viernes, marzo 27, 2015

Apocalípticos

Mi madre siempre fue de la opinión —poco meditada, simple, quizá más un impulso que un razonamiento— de que el ser humano era irredimible y que si alguna esperanza quedaba para él tenía que pasar por la aniquilación. Es una idea religiosa tan antigua como la leyenda del Diluvio o las plagas faraónicas, y renovada en la interpretación más ordinaria de la crucifixión de Cristo, el sacrificio purificador al que no cuesta nada suscribirse cuando se sobrecargan las realidades execrables y nos llenamos de asco moral por lo que consideramos no sólo estúpido, injusto o podrido, sino irremediable. Es la idea detrás de no pocas películas: uno se siente compelido a experimentar las mismas dudas que el Quinto Elemento cuando de rescatar a la especie humana se trata y hasta desea poder estar de acuerdo con la cursilería de que el amor merece ser salvado (whatever that means). Pero es también la esencia doctrinal (si a tanto como doctrina llega lo que, ya se ve, es pura víscera) de las sectas apocalípticas y de no pocos perturbados que pretenden saber lo que es mejor para los demás haciéndoles el favor de pasarlos al más allá. La "idea" va más o menos así: el mundo está mal, merece un escarmiento o una renovación, ésta no puede llegar en medio de la corrupción tan grande que existe; ergo, vamos a acabar con todo.
La lista es larguísima y, contrario a lo que uno pudiera pensar idealizando el tiempo pasado como más inocente, silvestre y puro, abarca todos los períodos históricos y cualquier geografía: lo mismo usando gas sarín en el atestado metro de Tokio que ardiendo en las llamas de Waco, administrando cianuro a una comunidad entera en la Guyana o estrellando aviones contra las torres gemelas, pasando a cuchillo a todos los infieles de Tierra Santa o con sacrificios rituales frente a las pirámides mesoamericanas, todas las sociedades parecen haber desarrollado la convicción de que sus niveles de inmoralidad estaban más allá de cualquier recuperación y de que sólo restaba arrasarlas para empezar desde cero. Amparadas por el variado catálogo de batiburrillos que pasan de la literatura a la literalidad, sin importar que se trate de los protocolos de Sión o del libro de Mormón o de la creencia de que el mundo va a acabar porque desde 1914 está gobernado por el Diablo, las sociedades de todos los tiempos terminan por alimentar en su seno un germen suicida al que poco importa cuán ridícula o extrema sea la "justificación". Sus ideas seducen a muchos porque sobran las evidencias sobre la maldad del hombre: "¿no ve lo que pasa a su alrededor?" —parecen decir ya envalentonados—  "¿acaso no sabe de asesinatos y violaciones, de robos y traiciones, de rencillas y odios y desmesuras? ¿en qué mundo vive?" La naturaleza humana se pone así al servicio de desequilibrados que reúnen las piezas para armarse su propio cuadro criminal; la monstruosidad de sus actos queda oculta tras la convicción de que a ellos los mueve un sentimiento puro de justicia, de dar orden a lo que se salió de madre, sea en la realidad o en sus susceptibles cerebros. En la abstracción y la generalidad que permiten hablar del hombre como de una pieza de manufactura, roma, sin matices, donde no caben excepciones ni sin embargos, los locos de todos los tiempos han encontrado la fuerza para no mirar cabalmente a nadie en específico y poder dar rienda suelta a sus instintos asesinos sin enfermarse con sus propias atrocidades.
Es aterrador cómo la violencia y la locura se realimentan a sí mismas: muchos habrán experimentado algo parecido al vértigo al conocer la noticia del copiloto aquel que estrelló su avión con decenas de pasajeros contra los Alpes franceses; muchos también habrán hecho metonimia juzgando que la especie humana está condenada a perecer por enfermos de esta naturaleza; y algunos más —quiero creer que pocos— habrán sentido reforzada la paradójica convicción de que hace falta un escarmiento todavía más terrorífico para acabar con esta barbarie dando paso al "hombre nuevo". Y así la insania no hace sino dispararse en extrañas espirales de presunta regeneración, lo cual acusa, me parece, no sólo la maleabilidad de la sustancia moral de los individuos cuanto su pobreza intelectual, que los hace incapaces de lidiar con la complejidad y lo incontrolable, que no los invita a crear mecanismos de lenta construcción y prolongado esfuerzo para la mejora de lo que queda a su alrededor, sino a hacer tabula rasa por pereza y primitivismo, que los escandaliza como si siempre se tratara de jóvenes gazmoños y retrógrados y no también de adultos tan inestables como los primeros.
'¿Qué fina línea separa la indignación que se guarda ante la injusticia y la porquería con las que uno se ve obligado, si no a transigir, sí a lidiar todos los días, del terrorismo puro y duro que una buena mañana decide empuñar un Kalashnikov y emprender la purga?', pensaba el otro día mientras asistía a las fanfarronerías de un corrupto investigador extranjero que presume de poderoso y que se ha incrustado en las estructuras científicas y administrativas del país, que saca provecho de cualquier situación con un descaro y desproporción sólo concebibles entre mafiosos, que abusa del erario público para su provecho personal y encima vende la idea de ser un filántropo y un gran amigo de todos, que organiza el robo de ideas, la negociación de prebendas, el ostracismo de los disidentes a nivel mundial...
Pero no debéis inquietaros: yo no soy mi madre. O casi.

lunes, marzo 16, 2015

Breve historia del dottore de la Sapienza

Hay gente con suerte y poca o ninguna inteligencia que un buen día por su falta de propósito en la vida, se ve becada para hacer estudios de maestría o doctorado en la Ciudad o, cuando sobra presupuesto y con la connivencia de profesores europeos que en virtud de sus cuotas de corrección política no pueden prescindir del elemento exótico, en medio de un continente al que mal entienden porque sus conocimientos de historia no van más allá del acordado por el consejo editorial de los libros de texto gratuitos. Tienen suerte, ya digo, no tanto porque se instalen a costa del erario en un continente culturalmente rico que de todos modos sólo sobará su egotismo y les pasará enteramente desapercibido, ni porque ello sea sólo el principio de una vida entrenada para la depredación de presupuestos, sino porque según sea la época en que ello ocurra puede pasarles lo que al dottore de la Sapienza, que en el colmo de las coincidencias consigue volver al país en el momento en que sus imbéciles autoridades creen posible superar el subdesarrollo de un plumazo decretando la apertura de plazas y la creación de centros de investigación a los que llenará cuanto pendejo esté disponible en ese momento: él, por ejemplo.
Un presidente dice que esta república es científica y enseguida se aprestan los que cobran del presupuesto federal a dos cosas: primero demostrar su independencia criticando la medida como insuficiente, pero necesaria, pues el dinero, aun si fuera infinito, nunca basta; segundo, demostrar en revistas ad hoc que efectivamente la ciencia tiene instalada entre nosotros desde la época prehispánica sin apenas discontinuidad (luego esta publicación se reporta como producto científico por el que a su vez se cobra otro emolumento). El dottore de la Sapienza trae su título europeo bajo el brazo y desearía quedarse en la Ciudad por mucho que ésta sea ya un retorcido laberinto de miserables calles donde se revuelven explotados y explotadores a respirar una atmósfera cargada tanto de plomo como de mierda. Le acompañan en su razonamiento los mixtecos y zapotecas, los de la sierra de Puebla y la Huasteca distante, costeños de Veracruz y campesinos de Guerrero: es aquí, en este hacinamiento, donde vive el poder en hombres de traje y corbata; y es aquí, por tanto, donde tenemos más oportunidad de que caiga algo de la mesa de los grandes señores. Pero no es tan fácil: ignora el dottore que aquí ya hay científicos mexicanos como Memelovský y LeMonde, Hsu y Popov, bien instalados en sus puestos desde hace siglos y poco dispuestos a renunciar o morir, de modo que no le queda más remedio que hacer sus maletas y acompañar a todos aquellos a quienes desechó la Ciudad hacia la nueva unidad Rancho Grande donde se le ha regalado una de las nuevas plazas tan rápidamente que apenas ha quedado tiempo a sus ex-asesores para celebrar el haber devuelto a su patria a semejante cenutrio.
'Ya está', se ha dicho el dottore apenas sentarse en su oficina expropiada a una granja donde antes se llevaban a cabo tareas improductivas como el cultivo de maíz y la producción de huevo. Él producirá artículos científicos y cobrará por ello (de hecho, podrá cobrar mensualmente aun sin producirlos). Él pondrá el nombre de esta república en alto. Ya cuelga sus degrees en la pared y pone sus cuatro libros en los estantes, ya se hace de una estilográfica para plasmar sus grandes ideas mientras frunce el ceño y eleva el labio superior, despectivo y babeante. Pero tiene la mente en blanco. Un blanco perfecto, inmaculado, no sólo ayuno de ecuaciones sino de meros pensamientos; sus neuronas un engrudo en el que no enciende ninguna chispa. Se descubre muermo, pero al menos consciente de que ello no debe ser notado por nadie, de que deberá ocultarlo siempre si desea salir adelante. ¿Pero cómo? El miedo le proporciona las herramientas: pedantería sin cortapisas ni vergüenza, abuso de los subordinados y refuerzo de las jerarquías (él es el investigador y luego será el jefe, ¡coño!), dress code estricto de tweed y pantalón de pana o gabardina, una loción dulzona y sobrecargada, gemelos en las muñecas... 
Las dificultades, sin embargo, no se hacen esperar: los estudiantes de las primeras generaciones lo ven desnudo y lleva tiempo y una paulatina acumulación de poder y presupuestos, de cortinas de humo y escamoteo de datos convencer a generaciones más jóvenes y modernas, es decir, imbéciles, de su sólido prestigio que se sustenta en nada y de su influencia internacional que se reduce a una mueca despectiva de cuantos colegas lo conocen. Se hace experto en pegar su nombre al trabajo de los demás, al principio apelando a la colaboración entre los miembros de la unidad Rancho Grande, luego disponiendo de dinero público para traer colegas extranjeros a trabajar en la unidad a cambio de favores académicos, finalmente empujando a estudiantes a producir lo que sea sin apenas asesoría ni sentido (¿y cómo podría darlos?). No le lleva mucho tiempo acostumbrarse a la desvergüenza: ¿qué le importa si Chilekovský o Stefanío, Kurva o Nelsson piensan que es un idiota si al final les pudo sacar dos o tres publicaciones y presumir de haberlos traído a conferencias y cursos y estancias? ¿qué más le da que se le caricaturice si al final dispone de los presupuestos y a sus ambiciones se pliega la ahora gerontocracia de la unidad Rancho Grande luego de veinte años? Sigue siendo un hombre con suerte al que no le hace falta voluntad para que las propias circunstancias le den lo que no ha pedido, eso inmerecido que defenderá con ferocidad y que ahora se traduce en residencias en colonias pudientes y colegiaturas en escuelas privadas para sus hijitos y en trato sudoroso con eclesiásticos, clubes de buenas costumbres y de rotarios. A researcher life-style, como si dijéramos, que debe defenderse contra amenazas reales e imaginarias.
Porque a veces se cuelan piedritas en el zapato y, apenas percibe molestias, el dottore de la Sapienza pierde la compostura y quiere morder y liquidar los asuntos de un manotazo. A veces le duele que se le toque el orgullo aunque éste sea producto de falacias y embustes, pues a fuerza de disfrazarse ha terminado fundido con sus máscaras y no soporta que se le resquebrajen. Este científico con espíritu de teólogo parece creer luego de veinte años de actividad en el área, whatever that means que lo que se publica en revistas es inmutable y no puede ser contestado, que una vez aceptadas sus mentiras y sancionadas por pares académicos ya la libró, que la discusión científica se acaba en la imprenta. Así pues, le sorprende e irrita profundamente que un par de ratas de provincia hayan demostrado que una de sus publicaciones es falsa. No se detiene a pensar que alguno de sus coautores debió perder la discusión cuando se hizo cargo de ella sin informarle, pues no se puede publicar una aclaración sin consultar a los autores. No le inhibe lo impropio de ponerse en contacto con uno de los que liquidaron su paper para decirle que debieron consultarle primero (!) cuando él mismo escribió un mensaje años atrás confirmando que estaba enterado ("¿Qué es toda esta putanata de los correos del Dr. Barney? Se supone que estamos colaborando, pero parece que somos enemigos. Dice que descubrió que los resultados que tenemos están equivocados"). No le da vergüenza, encima, apelar al sentimentalismo más barato porque todo en su mundo las colaboraciones y las refutaciones, los argumentos y las pruebas son asuntos personales, cuestiones de amigos o enemigos, nunca ciencia: "en vez de meternos el pie, podríamos apoyarnos", remata (!). Desde luego, no te jode: la generosidad a posteriori es siempre encomiable...
Seguirá pasando el tiempo. Al dottore de la Sapienza le esperan homenajes y reconocimientos, elogios a su trayectoria, aplausos de propios y extraños. Igual que en el momento aquel en que una favorable conjunción le dio una plaza en la unidad Rancho Grande apenas concluidos sus estudios en la vieja Europa, pronto no quedará quien le haga sombra en los consejos de administración científica (sic) de la república: será el dueño, el nivel tres, el elegante emérito que se hizo a sí mismo a base de esfuerzo y estudio porque las circunstancias así lo quisieron... El talentoso por default, el ciego en tierra de muertos, el dottore por excelencia...  
Larga vida tenga el hombre. Larga vida. 

sábado, marzo 14, 2015

Pláticas prebautismales

Treinta grados a la sombra un viernes por la noche en Santa Teresa, como quien dice el fin del invierno, y con la Iglesia hay que toparse por razones que los creyentes no pueden explicar ni sienten ni desean analizar en forma alguna, sólo reproducir ciegamente para beneplácito de sacerdotes y adalides de la pía transnacional con sede en el Vaticano, a quien debemos no escasas explicaciones sobre la historia universal, que es como se llama a la historia del lado occidente del mundo, incluidas, (cómo no) estas sus desérticas periferias.
En la nave principal crudas paredes de ladrillos sin enjarrar rematadas por varillas arquitectónicamente un tanto alejadas de los modelos románicos y góticos que tanto colaboraron a la grandeza de esta fe una adolescente de piel caoba se ha envuelto en un amasijo de olanes rosas salpicados de abalorios mientras la rodea un círculo de pubertos vestidos con obscuros trajes ajados de tallas aleatorias, calcetines deportivos blancos de resortes aguados y zapatos negros ahora grises por hallarse llenos de tierra. En uno de los salones laterales ya están terminando otra sesión de catecismo y, más al fondo, en un cuarto maloliente con tablones improvisados como bancas, está empezando aquella reunión a la que hemos venido padrinos y padres de familia, mirones, curiosos y niños perdidos, rezanderas de trágica experiencia y hombres píos que nunca se ordenaron sacerdotes por las tentaciones de la carne: las pláticas prebautismales.
El sexagenario que conduce la reunión es un ejemplo de eficacia pedagógica: usa el mismo tono de voz durante toda la sesión (hora y media); lee sin inmutarse las treinta y tantas páginas desgastadas donde se anotaron todos los pormenores de la plática (plan de clase); mira al público sin considerar a nadie en particular, indiferente a que se trate de personas o bultos, vegetales, minerales o bestias (equidad de género, no discriminación); es insensible a los gritos de las criaturas que corren de un lado a otro y a los chillidos de bebés cagados y meados que atruenan la sesión de manera más o menos coordinada y a los pitidos y vibraciones de los celulares y a los molestos reflejos de las pantallas iluminadas y a los cuchicheos nada discretos de los rancheros y a los ronquidos desparramados del gordo de atrás (concentración y libertad); nos invita cada cierto tiempo a aclarar nuestras dudas en el entendido de que nadie lo hará porque sería descortés y bastante imbécil preguntar si fue de los romanos —como él dice— o de los egipcios que huyeron los hebreos hacia Israel, porque no viene al caso ponerse sutiles en cómo puede el agua del diluvio universal prefigurar el bautismo junto con el agua del Mar Rojo que se aparta para dejar pasar a Moisés y los suyos (realimentación).
Los hombres y mujeres que aquí vemos lucen cansados. Hay un olor indefinible de sudor y pies en todo el ambiente. Es el final de la jornada, vienen de trabajar y por razones que no pueden explicar están aquí, haciendo lo necesario para bautizar a sus hijos. Aunque la mayoría descree de todo lo que aquí se dice o bien lo da por cierto sin entrar en detalles, aunque no exista interés por la historia ni los textos bíblicos ni los símbolos religiosos ni la teología, se anotan en las hojas que extiende el responsable y se afanan en recoger su firma para el comprobante que les dará derecho a pagar un bautizo. No parece haber nadie que crea sinceramente que su hijo pueda ir al infierno (¿o era el limbo o ya ni siquiera eso?) por no estar bautizado. No parece haber nadie que crea siquiera en el infierno y sólo unos cuántos dan por buena la existencia de un dios personalizado que premia y castiga de manera sospechosamente parecida a la mismísima suerte. ¿Están aquí entonces porque quieren hacer una ceremonia cuyo significado ignoran como pretexto para hacer una fiesta? Y si es así, ¿por qué no hacerla directamente? ¿creen que el bautizo es una magia —lo que por cierto el encargado de la plática niega una y otra vez— y, si no lo es, qué coños significa ser insuflado por el Espíritu Santo?
Hay un momento suspendido en que me veo haciendo la segunda lectura en la pequeña iglesia de San Juan Bosco frente a mis abuelos, con voz atiplada y ademán reconcentrado, orgulloso; hay un momento en que me veo reconfortado saliendo de la iglesia de San Gregorio Magno luego de hablar con el padre Sergio que ya recoge sus cosas camino a la casa contra las adicciones en la que trabaja; hay una pausa silenciosa en mi cabeza en que me veo sentado en la azotea de la casa leyendo a San Agustín y Santa Teresa, a Santo Tomás de Aquino y a San Juan de la Cruz; hay un instante que se parece mucho a un delgadísimo hilo a punto de romperse en que recuerdo una misa al aire libre allá en los Altos, en que resuena la voz en off del padre Antonio: "La esperanza más grande de un cristiano es la segunda venida de Cristo, que pondrá fin a la historia y donde todos seremos juzgados. Este fin que puede llegar hoy mismo o en la transfiguración del tiempo en la eternidad será hecho bruscamente por nosotros los cristianos..."
[...]
"Casi todos los ropones están bien nacos, con que haiga uno beish me conformo", dice una madre de familia adolescente al terminar la plática. Mientras salimos, la chica de rosa con brillitos se hace fotos en el atrio, repegada a dos de sus chambelanes. Con uno de ellos monta en una ruidosa moto que acelera evadiendo los baches y derrapando peligrosamente en la esquina para desaparecer tragada por la obscuridad.
Perdida mi fe digo con Jesucristo: mi Reino no es de este mundo. Tristemente, tampoco de aquel. 

miércoles, marzo 11, 2015

El cine

A veces echo de menos la ciudad. Normalmente no cedo a la tentación de exponerme, pero tarde o temprano no queda más remedio que hacerlo: hay que ir a hacer la despensa, cortarse el cabello (aunque una buena maquinilla puede terminar con el problema en pocos minutos), ir a poner gasolina. El cine no es indispensable, y en reconocer que no lo es fallé hace poco con Birdman, de González Iñárritu, que sólo estuvo en exhibición una semana cuando por fin pasó por estas yermas tierras el año pasado y se reestrenó con motivo de los Óscares hace poco. ¿Por qué no me quedé en casa a esperar a que apareciera en DVD para comprarla y verla? ¿Por qué tenía que ocupar una butaca frente a una pantalla gigante si ni siquiera era una película de grandes efectos visuales? ¿Por qué di por sentado que era una buena idea escuchar sus diálogos y ruidos incidentales por medio de un potente equipo de sonido de múltiples salidas en una sala a la que conducía un pasillo que empezaba en una gigantesca dulcería atendida por adolescentes pasivos y manifiestamente estúpidos? Respuesta: porque se me olvida que no estoy en la ciudad.
El tranquilizador consuelo de muchos que pasa por reconocer que tanto en la ciudad como aquí se cuecen habas, que en uno u otro lugar me pudo tocar la misma fauna dentro de la sala, no funcionó esta vez: si en algún momento a la parte más elevada de mi espíritu le daba por sentirse profundamente identificada con la insaciable necesidad del protagonista de atraer la atención sobre sí mismo y conquistar un éxito tan indefinible como inalcanzable, la familia instalada a sólo tres asientos del mío echaba por tierra toda pretensión zambulléndose como una piara de cerdos en inmensas cajas de palomitas y bandejas de nachos rebosantes de amarilla grasa, sorbiendo coca-cola al tiempo en que se limpiaban las manos en los asientos para pasar sus dedos pegosteosos por inocentes pantallitas que iluminaban la sala como hace décadas sólo lo hacían las lámparas de los acomodadores, esos desempleados de profesión honorable ahora perdida para siempre...
'¿Qué pensarían?', pensé en algún momento. ¿Qué pensarían estos marranos cuando entraron a ver Birdman? Qué gran decepción se habrán llevado al comprobar que no era otra película de cómics y qué horrible aburrimiento esperar las escasas dos o tres apariciones del superhéroe alado, siempre magras, siempre ininteligibles. ¿Cómo se explicarían la película entera mientras el azúcar en su sangre se disparaba formidablemente y la grasa formaba bolitas que se adherían a sus —esperemos pronto— endurecidas y taponadas arterias? ¿Qué chingados —me decía circunspecto, casi elegante— podría pasar por la puta cabeza de esta familia silvestre mientras veían en la pantalla a una reseñista de Broadway que se quita sus lentes de pasta para decir al protagonista que va a despedazar su obra? ¿qué obra? ¿cómo despedazar? ¿a patadas? ¿por medio de una balacera que entonces sí le daría emoción a esta inexplicable cinta hacia la calificación de shila? Me resistía a creer que fuesen capaces de conseguir distinguir el objeto de su representación y más bien me inclinaba a que, como hacían algunas abuelas al principio de la televisión, estos imbéciles dieran por ocurrido cuanto veían en la pantalla ahora mismo y aquí, delante de nosotros: que le pidieran a Keaton no saltar por la ventana, que le ofrecieran el hielo de sus litros de soda a Norton para que se le quitara el dolor de un puñetazo, que se agarraran de sus asientos para no caer a la calle cuando acompañaban a Birdman por el aire. Pero esto hubiese sido tanto como pedirles concentración: ¿no era más fácil asumir que estaban simplemente comiendo en una sala de cine sin prestar la más mínima atención a lo que ocurría frente a sus ojos, desaparecidos los conceptos de trama, historia, diálogos, secuencias, etcétera? ¿no estarían asistiendo a todo esto simplemente como quien ve un atardecer o unos juegos pirotécnicos? Una vez conocí a alguien que me preguntó por qué compraba libros tan caros si en el supermercado los había tan baratos: literatura por kilo, ¡pásele, pásele!
Y, sin embargo, la disfruté. No sé cómo, pero la cinta logró absorberme lo suficiente como para que aquel ruido de chiquero casi ni lo notara. Ni siquiera lo echaron a perder el par de estúpidos niños que llegaron casi al final provenientes de otra sala y que, con sobrepeso, paseando de un lado a otro en medio de gritos que me hicieron intervenir para callarlos y preguntar si no venían acompañados de un adulto (?), terminaron por convencer a su familia de abandonar la sala: ¡eran los hijitos de los puercos de a tres butacas! ¿Cómo no lo vi venir si lo primero que hace la estupidez es reproducirse para aumentar sus posibilidades de supervivencia?
A veces echo de menos la ciudad. A veces el cine. Y volar.

domingo, marzo 08, 2015

La terminal eficiencia

Entrecierro los ojos en medio de la junta. Un guiñapo miembro de la elegante élite blanca, burguesa y ranchera, de la localidad, más dueño de la institución que cualquiera de los presentes aunque parezca deslizarse inadvertida y jesuíticamente por entre pasillos y oficinas, nos instruye sobre las exigencias de una remota federación con sede en la Ciudad. Serio, pero adornado con esa sonrisa cordial de los que se saben invulnerables y se congracian generosamente con compadres que más bien son subordinados suyos, nos informa de requisitos contradictorios para seguir en el negocio privado de la educación pública: hacer investigación sin descuidar la docencia, hacer docencia sin descuidar la investigación; hacer vinculación sin plegarse a las exigencias de industrias transnacionales y peregrinas, pero tomando en cuenta si nuestros egresados satisfacen sus demandas de inserción laboral a la plug-and-play; ser rigurosos en la conducción de los cursos, pero flexibles a fin de comprender de manera humana, demasiado humana, a nuestros estudiantes; formar a los mayores de edad en los valores de la adultez mediante medidas infantiles como las de pasar lista, anotar retardos justificados e injustificados, llenar bitácoras de asesoría que den cuenta hasta de la más inocua conversación, enseñarles a guardar silencio mientras otro habla y a expresar cuanta idiotez pase por su cabeza con entera confianza para que no sientan la menor opresión. El guiñapo informa, comparte nuestras preocupaciones (dice) y nos exhorta a cumplir estas metas para gozar de la certificación de organismos presididos por burócratas que pasan su vida en oficinas adornadas con sus enmarcados diplomas de pedagogos y masters en política pública, no en aulas. Nadie pone en duda que las medidas son razonables: si se exige más es que hay más calidad, parecen pensar mientras mascan chicle o pasan sus grasosos deditos por las pantallas de sus celulares. A nadie se le ocurre pensar que quizá deberíamos contestar las medidas. A nadie se le pasa por la cabeza que una universidad pueda manifestar disenso y sustraerse razonadamente a lo que se impone desde arriba, pues son miembros bien educados en la propia educación que intentan transmitir: esa que aplasta las contradicciones mediante la alienación de un double-thinking orwelliano.
Cierro los ojos por más segundos como hace uno para escaparse de una realidad demasiado intolerable, pero no puedo evitar escuchar la última campanada del guiñapo: hay que aumentar la eficiencia terminal, dice, pues no egresa un porcentaje adecuado de la gente que entra a hacer estudios con nosotros. Abro los ojos y ahí está, sonriente el muy cabrón, sin preocuparse de que hace apenas unos minutos hubiera pedido aumentar la matrícula como si de una fábrica de autopartes se tratara. ¿En qué momento se convirtieron las universidades en máquinas tortilladoras regidas por principios de negocios? ¿Cómo puede explicarse que gente dedicada presuntamente a actividades intelectuales no haya sabido ver el perjuicio y la estupidez de someterse a semejante adulteración si no es a través del envilecimiento producido por la combinación de sus cada vez mayores vulgaridad y salarios? Gente progresivamente menos educada parasita las instituciones y sus presupuestos, vende "educación" como si de la panacea universal se tratara, sin medir consecuencias ni impactos, presumiendo que repartir títulos universitarios es bueno en sí sin importar el número, los destinos laborales, ni la viabilidad del país como tal. Hacen lo que sea, menos lo sustantivo, con tal de seguir cobrando más y más cada quincena, no se sabe si con cinismo (lo dudo, visto el esfuerzo intelectual que requiere) o enajenados como soldados nazis que sólo siguen órdenes para continuar la matanza. ¿Se le habrá ocurrido a este imbécil que la eficiencia terminal podría estar aunque sea vagamente relacionada con la calidad de la gente que ingresa y que no puede aumentarse por decreto si no es en detrimento de las exigencias? ¿Advertirá el pendejo que pedir un aumento de la matrícula y una mayor eficiencia terminal es como escupir hacia arriba y no ensuciarse con el esputo? Hago una prueba y pregunto qué porcentaje considera aceptable como eficiencia terminal. Mientras el guiñapo reflexiona sesudamente me digo que no puede ser tan ingenuo como para dar un número, que eso sería imposible y... "Como arriba del cincuenta o sesenta por ciento", responde al fin para mi estupefacción.
Vuelvo a entrecerrar los ojos y procuro tranquilizarme recordando que los países democráticos tienen dirigentes que más o menos se corresponden a los deseos de la mayoría. Esta no es la excepción: denme un público sin educación, adocenado, que le gusten las pantallotas, las casotas, las camionetotas, y te daré un robavacas como este por jefe. Me guste o no, es el líder adecuado para la irreflexión y la estulticia, para la vulgaridad y el saqueo presupuestado, para la buena conciencia y el escamoteo de responsabilidades. Es un hombre en el tiempo, el lugar y las circunstancias correctos...
Me da sueño y en mi cabeza la vida prestada de que gozó este país en razón del petróleo se desvanece: se cancelan programas y presupuestos, se desmantela la burocracia de la educación, cierran algunas universidades superfluas, llegan emisarios de la Ciudad para anunciar que ya no hay más presupuesto y los maestros vuelven a dar clases evaluando sin cortapisas a estudiantes adultos que conocen las reglas y se atienen a ellas, mientras los investigadores estudian los temas que les apasionan porque ya no hay dinero por el qué concursar para inventarse intereses espurios, hilos negros o proyectos de humo. Es un mundo simple, pero sostenible; austero, pero responsable... Pero no me siento tranquilo: anochece y de la obscuridad del oriente vienen hordas de miserables que asaltan negocios y saquean propiedades, pasando a cuchillo a las buenas personas que se refugian en sus casonas y a la que ya no protegen ni guardias ni rejas. La propia universidad arde en llamas. 'Ya era demasiado tarde', me digo una y otra vez. 'Demasiado tarde'...
Despierto y la junta termina. Todos recogen pesadamente sus cosas entre bromas y palmaditas en la espalda, gente de bien con hijitos y trabajo, el mundo todavía habitable... 
Pero el guiñapo sigue ahí.