miércoles, mayo 31, 2023

El antes y el después

Hay un pasaje en El Evangelio según Jesucristo en que su protagonista entra muy de mañana en el lago Tiberíades a bordo de una barca mínima y, sin importarle la densa niebla que se ha asentado sobre las aguas, rema en ellas hasta encontrar un breve claro donde, rodeado por la cerrada bruma, recibe al poco tiempo al Diablo, que se acerca nadando, y a Dios, que sencillamente aparece de pronto sentado en el otro extremo de la barca. Aunque pareciera que el encuentro ha sido convocado por Jesús, las dos entidades hablan de su futuro como si él no estuviera presente y, sin contar apenas con su intervención, aquello termina tan enigmáticamente como comenzó, con Dios desapareciendo repentinamente y el Diablo alejándose a nado, entre la niebla, hasta que sus movimientos en el agua no se escuchan más; luego Jesús rema un poco, el banco de nubes se levanta y en la orilla del lago lo reciben María Magdalena, amigos, discípulos y curiosos, alegres de comprobar que no se lo ha tragado el misterio.
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Aquella mañana de agosto había tenido un sueño en que estaba en una comida familiar luego de andar buscando un lugar para tomarme un whisky con unos amigos. En la comida estaba sentado entre mi abuelo (a la izquierda) y mi abuela (a la derecha); frente a nosotros estaba mi tío Humberto. Mi tío Javier estaba al otro extremo y hablaba de Tomás Moro y La ciudad utópica (en realidad Moro escribió un libro llamado Utopía que jamás he leído). Mi abuelo le decía a Humberto que quería las partituras de una canción que él estaba tarareando porque quería tocarla en guitarra. Yo tomaba las manos de mi abuela, como solía hacerlo de niño, para jugar con sus uñas. Estaba muy maquillada y le decía lo bien que se veía, pensando que era bueno que, pese a estar muerta, siguiera saliendo. La abracé muy fuerte y me di cuenta de que cabía en su regazo como si fuera un niño. Entonces desperté. 
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Una mujer tatuada y sucia daba voces zarandeando la reja de la casa mientras él seguía durmiendo. Me puse de pie, fui a atender a la mujer que quería dinero por barrer la entrada, di de comer a las perras y preparé el desayuno. Fui a despertarlo para que viniera a comer y, pese al ya muy ensayado cariño con el que me dirigía a él, no pude continuar la representación cuando contestó de malas a algunos de mis comentarios. Esta vez, sin embargo, no escalaría la discusión. No habría aspavientos ni cachetadas, no habría lágrimas ni empujones a la entrada de la casa. Era domingo. Al día siguiente debía empezar un nuevo ciclo escolar. 'No puedo hacerlo', empecé, 'de verdad lo siento, pero no puedo hacerlo. No podemos continuar'. Él adoptó el aire digno y ofendido que siempre mostraba en estas circunstancias, aceptando desde luego la invitación a recoger todas sus cosas e irse. Tuve la tranquilidad de decirle: 'El desayuno está listo. ¿Qué te parece si comemos y después recogemos todo para que te vayas?' Él aceptó.
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Un día después de que se fue tomé El Evangelio según Jesucristo y lo leí como había hecho veinte años atrás, en otro agosto, en otra ciudad. En aquel entonces me pareció ver similitudes entre el pasaje de la niebla en el lago y el breve limbo que separó mi vida artúrica pre-europea de los muchos años que siguieron allende el Atlántico: el gris blancuzco de la bruma cerrada como cortina que nos separa del descubrimiento, la propia inquietud mera fascinación ante lo desconocido, la juventud que se abre creyendo que lo que ha escuchado decir a Dios y al Diablo no significa nada, apenas un mal sueño que disipa el viento. Veinte años después, sin embargo, la misma escena me pareció la pesarosa corroboración del vaticinio de soledad que me hiciera la vida misma desde la más tierna infancia, un callejón sin salida cerrado sobre sí mismo, gobernado por la confusión... 
Pero no había muerto aún y, desde la otra orilla aún lejana, invisible, llegaban voces llamándome. O era mi cabeza...