lunes, junio 22, 2009

Non sequitur

Nubio tenía visiones. Especialmente cuando se sentía amenazado por los problemas de la vida cotidiana su cerebro se regía por una paranoia no exenta de lógica y sentido. Relaciones delirantes, causas inextricables y perspectivas fabulosas surgían entonces a partir de cualquier insignificancia con una fuerza de persuasión irresistible. Es así que esta mañana presenció en cinco minutos la evolución del edificio blanco, sede del laboratorio en el que trabajaba, desde su actual emplazamiento hasta la desaparición del menor vestigio del mismo. Su visión resumía poco más de diez mil años de historia, aunque sólo quinientos bastaron para que toda presencia humana desapareciera bajo un cielo gris violáceo y una secuencia de lluvias ácidas redujera las paredes a escombros. Gruesas capas de arena enterraron las ruinas y nuevos océanos inundaron el lugar convirtiéndolo en su lecho. Una explosión de lava completó la destrucción haciendo hervir las aguas en que desconocidas bestias marinas se desplazaban a gran velocidad en densos cardúmenes.
Nubio entró al edificio. Sobre su escritorio encontró de nuevo los formularios de adhesión a la Sociedad Bienpensante a la que, por razón de edad y circunstancia, pero sobre todo por ley, estaba obligado a adherirse. Un agudo dolor metálico que había tratado inútilmente de calmar con un cóctel de analgésicos y hierbas volvió a recorrer el camino entre su oído izquierdo y la barbilla, pasando por todos los dientes. Sudando, en medio de un ligero mareo, cerró los ojos y se vio abandonando el laboratorio por la puerta de emergencia del segundo piso, tropezando, cayendo de costado, gritando a los agentes del orden que le dejaran en paz, sintiendo el calor de su propia sangre que escurría por la pantorrilla desde un orificio de bala perfectamente delimitado.
Nubio alucinaba. “
La creencia en un dios o dioses yo la considero perfecta”, repetía a los paramédicos de la ambulancia camino al nosocomio. Sus colegas coincidían en que llevaba una semana sometido a grandes tensiones, valorando qué hacer con su vida, hablando de puntos de inflexión y encrucijadas. “Tengo ahora trece años, cinco meses, dos días, diecinueve horas de estar avanzando hacia ese despertar que por razones obvias ha de llegar”, encontraron escrito en al menos quinientos archivos de su computadora fechados el 22 de junio de 1989. “De cualquier manera su contrato terminaba en agosto”, concluyó su inmediato superior con un gesto de tranquilizadora neutralidad. “Por una vez hace calor aquí, ¿eh?”, completó rematando con una carcajada.
Nubio resolvió crucigramas, problemas, contestó preguntas. Clarividente, explicó a una docena de médicos las situaciones que podían inferirse del simple contacto visual con ellos, proporcionando detalles, formulando deducciones, permitiéndose consejos. Vio con peligrosa empatía el origen alcohólico detrás de la alineación de plumas en el bolsillo de un oncólogo, su mal humor circunstancial, la voz forzadamente grave con que procuraba sobreponerse a las burlas de sus compañeros de primaria. Mirando al techo para contener las lágrimas le pidió a una enfermera que dejara de acobardarse ante las ricas sugerencias de una vida onírica diez veces más placentera que la vigilia. Durmió desde las seis de la tarde hasta las nueve de la mañana, pensando en blanco
.
Nubio es un hombre grande, un gran hombre. Pero sus visiones le impiden funcionar en períodos de angustia porque exceden con mucho el ritmo de la lógica de los hombres. Afasia, dicen los médicos. Asincronía, dicen sus colegas. Su madre cree que está loco, pero hace años que no lo ve. Esta mañana de 22 de junio abre los ojos en el hospital, pide disculpas, le da la mano a Guillaume el psiquiatra y a Hugues el neurólogo. Se retira con una gran botella de agua para calmar una sed de roca mientras toma el taxi de vuelta a su habitación. El conductor no tiene rostro, no habla, pero Nubio escucha su pensamiento decir “El verano es un mal tiempo para morirse en busca de la felicidad y de la salvación”. Reminiscencias, supone, de un día de estrés extremo
.
Ya está en su habitación y descubre con terror que nunca se ha ido. Hay miles de páginas escritas, el calendario fijo en el 22 de junio de un año que no puede leer. Nubio tiene visiones. Visiones de un 22 de junio en que no puede morirse. Un día de verano en que los edificios revelan su futuro hasta la última extinción. Tengo hambre, tengo sed. Creo que tengo familia. Nubio alucina o resuelve crucigramas. Tiene un trabajo en el edificio blanco. Nubio tiene que subir a un avión, no más taxis. Creo que tocan a la puerta. Abre. Guillaume el psiquiatra y Hugues el neurólogo están aquí, para extirpar el futuro.