miércoles, octubre 31, 2007

Renuncia

–Vengo a renunciar- dijo lo más tranquilamente que pudo, si bien no consiguió sostener la mirada de su jefe que ladeaba la cabeza en actitud concentrada.
–¿Cómo? ¿a renunciar? ¿por qué?- soltó el francés haciendo un esfuerzo por compensar su sorpresa con una indiferencia profesional.
Entonces comenzó a mentir. O a rematar sus viejas mentiras. Inventó motivos incontestables aun a sabiendas de que no serían creídos: su presunta mujer en Colombia, su madre que ya estaba desempleada y cuya enfermedad se agravaba, el próximo fin de su quinto contrato semestral. Tenían buen cuidado de no ofrecerle una plaza fija, los franceses, ahorrándose así compromisos engorrosos de lo que se denomina seguridad social. Fraternité, le llaman.
–Estoy muy agradecido con la oportunidad que me brindó, con el equipo del laboratorio y con la misma Francia, pero no puedo prolongar mi estancia más.
–¿Por qué no traes a tu familia?- volvió a preguntar el francés como tantas otras veces en reuniones y congresos, en la plática del café y al regreso de las vacaciones. Y tuvo, una vez más, la misma respuesta.
–Mi madre no soportaría el clima ni mi mujer querría cambiar de residencia. Lo siento, no tengo más remedio que irme.
Había resistido más allá de lo que su indolencia le autorizaba, de modo que ya era hora de correr la suerte que había tratado inútilmente de evitar desde que empezó a trabajar quince años atrás, cuando terminó la carrera. Entonces encontró trabajo fácilmente sólo para comprender enseguida que no estaba hecho para eso, que no soportaba el mundo ni sus reglas, que no había más que tareas idiotas esperando y compañeros cretinos en cualquier parte. Intentó negar la evidencia cambiando de trabajo, de país, de empresas, comprometiéndose al pago de una hipoteca en su natal Medellín sólo para largarse luego a Europa y nunca habitar el pequeño piso con terreza colgado de las montañas del oeste colombiano; había intentado hacer amistades duraderas o, por lo menos, sentirse a gusto en la compañía de los que el azar ponía a su lado en los distintos empleos, pero no pudo lograrlo en ninguna parte, ni entre sus compatriotas a quienes terminó detestando ni entre los extranjeros que le ignoraban cordialmente más allá del trato laboral; había hecho un esfuerzo por aceptar con naturalidad los saludos de cada mañana con las preguntas de siempre, por comprender y compartir el ánimo gregario de los demás sin reparar en la hipocresía o el sinsentido, pero luego de levantarse aquella mañana de lunes sólo sentía asco, un asco universal que no podía contener ni mitigar de ninguna forma, que no se redujo al vestirse para salir ni desapareció cuando por fin se instaló en su escritorio con vista a París. El día había llegado, comprendió: era hora de anunciar su retirada.
Una retirada que, sin embargo, nadie parecía entender como tal, ni siquiera su jefe que, recuperado de la sorpresa inicial, terminó deseándole éxito en lo que decidiera emprender. Emprender. Como si no hubiese advertido que su renuncia era no sólo a este trabajo, sino a cualquier trabajo. Como si no hubiese comprendido que su nuevo éxodo era sólo la superficie de una huida mayor, lejos del mundo y de los hombres que lo poblaban. Como si todavía hubiera manera de devolverle el sentido al hombre que salió ese mediodía de aquel edificio de La Défense con rumbo desconocido, a pie, sin que nadie más volviese a saber de él.