viernes, marzo 27, 2015

Apocalípticos

Mi madre siempre fue de la opinión —poco meditada, simple, quizá más un impulso que un razonamiento— de que el ser humano era irredimible y que si alguna esperanza quedaba para él tenía que pasar por la aniquilación. Es una idea religiosa tan antigua como la leyenda del Diluvio o las plagas faraónicas, y renovada en la interpretación más ordinaria de la crucifixión de Cristo, el sacrificio purificador al que no cuesta nada suscribirse cuando se sobrecargan las realidades execrables y nos llenamos de asco moral por lo que consideramos no sólo estúpido, injusto o podrido, sino irremediable. Es la idea detrás de no pocas películas: uno se siente compelido a experimentar las mismas dudas que el Quinto Elemento cuando de rescatar a la especie humana se trata y hasta desea poder estar de acuerdo con la cursilería de que el amor merece ser salvado (whatever that means). Pero es también la esencia doctrinal (si a tanto como doctrina llega lo que, ya se ve, es pura víscera) de las sectas apocalípticas y de no pocos perturbados que pretenden saber lo que es mejor para los demás haciéndoles el favor de pasarlos al más allá. La "idea" va más o menos así: el mundo está mal, merece un escarmiento o una renovación, ésta no puede llegar en medio de la corrupción tan grande que existe; ergo, vamos a acabar con todo.
La lista es larguísima y, contrario a lo que uno pudiera pensar idealizando el tiempo pasado como más inocente, silvestre y puro, abarca todos los períodos históricos y cualquier geografía: lo mismo usando gas sarín en el atestado metro de Tokio que ardiendo en las llamas de Waco, administrando cianuro a una comunidad entera en la Guyana o estrellando aviones contra las torres gemelas, pasando a cuchillo a todos los infieles de Tierra Santa o con sacrificios rituales frente a las pirámides mesoamericanas, todas las sociedades parecen haber desarrollado la convicción de que sus niveles de inmoralidad estaban más allá de cualquier recuperación y de que sólo restaba arrasarlas para empezar desde cero. Amparadas por el variado catálogo de batiburrillos que pasan de la literatura a la literalidad, sin importar que se trate de los protocolos de Sión o del libro de Mormón o de la creencia de que el mundo va a acabar porque desde 1914 está gobernado por el Diablo, las sociedades de todos los tiempos terminan por alimentar en su seno un germen suicida al que poco importa cuán ridícula o extrema sea la "justificación". Sus ideas seducen a muchos porque sobran las evidencias sobre la maldad del hombre: "¿no ve lo que pasa a su alrededor?" —parecen decir ya envalentonados—  "¿acaso no sabe de asesinatos y violaciones, de robos y traiciones, de rencillas y odios y desmesuras? ¿en qué mundo vive?" La naturaleza humana se pone así al servicio de desequilibrados que reúnen las piezas para armarse su propio cuadro criminal; la monstruosidad de sus actos queda oculta tras la convicción de que a ellos los mueve un sentimiento puro de justicia, de dar orden a lo que se salió de madre, sea en la realidad o en sus susceptibles cerebros. En la abstracción y la generalidad que permiten hablar del hombre como de una pieza de manufactura, roma, sin matices, donde no caben excepciones ni sin embargos, los locos de todos los tiempos han encontrado la fuerza para no mirar cabalmente a nadie en específico y poder dar rienda suelta a sus instintos asesinos sin enfermarse con sus propias atrocidades.
Es aterrador cómo la violencia y la locura se realimentan a sí mismas: muchos habrán experimentado algo parecido al vértigo al conocer la noticia del copiloto aquel que estrelló su avión con decenas de pasajeros contra los Alpes franceses; muchos también habrán hecho metonimia juzgando que la especie humana está condenada a perecer por enfermos de esta naturaleza; y algunos más —quiero creer que pocos— habrán sentido reforzada la paradójica convicción de que hace falta un escarmiento todavía más terrorífico para acabar con esta barbarie dando paso al "hombre nuevo". Y así la insania no hace sino dispararse en extrañas espirales de presunta regeneración, lo cual acusa, me parece, no sólo la maleabilidad de la sustancia moral de los individuos cuanto su pobreza intelectual, que los hace incapaces de lidiar con la complejidad y lo incontrolable, que no los invita a crear mecanismos de lenta construcción y prolongado esfuerzo para la mejora de lo que queda a su alrededor, sino a hacer tabula rasa por pereza y primitivismo, que los escandaliza como si siempre se tratara de jóvenes gazmoños y retrógrados y no también de adultos tan inestables como los primeros.
'¿Qué fina línea separa la indignación que se guarda ante la injusticia y la porquería con las que uno se ve obligado, si no a transigir, sí a lidiar todos los días, del terrorismo puro y duro que una buena mañana decide empuñar un Kalashnikov y emprender la purga?', pensaba el otro día mientras asistía a las fanfarronerías de un corrupto investigador extranjero que presume de poderoso y que se ha incrustado en las estructuras científicas y administrativas del país, que saca provecho de cualquier situación con un descaro y desproporción sólo concebibles entre mafiosos, que abusa del erario público para su provecho personal y encima vende la idea de ser un filántropo y un gran amigo de todos, que organiza el robo de ideas, la negociación de prebendas, el ostracismo de los disidentes a nivel mundial...
Pero no debéis inquietaros: yo no soy mi madre. O casi.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Apocalípticos e integrados? ya decía yo que se te veía lo Pérez-Reverte por alguna aparte. A ver si no te denuncian en la Jornada, o en los transactions del IEEE.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Imposible: el libro de Eco no pude terminar de leerlo hace 13 años... En cuanto a la Transactions, te voy a acusar con el dottore...

chenlina dijo...

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