domingo, marzo 27, 2016

Florentibus occidit annis

Yo, que siempre me burlaba de los malestares psicosomáticos y las alergias por considerarlas trastornos imaginarios de gente hipocondriaca, siento cada año por estas fechas que el diafragma se me expande hasta causarme la sensación de tener un hueso de aguacate atorado en mitad del pecho. No tengo regurgitación ni esa hinchazón de panza que alivia la sal de uvas; da igual si como verduras o granos o carne, si me abstengo del vino o, haciéndome la inglesa, tomo té negro con galletitas; se presenta tanto si la librería tiene sobrecarga de trabajo como si sólo la visita gente que quiere bobear entre los estantes sin comprar nada por hallarse desocupada durante la Semana Santa. El perverso súcubo (no me imagino visitada por un íncubo: ¿quién mejor que los demonios para saber lo que me corresponde?) se instala en mi tórax un par de semanas antes y desaparece unos días después del aniversario luctuoso de mi hijo.
A pesar de abjurar de esta época cargada de cursilería y mal gusto, no pude evitar hablar de él, especialmente cuando la desgracia era reciente, buscando el consuelo de personas no siempre adecuadas, hasta que el pudor o la inutilidad de hacerlo me dejaron a solas con su recuerdo, una soledad que no me exentó de buscar justificaciones para todo lo que sentía y pasaba por mi cabeza. Imagino que es normal que las personas sensatas sintamos vergüenza de lo que pudiera oler a autocompasión, de que algo en nuestra conducta o pensamiento nos haga creer que lo que nos sucede es excepcional y único, cuando lo normal desde siempre ha sido que todo, incluido lo más extraordinario y aberrante, se repita a lo largo de la historia en diversas formas y grados. De modo que si nos permitimos sentir pena, buscamos justificarla racionalmente. Nos decimos, por ejemplo: 'sí, vale, claro que la muerte es de lo más común y ordinario, que aquella hoz ha de segar todo lo que ahora nos habla y mira, lo que nos abraza y da sentido, lo que se mueve y un día no ha de moverse más, por supuesto; claro que ya se han ido los abuelos y algún padre, como es lógico y aun deseable, desapariciones tan entendibles que sus entierros terminaron en animadas reuniones familiares donde no faltaron chistes y alguna risa; sí, desde luego se encajan también las muertes de quienes aun no habían podido hablarnos ni nos han dado tiempo a conocerles un carácter, muertes prematuras que terminan por asimilarse como también se soportan las de aquellos a quienes mató su temeridad o su imprudencia, su fanfarronería, pues les está bien empleado...'. 
Apenas se justifica la pena y viene la lógica a llamarnos a la mesura, insistiendo una y otra vez en lo obvio: 'tu hijo no era un viejo ni un bebé ni se estrelló borracho en un auto luego de llevarse a otros tres por delante, no murió de sobredosis ni por una enfermedad que él se haya causado, todo eso es muy cierto y muy verdadero, pero las estadísticas no son reglas, imbécil, esto es un accidente a su medida: profesional, en el trabajo, cumpliendo con su deber...'. Claramente, aún cuando razono en el sinsentido, aún cuando trato de instalarme en el centro de la maquinaria del azar para disfrazarlo de causa y efecto, percibo en mi discurso no sólo la necesidad de explicar (lo que, aunque entendible, es ya suficientemente disparatado tratándose de un accidente) sino la de armonizar, dar sentido, algo terriblemente desazonador para mi ateísmo porque, aunque no desciende a la necesidad de recurrir a dios ni a iglesias, ni siquiera a un nebuloso más allá o a la esperanza de una inconcebible resurrección, sabe a liturgia, a la necesidad de inventarse un evangelio en torno a la insoportable desgracia de mi hijo, un marco teleológico y laico acomodado al que fue y a la extracción de enseñanzas, de filosofías. 
Y puede que las haya, seguro, para quienquiera que sepa ver hay lecciones en todo lo que ocurre. Pero la verdad es que yo no encuentro ninguna ni consigo concentrarme demasiado en la teoría: si atravieso todas sus partes y resquicios con agotadora minuciosidad, si me encuentro en sueños o despierto frente a la plancha donde he debido reconocer su cadáver de madrugada, si acudo al hospital tras esa horrenda llamada, vomitando por el camino, procurando limpiarme las lágrimas de los ojos, si pienso en las horas que pasé observando el cielo desde la terraza mientras mi hijo era trasladado en ambulancia, si imagino la lluvia infiltrándose por entre las tapias del cementerio hasta alcanzar su cuerpo, si me reprocho pensar y no pensar, hablar y no hablar, escribir y no escribir sobre él, cosas ciertas o ficticias, no es porque espere algo ni porque me lo proponga, sino porque no tengo más remedio al ser mi carácter obsesivo y no serme suficientes todos los asuntos de la librería ni todos los textos ahí guardados ni todos los vivos que me rodean, para calmar mi espíritu.
Me interno en el futuro que no vio, los años cada vez más irreconocibles para él, si volviera: esta casa que hubiera sido suya y nunca pisó, las perras que no pudo conocer, la próspera librería. Repito con Sancho las palabras que me gustaría dirigirle ahora, si lo viera: 'Venid vos acá, compañero y amigo mío y conllevador de mis trabajos y miserias: cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dejé y me subí a las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos'. 
Entonces abandonaríamos Santa Teresa con rumbo sur en el camión de las cuatro y media. Compraríamos frituras para el camino. Nos quedaríamos dormidos mientras anochece, arrullados por el motor, soñando qué duda cabe que nos esperan... 

martes, marzo 22, 2016

Los solemnes payasos

La nota roja de esta periferia de la civilización cuenta en estos días la historia de un payaso que fue agredido en una fiesta infantil por varios de los asistentes, luego de que el niño festejado no ganara un concurso organizado por el cómico. Nada particularmente sorprendente en este país cuya fanfarronería es directamente proporcional a su complejo de inferioridad, ese que está listo para saltar al primer dato cierto o no: los cerdos no están para matices de burla, ironía, comentario ambiguo, insinuación, desliz o simple observación: no vaya a ser que se les tome el pelo, que queden humillados o sobajados, que los tengan en menos esos cuya opinión presuntamente no les importa. Me vale madre, no se cansan de decir, pero no tanto que ante la duda se escoja la prudencia: la finísima madre del festejado ordenó leyó Usted bien: ordenó a algunos asistentes alcoholizados que agredieran al payaso. Ejerciendo de dueña de las voluntades ajenas, juez y parte de un poder judicial instantáneo que halló culpable de ofensas indefinibles al payaso, la nunca bien ponderada señora que a no dudarlo también canta con dinero o sin dinero, hago siempre lo que quiero— no vaciló en echar mano de sus incondicionales que por supuesto están para "apoyarla", no para cuestionar sus arbitrariedades e hizo justicia en una sabrosa mezcla de alcohol, bates de bésibol y puños tan valientes como montoneros. Fiesta infantil en Barbarilandia, ejemplar y edificante.
Así, quien emite opiniones en los tiempos idióticos que corren, ya sabe más o menos lo que le espera: tergiversación, afeamiento de la conducta, elogios desorientados, cuando no una paliza o un tiro en la sien. El escritor Javier Marías, aunque entiende que en tanto articulista que publica sus opiniones en la prensa debe estar hecho a la idea de que se le critique, lamentaba la recepción de airadas quejas no sólo de lo que escribía, sino de lo que el lector creía haber leído, aunque no se desprendiera del texto ni fuese posible leerlo entre líneas. Si publicaba, por ejemplo, la opinión de que no debería haber porcentajes o cuotas prefijadas por sexo o raza en sitios donde lo que importa es la capacidad para realizar una función (un gabinete, el congreso, las cátedras universitarias, por ejemplo), de que las cuotas limitaban la posibilidad de que en un momento dado los más capaces fuesen todos mujeres o todos de raza negra, no faltaba quien leyera en estas mismísimas palabras algo en contra de las mujeres o en contra de los negros o, ya en planos más psicológicos, misoginia, supremacismo blanco, chulería, egocentrismo, engreímiento, pedantería y, en un descuido, mariconez o satanismo. Los que leen mal y están en contra pueden resultar un fardo comparable al de los que leen mal y están a favor: ¿cuántas veces no nos avergüenza que una persona jure estar de acuerdo con nosotros y se deshaga en demostrar que nos comprende y apoya cuando claramente no entiende ni jota? ¿Qué hacer con los hipersensibles e idiotas? ¿qué con los censores y fanáticos?
Puede alegarse que tanto en el caso del infortunado payaso como en el de la continua lluvia de cartas a Javier Marías, el público es demasiado vulgar o amplio como para esperar nada mejor, que en un medio más educado digamos, la universidad las cosas seguramente serán diferentes. Que habrá sitio para el matiz y la comprensión, una tendencia a escuchar y reflexionar antes de soltar una andanada de idioteces o de exhibir la pobreza del propio razonamiento o la deplorable transparencia de los propios traumas. Pues no. En este país, un estudiante de posgrado lo mismo que un vendedor ambulante, pueden quedar igualados en su capacidad para deducir lo que no se dijo e ignorar lo que sí se afirmó, para declarar en un minuto su irrestricto respeto a la libertad de expresión y resentirse al siguiente de lo que, aun sin referirse a ellos, consideran agravio personal. La educación formal, que convence a sus víctimas de que da inteligencia, no hace sino empeorar las cosas al sumar la necedad al bagaje de quien aún es ignorante, privándolo así de la posibilidad de aprender. El individuo convencido de su inteligencia no escucha lo que se le dice ni lee lo que se escribe, sino lo que cree que ha dilucidado entre líneas, detrás del discurso, debajo de la superficie, en una desubicación lógica que, por querer pasarse de listo y no hacer el idiota, pone al contenido completamente fuera de su alcance. Esta selecta crema y nata intelectual no pregunta (puede parecer que no sabe), no se arredra (puede parecer débil), no corrige (sería reconocer que se ha equivocado) ni le importan las contradicciones porque en el fondo está tan incapacitada como el más ignorante para percibirlas.
Así pues, se da el caso de que quien se apasiona por la investigación científica y pasa sus ojos (que no necesariamente su cerebro) por lecturas de grandes divulgadores como Sagan, Hawking o Einstein, ya no en el terreno técnico cuanto en el de los principios científicos de la provisionalidad de la verdad, de la compelling evidence y la lógica, puede muy bien un día hacer de censor en su página de Facebook y suprimir el comentario de otra persona por hallarlo poco conveniente, colocándose discretamente en el primer escalón que lleva al sótano de la hoguera inquisitorial o del atentado suicida; es así como un comentario sobre el clima, el mole o los programas de Chespirito, puede ser recibido como un insulto personal por haber pisado inadvertidamente alguna fibra sensible del acomplejado cerebro de quien confunde la acumulación de datos con el uso eficaz del silogismo; es de esta forma, en suma, como la solemnidad imbécil gana el terreno que antes ocupaban las que siempre se consideraron prendas intelectuales muy apreciadas: el buen humor, la ironía, el sarcasmo, la conversación witty, la burla, sobre todo de sí mismo, porque en el fondo los que saben entienden su insignificancia y se hallan a gusto, sin traumas ni censuras, en ella.

A juzgar por lo que viene quedando, encuentro muy posible que la lady que no consintió payasadas en el cumpleaños de su hijo después de pagar por ellas, tenga título universitario y cómo no hasta un posgrado.

domingo, marzo 20, 2016

La prisión de la cordura

Escribir. ¿Cuántos años han transcurrido desde que me hice el propósito y no he conseguido algo que valga la pena? El largo tiempo de despreocupación adolescente que sólo produjo miles de líneas de tierna basura; el arranque de la adultez cuyos asuntos prácticos secaron la fuente de la poesía; el tiempo embridado de mi matrimonio con Luis Gala donde conseguí el árido tono de un acta notarial. Me digo a menudo que no había márgenes para nada, menos aún en ese largo período que siguió a mi divorcio y en que hube de trabajar intensamente, quién sabe si para sacudirme la sensación de fracaso que me invadía, quién sabe si para compensar la tardía promiscuidad que me llevó de una muchacha a otra hasta parar en Felicia. Pasé como mucha gente siendo la empleada que oscila entre la lealtad y el distanciamiento para con esa abstracción que es la institución o la empresa, aumentando la riqueza de otros a los que nunca vemos. Distrayéndome los fines de semana. Disipándome.
El que no escribe y quiere escribir, no obstante, sigue leyendo. En la ciudad, como es natural, nadie se extrañaba de este hábito y, aunque siempre con discreción, no faltaba quién me diera conversación sobre mis lecturas: una charla ligera, no necesariamente erudita, que lo mismo se daba en mitad de un pasillo al volver a la oficina después de comer que en un restaurante o en un paseo por las calles del centro. Mis interlocutores eran gente capaz de transitar cómodamente por la estrecha senda de la inteligencia sin pretensiones, algo que supongo facilitaba que no fuéramos ni académicos ni jefes, apenas empleados más o menos solitarios, con alguna educación en su haber y la certeza de haber malogrado el éxito, lo que, si bien pudiera parecer negativo, tenía un agradable efecto liberador sobre nuestras conductas: nada de humillar retóricamente ni querer llevar razón, ni conclusiones ni dogmas, todo provisionalidad, transcurso. Con Bacon, como descubrí más tarde, aquellos amigos y yo leíamos not to believe, nor yet to dispute, but to weigh and ponder.
Obviamente, las resacas del fin de semana o la continua negociación con las solidarias abuelas y solteronas de aquella vecindad donde vivía, para que cuidaran a mi hijo o lo recogieran al salir de la escuela, no daban apenas espacio para sentarse frente al escritorio del pequeño cuarto-estudio adornado con multitud de pequeñas macetas en la ventana, encender un cigarrillo y teclear penosamente sobre la vieja Olivetti cuyas cintas y repuestos eran cada vez más difíciles de encontrar. Cuando bebé, había que volver corriendo para ver por qué lloraba; cuando niño, había que sentarse a su lado para ayudarle con la tarea o salir a pasear con él para calmar la culpa de casi no pasar tiempo juntos; cuando adolescente, creí que era una buena idea abandonar la ciudad y volver al lugar donde circunstancialmente nació, el sitio donde su padre y yo nos separamos. Un lugar pequeño, me decía, donde pasaremos más tiempo juntos y yo podré escribir. Un lugar donde podré seguir leyendo y abandonar la disipación que en la ciudad me pasa tan elevada factura; donde podré superar la historia con Luis o reinventarla, escribirla; donde quizá nos vaya bien. Repartí las pequeñas macetas del cuarto-estudio entre mis vecinas, embalé nuestras cosas entre la ropa de mi hijo y la mía, regalé algunos libros a mis compañeros de oficina que lo mismo lamentaban que me fuera como encajaban estoicos mi partida: sus vidas, como la mía, una continua pérdida que de un punto de inflexión en adelante se aceptaba con modesta resignación.
Me mueve a vergüenza recordar mis primeros meses en Santa Teresa, cuando intentaba convencerme de la bondad del lugar y de las presuntas virtudes más o menos campiranas de sus habitantes: de su sinceridad que resultó falsa, de su simplicidad que era paranoia esquizoide, de su amistad que sólo era la ocasión de desplegar la más vulgar envidia material; la libertad sexual reducida a eyaculación precoz y la religiosidad, aún atea, mera fantochada. Hube de volver en el tiempo para consentir un ambiente tan retrógrado como su pequeño círculo de rancheras de sociedad, para seducir señoras convencidas de que lo que hacíamos no las hacía bisexuales, para no tomar a mal que sólo se entendieran los libros como inexplicables adornos para vitrinas. Hube de hacerme violencia mientras mi hijo completaba sus estudios y yo hacía lo necesario para dejar de ser empleada poniendo una librería, no tanto por interés cultural o de negocios, sino por extender lo que hasta entonces era privilegio de las vacaciones: el derecho a escoger a quienes me rodeaban, aunque sólo fuera mi hijo.
Cuando tenía quince años, en una edición en cuatro volúmenes de los que leí sólo dos, conocí el Quijote. A pesar de ser mujer, me veía armada caballero y viviendo aventuras por los campos, jurando lealtad a una Dulcinea que algunas veces tuvo el rostro de mis compañeras de secundaria y otras el de vecinas más o menos lúbricas. Me veo claramente con uno de esos volúmenes de duras tapas verdes en las manos, sentada en una roca frente a la barranca de Huentitán o mirando desde la azotea de la casa de campo de mis tíos la ahora extinta laguna de Atotonilco, o a un costado del camino a Talpa durante alguna peregrinación incierta de Semana Santa, o con los dedos de los pies y las posaderas llenas de la obscura arena de la playa de Guayabitos, fantaseando entusiasmada con que lo que tenía delante eran las entrañas de Sierra Morena, la Cueva de Montesinos o las lagunas de Ruidera. Un entusiasmo loco me poseía y entonces me ponía a escribir poemas con entera libertad, a darle a mi diario el aspecto de una aventura quijotesca con héroes y villanos entre los que mi madre advertía trasuntos de la vida familiar y ejercía de censora arrancando un poema erótico aquí o una diatriba contra mi padre acá. Entonces ignoraba cuánto debía mi espíritu a los paisajes que me rodeaban; años después, cuando dejé la ciudad junto con mi hijo, supe también cuánto le debía a los amables oídos de mis amigos, caballeros derrotados todos, con los que aún podía reproducir el ambiente desenfadado y fraterno de una cena del Siglo de Oro en alguna venta de la Mancha.
Hace poco reemprendí la lectura del Quijote, terminando los cuatro volúmenes que dejé a la mitad hace ya más de tres décadas. Lo hice en el estudio que mandé construir entre la librería y la casa que compartimos Felicia y yo, un sitio que bien podría ser adecuado para escribir porque no llegan a él más que los murmullos del viento o los ocasionales ladridos de las perras. Un sitio, con todo, estéril, donde no se conversa ni se escribe, tan lleno de libros como ayuno de ideas. Descubrí, con pena, que en toda la extensa planicie de Santa Teresa no había un sólo sitio por donde pudiera salir un día para internarme en el bosque con mis armas, ni una sima a la que descender para hacer penitencia, ni un vaso de agua en cuyas orillas pudiera tener una siesta profunda y en ella un sueño vivísimo donde volviéramos mi hijo y yo a conversar como antaño y decirnos '¿Has visto qué gente más hosca y primitiva? ¿Los autos de cristales obscuros que disminuyen la marcha mientras andamos por la ciudad? ¿Las mujeres que quieren casarse y tener hijos? Debemos irnos pronto de aquí antes de que nos despierten, huir de esta cantina polvorienta y zorruna, cuna de tu padre, oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento. Ve tú primero y luego yo te alcanzo. Que no nos mate su cordura, que no nos ahoge su cieno de números y leyes. Ve y luego iré yo. ¡Ve, hijo mío! ¡Huye!'.
Mi hijo se fue. Pero ya no puedo alcanzarlo. Y desearía morir como Don Quijote excusándome de mis lecturas, de mi perversión que ahora tiene nombre de Felicia, de los paisajes a los que ya no puedo volver porque quizá nunca existieron. O escribir.

sábado, marzo 12, 2016

Libertad en el cajón

Parece que el sector más educado del mundo cultiva la idea de que los Estados Unidos es un país inculto y vulgar, que ha conseguido su riqueza por la fuerza bruta del capitalismo más agresivo; que los norteamericanos son pragmáticos, eficaces en la consecución de objetivos concretos, alejados de la vida contemplativa; que mantienen una estrecha relación con la ciencia sólo por las ventajas tecnológicas que reporta, pero no porque estén casados con sus principios, aquélla tan sujeta como el resto de las cosas a la ley de la oferta y la demanda; que el confort y la riqueza conseguidos en medio de un analfabetismo cultural generalizado han vuelto irresponsables a las generaciones más recientes, produciendo fenómenos regresivos en relación con las libertades alcanzadas en el pasado. ¿Ha conocido la libertad en los Estados Unidos mejores días? ¿Cómo se mide su salud? ¿Cómo se compara con la de otros sitios?
En las clases medias y altas de países subdesarrollados como México o Brasil, prevalece la convicción de que, a pesar de sus profundas diferencias sociales, el tamaño y recursos de sus países los dejan a escasa distancia de los del primer mundo. Como si todo fuese un asunto material, la cuestión de la libertad, como muchas otras más o menos abstractas, se mira de soslayo. No tratándose de regímenes totalitarios, se da por sentado que la libertad existe sólo porque la hay de carácter civil o porque circulan periódicos de escasa distribución y bromas acotadas e ineficaces sobre los políticos. La incapacidad del Estado para garantizar la seguridad de los periodistas se considera un caso aislado en burbujas geográficas (sierras, zonas remotas) o temáticas (narcotráfico, delincuencia organizada); la falta de acidez de caricaturistas y críticos para con asuntos más amplios que el de la política no se ve con sospecha porque al fin y al cabo la ley no impide esa crítica y son los pueblos los que declinan su ejercicio. Que la arbitrariedad policiaca o gubernamental merme la libertad de las mayorías empobrecidas es asunto de reportajes con guión más o menos predecible, pero no un elemento significativo para considerar que el ejercicio de la libertad la libertad de las clases media y alta, la libertad que cuenta está limitada. ¿Para qué usan pues los márgenes, amplios o estrechos, de libertad de que disponen?
Además de los tradicionales medios de prensa y televisión donde el periodismo profesional se hace cargo de temas clásicos como la política (y lo hace a lo largo y ancho de todo su territorio, sin centro político ni geográfico), los Estados Unidos llevan el ejercicio de la libertad a terrenos en donde otros países no consiguen ni la universalidad ni la eficacia de ellos. Su masiva producción de programas de televisión, caricaturas y películas, consumidas en todo el mundo sin distingos de matrices culturales, pueden ser desde luego todo lo cuestionables que se quiera en términos de calidad o contenido; pero lo que decididamente reflejan es una sociedad volcada al ejercicio de su libertad y con una amplísima capacidad para la ironía, el sarcasmo y la acidez crítica. Una libertad, todo sea dicho, no exenta de conflictos que desembocan en demandas y tribunales, es decir, en aquellos sitios de que la ley dispone para la resolución de presuntos daños morales, difamaciones o calumnias. Una libertad que no debiera arredrarse por la amenaza cumplida de los terroristas islámicos, los grupos ultraconservadores, la rigidez y solemnidad de los intelectuales de izquierda, la mayor o menor comprensión de una población alejada de todo matiz en su concepción del mundo.
¿Qué ofrecen países subdesarrollados y aspiracionales como México o Brasil, como Turquía o India, a cambio? ¿Hay algún producto del ejercicio de su libertad que no sea inocuo? ¿Algo que no se encuentre afectado de provincialismo? ¿Son concebibles caricaturas como Daria, South Park o Family Guy en México? ¿Es posible que alguna vez aparezca una serie original y no derivada como las de House o Queer as Folk? ¿Alguna vez habrá algo como un Seinfeld turco o, como mínimo, el carácter cáustico debajo de los argumentos de series aparentemente inofensivas como la de Malcolm? En los años setenta, todavía al comienzo de la integración cultural del mundo a la que ha conducido la inmediatez de los medios de comunicación y la abundancia de combustibles para el transporte, hubo esfuerzos poco preocupados por la calidad o la escasez de recursos, que produjeron antihéroes como el Chapulín Colorado o programas orientados al mundo como Odisea Burbujas. Productos que, si bien podemos juzgar de ineficaces y cuestionar su universalidad, fueron originales y resultado del ejercicio (limitado) de la libertad. Productos que reflejan un desenvolvimiento muy alejado del complejo de inferioridad que décadas después se instaló entre los mexicanos haciéndolos abandonar hasta la intención de realizar programas originales para reemplazarlos con franquicias de programas norteamericanos.
¿Cómo entonces puede decirse que la libertad en los Estados Unidos goza de mala salud o que la de los países subdesarrollados es buena? ¿Cómo se sostiene la vitalidad norteamericana si la inmensa mayoría de su población es presuntamente vulgar y culturalmente analfabeta? El caso europeo, con no ser tan jovial, no parece reflejar las inconsistencias del norteamericano: una población más adulta y mejor educada produce y recibe productos de buena calidad intelectual. Y esos productos serios y agudos también han levantado ámpula conservadora o fundamentalista, con las horribles consecuencias que, por fortuna, el europeo promedio asume como costos laterales sin que se le ocurra sacrificar las libertades que le llevó siglos alcanzar. Coincidentemente con este despliegue creativo y crítico, los países desarrollados alcanzan cotas más altas en las ciencias y las artes. ¿Por qué pues en el subdesarrollo, donde formalmente existe la libertad para todo ello, no se ejerce?
Una pista: la cultura, tanto la que se adquiere por educación formal como la que resulta de los usos y costumbres, es un producto insidioso y de lenta modificación. En los países subdesarrollados puede haber libertad por ley para criticar los mitos religiosos relacionados con la virgen o para caricaturizar lo que un individuo encuentra criticable en una institución pública, pero prefiere emplearse dicha libertad en publicar un meme idiótico en internet o una broma privada de carácter inocuo. Está tan interiorizado el hábito de no tocar una gran cantidad de temas, de afirmar que hay libertad de expresión siempre que no se falte al respeto (!), de que han de cuidarse los resbalosos conceptos de decoro y decencia, que la población, ignorante y despreocupada, con más ánimo de pachanga que de verse criticada en programas o caricaturas, no usa más que aquellas libertades para cuya ejecución no se opone resistencia. ¿Cómo no ver en esta fachada de libertad habitada por el vacío la causa de que sus productos los programas de televisión, el cine, la literatura, hasta el desarrollo científico y tecnológico que tanto deben a la libre discusión de las ideas sean de mala calidad o no existan?
En las series norteamericanas vemos a personajes públicos caricaturizados, al racismo expuesto, al feminismo criticado, a la solemnidad lastimada una y otra vez con inteligencia y humor, en temas presuntamente delicados como el aborto o la homosexualidad, el consumo de drogas o la guerra. En contraste, los productos de nuestra libertad son chistes acartonados para consumo local y folclor, el jolgorio del fin de semana y la capacidad de subir el volumen de las propias bocinas para molestar al vecino. Incluso nuestros debates presidenciales tienen la vivacidad de una maqueta.
¿Hasta cuándo?