lunes, septiembre 28, 2009

Estambul

A Fernando Morgado Dias
No sin cierta consternación me enteré pocos días antes del evento que también mi jefe y su esposa venían a Estambul con motivo de la Conferencia Europea de Arqueología (sic), lo que desde luego echaba a perder mi madurado propósito de contemplar un país extranjero con ojos solitarios, la mejor manera de asistir a cualquier sociedad por cuanto garantiza la objetividad y minimiza los prejuicios. Ahora ocurriría todo lo contrario, pues al par de franceses instalados en Madeira nada les entusiasmaba más que dejar sentada su presunta superioridad mediante la elaboración de veloces juicios contundentes, bromas absurdas para ilustrar su amplio criterio y el despectivo despacho de las opiniones ajenas como si de mera estulticia se tratase. Era terrible.
Los primeros dos días sólo nos vimos por la noche, pues para evitarlos asistí a cuantos seminarios tuve oportunidad e impartí dos charlas más sobre mis recientes investigaciones (entonces proponía una interesante teoría con no pocos avales sobre el origen persa de más de la mitad de las columnas bizantinas de la cisterna de Santa Sofía: naturalmente todo resultó falso). Luego de cenas frugales sólo tangencialmente turcas (el matrimonio apenas probaba lo que no le fuera familiar, expresaba una opinión aprobatoria y un comentario sesudo al respecto, y luego volvía rápidamente sobre sus acostumbrados vinos, quesos y café) nos metíamos en el río de gente que iba desde la plaza de Taksim hasta el viejo puente de Gálata, no tanto porque el paseo nos entusiasmara, cuanto porque yo había insistido en él con el mal disimulado propósito de abrumarlos con el gentío y agotarlos físicamente con el largo regreso cuesta arriba hasta su hotel. No obstante, el matrimonio aguantaba el paso y hasta se permitía alcanzarme de vez en cuando para compartirme alguna de sus agudas observaciones:
–Los turcos tienen características arias, ¿no te parece, querida?
–Son guapos, no cabe duda, pero qué mal gusto tienen para vestir, ¡Dios Santo! ¿Has visto esos zapatos espantosos?
–Son producto del mismo tipo de mestizaje que se observa en Madeira o en cualquier país latinoamericano, por favor, no hagáis como si ello os sorprendiera.- insistía tratando de cortar de tajo una conversación que se venía cargada de acicalado racismo y prejuicios debidamente perfumados.
–No, no, no. En París hasta los jóvenes de la banlieu tienen un sentido de las proporciones muy superior al de esta gente, por no hablar de la virilidad que es aquí un asunto tan cuestionable…
–¿De qué hablas?- pregunté mientras la esposa reía con esa timidez estúpida de aristócrata venida a menos. Ella contestó en su lugar.
–Pues muchos caminan cogidos del brazo, mira, y se besan en las mejillas sin pudor alguno, por no hablar de los colores que francamente…- la interrumpió su marido:
–Es la ambigüedad pronunciada de cualquier país subdesarrollado, te lo digo yo, coño, que tuve cursos de sociología en la Sorbona. Es un hecho que el mestizaje, la pauperización económica y la explosión demográfica conducen a esta laxitud moral, luego de la cual la prostitución, la homosexualidad y otras ambigüedades proliferan aun en medio de sociedades conservadoras, qué digo conservadoras, ¡hasta musulmanas! ¡ja, ja, ja!
Me quedé callado y apreté el paso. Desde luego había notado las diferentes muestras de afecto entre los turcos, pero en ningún momento fui tan estúpido como para creer que a la mitad del país le gustaba que le dieran por culo. El matrimonio francés, sin embargo, parecía no tener remedio contra sus acendradas opiniones. Ya era tarde para cambiar nuestros planes de mañana –visitaríamos las murallas de Teodosio acompañados de colegas turcos- pero estaba seguro de encontrar la manera de escaparme de una tercera noche de cenas ridículas y comentarios insoportables. Me haría el perdidizo examinando los arcos, tomaría un taxi en el bulevar, pasaría la tarde visitando mezquitas y mirando el Bósforo desde alguna colina.
Cumplí mis planes al pie de la letra, pero algo alarmante me esperaba en el hotel: un mensaje de la esposa de mi jefe pidiéndome que me comunicara con urgencia sin importar la hora: era la una y media de la mañana. Pedí que me comunicaran y pasaran la llamada a mi habitación; me quitaba los zapatos con los pies adoloridos de tanto andar cuando el teléfono sonó. La esposa de mi jefe lloraba histérica del otro lado:
–¡Ayúdame por favor, ven pronto! Mi marido está detenido, Dios Santo, ¡estos salvajes lo van a matar, por favor!
–¿Qué ha pasado? ¿Por qué lo han detenido?
–Fue en el Antiguo Hammam, alguien quiso golpearlo, no sé, ¡no entiendo nada! ¡por favor ven enseguida!
Colgué el auricular y con gran pesar volví a ponerme los zapatos. Veríamos si mis conocimientos de turco daban lo suficiente para arreglar lo que parecía un gran malentendido. Veríamos también si la policía turca era tan temible como en las películas. Midnight Express, my friend, dije para mis adentros…
Luego de pasar a su hotel, la esposa de mi jefe y yo llegamos a la comisaría de Sultanahmet, donde hombres bigotudos y ya no tan feminoides nos explicaron la situación de mi jefe. No podía dar crédito: se le acusaba de intentar seducir a un menor de edad en los baños turcos del Antiguo Hammam. Procuré no explicarle nada a la llorosa esposa hasta que estuviera seguro de los cargos, las consecuencias y las posibles soluciones. Hablé con la parte acusadora: un hermoso chico de diecisiete años que fumaba despreocupadamente y al que no le interesaba negociar nada; hablé con el abogado de turno: un hombre obeso que despachaba unas sardinas con yogurt en mi presencia mientras me aclaraba que el delito era grave; hablé con la policía y me mostraron el vídeo de los baños donde, para mi sorpresa, no cabía ninguna duda de que mi jefe trataba de ligarse al adolescente. Finalmente hablé con el francés, que parecía haber perdido la razón y no enterarse bien a bien de lo que le esperaba:
–Esto es muy grave, tienes que llamar a la embajada, no parece que vayan a soltarte pronto; es más, parece que mañana te trasladan al centro de detención de Esmirna.
–Estos imbéciles, chulos y déspotas, guapos y prostituidos, estos imbéciles…
–Te digo que lo olvides, no tiene importancia. No le he dicho nada a tu esposa porque…
–Su manera de vestir, su manera de moverse, estos imbéciles tan maricones que no pueden menos que corromper al hombre decente y apolíneo, porque fíjate bien que esta es una guerra entre Dionisios y…
–¡Hey, cálmate! Trata de concentrarte en lo importante porque…
–¡No me puedo calmar! El orden se ve carcomido en este medio purulento, la decadencia es bizantina, lo que sólo se agrava con la contaminación turca, ¡lo leí en Mi lucha, de verdad!
Volví a Madeira solo. La esposa ha vuelto a París convencida de que los países meridionales sólo traen la locura. También ha cambiado de nombre.

lunes, septiembre 14, 2009

Noche en casa de los Kruszewski

Recargado en la baranda del patio de los Kruszewski, luego de que éstos se retiraran a la buhardilla donde dormían y me dejaran preparado el sofá-cama donde pasaría la noche, encendí uno de los cigarros que me sobraban del viaje y me pasé la mano por el rostro como sacudiéndome el cansancio de las diez horas de vuelo o el todavía mayor de entablar largas conversaciones en inglés soportando el fuerte acento polaco y la entrecortada dicción de mis anfitriones.
Sobre la mesa aun estaban las cajas con las pocas pertenencias de Taylor, quien pidió que me mandaran llamar hasta Berlín para hacerme cargo de sus cuadros, una vez que estuvo seguro de que su desaparición era inminente. Hasta aquella llamada inoportuna de los Kruszewski –en medio de una cena romántica que hubo de quedarse en eso por aquella interrupción- no había tenido noticia ni de la enfermedad ni de las dificultades económicas del pintor inglés que, una vez más y de modo definitivo, se había separado de su nueva mujer para vivir una trasnochada soltería en compañía de un viejo matrimonio polaco que, según me dijeron, se limitaba a rentarle el cuarto de estar, darle de comer y, llegado el momento, a inyectarle morfina. El propio Sr. Kruszewski, médico retirado, le diagnosticó la enfermedad.
Taylor tenía varios años sin comunicarse conmigo, lo que consideré perfectamente normal no sólo porque nuestra amistad se agotó en Chicago, sino porque me fui a Berlín con su todavía esposa, Sharon, quien obviamente me dejó al poco tiempo. El pintor no le tenía particular aprecio a su mujer, la golpeaba borracho, le robaba el dinero y encima la culpaba de su escaso éxito como artista, cosas todas que no obstaban para que Sharon siguiese a su lado a fin de hacerse perdonar –ahora lo veo claro- su incurable ninfomanía, misma que la había hecho abortar varias veces y abandonar a un par de niños cuyo paradero ignoraba. Taylor nunca la retrató ni se inspiró en ella para ninguna obra, empeñado como estaba en hacerse famoso vendiendo autorretratos. Y ahora ahí estaban sobre la mesa, perfectamente empaquetados, los últimos cuadros de Taylor y algunos más que rescató de su viejo domicilio conyugal.
Algo parecido a disparos se escuchó a lo lejos, seguido de una patrulla. Hacía varios minutos que el cigarro se había consumido entre mis dedos hasta quemarme, varios más habían transcurrido en ese estado de catatonia que sigue a todo viaje trasatlántico, algún otro se perdió en pensamientos obsesivos que intentaban poner en orden lo que venía ocurriendo, como si el hecho de narrarlo para mis adentros pudiera fijarlo y hacerlo manejable. Engaños. Cerré la puerta de la baranda y me puse a inspeccionar las cajas de Taylor bajo un foco de cuarenta watts que se encendía y apagaba por medio de una cadenilla oxidada
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Casi todos los cuadros eran nuevos para mí, aunque Tesoro lo conocía desde los tiempos de Sharon: Taylor aparecía con la nariz deformada, a medio camino entre una rosa y una herida, la mirada no estaba suficientemente bien lograda y había usado tanta pintura para el cabello que el resultado estaba más cerca de la escultura o el grabado. Sharon había conseguido un excelente comprador para ese cuadro, un polaco, por cierto, de apellido excéntrico e impronunciable. Naturalmente. Taylor decidió no vender el cuadro porque estaba seguro de que Sharon se había acostado con el magnate. Yo estaba presente en aquella ocasión cuando, borracho una vez más, la golpeó artísticamente salpicando el cuadro con tres gotitas de su ninfómana sangre. Mientras Sharon lloraba y Taylor vociferaba incontrolable, yo me asomaba al balcón y fumaba delicados cigarros importados por un comerciante tunecino. Echo de menos, ahora, la soberbia indiferencia de que era capaz en esos días
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Con el cuerpo todavía flotando por las varias horas transcurridas sobre el Atlántico y los ojos enrojecidos y secos, empecé a descubrir cosas extrañas: detrás de Cadáver perfecto II encontré un par de recetas sin surtir: algo de morfina, algún medicamento raro y de nombre amenazante, la presentación en gotas de un psicotrópico conocido; entre el lino y el entarimado del pequeño Perico fornicante encontré otro par de recetas, un recibo y un estado de cuenta a nombre de Taylor, con domicilio en Detroit, y por la friolera de dos y medio millones de dólares. Me tallé los ojos para comprobar el saldo y la fecha: hacía apenas dos meses que su cuenta del Chemical Bank estaba tan saludable
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Me levanté mareado por un vaso de agua, la boca reseca por la incongruencia de la situación. Bebí el agua y me dieron ganas de vomitar, salí a la baranda del patio que me quedaba más cerca que el baño y eché la pota sobre el jardín. No me sentí mejor, pero aun así preferí volver a la mesa y seguir revisando las cajas hasta que no me cupo duda: otros tres saldos y un recibo más del Meadow Museum me convencieron de que Taylor no había muerto pobre, sino millonario, de modo que, ya en plena paranoia, pensé lo peor en relación con los Kruszewski
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Un fuerte espasmo me obligó a sentarme en una silla y a vomitar otra vez. El vértigo aumentaba y se acompañaba ya de un sudor desagradable, cuando de pronto bajó la Sra. Kruszewski en bata y maquinalmente se dirigió a la cocina a preparar un té, fingiendo no darse cuenta de mi estado. Le grité. Le pedí que me ayudara. Sin perder la parsimonia me dirigió una mirada despectiva desde la cocina mientras yo caía al suelo incapaz ya de soportar el dolor. Con la mirada nublada vi al Sr. Kruszewski acercarse, abrirme los párpados y verificar mi pulso
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–Lo siento, señor, no nos quedó otro remedio- me dijo. –Mi esposa y yo estamos en la ruina y, por disposición del señor Taylor, esta es la única forma de garantizarnos una vejez sin dificultades. Lo siento, de verdad
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–No sé de qué me habla- balbucee con dificultad, ya sin aliento
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–El señor Taylor no quiere dejar cuentas sin pagar, el señor..
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Se abrió la puerta del vestíbulo, escuché la voz de Taylor, pero ya no veía nada
...
–Ayúdame, Taylor, ayúdame…- alcancé a decir
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–Que te ayude Sharon cabrón. Que te ayuden estos señores, que yo no estoy aquí- contestó.
Y dicho esto el Sr. Kruszewski me inyectó una sustancia que me quitó el dolor y me hizo dormir por mucho, mucho tiempo.