sábado, febrero 28, 2015

El caso de los chicos con tatuaje de dragón (sin tatuaje)

En la película es una chica que viste colores obscuros, lleva efectivamente un tatuaje, algún piercing, no recuerdo si en cejas o boca, pero sobre todo exhibe una actitud que la supone ferozmente independiente y, aunque atenta a todo lo que ocurre a su alrededor (porque, como ya se imaginarán, es extraordinariamente inteligente y percibe hasta el más mínimo detalle mirando sólo de reojo), se desplaza como una invisible sombra entre bultos a los que otros llaman personas. No nos detengamos a pensar cómo se puede ser totalmente independiente en el mundo moderno donde estamos obligados a vestirnos con lo que unos chinos fabrican trabajando en condiciones insalubres y por un puñado de arroz, o a comer la carne y los vegetales que se produjeron en tierras remotas y por fortuna fuera de nuestra vista, donde otros miserables debieron ensuciarse las manos y pies limpiando boñigas y cortándose las manos contra la tierra dura. Tampoco perdamos el tiempo examinando la seguramente inexistente contradicción entre el firme desprecio que a la chica le merece la sociedad en su conjunto y su gran capacidad para sustraer a esa misma sociedad los productos básicos o tecnológicos que requiere para prolongar su aislamiento. ¿Es absurdo querer pasar desapercibida y llevar el cuerpo decorado para mejor conseguirlo? Misterio.
Dando clases en nivel superior, pero especialmente en las áreas de ingeniería, la cosa no es muy distinta. Cada semestre sin falta están ahí aunque no lleven tatuaje ni perforaciones ni extensiones ni una pila de collares superpuestos como en cierta tribu africana donde parece ser parte del ritual de apareamiento; cada semestre están ahí de nuevo ocupando sillas en las aulas de la universidad nacional o en las del carajo de la provincia equis, o en la privada donde su papi les pagó o en la jesuítica donde un generoso comité de extorsionistas los ha "becado" mediante un préstamo usurero: los chicos con tatuaje de dragón (sin tatuaje), seguros de sí mismos, vienen a darnos una lección a todos aquellos que por contrato laboral debemos impartirles un curso. Nos clavan la mirada apenas se las dirigimos, levantan la frente para demostrar que no tienen miedo (¿de qué?) en una actitud que no se distingue apenas de la de los machos de numerosas especies cuando compiten por una hembra (¿pero cuál?); algunos miran a su alrededor buscando complicidad cuando lo que escuchan les parece demasiado obvio o estúpido o directamente erróneo; si fallan en los exámenes es que no tienen importancia (medidas estándar de un mundo idiota, despreciable: ¡ellos son originales!), pero si consiguen la más alta nota se ocupan de hacer saber a todos de que es la suya y que, modestamente, "no es nada". Geeks o posmodernos, hackers o cibernoides detrás de pantallas en las que presuntamente se encuentran más cómodos (y, descontados unos cuántos verdaderos, este universo está plagado de wannabes impostores), los chicos con tatuaje de dragón (sin tatuaje) apenas contestan con monosílabos (cuando lo hacen), nos regatean explicaciones porque todo es trivial, no admiten afectos y pretenden que su postura intransigente hacia la vanidad no es vanidad en sí, a pesar del pose estudiado con que se conducen. No son huérfanos como la chica original ni como el buen Will Hunting y no son pocos los casos en que han sido niños consentidos de papá y mamá, pero parecen creer que el mundo les debe algo y se aparecen por la escuela para mejor dejar sentado que así es. Como el niño mamón del anuncio sólo les falta decir enarcando la ceja y endureciendo el labio superior: "¡quiero madz!"
Puede que la chica del tatuaje de dragón requiera de la obscuridad del invierno escandinavo para mejor andar por las calles realizando averiguaciones sin ser notada; o de su eficacia tecnológica y su infraestructura: la certeza de que al apretar el 'enter' las cosas se ejecutarán conforme a lo planeado y de que lo que nos dice el GPS es en verdad una calle y no una raya de tiza en la arena. Puede ser. Pero eso no obsta para que los chicos con tatuaje de dragón (sin tatuaje) no sean escandinavos, sino mexicanos, brasileños, vietnamitas, argelinos, turcos o indios, con residencia en sus países de origen. Es en el subdesarrollo donde florecen, en medio de sociedades brutalmente desiguales que acicatean su complejo de inferioridad y les permiten incluirse en la larga lista de clientes de un país aspiracional al que la realidad se empeña en negar su existencia. Convencidos de ser diferentes, apuran su paso por las facultades que les servirán de trampolín en su camino hacia las instituciones y países que sí les son propios: el extranjero como la consagración, la universidad o empresa de siglas bien conocidas donde su genio será valorado, la sociedad -digamos escandinava- a la que querrán integrarse mostrando la cordialidad y empatía que durante años no los caracterizó: ¡los chicos con tatuaje de dragón (sin tatuaje) dejan de serlo apenas reunidas las condiciones ideales!
Como el comunista que llegado al poder se cura de su afán igualitario y decide que sean sus súbditos los que se igualen en la miseria mientras él abraza la abundancia, los chicos con tatuaje de dragón (sin tatuaje) (exitosos) un día están donde tanto quisieron estar y se ven precisados a hablar en otra lengua más de lo que nunca hablaron en la propia, a tolerar a personas normales incapaces de demostrar ningún interés hacia ellos más allá del trato al que los obliga el trabajo, a consentir rituales sociales en un afán inútil por mimetizarse en la sociedad anfitriona que se empeña, aun después de años, en tratarlos como a huéspedes. ¿Qué esperanza les queda a estos seres extraviados sino volver con los suyos a subrayar su superioridad en la renovada certeza de que lo merecen todo? Si lo consiguen, bien podrían hallarse un buen día en el aula o en la oficina con sus sucesores: los nuevos chicos con tatuaje de dragón (sin tatuaje). Entonces sabrán que ellos han dejado de serlo.

domingo, febrero 08, 2015

El programa de estímulos

En una institución educativa de remota provincia, caracterizada por su transparencia, un buen día el cacique que fungía como rector decidió que los fondos recibidos por la federación debían concursarse según un sistema de estímulos con reglas claras y justas. Llamó a sus ayudantes informáticos y solmene dijo: "El papel es cosa de tiempos primitivos. Lo moderno, según me informan mis asesores, es la computadora. Hágase pues un sistema informático donde los maestros capturen su producción académica anual para luego ser evaluada por la comisión de sabios a fin de decidir la parte que a cada uno corresponderá del estímulo federal". Se celebró la decisión con encendidos discursos sobre democracia y rendición de cuentas, se transmitieron órdenes para imponer la eficacia y el resultado fue un sistema de cómputo barroco que reproducía los usos y costumbres locales junto con una comisión que, de acuerdo a las órdenes del rector, exigía fuesen escaneadas anualmente todas las constancias emitidas en papel por la institución para sus propios empleados. Aquello era un espectáculo maravilloso que duraba de dos a tres semanas anuales: la comisión de sabios de la institución exigía que el profesor de la institución escaneara la constancia emitida por la institución donde la autoridad correspondiente, por ejemplo, recursos humanos, certificara que el empleado contaba con equis años de antigüedad, o que el jefe de su adscripción diera fe de que dirigía la academia fulana o que el director hiciera constar que se atrajo el proyecto mangano o que un departamento de publicaciones donde nadie publicaba nada, certificara que el profesor en cuestión había hecho diez artículos en la revista de la universidad con diez colegas como coautores cada uno.
El sistema floreció, como era de esperarse de la decisión unilateral de un rector democrático, y produjo, entre otros beneficios, unas mayores y más efectivas camaradería y colaboración entre profesores y administrativos, que viendo hasta qué punto era importante la emisión de constancias, no dudaron en ayudarse unos a otros, incluyéndose -viniera al caso o no- en academias, comisiones, cursos, publicaciones, creación de planes de clase, programas virtuales, tutoría de estudiantes, capítulos de libro, invitación a profesores visitantes, conferencias, ponencias, seminarios, jefaturas, responsadurías, liderazgos, viceloquesea y hasta en el registro de pláticas de pasillo que nunca tuvieron lugar como si de congresos se tratara. Los beneficios no se detuvieron en esta saludable colaboración entre empleados, sino que, aprovechando el tamaño manejable de la comunidad universitaria y el todavía más razonable del rancho en que estaba instalada, indujo una mayor convivencia entre los miembros de cofradías, departamentos, programas y dependencias, que discutían sus asuntos libremente en medio de carnes asadas, celebración de cumpleaños, clubes deportivos y de rotarios, organizaciones de damas católicas y eucaristías dominicales donde todo rezumaba un ambiente familiar de unidad indivisible. Esta anestesiante felicidad apenas se veía perturbada por ocasionales disgustos que eran despachados con autoridad moral, como fue el caso del Loco Agustín que cometió terribles faltas a la ética al robar dinero a los estudiantes a cambio de calificaciones. "Qué corrupción", decían escandalizados los profesores, para luego llenar sus constancias de acontecimientos hipotéticos y cobrar un año de sobresueldos por ellas.
El dinero nunca alcanza, ya se sabe, y un buen día la federación empezó a exigir más cosas a cambio de los estímulos económicos. Nuevo rector, nuevas autoridades emergidas del voto popular y doblemente familiarizadas con la democracia, advirtieron estas exigencias y empezaron a contratar individuos que dieran el ancho ya que los de la gran familia feliz parecían decididos a sólo dejarse crecer el trasero y seguir cobrando por ello. No debemos culparlos, claro que no, pues estos inocentes operaron según reglas de otra época menos mamona y más entretenida, hecha de prestaciones de caja de ahorro, vivienda, bonos, sabáticos, sobresueldos por antigüedad, seguros médicos, cenas de Navidad y tarjetas de felicitación por cumpleaños. Que los recursos los saquen los nuevos, ¿no? Era una solución razonable hasta que a algunos de ellos les tocó participar en el propio programa de estímulos: ¿cómo era posible que una persona que no había atraído ni un centavo a la institución por parte de proyectos externos ni por su calidad de investigador ni por su perfil docente cotizara más alto en el programa de estímulos? ¿cómo era posible que las autoridades continuaran exigiendo a los nuevos elementos participar en proyectos, en convocatorias, mantener altos índices de productividad según las reglas federales, mientras premiaban a los miembros de la gran familia feliz con los sobresueldos fabulosos del programa de estímulos? Las autoridades, adalides de una época peleada con el autoritarismo y ejemplo de apertura, escucharon a los quejosos e invitaron a algunos de ellos a sus oficinas para -con gestos pausados y amistosas palmaditas en la espalda- mostrarles sus planes de revolucionar el programa de estímulos de tal manera que se ajustara a las nuevas exigencias de la federación y se terminaran las injusticias que beneficiaban a los antiguos en perjuicio de los nuevos. "Esto apenas empieza, pero estamos de su lado", afirmaban.
Algunos de los nuevos son gente competente, sí, pero infantil: no entienden lo que es la negociación ni el intercambio de favores; consideran los resultados del programa de estímulos un agravio contra la opinión que tienen de sí mismos; desean no tanto el dinero como el reconocimiento y el respaldo de las autoridades, y éstas lo entienden bien y no lo dan más que cuando necesitan algo porque son hombres de negocios, no idiotas: saben que necesitan mantener la incertidumbre y la ambigüedad, esas mismas que a los nuevos les ponen los pelos de punta, porque gracias a ellas conservarán siempre un margen de maniobra y ases bajo la manga.
Un año transcurrió y la convocatoria volvió a aparecer: sus términos y categorías son idénticos a los de años anteriores; el sistema informático -paradigma de ineficacia computacional, repetición de funciones e interfaz mongólica- no ha sido modificado absolutamente en nada; la redundancia de que los miembros de la institución soliciten constancias de la institución para presentarlas al consejo de sabios de la institución, sigue sin cambiar un ápice. Ingenuamente, los nuevos se preguntan qué pasó con los planes de revolucionar el programa para hacerlo más justo, se preparan ya para perder de nuevo frente a los antiguos que ni siquiera se inmutan. Un directivo se mese las barbas y explica con sabia brevedad la cuestión, grave y circunspecto, descubriendo para todos el hilo negro detrás de todo el tinglado: "Se encontraron resistencias", afirma. Hay que joderse.

domingo, febrero 01, 2015

No me lo creo

En Kika, Almodóvar hace que Victoria Abril en el papel de Andrea Caracortada le pregunte a la madre de Joaquín "El Portugués", si se da cuenta de que su hijo ha matado: "Soy su madre y creo que no... no lo ha hecho", contesta ella convencida. "Le advierto que lo tengo grabado", revira Andrea. Le muestra el vídeo, pero la madre ni se inmuta: "Ya. Pero no me lo creo", concluye categóricamente. ¿Es puro cinismo? ¿Negación? ¿El bien conocido cuanto manoseado amor de madre? ¿Qué diablos le pasa a la gente que no tiene ganas de lidiar con las evidencias? ¿Cuándo deja de ser comedia almodovariana para convertirse en la impunidad de los abundantes hijos de perra que visto el deterioro intelectual del mundo ya saben que no hace falta recurrir a explicaciones ni coartadas, sino al más descarado y reiterativo "no me lo creo", "no me lo creo", "no me lo creo"?
Dios es dios porque es arbitrario, porque no debe dar explicaciones ni justificar sus actos, porque la perplejidad de la razón es mera vulgaridad humana. Dios no razona, no lo necesita. Si el poder de los reyes era un don de dios y de su ejercicio sólo a él debían rendir cuentas, no es de extrañar que éstos también se hayan sentido exentos de sujeciones lógicas y responsabilidades, ni que pensaran que sus súbditos estaban hechos "para callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno". No hay más monarquías absolutas en el mundo y los totalitarismos, salvo excepciones, se han suavizado aquí y allá por la necesidad de los hombres de negocios de un mínimo de garantías para continuar la saludable explotación de la gente, una domesticación que es preferida al horror y la barbarie de la guerra, por muchos derechos que ésta conquiste y muchas limitaciones al poder que ésta imponga. Pero el atributo de exención lógica de que gozaba el dios antiguo y del que se reclamaban herederos los monarcas absolutistas, aun es acariciado por presidentes republicanos, jefes de despacho con credo democrático, empresarios medioambientalistas y cuanto cabrón se ha puesto a la cabeza de una colectividad, sea por las buenas o por las malas.
Las imposiciones ya no son bien vistas. El ejercicio de las atribuciones que por su cargo tienen los responsables de tal o cual cosa, ya no se hace así nada más. No. Ello sería antidemocrático, sexista, inequitativo. ¿Entonces cómo hacen los modernos para ponerse a salvo de la lógica? ¿cómo para no visitar la cárcel o para salvarse de un buen tomatazo cuando les da por hacer sofismas en vez de silogismos y encima cobrar por ello? La clave ya la dio la madre de Joaquín "El Portugués", que no admite lo que es evidente ni se inmuta por lo que sucede, que gana por repetición, que no se resiste a las pruebas sino que simplemente asiste a ellas mientras sostiene sus... ¿cómo decirlo modernamente? Sus convicciones. Los jefes modernos convocan a juntas, consultan, informan, quieren que se vote lo que ya decidieron de antemano, no admiten las bromas en relación con sus medidas (la risa, ya lo decía Jorge en El nombre de la rosa, no es de dios; dios no ríe: parece que lo saben hasta los islamistas contemporáneos), felicitan a diestra y siniestra, reparten palmadas en la espalda con gestos comprensivos y estudiados, dicen "los y las", "compañeros y compañeras", se cuidan de adoptar cualquier posición por si acaso y jamás levantan la mano cuando se produce un conflicto. Son imposibles de atrapar, la lógica no aplica a ellos. Llegado el momento, son capaces de negar una y otra vez como autómatas lo que resulta evidente. Y si encima, como en este país, se mueven entre un público adocenado, ignorante y retrógrado, convencido de su importancia porque el jefe les dé la mano o les llame a ocupar un digno cargo o les proporcione un favor en vez de reglas, mucho mejor.
¿Por qué no se dedicaron a la literatura si querían que el mundo fuese como ellos decían? ¿Por qué se empeñan en ocupar cargos de gobierno, dirigir empresas y universidades, hacerse incluso científicos en el tercer mundo? Es conmovedor, si se piensa en ello con explicaciones alternativas a la mucho más simple de la deshonestidad intelectual: si los artículos "científicos" chinos, hindúes, iraníes o mexicanos están no sólo pésimamente editados, sino lógicamente mal construidos, con falsedades muchas veces deliberadas, gráficas milagrosamente ajustadas y divisiones entre cero por fin resueltas, ello no se debe a la incompetencia que (dios no lo quiera) sería una explicación casi neonazi, sino más bien a que provienen de sociedades marcadamente teológicas donde existe preferencia por creer en vez de dudar, donde el escepticismo y la autocrítica son vistas con sospecha y despachadas con un "no mames", donde a falta de cerebro predomina un gran corazón. ¿Qué hay de malo pues en que no razonen con la misma lógica blanca y elitista del primer mundo occidental? ¿Qué hay de malo en que constituyan una alternativa donde la lógica se suspende en un "sálvese quien pueda"? Chingado, no me lo creo.