martes, octubre 13, 2009

Cuadro familiar

No recuerdo a mi hermana. Pese a las abundantes fotos de nosotros dos en el departamento de San Juan de Dios, sólo el Lalo y el Nene me vienen a la cabeza cuando pienso en mis horas de juego infantil. Y la migraña. El departamento tenía dos ventanas grandes, una en el salón y otra en nuestro cuarto, cubiertas de cristales mal pegados a sus marcos por un mastique de mala calidad que a mí me gustaba romper y degustar, aunque sólo fuera para escupirlo después. Mis vecinos subían del departamento de abajo cuando así se los pedía mi madre o a solicitud mía cuando por azar lograba verlos desde una ventana y aceptaban venir bajo la promesa de que los invitaría a cenar. No era un niño divertido.
Nos acostábamos temprano y siempre luego de rezar, lo que a mí no me fastidiaba en absoluto porque prefería hablar con Dios cuando me faltaba el sueño procurando convencerle de que me diera una noche tranquila, libre de las pesadillas habituales donde el Diablo se paseaba orondo y enrojecido por las escaleras que daban a la calle o por la habitación de mis padres. Luego la divinidad ignoraba mis peticiones y a las tres de la mañana me despertaba sudoroso, aterrado, tratando de taparme los oídos porque ya oía venir desde muchas calles al sur a la Llorona, una especie de grito o llanto o alarido que nunca supe bien si lo soñaba o existía, si eran los gatos que abundaban en el barrio o algún crío de los que también sobraban; baste recordar que el Lalo y el Nene eran sólo dos de nueve hermanos, los únicos en edad de jugar con mis juguetes, no conmigo.
Escuchaba a la Llorona pasar, volvía a dormirme. A las cinco y media de la mañana me despertaba el ruido del motor de un torton color naranja cargado de cajas vacías para pollos, un camión emplumado que me anunciaba que era el momento de prender el bóiler con los combustibles de aserrín oleoso que comprábamos en la tienda de Socorro. Subía la escalera rápidamente procurando no mirar la obscuridad y empujaba la desvencijada puerta de madera que daba a la azotea, donde estaba el calentador con su ventanilla metálica que a veces olvidaba haber cerrado con el fuego dentro y abría distraídamente quemándome los dedos. El agua tardaba al menos media hora en calentarse y mi hermana asegura que ella me reemplazaba para alimentar el bóiler pasadas las seis a fin de que yo me bañara, pero yo no la recuerdo.
El Lalo y el Nene solían jugar en la calle que me estuvo prohibida hasta poco después de cumplir once años. Cuando por fin pude salir casi no tuve tiempo de aprovecharla porque nos mudaríamos antes de que yo cumpliera los doce y porque un evento particular puso fin a mi recién inaugurado contacto con el mundo exterior. Aquella tarde, terminada mi tarea y con el permiso de mi madre que leía una y otra vez la carta que había llegado esa mañana desde California, acepté aventurarme con mis vecinos hasta los multifamiliares del Infonavit para cortar arrayanes. Trepábamos por la barda que daba a la huerta y apoyados sobre los adobes inestables nos inclinábamos sobre la copa de los arrayanes para arrancar y comer in situ los frutos aun ácidos e inmaduros. En esas estábamos cuando Doña Chuy, la dueña de la huerta, apareció blandiendo un palo de escoba y dando de voces. El Lalo y el Nene, así como Mario y Andrei que aquel día decidieron acompañarnos quejándose sin pausa de mi señoritismo, saltaron instantáneamente y escaparon corriendo para perderse entre los edificios. Yo también salté, pero para caer en la huerta de Doña Chuy y hacerme ovillo esperando el primer palazo de su escoba.
El golpe no llegó. En cambio, Doña Chuy me tomó de las patillas y me levantó con fuerza, sólo para comprobar con mis gritos que yo no era capaz de andar: tenía un tobillo visiblemente luxado. Caí de nuevo a la tierra, volví a hacerme ovillo llorando del dolor recién descubierto y entonces vi borrosamente y a cierta distancia la cara de Arturo, el hijo de Doña Chuy, que nos miraba con asombro apoyado sobre un árbol. Me aguanté entonces las ganas de llorar, recordando lo que me dijo mi padre la última vez que lo vi, borracho desde luego, acerca de que yo era el hombre de la casa y que no debía mostrar debilidad y esas cosas, pero sobre todo dejé de llorar porque me interesaba que Arturo no compartiera la opinión de Mario y Andrei sobre mi presunta mariconería, aunque sospecho que también el Lalo y el Nene eran de la misma opinión.
Entre Arturo y su mamá me llevaron a la habitación del primero ante la curiosidad de sus tres hermanas menores. Doña Chuy me preparó un ungüento, me trajo un vaso de agua que ni siquiera toqué y ya pasada la agitación me preguntó dónde vivía. No quise contestar. Doña Chuy volvió a insistir sacudiéndome por un hombro y ensayando todos los tonos, también intervino una de las hermanas: nada, estaba mudo, no podía abrir la boca a pesar de mis esfuerzos, aunque nunca supe bien a bien si sólo fingía o de verdad estaba impedido. “Déjenmelo a mí”, dijo Arturo con autoridad. Y nos dejaron solos.
Arturo se sentó en la orilla de la cama a mirarme sin decir palabra. Luego de varios minutos sacó de un cajón una enorme bolsa de arrayanes maduros y empezó a comerlos despacio, sin dejar de mirarme, acomodando los huesitos en una especie de cenicero o escudilla de muchos colores. Cuando empezaba a quedarme dormido me movió una pierna y me extendió la bolsa de arrayanes. La tomé y sin pensarlo dos veces empecé a comerlos con fruición, casi con glotonería, mientras Arturo se levantaba de la cama, tomaba lo que parecía una jarra de agua y sacaba de otro cajón una bolsa de charales secos.
–Voy a tener una pecera- me dijo. Y acto seguido vació los charales en el agua mirándolos fijamente. Dejé de comer y con la boca llena de huesitos también me concentré en la jarra donde flotaban inertes los charales. Luego de unos instantes y como no se movieran, Arturo agitó un poco el agua, primero con los dedos, luego tapando la boca de la jarra y haciendo oscilar su contenido. Nada.
–Me engañaron- dijo muy seriamente y con amarga decepción. Y completó sin dar lugar a consolaciones onerosas: –Yo sé dónde vives, si quieres puedo llevarte.
Me levanté y me puse los zapatos, le regalé mi reloj de plástico como pago por su ayuda o quizá para que no sufriera tanto con su fallido intento de pecera, y anduve cojeando hasta la puerta de su casa. Doña Chuy me despidió dándome una bolsita de arrayanes que Arturo me hizo el favor de sujetar y cada una de sus hermanas me dio un beso. Cuando salimos de su casa, yo apoyado en su hombro y él con el reloj puesto, vi venir a mi madre furiosa doblando la esquina y acompañada del Lalo y el Nene. Un nuevo ataque de migraña empezaba a instalarse en mi cabeza. Mi hermana dice que también venía con ellos, pero yo, naturalmente, no la recuerdo.