en países tan desiguales como México, entusiasmó a mucha gente por varias décadas por tratarse de una forma elegante de trepar al mundo laboral para llegar por lo alto: con mejores puestos y mejores sueldos, no precisamente por méritos. El entusiasmo continúa, pero ya no se corresponde con la realidad: tener un título universitario ya no garantiza nada, ni el empleo, ni el dinero, ni desde luego "ser alguien".

En países con oportunidades más amplias que este, "ser alguien" es, además de una tautología, completamente independiente de coronarse con birrete y vestirse de toga al final de los años universitarios. En los países desarrollados no está generalizada la histeria por hacerse de un título ni por estudiar sin ton ni son, pues ofrecen una diversidad lo suficientemente amplia de trabajos que permiten vivir dignamente con o sin carrera, hecho aparte de que la diferencia entre los sueldos de los profesionistas y los que no tienen títulos no es abismal. Nadie tildaría de fracasados a una mujer que decide dedicarse a la venta de cosméticos ni a un hombre que pone una peluquería, antes bien, se admirarían su iniciativa y capacidad de empresa.

Sería bueno pues, recuperar el sentido original de la expresión "ser alguien" y no seguir manoseándolo para hacer creer que en ello va implicada una carrera (ni una maestría ni un doctorado, sépalo mi colega, aunque tarde) ni el hacerse de dinero a costa de lo que sea. Sería bueno que no se sumara un frustrado más a la masa de los que quisieron "ser alguien" y son infelices, sea con título o con dinero. Estudiar debería hacerse cuando existe la voluntad de saber. Ganar dinero debería ser consecuencia de hacer lo que a uno le gusta. No debería fomentarse el dislate de creer que lo segundo tiene que ver con lo primero. Ser alguien debería ser una cualidad moral independiente de los estudios y el dinero del sujeto, en una palabra, ser libre y responsable. Y comprenderlo.