sábado, diciembre 28, 2013

7.45 A.M.

Él no supo decirme cómo era y a los pocos días se fue. Para siempre. Alegó la enfermedad de una tía o el accidente de un amigo cercano, ya no lo recuerdo con claridad. Lo cierto es que se marchó y fue inútil insistirle en que hiciera memoria y se esforzara en explicarme quién pudo buscarme en horas tan tempranas de la mañana. Nunca fue pródigo en palabras y tiempo hubo en que aprecié su discreción como la cualidad más importante de un asistente cercano. Pero no esta vez: quería que hablara, que abundara, que no se cortara ni un ápice e incluyera en su discurso sus propias dudas, sus atrevimientos, sus exageraciones, cualquier cosa que me ayudara a identificar al desconocido.
Éste llegó un jueves, justo cuando yo había salido al parque a caminar —entre siete y ocho, calculé— y no se refirió a mí por mi nombre, sino como "el señor alto del carro". El asistente dijo antes de marcharse (poniendo fin a tres años de vivir bajo el mismo techo y comer los mismos alimentos) que aquel vestía camisa a cuadros, pantalón de mezclilla azul pálido, que no vio sus zapatos, que era muy joven, tal vez unos veinte años, que parecía tener prisa por llegar a algún lado, que llevaba un copete descomunal. Le obligué a repasar todo: el brevísimo diálogo, las circunstancias en que le sorprendió el timbre —estaba en el baño— y las fotografías de algunos de los que yo sospechaba. Sin resultado. No se parecía a nadie. No lo asociaba con nada. Y el asistente, parco de palabras, claro, no pidió su nombre ni dio el mío, aunque cometió el gravísimo error de decirle que no estaba ahí, dando por sentado que ahí vivía "el señor alto del carro". Menudo imbécil.
Me pregunto si no ha sido la tremenda zurra que le propiné con motivo de su indiscreción, la causa verdadera de su partida. Merecida la tenía, sobra decirlo, estas cosas son delicadas. Hay inseguridad. Hay miedo. Nadie sabe lo que debe hasta que se le acusa de lo que sea, cierto o falso, eso es irrelevante, porque entonces inicia un proceso de contaminación que alcanza a quien se ponga en la mira. Y yo no deseo malos encuentros ni malos contactos ni que el pasado vuelva ni el presente materialice espantos. Estoy viejo, tengo derecho a que se me deje en paz. Derecho, por supuesto, en un país sin ley. Menudo imbécil.
Por si acaso, he espiado desde la ventana los movimientos de la calle, especialmente desde que el palurdo aquel decidió dar por terminado nuestro trato, vaya muchachillo ingrato, se arrepentirá pronto porque ya nadie mete a su casa ni a parientes cercanos, por mucha confianza que se tenga, me daba lástima, pobre, sus padres indios de raza pura, su futuro incierto, aquí al menos fregaba pisos, se hacía de algo de dinero, accedía a alguna educación porque jamás le impedí que tomara mis libros. Pero se ha ido y ahora estoy solo espiando la calle, como un pendejo cualquiera, admito que es ridículo, pero no logro quitarme de la cabeza la sombra de ese desconocido en el zaguán golpeando a la puerta (¿o había usado el timbre?) y haciendo preguntas extrañas en hora tan impropia. Nadie busca a alguien a esas horas de la mañana si no es urgente. ¿Lo era? ¿Por qué no ha vuelto entonces? Ahora que recuerdo —y si hemos de creer al asistente— esas fueron sus últimas palabras: "Yo lo busco más tarde". Qué horrible amenaza.
Pero no volvió ese día. Ni al siguiente. Ni el día en que se fue el asistente. Ni en la semana de espantosa angustia que le siguió y en el que me sobresaltaron el vendedor de agua y el cartero con el cheque de la pensión, unos niños que querían agua del jardín y los predicadores de la Atalaya, a quienes dejé pasar y aun prolongué en su trato sólo por la necesidad de hablar con alguien luego de tantos días sin abrir la boca, encerrado, habiendo suspendido mis caminatas matutinas en la esperanza de que el desconocido apareciera. Pero no lo hizo. No ha ocurrido. Y empiezo a temer que aparezcan anónimos o alguien decida jugarme la espantosa broma de llamar por las noches (he apagado pues el celular, también las luces desde temprano) y me he refugiado en el cuarto de atrás, mejor no mirar la calle, me he dicho. 'Mejor no mirar', resumo.
Alguna vez, hace años, me despertó una pelea en la madrugada. Creí entrever a un vecino que corría con un bat y luego escuché un alarido, el sonido de una voz apagada y urgente, al final ese golpe seco de la madera cuando cae saltando por el suelo. Esta madrugada he soñado con ese episodio lejano y he despertado bañado en sudor. He andado desde el cuarto de atrás hasta la ventana del salón para asomarme por entre las cortinas. Hay un silencio sólido y difícil. Las sombras de los árboles están quietas. No hay viento. Las obscuridades están en su sitio. Me sobresalta el motor de la nevera que arranca a mis espaldas.
He hecho algunas llamadas, por supuesto, creyendo saber quién era el desconocido (no había muchas opciones): todas han fallado. He querido llamar entonces a mi ex-asistente (muchas, muchísimas veces), pero su número aparecía apagado y luego una grabación me informaba que no existía. Y es probable que ya no exista, ni el número ni el asistente, es probable que él esté coludido con esto que se desarrolla tras bambalinas, esto que siento escurrirse como un río obscuro por detrás de mi vida para perderme y cuya motivación, cuyo rostro mismo se me niega. Pero yo lo siento: me rodean, no sé quién, no sé cuántos, pero el cerco se estrecha. Si tan sólo pudiera ubicar a mi ex-asistente, le doblaría el sueldo para que hiciera labores de detective y ubicara al desconocido, bien visto es persona leal que no vacilaría en disparar un arma contra quien quiera agredirme, ya lo creo, qué importa si el sueldo lo merece o no, lleva la fidelidad en la raza, sólo necesitaría orientación, yo sería el cerebro, él mis ojos y mis pies, quizá el dedo en el gatillo.
Estoy enfermo. Respiro mal, me duele el cuerpo, la comida me da asco. El pan magro es lo único que tolero en estos momentos y al ir a la tienda a por él algo ha ocurrido. Nunca he intimado con los vecinos. Nunca con el tendero. Mi asistente —leal o no— era lo único que tenía. Parco de palabras, ya lo digo. Era él quien hacía las compras. Ahora soy yo. Y por eso tengo frente a mí a este hombre a quien me ha dado la gana preguntar si ha observado algo raro en mi casa, si no ha visto a alguien llegar a buscarme que le parezca sospechoso. El hombre hace ademán de hacer memoria, titubea y luego exclama que sí, que efectivamente ha visto a algún muchacho por ahí, mirar la casa pausadamente, sin objeto, continuar luego su camino, pero habiendo mirado la casa. ¿Era mi casa? Sin duda, era mi casa. Regreso con el pan, pálido. Al entrar comprendo que debo cambiar las chapas cuanto antes.
Ya con las chapas nuevas, echo doble llave. He puesto otra en la habitación de atrás y también me encierro. Apenas voy a sentarme en el sillón, me falla el cálculo y doy con las nalgas en el suelo. Menudo imbécil. Trato de levantarme y un dolor espantoso me lo impide. Debo tener la cadera rota, porque no logro ponerme de pie. Estoy jodido. Intento arrastrarme hacia la puerta y luego de conseguirlo no encuentro las llaves. Se habrán caído cuando me fui al suelo. Vuelvo al sitio —a rastras— y no veo nada, meto las manos bajo el sillón y nada. Quizá están más al fondo, me digo, hay que moverlo. Trato de empujarlo y el dolor me hace gritar. ¿Qué va a pasar, rediós? Recuerdo que debo calmarme, que no pasa nada (aunque pase). Me quedo dormido.
Despierto. Vuelvo a intentarlo. Ahí están las llaves. Cuando recupero la respiración, me arrastro hasta la puerta y pruebo. Son demasiado duras, no parecen querer girar. Quizá no es la correcta, quizá es la de la puerta de afuera. Vuelvo a intentar y aunque entra perfectamente en la cerradura, la llave no gira. Intento sacarla, pero está atascada. Intento girar nuevamente, pero mi peso troza la llave y me quedo con un pedazo de metal (dos, más exactamente) entre las manos.
Alguien timbra. Son las siete y cuarenta y cinco de la mañana.
Empiezo a gritar.

domingo, diciembre 22, 2013

Ensayo de la muerte

Llega el día en que ensayamos la muerte. Algunos dirán que es mejor como preparación, para ponderar y estar advertidos, otros preferirán el golpe directo. Ya dentro he tenido demasiado tiempo para pensar —sólo un ensayo, decía, la cabeza aun entera y el dolor a raya— y aunque algunas cosas me parecen claras, no daría demasiado crédito a los pensamientos (si no ocurrencias, si no meros desvaríos) que se producen en este cautiverio. Porque las sociedades se organizan y nos apartan, para sanarnos desde luego, pero también para no fastidiar la fiesta contemporánea, la mayor de cuantas ha tenido la humanidad, quizá la última.
[Pausa]
Ambos me miran con atención no exenta de azoro. Hay confianza: después de todo esto es un ensayo. Me atraviesan las agujas, ponen y quitan líquidos de mi cuerpo, se espera el momento. Ellos siguen mirando, pero no de la misma manera. Ella palia, él forcejea, quizá ambos lidian así con los mismos pendientes, quizá pudieran sentarse a conversar —hay demasiado tiempo— y entenderse, salir transfigurados de su pasado común y su presente que los ha distanciado. Pero la ocasión no es propicia porque, contrario a lo que se dice, el dolor, la enfermedad o la muerte no borran diferencias ni agravios: los entierran o posponen; los relativizan, pero no los resuelven. Y en todo caso no seré yo —no quiero serlo— el pretexto de un adormecimiento general que traiga una paz estúpida a mi familia. Es hora de la cirugía.
[Pausa]
Desorientación, por supuesto. Escucho que pasará pronto. Ella me acomoda la almohada, él me pasa una mano fría por la frente. Duermo. 
[Pausa]
El pabellón tiene cincuenta y ocho camas. Una luz blanquecina y un permanente ruido de máquinas y personas obligan a una alienación mayor de la que ya produjo mi separación (¿hace cuánto?) del mundo de los vivos. La mujer de enfrente está conectada a un respirador. La custodian rostros preocupados. Ella no ensaya. Duermo.
[Pausa]
Nos fatigamos todos, aunque no de la misma manera. Yo estoy aturdida, yendo del dolor al sopor y viceversa: he de mejorar. Ella está agotada físicamente, pero las circunstancias le dan tal certidumbre de metas, tal asequibilidad de logro, que todo lo demás —el mundo de los vivos del que me trae noticias— queda suspendido. Él no encuentra su sitio, no tanto en lo intelectual donde siempre hace opiniones, sino en su corazón incapaz de acomodarse a un sentimiento puro, invariante y simple. Son mis hijos. Comprendo con pesar que hemos fallado. Han acercado un biombo blanco a la cama de enfrente y el pabellón se llena de pisadas nerviosas y sollozos.
[Pausa]
Si la genética es de alguna utilidad, somos una familia de seres decepcionados: del trabajo y la amistad, de la pareja o la familia, también de dios. A diferencia de él que dice ser ateo o de ella que se dice creyente, yo no sé en qué creo. Esta tarde se han pasado por el pabellón los voluntarios a tocar música religiosa por la cercanía de la Navidad. En el rostro de los muchos jóvenes y ancianas del grupo leía un júbilo al que se oponía un escepticismo inaceptable y contra el cuál luchaba aplaudiendo. ¿Quién soy yo? 'La que quiere creer', me digo. ¿Y qué lo impide? Lo mismo que nos hace una familia decepcionada: la soberbia.
[Pausa]
Ya puedo comer de nuevo. Ellos siguen turnando sus visitas y procuran no coincidir demasiado: no allá afuera, no aquí dentro. Funcionan, aunque no sean felices, ni de la forma que ampara la ignorancia ni de la que supuestamente da una consciencia superior. El mundo es mezcla, me digo, ya están advertidos: un día no habrá más ensayos. ¿Cómo esperar que entonces hayan encontrado firmeza las verdades y afectos provisionales? ¿Cómo esperar la felicidad si no es a fuerza de violentar la mezcla del mundo? ¿Y la soberbia?
Me han retirado ya las agujas y esperamos el alta. Entretanto, una monja me explica que el dolor echa por tierra el engreimiento y la vanidad. Hago una pausa, mirándola a los ojos con gravedad. Luego, sin contenerme, me río a carcajadas, doliéndome de la herida.

domingo, diciembre 08, 2013

Down

A la vuelta del Manes, una noche helada de principios de diciembre —viernes que se hizo sábado a orillas del Vltava en compañía de Lenka, Dana y Aníčka— recién abría mi departamento con inseguridad alcohólica y el cuello de la camisa lleno de labial, cuando vi la luz roja del contestador parpadeando en el fondo de salón. Me sonreí pensando en que tal vez era Aníčka, que se había dejado la bufanda en el carro y ahora estaría camino del Futurum sin nada que le cubriera la garganta, lo que en una checa nativa no sería intolerable —apenas un grado bajo cero, una ridiculez— pero que en una cantante profesional de veintidós años no podía consentirse sin riesgo de perder dinero por desafinada o, todavía peor, por afónica.
Pulsé el botón, y mientras cerraba las pesadas cortinas cafés del ventanal, desgastadas como los pantalones de lana que tenía de niño y que picaban las piernas de forma insoportable, escuché la temblorosa voz de un hombre. Al principio no lo reconocí: quizá por eso me resultó muy inquietante que utilizara mi nombre, que titubeara como quien se prepara a dar una mala noticia. 'Ha llegado', pensé dramáticamente como quien lleva años esperando la llamada que ha de despertarlo a una realidad espantosa. Ya era mucho tiempo lejos de casa, del país, lejos de mis separados padres y de mi hermana repleta de hijos, de los amigos que fueron y dejaron de serlo, del amor incluso, que nunca fue. Era natural que algún día levantara la bocina o apretara el botón del contestador y saltara la noticia: se ha muerto, se ha ido, con este ya no cuentes porque ya no es más y hay que darlo de baja enseguida, de la agenda y la memoria, ponerlo en la otra lista, actualizar. Pero el hombre había reanudado su inseguro discurso y no anunciaba muerte alguna: era mi padre.
No había hablado con él en muchos años, muchos más que los transcurridos desde mi última y —quiero creer— definitiva vuelta a Europa. De vez en cuando hacía llamadas como esta, dejaba un mensaje inocuo donde hablaba de su salud, del clima en California, se abstenía de hablar de la familia con la que vivía, de su mujer quince años menor que él (quién sabe si se heredarán las proclividades, pero esa era la misma diferencia de edades entre mis amigas del Manes y yo), luego colgaba pidiendo que me cuidara y le llamara, que le gustaría escucharme. O simplemente diciéndome que me quería, una afirmación que encontraba vergonzosa e incongruente con el manifiesto desinterés con que me trató mientras crecía, cuando aun de vez en cuando pasaba por la casa y hasta llegaba a aguantar temporadas enteras con mi madre y mi hermana.
Me explicaba su actitud como un asunto de culpa simple y vulgar. No le llamaría. Ni hoy ni nunca. Ni en su funeral. Ni siquiera por odio o por alguna omisión de su parte (que las hubo, por supuesto), sino porque sería tan imbécil como llamar ahora a la empleada del buffet chino de la calle Spalená para preguntarle cómo se encuentra y decirle que se cuide. Y aun esta desconocida no lo es tanto, vistos nuestro regular trato, la coincidencia de nuestra condición de extranjeros (ella es ucraniana) y la cortesía con que me ha atendido siempre. No, no es un buen ejemplo. Quizá como si le llamara a mi casero. Eso es: mi casero, qué estupidez.
La luz roja dejó de parpadear, las copas se me subieron a la cabeza de repente y me sentí poseído de un ánimo obscuro, cenizo, como si no hubiera estado toda la noche riendo y bailando salsa con las checas, como si no hubiese alcanzado a Lenka en el baño de mujeres para que me diera una estupenda mamada y luego hiciera lo mismo con Aníčka, a la que le asiste el derecho de antigüedad por haber sido la primera. Dana no me gusta; creo que lo sabe. Me eché en el sillón bajo el viejo retrato de Václav Havel, miré el celular y pasé los dedos por la pantalla yendo de un nombre a otro entre perfiles de Facebook. Cuando menos lo pensé ya estaba mirando las fotos de la señora de mi padre.
Parece que corta el cabello, que aprende rápido, que vive instalada en el estrato más vulgar asignado a los inmigrantes sudamericanos que viven el american way of life. Es trabajadora, como no se puede ser de otro modo en aquel país robusto y de sonrisas Colgate. Las fotos más recientes son las de una casa amplia en las colinas que separan el valle de San José de la costa. La casa ha sido decorada con ánimo sincrético: una inmensa virgen de Guadalupe en cantera, sillones blancos de piel, retratos enormes de ella con mi padre enmarcados en hierro y rematados por un moño rojo, recámaras de color pastel. ¿Es envidia lo que siento? ¿Es el alcohol lo que me hace experimentar repugnancia? ¿No se supone que esta gente me es completamente indiferente?
Me puse de pie y abrí la nevera. Contra el asco beodo que sentía, me receté una cerveza. Contrario a mis hábitos europeos, la bebí directamente de la botella. Recordé entonces —ahí, de pie en la estrecha cocina y escuchando el motor del refrigerador ponerse en marcha— que una vez, antes de que cerrara su cuenta, mi medio hermano, el hijo de esta mujer, intercambió algunos mensajes conmigo. Por supuesto no tardé en compartir un comentario mordaz sobre mi padre. Él no me censuró, pero aclaró que no compartía mis juicios y que ese hombre le había enseñado mucho en la vida. 'Es paradójico', pensé, 'porque yo no recuerdo que ese hombre me haya enseñado nada'.
O quizá sí, dije casi en voz alta luego de beberme media cerveza, quizá sí me enseñó algo o quiso enseñarme. 'Sujétala bien', me dijo al ponerme su revólver treinta y ocho en mis enclenques manos cuando tenía trece, 'porque golpea en cuanto dispares, ¿eh?'. Disparé. Tiré la pistola y caí de nalgas en el suelo. Mi padre recogió el arma, me lanzó una mirada de reprobación y se fue, dejándome ahí en el patio con la sensación de haber sido un imbécil. Entonces sonó el celular.
Era Dana. Me preguntaba si podía pasarse por mi departamento, que había decidido salirse del Futurum y caminaba como loca hacia Střahov cuando se acordó de mí. Que no quería pasar la noche sola —eran las cuatro y media de la mañana— y que ella me enseñaría los prodigios que sabía hacer con la garganta. Creí entenderle mal: 'Querrás decir con la boca'. 'No, ya verás', me replicó: 'con la garganta'. Me excité y casi de inmediato pensé en que no volvería a casarme nunca. Me pregunté si mi fracaso con Adriana no habría sido también una herencia paterna, algo así como la reescritura de su fracaso con mi madre. Al principio me sonreí descartándola como a una idea de borracho: ¿cómo iba a ser así si ellos eran una pareja vulgar y Adriana y yo fuimos tan profundos y brillantes, tan superiores aun en nuestra separación? Pero luego pensé en que había paralelismos inquietantes, en el hecho de que nuestras relaciones de casi veinte años fueron una suma de temporadas juntos y largos períodos separados, que mi padre trashumaba bajo el pretexto de buscar trabajo en los Estados Unidos y yo bajo el pretexto de estudiar en Europa.
Y aquí estaba yo conforme a mis deseos, con aquella primera relación de tantos años rota, en un departamento mal iluminado de Barrandov, sin mucha comida en la nevera, libre, sí, escuchando de nuevo el mensaje de mi padre que en cambio había sustituido a su primera mujer por otra, que dormía acompañado en esa nueva casa decorada con gusto de prostíbulo en las colinas de California. 'Debo llamarle', pensé.
Al otro lado del océano descolgaron el auricular como si hubiesen estado pegados al teléfono. 'Diga', dijo mi padre con una firmeza inexistente en la voz del contestador. 'No te perdono', le espeté sin introducciones, 'porque el mal de tu ausencia quizá haya sido lo único que hiciste bien: aprende a vivir con eso'. Y cuando él balbucía algo —creo que mi nombre— le interrumpí: 'No me uses para comprar tu tranquilidad. Cuando yo tenga preguntas que hacerte, te llamaré. De momento no las tengo'. Y colgué.
Me quedé pensando en lo jodido que estaba todo: si intentaba ponerlo en su sitio me sentía ridículo; si intentaba reanudar el trato, impostado; si suspenderlo definitivamente, teatral; si aceptar sus llamadas con naturalidad, fatuo, vacío. Quizá —usando mis propias palabras— yo también tendría que 'aprender a vivir con eso'.
Sonó el timbre.
Dana puede ayudar. Aunque no me guste.

miércoles, noviembre 20, 2013

Cine para toda la familia

Durante algún tiempo, a fines de los setentas, trabajé en una pequeña división no recuerdo ahora si de la Secretaría de Gobernación directamente o de la de Educación, tanto da, coludidas como estaban entonces todas las fuerzas del Estado en controlar lo imposible como ahora lo están las del mercado en expoliar a los incautos dándoles todo lo que piden (y es bien poco y de mala calidad, ya les digo). Trabajábamos en un amplio sótano cercano al Regis, sostenido por columnas que temblaban al paso de cualquier vehículo medianamente pesado, abombado en algunas paredes y húmedo casi todo el año, al punto de que Saldaña, mi compañero recién egresado de filosofía, debía hacerse revisiones frecuentes de vías respiratorias superiores, quizá no tanto por el moho como por los muchos cigarros que sin ventilación alguna nos fumábamos los dos de nueve a cuatro de la tarde —horario corrido— mirando películas tan horrorosas como inocuas, de las que debíamos tomar notas y hacer una lista de censuras que para exhibición en sala y televisión debían aplicar los técnicos del laboratorio del piso de arriba, un verdadero engorro porque había que ser lo suficientemente hábil para no pasar por ligero (porque entonces el jefe podía despedirlo a uno para mejor quedar con el subsecretario de cultura o con la púdica esposa de algún funcionario influyente), pero todavía más para no pasar por un gazmoño retrógrado frente a los compañeros, que por supuesto abjuraban todos de semejante oficio y se emborrachaban maldiciendo al gobierno del que cobraban puntualmente sueldos, bonos y aguinaldos. 'No sé a ti, pero a mí me pagan', solía acotar a Saldaña cuando se iba de la lengua tratando de limpiarse a costa de maromas dialécticas. No siempre conseguía que se quedara callado.
—Es un atropello, Efraín, a lo mejor no lo ves porque estás ya con el sistema, cabrón. Dejaste la carrera trunca, no tienes educación y estás chavo: eres manipulable. O quizá sea porque no tienes vergüenza y en el fondo eres un puto mercenario, cabrón
—Necesito dinero, Saldaña, como todo el mundo.
—Y te prostituyes, ¿es eso? —me hacía reír la seriedad con que peroraba: era ridículo. Pero casi todos lo somos a esa edad: los únicos auténticos son los escépticos. Y no los que lo son por sistema. Casi nadie.
—Es un trabajo, Saldaña. En los trabajos haces lo que te piden, aquello para lo que fuiste contratado.
—¡Esos son conceptos burgueses, mi chavo! Estás como operado del cerebro, ¿cómo me sales con eso? Nunca vas a cambiar nada pensando de ese modo, pendejo.
—No pienso cambiar nada, Saldaña, ¿vemos lo que queda de esta?
—Juega.
Y entonces venían escenas de sexo tan malas que nos causaba pena censurarlas, diálogos que algún guionista estúpido habrá creído revolucionarios y rezumaban provincialismo intelectual, temas presuntamente subidos de tono ('Mucho ojo con esta, ¿eh muchachos? que está fuerte') sólo porque alguien se practicaba un aborto, dos hombres se besaban o un carbonero educadísimo soltaba por fin un 'chingado' en la escena menos a propósito para ello. Al menos el tabaco de Saldaña y sus ataques de consciencia moral aliviaban mi aburrimiento.
Nunca lo tomé en serio. Y quizá fue un error porque no lo vi venir. Saldaña me lo anunció de camino a la oficina, luego de despacharnos una torta de tamal con atole muy espeso y mientras se limpiaba los dedos con ese papel que dejó de existir desde los ochentas para ser sustituido por ridículas servilletas de colores con estampados.
—Voy a renunciar.
—Sí, sí, Saldaña, como tú digas...
—Que voy a renunciar, pendejo, hablo en serio.
—¿Y eso? ¿hallaste otra chamba o qué?
—Quizá, bueno... no sé. A lo mejor hago un posgrado. Pagan dinero, quiero decir, una beca por méritos académicos, ¿me entiendes Efraín?
—La escuela está mal fundamentada, Saldaña. Eso es lo que yo sé —respondí con una convicción que entonces no era impostada: ahora me avergüenzo, por supuesto.
—Bueno, bueno, tú puedes pensar lo que quieras, eres un pequeño-burgués descarriado. No seré yo quien te quite las pendejadas de la cabeza. Pero yo voy a renunciar, Efraín. Y no pienso irme limpiamente.
—¿Ah sí? —dije fingiendo aburrimiento, aunque excitado ante la posibilidad de que Saldaña malograra una censura y escandalizara a varios niveles de gobierno. 'Pero Jodorowsky ya no hace cine' pensé. 'Y podría llevarme entre las patas este pendejo', completé borrándome con este pensamiento la sonrisa burlona que tenía pintada.
—Voy a liquidar al jefe.
—¿Harás que lo despidan? Buena idea. Y buena suerte porque...
—No. Ese cabrón se va a morir.
Empezaba a reírme, pero Saldaña seguía caminando con paso firme, seriedad inalterable, limpiándose las barbas y acomodándose la corbata con dificultad.
—No chingues Saldaña, no hagas pendejadas de las que puedas arrepentirte —pero apenas terminaba mi frase, era yo quien me arrepentía de soltarla por parecerme estúpido el haberlo tomado en serio. Me reí entonces de verdad, casi escupiendo los pedacitos de tamal que me quedaron en los dientes.
—No tomes el elevador hoy.
—¿Qué?
—Por tu propio bien. Ya me oíste: no tomes el elevador.
Saldaña y yo estábamos solos en el sótano los martes y miércoles: al mediodía nos visitaba un día sí y otro no, el jefe; al inicio y al final de la jornada pasaban los técnicos. Nadie más. ¿Y quién nos visitaría en aquella caja de humo en que se había convertido el sótano? ¿quién aun en tiempos tan permisivos y ajenos a la ñoñería contemporánea? Ni siquiera Rita, la recepcionista, que fumaba dos cajetillas diarias y a la que le éramos simpáticos. 'Si no los mata el humo los mata la censura, cabrones', nos espetaba en medio de carcajadas.
Era miércoles. Avanzó la mañana con normalidad, pero cerca del mediodía crecía la tensión y se apoderaba de todo el silencio profesional: Saldaña y yo fruncíamos el ceño echando un ojo a la cinta, otro al cuaderno de notas y miradas furtivas al elevador.
—Voy al baño —dijo de pronto Saldaña.
—¿Qué vas a hacer? —le dije.
—Lo sabes perfectamente. —Y contrario a sus recomendaciones tomó el elevador.
Vi la señal luminosa trepar hasta el piso diez. Los minutos que siguieron se me hicieron larguísimos y aunque no quité la cinta, me era del todo imposible prestarle atención. Bajé el volumen y escuché mis latidos. Bum, bum, bum. Saldaña no aparecía. Pero tampoco el jefe. ¿Qué estaría haciendo este imbécil? Me entró un pánico frío pensando en que quizá su única intención era hacerme cómplice. O autor involuntario. Pensé que cometía un error quedándome donde estaba. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Quince minutos? ¿Media hora? Quise ponerme de pie y salir a recepción con cualquier pretexto, pero ¿no sería eso más sospechoso en caso de que algo ocurriera? ¿y no lo era que estuviera absorto en estos pensamientos y en los latidos desbocados de mi corazón en vez de estar mirando la cinta a volumen normal y tomando notas taquigráficas? Sí, sí, había que seguir normalmente. Como si nada, como si...
Se escuchó un grito lejano. Luego un estruendo de metales. Saldaña bajó pálido corriendo para pedirme ayuda, angustiado.
—¡El elevador se ha caído y el jefe iba dentro! ¡pronto, ayúdame a abrir la puerta de aquí abajo! ¡pronto!
Intentábamos abrir la puerta entre los dos y su mirada encontró la mía. Tenía dibujada una gran sonrisa.
—¿Lo hiciste...? ¿cómo? —pregunté susurrando lo que ya sabía mientras se escuchaba a una multitud invadir el sótano ahumado. Él quitó la sonrisa y gritó más alto:
—¡Con fuerza Efraín! ¡con fuerza!
No dije nada más. Rita gritó histérica '¡Apaguen esa chingada cinta, por dios!': una mujer se hacía untar mermelada en el coño para luego hacérselo lamer por un caniche blanco. '¡Qué porquería!', remató con lágrimas en los ojos. 
Y Saldaña renunció, claro, 'como una señal de respeto y solidaridad' —escribió en su renuncia— hacia su desaparecido jefe: 'baluarte moral del cine nacional'.

domingo, octubre 20, 2013

Viejo puto

Verá Usted, no alegaré nada en mi defensa. Si los señoritos albañiles insisten en que me he pasado de la raya y debo pagar por ello, adelante. No tengo fuerzas para rebatir sus argumentos porque no hay tales. Una discusión puede tener lugar si las partes usan el mismo código, la lógica como mínimo, y este desde luego no es el caso. He sido traído, señor, como bien lo sabe, porque resultó que el que dijo tener dieciocho tiene diecisiete y porque su amigo de diecinueve, luego de reflexionarlo bien, creyó sensato denunciar lo que a su entender es un abuso, no sé bien si por la minoría de edad de su compañero o porque yo yaciera con los dos y entonces estaríamos ante una vulgar venganza por celos. Me decepciona, debo decírselo, que siendo los demandantes detenidos consuetudinarios de esta misma comisaría por posesión de inocentes churros de mota y pastillas que estúpidamente creyeron pingas de las buenas y resultaron ser aspirinas, detenidos frecuentes por ampararse en la embriaguez para moler a golpes a sus queridas adolescentes ya cargadas de hijos desde los quince, detenidos también por reyertas públicas donde ambos se curtieron a navajazos, hayan decidido —bien es verdad que con el entusiasta apoyo del área de servicio social de esta misma comisaría que dirige una gorda ignorante del vacío brutal que la mueve a inventar abusos para mejor alimentarse de ofendidos y ofensores— demandarme por vía legal como ridículos catrines en vez de darme la muerte que por su condición de cholos y la mía de viejo puto, merecía. Una muerte que, sepa Usted, tengo siempre asumida como posible por las actividades y riesgos que, aunque lícitos —e insisto en ello para que no vaya a malinterpretarse esto como una admisión de cargos— llevo a cabo en la frontera de lo social, legal o moralmente tolerable. Quizá piensa Usted que me estoy embarcando en un largo alegato para convencerlo de la ambigüedad de estas fronteras, para mostrarle que a pesar de los esfuerzos de la ley por ser precisa, hay fisuras. Descuide, no es así. El tema me aburre. Sólo resulta apasionante para los cretinos que viven ocupados en castrar a los demás del mismo modo en que los han castrado a ellos. Si le he mencionado las fronteras ha sido sólo para instarle a reconocer una sutileza: que el hecho de distinguirlas no es lo mismo que darlas por buenas; gracias a lo primero era consciente de los riesgos; por desprecio a lo segundo, los corría. E igual que un soldado siente el deshonor de haber conservado la vida al no caer en combate y ser esclavizado en tierra extranjera, siento que el proceso legal que se ha abierto en mi contra es mucho más indigno que haber aparecido en la nota roja destripado y desnudo como víctima de los señoritos albañiles. Quién me iba a decir que los tiempos modernos habían calado tan hondo que hasta los que tradicionalmente arreglaban sus cuentas sin apelar al Estado, por su propia mano y sin miramientos, ahora lo hacían firmando actas y llenando formularios, como burócratas. Esta es mi mayor decepción, quizá mi única sorpresa.
Porque lo que no me sorprende, verá Usted, es que estos miserables se hayan visto sobrepasados por la culpa de haber cedido a sus instintos. Ya me ha ocurrido. ¿Quién que se haya acostado con la canalla del lumpen-proletariado no los conoce supersticiosos, ambiguos, acomplejados y por lo mismo irracionalmente agresivos? ¿Quién de los de mi género no se acostó con el mecánico, el albañil, el plomero o el cargador del mercado viéndose obligado a darles justificaciones retóricas para sus presuntos actos de excepción mientras se jadeaba con el chorro de adrenalina de estar rebasando una frontera? Dirá Usted que es más cómodo meterse con los asumidos. Dirá Usted que el homosexual sano imita el modo de vida heterosexual: tiene pareja, vive con moderación, tiene una profesión respetable. Dirá que lo mío es una enfermedad porque ni siquiera entre heterosexuales se consiente que las personas de distinta clase social se mezclen sin antes pasar por un largo proceso de adaptación que incluye la degradación del más alto. País de castas, ¿verdad? Pero uno debe hacer lo que le gusta por encima de las conveniencias. Quizá me atraen las dificultades, ¿no? Hay parafilias peores. ¿Qué mejor riesgo entonces —qué excitación— que el de los dos albañiles recién estrenados en su mayoría de edad que habían empezado a trabajar en la casa de enfrente? Nunca me ha faltado persuasión y seguramente hay aquí un fenómeno biológico digno de investigarse porque sé perfectamente que el Güero ya me veía con dobles intenciones desde antes de que yo me decidiera a abordarlo: me olía; lo olía. Lo pensé mucho, ¿sabe Usted? Porque una cosa es hacer esto lejos del propio domicilio y otra hacerlo prácticamente en casa. Ellos trabajarían ahí por meses, los vería a diario, si las cosas se enrarecían no tendría hacia dónde moverme. Esta ciudad es pequeña —yo solía vivir en una ciudad grande, ¿sabe? donde incluso los albañiles eran asumidos prácticos— así que no me convenía buscarme problemas. Lo pensé mucho, ya le digo, repasé lo que ya sabía: que en provincias la gente es más hipócrita y tolera menos sus inclinaciones, de las que pretende culpar a los demás; que el provincialismo es un fenómeno no sólo físico, sino sobre todo mental, una torpeza en lo sexual, una impermeabilidad dolorosa en las ideas, un no saber qué hacer con la amenaza del infierno ya no en la otra vida (eso era antes) sino aquí mismo, en la culpa que no han conseguido domesticar iglesias ni psicologías; que a resultas de los agravios inventados la gente de cortas miras no dudaría en echar mano de navaja para vengarse, pero en esto los riesgos no eran muy diferentes que los que corría con los muchos drogadictos que llegué a tratar en la gran ciudad. Luego vino aquel primer cigarro que el Güero se fumó en casa y todo fue reunir momentos y deslizar silencios incómodos para que termináramos haciendo lo que queríamos hacer desde el principio. Luego me presentó al otro ayudante, todavía más a la mano por ser originario de la gran ciudad. Puede imaginarse los detalles, no quiero aburrirle, no quiero defenderme además explicándole que ambos se aplicaban como el que más a sus deseos, que estaban ahí por su más decidida voluntad ("a miembro parado no hay misericordia", dicen), que como puede ver no tengo constitución física para obligar a nadie a tener sexo conmigo, de modo que lo que ahora se presenta como demanda legal viable lo es sólo porque se apoya en lo que la sociedad ha prejuzgado por tratarse de mí. Sí señor, de mí...
Porque cumpliré cincuenta el próximo año. Porque soy lo que la gente llama un viejo puto: estoy solo, tengo las carnes colgadas, el cuero de la cara perfumado, demasiado limpio, pero fofo, la línea de los ojos y el cejo se me han afilado como para mejor resaltar que soy una víctima más de la lascivia y que como tal debo tener un rostro de carnaval decadente. La gente tolera a los míos si son estilistas o cocineros, si están detrás de la ventanilla de un banco o en un show de variedades. Comprendo que no les guste verme con sus hijos. Comprendo que haya quien sienta asco, quien sólo me use como ejemplo de lo que pasa si te desvías del buen camino. No tienen empacho en mostrarse melifluos cuando necesitan dinero o quieren un favor, sobre todo de mí, ¿sabe Usted? porque soy funcionario y no me apegué al libreto que me obligaba a tener sólo una profesión de puto. De modo que ahora que hasta los cholos que tradicionalmente jugaban en mi terreno me han traicionado, ya nada me importa. Estoy sinceramente decepcionado. Procedan como deba hacerse. Ay del mundo futuro. Ay.

jueves, octubre 03, 2013

Bar para travestis cristianas

Aldo Saldaña y yo nos conocimos en el coloquio e hicimos buenas migas. Lo vi fumando bajo el letrero de no fumar a la entrada del auditorio y le pedí un cigarro. Él me ofreció uno de los que llevaba en una pitillera plateada que parecía estar siempre llena y me encendió el mío con un mechero también plateado en el que creí distinguir palabras en latín. Era más joven que yo, pero parecía haber leído con provecho todos los libros clásicos y contemporáneos, los radicales, moderados y francamente retrógrados, dominaba el materialismo dialéctico al que bizarramente abordaba mediante la mayéutica socrática y abjuraba del liberalismo clásico al que conocía al dedillo, no se sorprendía en lo más mínimo de mis andanzas —en aquel tiempo yo era homosexual— porque parecía haber recorrido todas las situaciones, incluso —vaya sorpresa— la de haber trabajado con el Dr. Kurva. Al término de esa primera jornada, ya de noche, nos fuimos a uno de los mugrosos locales del paradero a beber micheladas con chile chamoy y gomitas de colores.
—Este coloquio es una mierda, colega. Si te fijas bien nadie ha venido aquí a discutir nada, apenas a llenar tablas y formularios para seguir mamando del presupuesto. Podría justificarse si todos fuésemos amigos, pero no: son tan cerotes que no son capaces de ningún interés, ni siquiera de alguna diversión, menos de hacer amistad con aquellos infectados de sus propios vicios.
—Puede ser, Saldaña, puede ser. Pero estamos aquí.
—A los dos nos ha invitado (suena bien, ¿eh?) el Dr. Kurva. Él paga. Bueno, lo hace su universidad. O sus proyectos, que paga el gobierno federal. Que pagan los que pagan impuestos. Kurva debe su monstruoso salario a los trabajos que dirige utilizándonos como ejecutores, simples testaferros de su poder omnímodo. ¿Por qué habría yo de despreciar esta oportunidad de salir de la somnolienta ciudad veracruzana en que el destino me ha atrapado? ¿Por qué tendría que dejárselo todo a ese cretino? Mejor variar la ruta, compañero, ¿eh?
Saldaña estaba sonriente y fumaba sin parar. Yo, después del cigarrillo del mediodía, no volví a fumar ninguno. Nunca conseguí hacerme del vicio a cabalidad, no tenía garganta para ello. Encima, empezaba a envejecer, y al entusiasmo que me provocaron las sustancias para mejor convivir con quienes creía mis amigos en la juventud se lo había llevado la chingada. Quién sabe si a Saldaña no le había pasado lo mismo y paliaba su soledad entregándose a estas sesudas conversaciones con desconocidos como quien llegó al final de la vida y ya en el otro lado se dispone a relatarlo todo y desmenuzarlo sabrosamente por una eternidad, sin que le afecte el cansancio o las contingencias o los elementos. Yo lo escuchaba y reía más bien poco, pero disfrutaba.
El segundo día del coloquio se sentó a mi lado en todas las sesiones. Comimos juntos. Su compañía no me era molesta, en absoluto, sabía guardar la compostura dentro de las sesiones, las aligeraba a veces susurrándome al oído chistes mordaces o apuntando errores visibles en las exposiciones. El Dr. Kurva inclinaba la cabeza de vez en cuando para vernos por encima de sus anteojos y si bien por la mañana no parecía llamarle la atención que Aldo y yo estuviésemos reunidos, por la tarde pareció intrigado y apenas se produjo un receso se acercó a nosotros. El éxito de Kurva era su omnipresencia, saber doblegar las voluntades de los más jóvenes para que sirviéndolo creyeran servirse. Pero me consta que Saldaña y yo ya estábamos muy lejos de semejante ilusión.
—Veo que se conocen, ¿puedo preguntar de dónde?
—No doctor, no nos conocíamos —le dije —pero he sabido que a Saldaña le ha encargado trabajos muy parecidos a los míos, ¿a qué se debe esto?
—No son los mismos, por supuesto que no. Saldaña está enfocado al materialismo dialéctico por métodos bastante heterodoxos porque es joven. Hay que apoyarlo. Tú en cambio tienes más experiencia y puedes proporcionar una perspectiva más clásica sobre fenómenos recientes del materialismo, darles una óptica que sea más valorada por la comunidad ya establecida. Aunque no te has casado...
—¿A él también le viene con esos cuentos Dr. Kurva? —intervino Saldaña —Pero si el matrimonio es una mierda, doctor, ¿por qué lo recomienda a todos sus iniciados? ¿por qué si Usted mismo se divorció?
—¿Y un doctor no puede curar si está enfermo? —dijo el Dr. Kurva con esa sonrisa enigmática de hombre poderoso o jefe de mafias. Sonrisa siniestra que exige un interlocutor aquiescente, dócil, castrado —Además ya estoy casado de nuevo —remató el Dr. Kurva. Aldo Saldaña no parecía estar dispuesto a soltar la presa:
—No entiendo cómo puede la comunidad considerarlo un revolucionario con sus ideas anquilosadas, doctor. Creo que confunden su indiferencia en materia del rol social de la mujer, de la orientación sexual de las personas, del derecho a no adoptar el molde social que nos impuso el capitalismo, con una postura de avanzada. Pero a mí no me engaña Doc —dijo Saldaña rebajando la seriedad de su diatriba con un tonito jocoso— porque yo sé que tiene mentalidad decimonónica, que le gusta que la mujer esté en la casa y cuide a los hijos y obedezca en todo al marido y que los chilpayates no se pongan piercings ni tatuajes ni anden de revoltosos. Es un viejito, doc —y se echó a reír forzando al Dr. Kurva a unírsele en el supuesto chiste. Yo reí de buena gana, aunque muy brevemente. Decidí intervenir:
—Me agrada ver que tú y el doctor se tienen tanta confianza.
—Ustedes son mis amigos —concluyó Kurva volviendo a su asiento luego de estrecharnos las manos. El receso había terminado. 'Amigos mis huevos', alcancé a escucharle entre dientes a Saldaña.
Esa noche Saldaña insistió mucho en que saliéramos a echarnos una copa y dar la vuelta. Le acepté la michelada del paradero, pero me negué a salir después porque me encontraba agotado. Cuando me acompañaba hacia el metro me dijo:
—Te voy a llevar a un bar para travestis cristianas.
—¿Cómo?
—Que te voy a llevar a un bar para travestis cristianas. Creo que te iría bien.
—¿Qué? —me quedé serio unos segundos; luego me eché a reír —¿Un bar de qué? ¿estás borracho con una pinche michelada Saldaña?
—¿Entonces si te llevo al bar me acompañas?
—¿Un bar de travestis? Oye, te dije que era homosexual porque no ando por la vida escondiéndolo y surgió en la conversación, pero definitivamente no me gusta ponerme ropa de mujer.
—No seas pendejo —a Saldaña se le iban estas palabras sin tomar en cuenta que apenas teníamos un par de días de tratarnos —No digo que te vas a travestir, sino que vamos a ir tú y yo a un bar de travestis. Travestis cristianas por más señas.
—Está bien Saldaña, sólo porque ya me picaste la curiosidad.
—¡Eso es todo!
Echamos a andar por las calles. En mitad de una antigua cerrada de esas que quedaron sepultadas por los enormes edificios de la capital y en la que abundaban malvivientes y prostitutas que apestaban a tonsol, vigilaba una estrecha puerta de metal una enorme vigilante gorda y malencarada. Saldaña le susurró algo al oído y nos dejaron pasar.
Había un pasillo largo, angosto, mal iluminado, en el que una música sincopada se escuchaba cada vez con más fuerza al recorrerlo; al final había otra puerta sobre la que pude leer para mi completo asombro: 'Bar de la Iglesia de Travestis Cristianas de la República'. ¡Existía!
Abrimos la puerta y el estruendo del sonido nos obligó a comunicarnos con señas. Efectivamente, dentro había una enorme cantidad de travestis —¿setenta, cien?— muchas de las cuales se habían añadido tetas sin reparar en su ancha espalda o bien daban muestras de estar bajo agresivas terapias hormonales de cambio de sexo. Sobre las paredes estaban representadas las doce estaciones del calvario de Cristo y la barra era atendida por travestis en hábitos de monja con una cruz roja inquisitorial pintada al frente y las siglas BITCR por detrás. Saldaña me tomó de la mano y me condujo al fondo. Cruzamos otra puerta: era un vestidor.
—Comprenderás que no podemos estar vestidos así aquí. Este es el guardarropa.
—¿Qué? No inventes Saldaña, no me apetece en nada cambiarme ahora.
—Nos echarán si no lo haces. Las travestis son muy agresivas: eso lo sabe todo el mundo. Algunas deben estar ya muy pasadas de borrachas o drogadas, por más que la gente las considere sexuales, no lo son. Viven una tensión tan grande, una frustración tan esencial que a la primera provocación revientan. Y también saben reventar...
—Está bien Saldaña, pero no me gustan las amenazas, ¿vale? Quiero pasarla bien.
—¡Ese es el espíritu compañero!
La encargada del guardarropa —otra gorda inmensa— recogió nuestras cosas, nos dio faldas, blusas, una ficha y la bendición. Saldaña estaba divertidísimo. Yo empezaba a ver las cosas con mejor humor y salí dispuesto a divertirme como no lo había hecho en años de trabajo académico, comida enlatada y sexo ocasional. Bailé con Saldaña y otras cinco travestidas, me emborraché jugando competencias con caballitos de tequila, me sentí contento de comprobar que era homosexual porque ninguno de esos proyectos de mujer me excitaba en lo más mínimo. Cuando la música se tranquilizó hacia las cuatro de la mañana, Saldaña me presentó a Latal —una travesti altísima— como su amiga. Conversamos un poco antes de salir. O mejor dicho, los escuché conversar porque yo ya no podía decir ni media palabra:
—¿Qué te has hecho veracruzano? Nos tenías muy abandonadas, ¿eh?
—Pues ya ves, para pedir su perdón les he traído a este, digo, a esta que ves aquí, es compañero de... compañero de escuela, digo, de trabajo, digo, compañero del coloquio al que vine... ¿te dije? ¿te dije que me invitó el Dr. Kurva?
—Ay, ya vas a hablar de ese cabrón otra vez. Si tanto lo odias por qué no te lo chingaste cuando podías, ¿eh nena?
—Me lo voy a chingar, me lo voy a chingar...
—¿Ah sí? ¿cómo querida? ¿vas a darle de comer hasta que se harte? Perderías amiga, perderías porque el tipo está bien cerdo...
Latal se echó a reír. ¿Chingarse a Kurva? ¿qué quería decir? ¿cómo? ¿hablaban en serio?
—Shhh... mira, está bien. Que se entere aquí mi amiguito de lo que quería hacer. No, no, no, de lo que voy a hacer...
—¿Ah, tienes nuevo plan nena?
—Sí, sí, esta vez no falla, la vez pasada no lo pude convencer de acompañarnos, pero esta vez no falla... tú y tus cuatas lo secuestran como habíamos quedado cuando yo haga el alto aquí adelante... mañana, mañana me lo traigo. Quedamos a las siete de la noche, para cenar, ¿cómo ves güerita?
Latal hizo una mueca diciendo al mismo tiempo que estaba de acuerdo y que le daba igual.
Cuando salimos traté de preguntarle a Saldaña qué pensaba hacer, pero no pude. Estaba tan borracho que no era capaz de articular una palabra, pero entendía perfectamente que aquello no era una broma: se trataba de liquidar al Dr. Kurva.
Saber que querían quitar de en medio a Kurva me produjo mucho miedo. En mi borrachera tuve sueños espantosos y la mala e injustificada conciencia de ser cómplice. No lo era, por supuesto, había escuchado lo que quizá sólo eran palabras de borracho, pero mi inquietud no estaba motivada por mi presunta participación (que nadie me había pedido) sino porque yo mismo deseaba eliminar al Dr. Kurva. Era yo quien en no pocas ocasiones había entretenido la idea de estrellarle la cabeza contra el teclado de su computadora mientras trabajábamos, yo detrás de él, él delante despotricando con aquella suficiencia, tan pagado de sí mismo, tan melifluo en su trato y tan hijo de puta en sus acciones. Era yo, sí, el que ya lo había asesinado mil veces y ahora podía hacerlo de verdad porque imaginar lo que de todos modos va a ocurrir es un poco hacerlo. O mucho.
Contra todo pronóstico y armado de unas gafas oscuras para no mostrar mis ojeras, pero también para mejor llevar la terrible migraña que traía, me presenté a tiempo al coloquio. Saldaña, previsiblemente, no estaba ahí. Hubo ponencias, discusiones, salí poco antes de uno de los recesos a vomitar. Echaba la pota y al levantar la cabeza, detrás de mí, distinguí a Saldaña con mis ojos llorosos.
—¿Dónde te perdiste Saldaña?
—Preparándolo todo.
Sentí una punzada en la boca del estómago. Él creyó advertirlo y se decidió a atajar mis miedos con lo único que a veces puede hacerlo: información.
—Vamos a invitarlo a cenar. Tú y yo. Latal nos esperará en la esquina convenida con otras tres travestis que ya han hecho este tipo de trabajos. Hemos de conseguir a como dé lugar que nos toque luz roja. No suele pasar nadie a esas horas por ahí, se llena de prostitutas y drogadictos desde las seis. Fingiremos un asalto del que tú y yo sólo saldremos con rasguños, él con un certero balazo.
Saldaña no pareció sorprenderse cuando le contesté escuetamente luego de enjuagarme la boca:
—Está bien.
Comimos juntos otra vez. Pese a lo que estaba por venir, nos relajamos. El Dr. Kurva ya estaba invitado a cenar y había aceptado encantado. Yo sabía que no podría resistirse: cenar con nosotros le permitiría inmiscuirse en nuestra nueva relación, seguir teniendo el control de todos los hilos, chismorrear incluso.
Llegada la hora nos subimos todos al coche y avanzamos por las calles de la ciudad. Había una fuerte presencia policiaca y ello me puso algo nervioso.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Saldaña al primer oficial con el que pudo hablar. El Dr. Kurva parecía feliz en el asiento trasero, indiferente a todo lo que ocurría a su alrededor.
—Es dos de octubre, joven, las marchas de los anarquistas. Encima están los maestros, va a estar cabrón, mejor agarre por otras vías, ésta ya se va a cerrar en cualquier momento.
'Ya la jodimos', pensé, 'ya la jodimos porque no vamos a poder llegar a donde convenimos con Latal, tendremos que pagar otra cena a este comemierda en vez de quebrarlo'. Saldaña y yo nos volteamos a ver leyéndonos el pensamiento. Lo que no pude prever fue la solución que él encontró.
—Gracias oficial, de todos modos entraremos. No creo que pase nada.
Kurva empezó a ponerse inquieto. Yo sólo pensé que encima nos quedaríamos sin cenar porque no habría dios capaz de abrirnos el paso. Nos quedaríamos hambrientos con esa hambre tierna que tiene el fin de la cruda, viendo el desfile de rijosos despedazar comercios y paradas de autobús, pintar edificios coloniales y tirar bombas molotov a la policía antimotines.
Saldaña aceleró sin exagerar, pero con firmeza. Algunas patrullas le pitaron; algunos oficiales a pie o a caballo le hicieron señas o silbaron para que se detuviera. Cuando estuvo ya en medio de los manifestantes, volteó a verme con una mirada de loco y me dijo:
—Corre y no te detengas. Nos vemos en la alameda.
Salimos del auto inmediatamente y apenas puso él un pie fuera les gritó a los manifestantes con su vozarrón de tenor:
—¡Maestros hijos de perra! ¡anarquistas de mierda! ¡chinguen a su madre culeros! ¡dejen pasar el carro que nunca van a tener, pendejos huevones!
Nos echamos a correr. Una turba armada de palos y piedras empezó a golpear el coche con violencia. Alguien arrojó una bomba molotov y la última vez que voltee hacia atrás antes de doblar en la esquina vi el auto convertido en una hoguera.
Casi una hora después llegó Saldaña a la alameda echando los bofes, riendo a carcajadas, apoyando sus manos en las dos piernas para controlar el resuello.
—¿Qué pasó Saldaña? ¿qué pasó?
—Las puertas traseras del carro...
—¿Qué tienen las puertas?
—El seguro... el seguro para niños...
Y siguió riéndose, ahora junto conmigo, camino al bar.