domingo, noviembre 04, 2012

Un mundo verdadero

A Arturo...

Es como si nunca hubiera ocurrido, como si estuvieran muertos. Me relaja poder estar aquí, contigo, contándote detalles de personas lejanas que quizá no vayas a conocer jamás y que tal vez me haya inventado para rellenar tiempos pretéritos. Te esperé mucho tiempo e hicimos planes, ¿recuerdas? Esperé, esperamos, tal vez yo con más impaciencia que tú, metido como estuve frecuentemente en intentos no siempre honestos de mirar al fondo de las personas creyendo que una vez instalado ahí no habría más mentira ni simulación ni necesidad de maquillaje. Me equivocaba, lo sé; lo sabía entonces, pero siempre tuviste buen cuidado de dejarme paliar tu ausencia con gente objetivamente inferior: a veces por su poca cabeza, a veces por su mala entraña, otras por su incapacidad para renunciar a poses o por su manifiesta deslealtad. Admiré durante esos años que no necesitaras más compañía que la mía y hubiese querido ser como tú, imitar la repulsión orgánica que te apartaba de farsantes y engañabobos, la tajante separación que hacías entre lo poco que importaba y lo mucho que no, pero no pude; puede decirse que no estaba en mi naturaleza y a la preferencia que me dispensabas respondí con asimetría, no sólo yendo una y otra vez hacia los demás hasta que me prodigaban su abandono o desinterés y la inconstancia segaba cada una de sus promesas, cada uno de sus votos, sino también con una atención inferior a la tuya, una reciprocidad tronchada que merecías completa a pesar de lo claras que eran las reglas entre nosotros (¿y cuándo la claridad ha vuelto virtuoso lo que está enviciado?). Sé que ahora, desde esta terraza y a salvo de nuestro país, extranjeros ambos ya no sólo de nuestros hábitos de cama sino también del lenguaje y las referencias locales, hacer repaso de agravios es ocioso. Nos tenemos cabalmente como cuando íbamos de vacaciones y no había más tiempo que el nuestro y dependíamos uno del otro para salir bien librados del trato con los demás, a veces cortésmente, a veces rozando el peligro, cómplices de mil exploraciones para conseguir volver a la habitación, quedarse en calzoncillos y sentados sobre la cama consumir una cena en medio de risas y televisión, llenando de migajas las sábanas donde nos revolcaríamos más tarde. Un mundo verdadero. Habrás experimentado lo mismo que yo con la inmensa mayoría de la gente que se nos acercaba: su afecto deficitario, su egoísmo a toda prueba, la mirada que sólo puede leer entre líneas porque nunca curó su complejo de inferioridad y el doloroso espectáculo del esnobismo y la impostura como pruebas de sofisticación e inteligencia, que no de inseguridad y vacío. Sabes que amé a muchos enfermos y aun enfermé en no pocas ocasiones, pero nunca contigo, ni siquiera cuando teníamos la coartada de la juventud ni cuando los años nos sugirieron coquetear con el aburrimiento: no lo conocimos. Qué cerca estuvimos de claudicar y encerrarnos en el desierto como quien escoge un final y no un principio. Qué dulce veneno el de las horas y las estaciones de Santa Teresa que se acumularon pacientemente como en un embudo para desembocar en ese buen día en que dejamos todo y nos fuimos a otro país y no nos importó más que tenernos y apostar por esta breve terraza del viejo mundo con sus turistas paseando cerca del puente y su radio a bajo volumen como fondo y las conversaciones animadas de las mesas contiguas y los tejados de zinc y los estanques donde se refrescan patos y cisnes y la estólida indiferencia del tiempo desterrado, a salvo de la incomprensión, la envidia y el desasosiego...
¿Qué hora es?