domingo, julio 19, 2020

Invisible

Decía el médico en entrevista que el problema con la nueva enfermedad era que nadie podía ver el virus que la causaba y, por lo tanto, la mayoría descreía de su existencia, una afirmación desafortunada que al instante aprovechó el entrevistador para encadenar una verdadera cuestión, violando así la convención según la cual una entrevista consiste en la cretinización voluntaria de dos individuos que hacen pasar por preguntas lo que son afirmaciones y a los hechos consabidos por respuestas. '¿Usted lo ha visto?', preguntó el entrevistador con un dejo de cansancio que en otros tiempos se habría paliado encendiendo cigarrillos y aclarándose la garganta, no así hoy en que las reglas dejan al entrevistador sin recursos para la temperancia y al médico balbuceando '¿Cómo dice? ¿Que si yo lo he visto?', mientras la frente se le vuelve repentinamente brillante como si la hubieran regado con un aspersor. Intentos de éste de volver al guion tocándose el cuello de la camisa con una mano y usando la otra para reacomodar su trasero en un asiento que de pronto se le ha vuelto hostil. 'Sí, sí, pregunto que si Usted ha visto al virus', insiste el entrevistador haciendo esfuerzos por parecer neutro cuando claramente deja ver su enfado. El médico se recompone gracias a la breve pausa introducida por esta repetición; explica: 'No, no he visto al virus personalmente, si a eso se refiere. No trabajo en el laboratorio, sino en la clínica, que es a donde llegan las víctimas de esta enfermedad y donde comprobamos sus efectos. Nosotros los médicos intentamos curarlos; los laboratoristas e investigadores, en cambio, disponen de los medios electrónicos para ver el virus, para fotografiarlo; es gracias a ellos que se han obtenido las imágenes que circulan tanto en notas periodísticas como en artículos que...' Lo interrumpe el entrevistador agachando ligeramente la cabeza y levantando una mano, como un policía hastiado que marca el alto: 'Permítame un momento por favor, vamos a ver, ¿quiere usted decir que no le consta la existencia del virus y al mismo tiempo sostiene que el problema es que la gente no cree en él? ¿debemos entender que mientras el escepticismo del público es supersticioso, la credibilidad de usted es científica?'. Pasaron algunos segundos donde sólo se escuchaban sus respiraciones; yo leía en mi celular, distraído y aguantando el sueño: "La temperatura en Marte puede ser tan baja como ciento cuarenta grados bajo cero y alcanzar los treinta y cinco grados en el Ecuador". Como tardaran en reanudar la entrevista, alcé la mirada hacia el televisor, expectante, el celular en la mano venciendo poco a poco la resistencia de mi brazo hasta depositarse sobre la cama. 'Hay creencias razonables y otras que no lo son. Los hechos científicos son verificables por cualquiera que recorra el camino de las personas que los establecieron. Si aprende lo suficiente sobre el microscopio electrónico, sobre virología, incluso sobre medicina para las manifestaciones más visibles de la enfermedad, comprendería la necesidad de hacer caso a los especialistas'. Pero el entrevistador no se dejó arredrar por esta respuesta más bien tibia. Con gesto displicente, ahondó: 'Hechos verificables que no puede verificar la mayoría, pero que tampoco verifican todos los especialistas, confiados en la seriedad de la fuente y encargados únicamente de su parcela, ¿correcto?'. Y sin esperar respuesta, continuó: 'Básicamente, lo que usted ilustra es que la ciencia es una red de credibilidades donde cada quien se especializó en algo creyendo la mayor parte de lo que les fue transmitido, ¿no es así doctor?'. Me distrajo un parpadeo de la lámpara de buró que esa noche emitía un color extraño. Pero el entrevistado continuó y volví a mirar la televisión. 'No, no es así. Si bien es verdad que la ciencia se construye apoyándose en hechos establecidos y, de vez en cuando, corrigiendo o afinando muchos de ellos, no hay necesidad de creer nada, ¡menos aún en la propia especialidad! Para eso se hacen estudios: en la escuela uno reproduce muchos de los experimentos que permitieron establecer los hechos transmitidos. Es así como cada uno en su parcela se asegura de la solidez de lo que hace y, si se dedica a la investigación, puede construir encima de lo ya construido. En el caso que nos ocupa, ya los virólogos hicieron su trabajo porque...'. 'Perdone', lo interrumpió nuevamente el entrevistador apuntándolo con un índice, 'Usted dijo al inicio del programa que la actitud de la población era temeraria porque con su descreimiento estaban poniendo en riesgo sus propias vidas y las de los demás. Usó la palabra ignorantes, me parece. Pero ahora confiesa que ningún especialista tendría tiempo de verificar todo lo necesario sobre su especialidad antes de ponerse a trabajar, entonces ¿en qué quedamos?'. La lámpara se apagó de pronto y el resplandor de la pantalla proyectó sobre las paredes de la habitación sombras inquietantes y móviles. Tras las cortinas, creí advertir un relámpago. Me extrañó que fuera a llover esa noche luego de un día completamente despejado. El médico abrió los brazos como implorando al cielo, molesto, movió la cabeza y contestó: 'No puede Usted comparar el rigor lógico y la exigencia metodológica de una revista científica con los dichos o creencias del populacho, ¡por favor! Es justamente ahí donde radica la diferencia entre una creencia razonable basada en la autoridad de las fuentes y una vulgar superstición. Todo esto sin contar con el hecho obvio de que negar el virus o la enfermedad trae aparejado el precio de morir. ¿Quién en sus cabales prefiere mantener su escepticismo apostando su propia vida sólo por querer llevar razón? ¡Es estúpido!' La cámara giró hacia el auditorio luego de que se escuchara una especie de clamor general, pero todas las sillas estaban ocupadas por maniquís. La lámpara de la mesita de noche se encendió repentinamente haciéndome volver hacia ella. Parecía tener la mitad de su altura y me acerqué intrigado para verla sin comprender qué le había pasado. En la televisión el entrevistador replicaba: 'Curiosas aclaraciones las suyas, doctor. Mil veces he escuchado decir a los científicos, pero muy particularmente a sus divulgadores, que la ciencia no reconoce más autoridad que la verdad, o sea que nadie puede dar algo por cierto sólo porque lo dice un profesional prestigiado o aparece publicado en una revista destacada; todo es, pues, sujeto de examen. Siempre sospeché que esto era una patraña, pero es bueno confirmarlo en voz de un especialista como Usted'. El médico quiso interrumpir, pero no le fue permitido. 'Déjeme terminar, doctor, sólo un punto más sobre su segundo argumento: ¿la verdad o falsedad de las cosas depende de su utilidad? O siendo menos abusivos, si no podemos establecer la verdad o falsedad de algo por no ser especialistas ¿escogemos entonces lo que implique menos riesgos? ¿no se llega por esta vía a justificar a los así llamados fanáticos que sugieren creer en los castigos del infierno o en los premios de un Dios Todopoderoso por si acaso?'. El médico se levantó de su asiento y, elevando la voz, le espetó: '¡Esa comparación es muy irresponsable! ¡Estamos hablando de riesgos en esta vida, en esta tierra, no de creencias inverificables en el más allá! No parece que quiera Usted entender nada ni que esté consciente de...' Un nuevo relámpago detrás de la ventana. Ahora no me cabía ninguna duda: iba a llover. El entrevistador se puso también de pie y, con sonrisa cínica, acercándose a su invitado le preguntó: '¿Creencias inverificables como la suya en el virus, doctor? ¿o de cuáles habla?'. El médico lo tomó por la camisa como si fuera a golpearlo, pero se detuvo. El entrevistador agregó: 'No parece que nadie sepa nada, ¿verdad? Parece que escogemos creer aquello que nos parece mejor, así nada más, sin reparar en contradicciones ni preguntas. Pobre de usted, doctor. No quisiera estar en su pellejo'. Un trueno sacudió la habitación acompañado de un intenso destello y la habitación quedó repentinamente en penumbra, sin energía eléctrica.
Desperté. La televisión frente a mí, apagada, la noche apacible.

domingo, julio 12, 2020

Historia de un proyecto equivocado

La vida en los países fundados en el sojuzgamiento de un pueblo por otro ha sido siempre la misma: de un lado la herencia derrotada, del otro la aspiración inalcanzable, así la casa de mis abuelos en Ciudad Natal que ponía a la izquierda sus orígenes presuntamente despreciables y a la derecha sus ideales impostados; allá la cochera convertida en taller mecánico y la cocina de platillos picantes, la lavandería y el cuarto de servicio; acá el salón con alfombra, vitrinas y cuadros, un reloj de péndulo y lámparas de mesa acristaladas en la biblioteca luego del jardín. Se habían mudado al poniente desde el centro de la ciudad por insistencia de la mayor de sus hijas, médico exitoso, que habiendo tomado conciencia de la posición exacta de la familia y encontrado incompatible su pasado con las promesas profesionales del futuro, hubo de actualizarla cuando menos geográficamente, sus consejos en busca de un mayor refinamiento mal recibidos en general, tanto por mis abuelos como por los cuatro hermanos todavía solteros como ella dos hombres y dos mujeres que ocupaban dos de las habitaciones de arriba según su sexo.
A la casa podía accederse por dos puertas: la de la izquierda, al fondo de la cochera, daba directamente a la cocina y era utilizada por todos; la de la derecha, que abría al salón, sólo se utilizaba en navidades o cuando la médico recibía visitas que se hallaban así instaladas, sin transición ni demora, en los espacios por ella decorados cuidadosamente: sillones con forro de terciopelo y pana inglesa, mesa de centro con superficie de mármol y patas labradas de hierro, una lámpara de aceite colgada del techo en una esquina por encima del tocadiscos, siempre apagado, con el enorme cuadro de tema bucólico presidiéndolo todo desde una pared. Europa, precariamente sostenida por hilos invisibles que tendía la mayor de mis tías en aquel salón, se escenificaba así de vez en cuando, con mayor o menor éxito, pero siempre desde el más absoluto ridículo, para un público tan ignorante como suspicaz, sin que se escatimaran los recursos más peregrinos en el montaje, así la ocasional inclusión mía y de mi hermana llamados sin venir a cuento para saludar a quienes se hallaran reunidos, sólo porque éramos niños vagamente blancos y de cabello rubio, así también la insistencia de la médico en presumir una variedad de talentos que no poseíamos y que, llegado el momento prometía afectando resolución iríamos a cultivar allende el Atlántico en las mejores universidades. Cuando consideraba cumplida nuestra función social o peligrosa la interacción entre sus amistades y nosotros, nos despachaba invitándonos a tomar monedas de su habitación para ir a por dulces y golosinas a la tienda, no sin antes pasarnos una mano por el cabello cuando estuviera segura de ser vista por los demás.
Con la mudanza, mi abuela creyó oportuno recoger la invitación de su hija mayor a cambiar de estrato social modificando sus costumbres, decisión reforzada por el nacimiento de sus nietos blancos y la necesidad de distinguirse de la servidumbre, a pesar de lo cual siguió pasando la mayor parte del tiempo en la cocina y el patio de servicio, cocinando platillos para su numerosa prole y la no menos abundante lista de visitantes entre los que me contaba, lavando ropa y cacharros en la compañía de uno o dos perros de razas pequeñas, y escuchando tres veces al día desayuno, comida y cena el relato pormenorizado de mi abuelo sobre los asuntos en curso. Empezó a leer revistas de asuntos generales y alguna novela, a seguir con más detenimiento aunque con limitaciones las noticias políticas o culturales, a dejar la cocina y el patio de servicio por las tardes para instalarse frente al televisor de su recámara. No obstante, fue incomprendida por mi abuelo, ignorada por sus cuatro hijos menores y ridiculizada por su hija mayor que trató de contenerla dando instrucciones de que, salvo en ocasiones especiales, todos comieran en la cocina sobre una mesa plegable, a la izquierda, respetando el comedor de pino de ocho plazas que se hallaba entre el salón y el jardín, a la derecha, las costumbres criollas saludablemente relegadas al lado de la casa que les correspondía, aunque ella misma se entregara con despreocupación a ellas cuando se hallaba sin testigos. Así pues, apenas tuve uso de razón, debí constituirme en consuelo y destinatario de las ínfulas culturales de mi abuela, quien aceptó mi hipocresía casi sin examen por una mezcla de soledad y afecto, pero también de conveniencia para no dejarme enteramente en manos de la médico, una decisión sencilla para mí que nada tenía que ver con sus motivos, sino con escoger los libros y la conversación por encima de las herramientas, escapar del taller de mi abuelo y refugiarme en Europa, ahí, al lado, con tan sólo cruzar la puerta.
No todo era tranquilidad en el viejo continente de la derecha: mi abuela y la médico se acusaban mutuamente de impostoras, descargando sus invectivas contra las hermanas y hermanos menores con pretexto de su educación, tanto la recámara de aquellas una de las del fondo, al lado de la de la médico como la de éstos al frente, junto a la de mis abuelos eran sitios claramente desagradables y contrarios al espíritu, apenas dos camas simples separadas por un buró que olía a zapatos usados y un clóset donde se amontonaba ropa sucia, no eran distintos sus ocupantes contra cuyas tendencias centrífugas nada pudieron hacer los discursos profesionalizantes de la médico ni los llorosos exhortos morales de mi abuela ni las palizas inmisericordes de mi abuelo, todos tuvieron que asistir a la lenta dilapidación de recursos y posibilidades de que jamás gozaron los hermanos mayores, al desenfado de la civilización derrotada más fácil de sobrellevar que la aspiración a lo que no se es, una solución que al menos incluía la indudable ventaja de salir de aquel mundo dividido, aunque sólo fuera para caer en el tercero. Yo desde luego prefería la habitación antigua, continuamente llena de humo de tabaco, donde mis abuelos miraban la comedia todas las noches, también la habitación de la médico con sus textos especializados y tocadiscos, sus cajones llenos de medias y bragas, el enorme espejo ovalado.
Pero aquella no era mi casa; al cabo de quince años tampoco fue ya la de mis abuelos ni la de mi tía la médico que continuó soltera en una residencia todavía más grande y más al poniente de la ciudad: el proyecto civilizatorio que ésta había planteado a la familia, que a su manera había adoptado mi abuela y que yo había fingido abrazar, había muerto. La indumentaria se degradó. Las navidades no volvieron a celebrarse en aquel lugar ni los años nuevos a ser recibidos con cristalería y uvas auténticas. No hubo más izquierda ni derecha en las sucesivas casas que ocupó la numerosa descendencia, ahora vestida cómodamente de pans y calzando tenis. 'Algo, sin embargo, queda', reflexiono un domingo en tiempo incierto mientras afuera continúa el sojuzgamiento al que están condenadas las naciones derrotadas: 'Estoy solo, al menos. Como siempre. Como ella'.