viernes, diciembre 29, 2017

True crime

Aquella mañana fría y gris, todavía sin lluvia, llegué antes de lo acordado a las puertas de la librería de la calle Deansgate. Había olvidado mis guantes y la bufanda en la habitación, así que opté por entrar y subir a la planta alta en vez de quedarme ahí con el paraguas alternando de una mano a otra mientras calentaba la contraria en el bolsillo del abrigo. Terminó por decidirme la amistosa mirada del vigilante que desde el interior había pasado de verme con sospecha a hacerlo con agrado, seguramente disculpando mi rostro extranjero y meridional gracias a la consideración detenida de mi indumentaria, bastante pasable incluso para un británico. Quería evitar que el hombre me abordara, no tenía ganas de hablar con extraños ni de mostrarme consecuente con ellos, así que entré con paso decidido sin que ello evitara un morning suyo y otro idéntico mío como respuesta. Mientras subía los escalones reparé en un par de pequeñas semiesferas en el techo que me recordaron que aquello como toda Gran Bretaña estaba vigilado por cámaras de circuito cerrado, una verdadera plaga que me hacía considerar a aquella una raza de voyeuristas, ¿cómo si no explicar su predilección por las ventanas sin persianas ni cortinas? Huecos en la pared que habrán servido por siglos para descubrir al merodeador o asesino, también para atraerlo y aún incitarlo: 'voy a asomarme a esta ventana o usaré catalejos para descubrir: a mi vecina poniéndose unas medias, la regularidad con que se enciende una lámpara en la noche, la sombra a contraluz de una pareja que no se sabe si riñe o está en tratos carnales'. Ahora se suponía que los ojos electrónicos disuadían a esos mismos merodeadores y asesinos de cometer las atrocidades de antes, o quizá sólo tenían efecto en los más dubitativos e inseguros, los aún picados por una poca de mala conciencia. Como quiera que sea, nunca faltan insensatos que intentan llevarse inadvertidamente un disco, una camisa, incluso un libro, bien porque no repararon en el ojo electrónico (que registra, pero no actúa) o porque creyeron engañarlo (pero hay tantos ángulos) o porque son demasiado imbéciles para asociar la causa al efecto (algo cada vez más corriente). Quizá piensen con ingenuidad que no puede haber alguien vigilando al otro lado en cada preciso instante, que ni siquiera una computadora ni un algoritmo pueden lidiar con la cantidad de cámaras que existen en el mundo ni detectarlo todo, todo lo irregular al menos, 'o es que', pensarán, 'todo se graba por si acaso, al menos por un tiempo', ¿quién puede saberlo? Quizá los gobiernos puedan pagar tanta información y procesamiento, en fronteras, en carreteras, en sitios específicos, pero no esta librería a la que, con ser vasta, no le compensa vigilar a sus clientes pacíficos, es increíble que sean tantos a estas horas de la mañana, debe ser por la cercanía de la Navidad, seguro.
Como en todo el mundo anglosajón, esta librería también separaba sus títulos en dos clases, fiction y non-fiction, algo de cierta importancia a la hora de distinguir lo que era real de lo que no, aunque a la primera siempre le atrajera la segunda para hacerse verosímil y a ésta la tergiversaran políticos y religiosos, incluso científicos, acercándola involuntariamente a la primera. En ficción predominaban los contemporáneos y modernos en orden alfabético, los clásicos en sección aparte como los juveniles, thrillers y crime también ordenados alfabéticamente, primero uno, luego el otro, la distinción entre estos dos últimos imposible para mí; recorrí todo muy rápidamente pues no hacía mucho tiempo había visitado otra librería de habla inglesa en Bruselas y los contenidos eran idénticos. En non-fiction me brinqué todo lo relativo a historia, siempre guerras interminables y biografías de famosos, hechos inverificables porque la mayoría transcurrieron en tiempos en que no había ojo electrónico capaz de registrar nada; nos damos por bien servidos con una lista de referencias al final del libro en las que se supone el autor ha basado sus conclusiones y asertos, damos mayor o menor crédito y al final reducimos todo a ideología, 'esta opinión me gusta, esta otra no', hasta que terminamos educados en un punto de vista particular sobre el pasado; contrario a lo que muchos creen no es un problema que vaya a desaparecer con el ojo electrónico porque aún frente a lo que está registrado y en cada reproducción vuelve a repetirse idéntico hay opiniones contrarias, nunca estaremos de acuerdo y, encima, la mayoría de lo que ocurre frente a nuestras narices no lo podemos explicar ni somos su causa, 'comparsas de una obra cuyo guión no escribimos', musité. Fue así que llegué hasta un apartado librero etiquetado true crime, como para distinguirlo de su contraparte de ficción que había quedado muy atrás. No recordaba haber visto una clasificación similar en mis muchos años de visitas a países de habla inglesa, pero me pareció completamente lógico que hubiera tantos libros sobre el tema en un país tan famoso por sus crímenes. No hablo aquí de vulgares asesinatos perpetrados por drogadictos tras una cartera o por celosos enloquecidos en venganzas pasionales; todo ello está al alcance de los países meridionales de donde provengo. Tampoco me refiero a crímenes con motivación política o religiosa, de los que Inglaterra ha visto unos cuantos, a manos de irlandeses separatistas o terroristas islámicos, por ejemplo. Esto no ha hecho tan famosa a esta isla ni a sus herederos norteamericanos y australianos como las atrocidades de sus asesinos específicos e inmotivados, esos que en los libros que ahora tenía delante eran retratados con textos a medio camino entre la nota policíaca y la psicología aficionada, las ilustraciones intencionadamente borrosas para aumentar el carácter siniestro de los así llamados serial killers y sus víctimas. 
Cogí uno de los volúmenes, uno de esos compendios who's who a los que son tan dados en el mundo anglosajón y, luego de mirar la hora en mi reloj de pulsera y comprobar que aún faltaban diez minutos para el encuentro acordado, me puse a hojearlo distraídamente, mirando de reojo a las personas que merodeaban por ahí confiadas en el aspecto de mi ropa e inmediatamente disuadidas por mi rostro claramente extranjero y meridional, quizá se sintieran confirmados en su recelo al leer true crime en el librero frente a mí. Volví de nuevo a una página que había pasado demasiado rápido y en la que creí leer el nombre de la ciudad en la que me hallaba; en efecto, ahí estaba mencionada junto con los nombres de algunos suburbios que casualmente conocía bien: Oldham, Ashton, Mossley. Fue así como supe de los crímenes de Ian Brady y Myra Hidley, que en tres de los años sesenta raptaron, violaron y asesinaron a cinco niños que luego enterraron en los Saddleworth Moors, una pradera desierta cruzada por una carretera, con algunas rocas esparcidas y tonos que iban del gris al ocre entre pastizales bajos y siniestros. Cuatro de los cinco cuerpos habían sido recuperados y, mientras la mujer llevaba casi quince años muerta, el asesino apenas había muerto este año, ambos en la cárcel. Como de costumbre, los criminales parecían gente más o menos ordinaria hasta el momento mismo de su detención, producto ésta no de la pericia policial como de la denuncia de un amigo que presenció el último de los crímenes: oficinistas ambos, él un presunto admirador de los nazis con algunos delitos menores en su haber, ella una muchacha que había sido maltratada en la infancia. Lo de siempre. 'Una folie à deux', pensé, 'como la de tantas parejas criminales de la historia. Un asesino con iniciativa y otro que le sigue pasivamente, uno emocionado con el mal y otro indiferente a él, ambos incapaces de ver lo que es evidente para el resto'. Ahí estaban los retratos para siempre congelados de las víctimas, incluido aquel cuya localización nunca fue revelada. Brady murió en un psiquiátrico de alta seguridad, diagnosticado con no sé qué trastorno mental, pidiendo que pusieran fin a su vida; Hindley the most hated woman in Britain, según el libro en la cárcel, donde tuvo un romance lésbico con una de sus guardias: 'una confirmación de su escalofriante pasividad dispuesta a lo que fuera', pensé, 'una orientación sexual o la otra'. Y entonces, al dar la vuelta a la hoja, apareció la borrosa fotografía que Brady tomara de Hindley en los Saddleworth Moors, de cuclillas mirando hacia el suelo donde, como se descubrió después, habían enterrado a una de sus víctimas. Un cachorro asoma por entre su abrigo y el fondo está presidido por un paisaje que reconocí al instante como uno de los sitios a donde saliera a pasear en anteriores visitas a la ciudad...
You 've been waiting long?, escuché de pronto a mis espaldas al tiempo en que me ponían una mano en el hombro y me sobresaltaba dejando caer el libro. Era mi amigo, el pintor británico de cuarenta y siete años a quien tenía quince de conocer y a quien volvía a ver esa mañana conforme a lo acordado tras cinco veranos de ausencia en que sólo intercambiamos mensajes ocasionales. Como en cada encuentro, bastaron unos segundos para recuperar de golpe todo el placer de nuestra complicidad de tanto tiempo. Me repuse enseguida del susto, puse el libro en su repisa y salimos los dos a la calle como era nuestra costumbre en Praga o Bruselas, Amberes o Manchester para alternar largas caminatas con algunas paradas en bares y cafeterías, todo el tiempo conversando sin más apoyo que algunas referencias comunes, a veces de política y otras de arte, a veces de nuestros respectivos divorcios y otras de nuestras familias o amigos, deslizando aquí y allá observaciones agudas sobre el sexo y la exageración, ponderando nuestras opciones, intercambiando descubrimientos filosóficos sin pretensión alguna. Luego de comer en un indigno cuanto costoso restaurante chino que dio pie a numerosos comentarios divertidos entre nosotros sobre los meseros y la decoración, los comensales y la imposibilidad de hallar un verdadero english pub en todo el Reino Unido, él sugirió que fuéramos a su casa para saludar a su mujer, ver cómo habían crecido los chicos y considerar algunos de sus recientes trabajos por si me interesaba comprar alguno.
Había olvidado lo pronto que oscurecía en aquellas latitudes en estas fechas. Cubriéndonos de una ligera llovizna con mi paraguas, mientras el frío lo envolvía todo, subimos a un autobús que nos llevó hasta un poco más allá de Oldham. En algún momento del largo camino era yo el único extranjero a bordo y volví a pensar en los crímenes británicos, menos en serial killers que en las turbas de hooligans que pasaban de un momento a otro de ser civilizados gentlemen a ser hordas xenófobas asesinas. 'Un error, una chispa', pensé, 'ser divisado y distinguido, individualizado como algo que no debería estar ahí y ya está, no habrá nada que los detenga'. Aumentó mi escalofrío la aparición de un hombre corpulento de unos cincuenta y cinco años, con sombrero, chamarra de cuero y pantalón de mezclilla, un viejo rockero vestido de negro de los pies a la cabeza, que se sentó a conversar con mi amigo, al parecer un vecino o amigo de la infancia, no me quedaba muy claro por la rapidez con la que hablaban, pero me extrañó distinguir claramente que el rockero preguntaba por la mujer y los niños del pintor: 'it's been a long while since I 'ven't seen 'em, though, a long while'. Nos despedimos del rockero apenas bajar del autobús y unos diez minutos después estábamos por fin frente a la puerta de aquella casa de dos plantas donde había pernoctado en mi última visita, cinco años atrás. En aquella ocasión también era invierno y el ahora matrimonio sólo tenía un hijo, no dos, un niño pálido de aspecto enfermo como salido de una película sobre huérfanos o fantasmas y que de mañana solía bajar como un espectro la escalera de madera hasta apostarse a mi lado en aquella sala improvisada como dormitorio, frente al ventanal de tres lados que tienen todas las casas británicas. Lo invitaba a sentarse conmigo en el colchón y se sentaba en mi regazo abrazándome, como agotado, exhausto. La mujer también tenía aspecto alienado, enfermizo, fingía no entender lo que le decía a pesar de ser ella misma extranjera y de tener mucho peor acento que yo. Abrió la puerta. Entramos.
No había nadie y toda la casa estaba en penumbra, tampoco habría sido diferente si la familia se hubiera hallado ahí: como en lo que ellos llaman el continente, los ingleses suelen encender la luz sólo si es estrictamente necesario, por lo que casi todas las casas parecen vacías o abandonadas, sin luz a pesar de la obscuridad invernal y con la calefacción al mínimo. 'La vida es cara en estas latitudes', recuerdo haber pensado una vez el pintor me hubo aclarado que su mujer e hijos estarían seguramente en el supermercado, que no tardarían. Should we go upstairs to see the works?, preguntó. Sure, sure, of course, le respondo tras un desorientado silencio mientras trato de adaptarme a la creciente obscuridad. Mientras subimos, casi con tanto frío como afuera, la escalera crujiendo bajo nuestras pisadas y las ventanas dejando pasar una desmayada luz suspendida, soy consciente del drástico cambio de humor o sería atmósfera que nos había poseído casi desde que montamos el autobús para venir a las afueras de Oldham. Una inexplicable angustia me había poseído y me tranquilizaba pensar que no dormiría en esa casa y que pronto volvería a mi habitación de hotel, un lugar pequeño y céntrico que como muchos otros había renunciado a servir a proper english breakfast: no más huevos revueltos ni bacon ni salchichas, no más frijoles en salsa de tomate ni café negro bien cargado, todo había sido reemplazado por pepinos y tomate picados, lonchas de jamón y queso, un desayuno más bien rumano, checo o polaco, que servían mujeres del Este que entendían muy poco el inglés y que, sin embargo, no perdían oportunidad de hacer saber a quienes creían más adinerados que estaban disponibles luego de las tres de la tarde para lo que el gentleman en cuestión dispusiera, ya había leído en los periódicos del creciente tráfico de mujeres hacia el Reino Unido a las que las mafias ofrecían trabajo de camareras o meseras para luego explotarlas como prostitutas, amenazándolas con quitarles los papeles o arrojarlas al mar si intentaban zafarse, las de mi hotel si como sospechaba llevaban esta doble vida, si eran lo que parecía y que no averiguaría personalmente de ninguna forma por no ser mi agitación tan fuerte que alguna vez me hubiera hecho recurrir a prostitutas no parecían llevarlo tan mal.
En la habitación de las pinturas, no sin antes acomodar algunas cosas con la luz apagada, por fin se enciende una bombilla de luz amarillenta y empieza a descubrir algunos caballetes y a seleccionar de entre tubos y bastidores algunas pinturas que quiere mostrarme. Intento recobrar la buena disposición atendiendo a sus explicaciones, pero me punzan las sienes y me revuelve el estómago el olor a aguarrás y aceites, una náusea que no alivian las series de cráneos algunos abstractos, otros realistas que me va mostrando, seguidas de lo que parecen cuerpos mutilados de vivos colores. No me he lavado la boca desde que comimos y no hay nada que me desagrade más que tener que hablar con alguien en esas condiciones, quizá sólo es peor hacerlo mal vestido, pero por fortuna mi camisa está todavía impecable, el pantalón sin una sola arruga, mi abrigo se ha quedado colgado en el perchero de la entrada y ya me gustaría habérmelo dejado puesto porque el frío en esta parte de la casa es todavía más atroz que afuera, si cabe. Le expreso mi sorpresa ante estos temas tan apartados de lo que había hecho antes, pues solía pintar desnudos, pero no mutilaciones, deformar para subrayar caracteres y texturas, pero no desgarrar la piel ni amputar miembros, siempre más a la Francis Bacon o Lucian Freud, un pintor de verdad preocupado por los materiales y mezclas, a salvo de la influencia de las ideas, todo lo contrario del artista comprometido, panfletario o exegético, alejado por fortuna de lo didáctico, lo pedagógico, la moraleja. Me escucha con atención, con humor grave, con el ceño fruncido y sus manos apartando blocs de bocetos y latas de pintura, me habla repentinamente del peligro de ciertas sustancias que utiliza en los lienzos, venenos silenciosos pero inexorables como el plomo o el cadmio, el mercurio. Muerte. ¿Ha oído hablar de los asesinatos de Saddleworth Moors? ¿No es esa la pradera por la que él solía llevarme a caminar hace algunos años? ¿Por qué me tomó una foto en el mismo sitio donde Brady fotografió a Myra, el mismo sitio donde desenterraron a uno de los cinco niños? Sí, es el mismo, lo he comprobado esta mañana en la librería. Por supuesto que lo sabes. ¿Dónde están su mujer y sus hijos? ¿Por qué tardan tanto? Debería salir de aquí cuanto antes. Quizá en el autobús en que regresará el hombre de negro, quizá en un taxi negro y británico y siniestro. La pradera está helada en invierno y siguen sin hallar un cuerpo, su muerte no consta en ningún registro. Es tarde en país extranjero. Ningún ojo electrónico o no mira ahora. 
La cabeza. El estómago. ¡La cabeza!
La sangre.

domingo, diciembre 17, 2017

Cavilación en torno al descenso de un tren en rápido movimiento

Esta mañana, mientras con sólo abrir los ojos recobraba de golpe la conciencia de todo lo que está pendiente o mal la habitación ligeramente fría porque la calefacción ha debido apagarse de madrugada, la respiración del ser amado momentáneamente desconocida y asombrosa me vino a la memoria un día de mil novecientos ochenta u ochenta y uno en que, conducidos desde el patio en fila india, nos reunieron a los párvulos en el refectorio del jardín de niños para una ceremonia de fin de cursos. Aparezco vestido con un trajecito gris y raya a la izquierda en el cabello, los zapatos negros de piel de ternera algo desgastados. Impaciente, tamborileo con los dedos sobre la butaca y me pongo de pie de un salto cuando mencionan mi nombre. Avanzo entre mis compañeros para acudir al estrado y, una vez ahí, miro reconcentradamente las manos de la directora una mujer de edad avanzada y moño en forma de rosquilla sobre la cabeza mientras encaja el alfiler con que sujeta un distintivo a mis solapas, a manera de premio. El acto inocente de subir a un tren cuyas paradas y destino se desconocen tiene lugar ahí, en pleno mediodía, ante el aplauso de un público comparsa en el que se encuentran mis padres.
Sin tomar en cuenta a quienes no son capaces de verlo ni a quienes la indolencia permite una vida más desahogada, uno sabe desde muy pronto que hay cosas que arreglar y se pone manos a la obra, quizá no tanto por responsabilidad ni altruísmo, cuanto porque su resolución le permitirá a uno ganar el así llamado tiempo libre en el que uno podrá hacer lo que quiera sin rendir cuentas a nadie. Me afanaba así en mis deberes en largas tardes frente a la mesa del comedor, lo mismo cuando era niño que cuando era adolescente, a fin de coger un libro que me interesara leer y, provisto de audífonos, ir hasta algún parque, una azotea o a las afueras de la ciudad a leerlo en soledad apacible, seguro de merecer aquella fuga por haber completado mis labores. Como el quehacer no cesa y se acumulan las solicitudes, uno cree anticiparse a esta avalancha haciendo coincidir lo que hacemos por dinero con nuestros intereses profesionales, creyendo absurdamente que la industria en cualquiera de sus formas es asimilable al descanso, la recreación o el placer. No es así. Pasan los años y, a poco que uno acepte participar del mundo como inevitablemente se debe a fin de no morir de inanición, se descubre uno cada vez más enredado en sus mecanismos y exigencias o, lo que es lo mismo, a mayor distancia de la vida que uno deseaba para sí.
Apenas me muevo bajo las cobijas. Miro de reojo hacia un costado y sé, aunque me cueste aceptarlo, que si bien el orden deseado no puede alcanzarse de golpe no son pocas las acciones a mi alcance que me pueden acercar a la anhelada congruencia; que si no las emprendo no es porque dude de su pertinencia cuanto porque no deseo sacrificar las innobles ventajas de vivir en la abyección: cama, dinero, carrera; que cuando lo decida dormiré solo de nuevo, no tendré apenas amistades, veré en muy pocas ocasiones a mi familia; que tarde o temprano no podré seguir ejerciendo esta profesión para la que o bien no soy competente o bien no quiero prepararme más o bien no puedo hacer sin someterme a una excesiva cantidad de sevicias sociales, intelectuales y psicológicas, entre otras. Luego, inevitablemente, hago contraste: ¿cómo puede el solipsismo egoísta de presunta inspiración virtuosa ser la manera de bajar del tren en movimiento de nuestra vida medianamente elegida en vez de asumir ésta todavía con mayor seriedad? ¿tiene derecho a renunciar quien ya ha costado demasiado dinero al contribuyente y ha cobrado caro a la sociedad sus servicios? ¿podrá alguna vez esgrimir argumentos razonables que lo eximan de la responsabilidad plausiblemente? Permaneciendo en mis circunstancias es menester hacer lo mejor, como quedó establecido de una vez y para siempre en una antigua ceremonia de párvulos a principios de los ochenta, lo que desde luego se traduce en el acorralamiento sin piedad del tiempo dedicado a la ponderación pausada, el sacrificio de la profundidad en aras de la inmediatez productiva; si abandono el tren y sobrevivo a la caída, haciéndome como parezco desear de una vida ralentizada capaz de admitir una obra profunda, ¿en servicio de quién si no de mí se produciría la misma? El entuerto moral es inevitable.
No obstante, los fines de semana son ensayos de la vida que aún no llega y no parecen reflejar que esté capacitado para vivirla: arrancan con la perspectiva de invertir la relación entre el trabajo y el ocio, de manera que podamos aprovechar éste para hacer lo que haremos indefinidamente una vez que nos bajemos del tren de nuestra vida secuestrada; lo interrumpen las comidas y las distracciones, el sexo y la pornografía, el libro al que dedicamos sólo una hora y del que nos aparta la mala conciencia del paso del tiempo, el rato de entretener una conversación insulsa que lubrique el trato con quienes nos han divisado y no nos decidimos a abandonar; y terminan aportando aún más pruebas de nuestra bajeza y vulgaridad, ya no sólo para con la vida deseada que no ha llegado aún cuanto para la que corre en este momento como un tren en rápido movimiento, pidiendo, exigiendo, amenazando con aplastarnos si nos atrevemos a cuestionarla con escrúpulos o a regatearle la atención. 'Somos inferiores a nosotros mismos', me digo mentalmente aún acostado, con si cabe la mezcla resignada angustia. 'Pero un día sabré qué hacer', me animo pensando, 'un día no me costará distinguir que el tiempo de bajar del tren ha llegado ya, que habrá aminorado la velocidad o el maquinista se hallará distraído, entonces no sentiré que me han clavado una vocación en las solapas ni que aún le debo algo a quienes están aplaudiendo desde mil novecientos ochenta, ni que debo hacerme querer por mis padres ni someterme a más tratos que los que yo desee, por injusto que ello parezca para quienes creen que les pertenezco...'.
En la duermevela que precede al despertar una voz me advierte: '¿y si mueres antes de tiempo?'. Me despierto sudoroso en Santa Teresa. Ha debido haber un corte eléctrico porque el aire acondicionado está apagado, la respiración del ser amado momentáneamente desconocida y asombrosa...

sábado, diciembre 09, 2017

La noche que no cesa

Debí decirle, ahora medito, que hiciera un esfuerzo por remontarse a los días en que nos conocimos y nos esperábamos unas veces yo a ella, otras ella a mí bajo el portal de esa calle que se divide en dos frente a un parque, días de intensos aguaceros cuyas gotas nos retirábamos uno a otro de las mejillas bajo aquel provisional techo y que, tras largo trayecto, terminaban en una cama detrás de cristales cubiertos de vapor, una cena frugal, televisión o radio y luego un agotado cuanto satisfecho silencio sólo interrumpido por el suave croar de las ranas en los charcos del patio, el aire que acariciaba las ramas de los árboles de alrededor, las tuberías con sus quejidos guturales de oquedad y corriente; debí recordar yo primero con sólo una breve pausa, un tomar aire reconcentrado en medio de cualquier discusión amarga de los aciagos días finales y, con los ojos cerrados, trasladarme hasta los diversos domicilios que habíamos compartido, sus cosas acomodadas en cajones y closets cuya contemplación y olor me producían tranquilidad y compañía en su ausencia, abrir luego los ojos y tomarla de las manos, pedirle, suplicarle cuando aún era posible tal cosa, cuando aún me veía que me acompañara a esos sitios y a esos sentimientos por ella también visitados y olidos, en algún lugar de su memoria habitarían, en algún sitio de su pasado que también era el mío; debí guiarla con mano firme para que no se perdiera en el desalmado presente y tratara de ver más allá de las canas y arrugas, las bolsas bajo los ojos, más allá de este cuerpo mío abombado y del pelo que nunca tuve y ahora empieza a invadir mi espalda, que consiguiera quitarme la ropa ahora menos jovial que entonces y se trasladara conmigo hasta esa playa a la que llegamos bajando de un camión y en la que visitamos la cama varias veces en medio de una canícula horrorosa, empapados, reuniendo el cambio exacto para asegurar la comida que podíamos comprar, nuestras risas por el motivo que fuera, tendría que acordarse y comprobar junto conmigo que aún eramos nosotros, su memoria no sería tan flaca, las niñas no podrían haberla alejado de mí a tal punto que no pudiera hacer el camino de regreso hasta aquel muchacho ambicioso que se creía tan tempranamente decepcionado del mundo y al que aún le aguardaban muchos reveses, ella tendría que reconocerme en algún momento del mismo modo en que yo podía pasar por debajo de su ahora costosa ropa y de sus muchísimos pares de zapatos, de su afición por los coches nuevos y su reloj más sofisticado, para terminar posando la mirada en la chica del reloj de plástico con calculadora que me espera bajo el portal mientras arrecia el aguacero cuyos arroyos y charcos brinco con ligereza y escasa habilidad, para luego alcanzarla, envolverla en mis brazos, oler su perfume barato y llenarme de felicidad con su cabello revuelto contra mi cara, 'mira nada más cómo traes el portafolio', dirá, y entonces sacará de su morral una toalla pequeña y la pasará contra la superficie más empapada mientras yo le repito que no es nada y la beso sin prestar atención a los transeúntes que se han refugiado como nosotros bajo aquel portal y miran de reojo, el más viejo dicéndose 'ya está, mirad, otro par que tiene visos de quererse arruinar la vida, hoy amor y mañana rutina, hoy el tiempo que se detiene porque uno se sustrae a él y cuando vuelve a su flujo lo encuentra insuficiente, mañana el tiempo detenido de lo que resulta indistinguible un día sí y otro también, la incomprensión y el alejamiento, el desengaño de no conocerse, no haberse conocido luego de tantos años; disfrutad jóvenes inconscientes, esperanzados, valientes suicidas, disfrutad mientras nosotros pagamos las cuentas: el obrero que tengo a mi lado y la enfermera de más allá, la mujer que ha debido aguantar a un jefe idiota durante diez horas seguidas con las medias negras corridas y esta maestra que lleva medicinas a su madre enferma, no pasará mucho tiempo antes de que ésta muera; ya veréis por vosotros mismos el misterio, ya conoceréis el dolor y la pena, ay, cuánta pena... cuánta pena', y habremos salido de su campo visual brincando al estribo del autobús que nos llevará de nuevo hasta la casa de la calle empedrada, esta noche inician las fiestas en el pueblo y saldremos a cenar a la plaza, hemos reunido algún dinero, esta noche nos despertará un ratón pequeño, habrá que comprar alguna trampa, 'duérmete, venga', me dirá la chica dejando su reloj de plástico con calculadora en la mesita de noche, 'cierra ese libro, seguirá ahí mañana'; debe recordar que yo soy ese que ahora le da un apasionado beso y se abraza a ella frente al ventanal, no puede ser que siga gritando iracunda atronando la sala, que aparte mis brazos cuando intento rodearla con los míos y no sea capaz de verme ni acompañarme, que hable de abogados y de su hermano mayor y de la custodia de las niñas, hace años que no escucho las ranas croar por la noche, hace años que ningún viento sacude ningún árbol, ¿qué ciudad de arena es esta donde ella me cierra la puerta y cuyas calles debo recorrer arrastrando polvo y mierda? Autos de vidrios obscuros pasan a mi lado con lentitud, grupos de hombres sin rostro se suceden uno tras otro mientras camino hasta otra puerta. 
Señor, ¿qué lo trae por aquí?
Vengo a pasar la noche.
Y la noche no cesa.

domingo, noviembre 26, 2017

La mujer de otro

Conforme pasan los días y a pesar de los escasos contactos, descubre a una mujer con la que no convivió y cuyas opiniones y actitudes le resultan decepcionantes. ¿Dónde estaba él todo este tiempo mientras ella deseaba un vehículo de lujo y un hombre musculoso a su lado? ¿Por qué no se dio cuenta de que los escatimados elogios que hacía a su escritura obedecían sólo a la convención según la cual una esposa debe apoyar al marido en todo momento? Al carácter incierto del terreno que ahora pisa (vivió con ella muchos años y ahora vive solo en un departamento con escasos muebles y en cuya ventana se posan cada mañana un par de inquietantes palomas) se suma la certeza de que cada frase por ella pronunciada en el sentido de que las cosas iban a estar bien era falsa y automática. Se aferraba a esos dichos como a un amuleto frente a una amenaza, ante un problema, montado en un avión y ahora de pronto descubría que no, que las cosas no estaban bien ni volverían a estarlo y que quien así lo aseguraba se le había apartado no sólo físicamente con todo y sus dos hijas, sino también en propósitos y concepción del mundo, en prioridades y sentido de la proporción. Él hubiese deseado que lo que le dijera para animarlo y hacerle ganar confianza en sí mismo, con vistas a un futuro mejor, tuviese algún apoyo en la realidad, y así lo creyó por mucho tiempo; pero luego primero a través de las violentas discusiones que precedieron a su separación, cargadas de insultos; después por medio del ostracismo al que lo condenó se vio obligado a comprender que le habían engañado o, todavía peor, que fue pueril de su parte dar por buenas aquellas frases encaminadas únicamente a hacerle menos indigesta la realidad: ella no admiraba su manera de escribir ni podía comprender su trabajo, no tenía interés ni manera de saber si era bueno o malo, jamás la había movido en lo más mínimo la literatura, menos aún que le leyera textos, su desempeño como profesor le era indiferente y sus largas cuitas sobre la historia de los países que visitaban sólo la aburría; ella hubiese aplaudido, en cambio (ahora lo ve claro), que él saliera todas las mañanas a correr para mantenerse en forma, que desayunara más frugalmente atendiendo a un mejor balance entre proteínas y carbohidratos, que hiciera progresos en el banco de pesas y se asomaran claramente sus bíceps por debajo de las camisas, que la llevara de compras a centros comerciales montada en un todoterreno.
Nunca fue más sincera piensa que en aquellos meses de histeria en los que lo echó de la casa, poco antes de que aparecieran el abogado y su hermano mayor; resultaba increíble la larga lista de agravios que ella le tenía guardada, nunca pensó que fuera así y ahora encontraba aquella violencia preferible al insultante desdén que le siguió y a la todavía más insoportable frivolidad con que ahora lo trata, nada que permita entreabrir las cortinas de su pensamiento ni de su vida (la de ella), apenas una serie de saludos intercambiados para asegurarse de que él siga donde lo dejó, sumido e inerme, sin levantar cabeza, como una prueba más de que sigue a su merced y no la ha superado a pesar de la separación. Ella se siente en libertad de preguntar cuantos detalles de su nueva vida le resulten necesarios, ya no para asegurarse de que esté bien, desde luego, cuanto para mantener el registro y control de lo que sucede: sobre las características de la habitación que ocupó en casa de su colega y amigo, sobre la manera en la que tiene acomodada la ropa o lo que prepara de comer ('Siempre cuelgas mal los pantalones en el perchero'; y 'Eso está lleno de grasas saturadas, pero así te gusta, supongo', ahora envenenadas las frases que en otro tiempo pensó eran formas cariñosas de reprenderle, una especie de juego), sobre a dónde iría ahora que su colega y amigo se había marchado a Escandinavia, sobre lo sucio que es el edificio a donde se ha mudado merced a las palomas que lo invaden desde la plaza. Él, en cambio, es despachado con firmeza ante cualquier intento de saber algo sobre ella, primero con una andanada de indignación ('Lo que yo haga de ahora en adelante...', ya se sabe), más tarde con suficiencia ('No te conviene saberlo, no lo entenderías'), de modo que ha dependido exclusivamente de lo que otros le han dicho y de su obsesión de espiarla apenas se hubo mudado a casa de su colega y amigo, para estar al tanto de ella, más bien poco en su opinión, un hábito que sólo con el tiempo ha empezado a ceder, ya no se sabe si porque la información reunida es suficiente y empieza a ser invariable, si porque se pierde el interés y deja de ser acuciante lo que hasta ayer lo mantenía en vilo, o si porque el tema no está superado y asistir a los pormenores resulta demasiado doloroso como para justificar la curiosidad y aún la preocupación de que ella se esté metiendo en problemas.
Quizá la mujer que empezó a salir con asiduidad todas las noches apenas haber salido él de la casa, que se hacía fotografiar en el cine y en restaurantes, en bares y eventos deportivos, que se hacía acompañar de un hombre fornido y joven que conducía una camioneta de modelo reciente, a la que felicitaban todos sus compañeros de trabajo el día de su cumpleaños, conocida por su buen carácter y serenidad, por sus buenos consejos y sentido práctico, por la manera encantadora en que vestía a sus dos hijas y los buenos colegios a los que las llevaba (pagados por él), quizá esa era la verdadera mujer con la que había vivido por tantos años y a la que no había sabido apreciar; ahora la conocerían otros a los que seguramente les estaban vedados los salvajes griteríos y los vidrios rotos, qué suerte la de ellos, también la de ella que ha podido reanudar su vida limpia de mala conciencia luego de las tensas reuniones con los abogados, sólo ellos han sido testigos de este aspecto poco presentable de su vida y están ceñidos por el secreto profesional, así que está a salvo. Sus hijas como sus amigos estarán tarde o temprano al tanto de una explicación sencilla y más o menos cómoda sobre lo ocurrido ('Él era infiel', que sería un expediente rápido y comprensible, o bien 'tenía un pésimo carácter', siempre verdadero, o el más moderado 'no nos entendíamos'), con el tiempo bromearían unos y otros sobre el asunto y luego quedaría definitivamente enterrado por paletadas y paletadas de tiempo; el hombre fornido y joven acompañará a sus hijas al colegio y terminará abrazándolas cuando recojan el diploma de la universidad, nunca tendrá ella que reflexionar el por qué ocurrió lo que ocurrió ni experimentará la menor duda sobre sus propios actos o palabras, una mujer así está siempre a buen resguardo de la contradicción, no la conoce, no se tortura como lo hace él rebuscando una y otra vez en la memoria y las palabras, a veces en mitad del día y otras en mitad de la noche, en un lecho solitario o momentáneamente ocupado a su izquierda por un cuerpo tibio en el que se experimentó momentáneo alivio y solaz, 'qué suerte ser como ella', piensa con una sonrisa suave cuando el insomnio lo ha extenuado hasta el amanecer las palomas ya gorjeando en la ventana, el teléfono con un mensaje no leído aún de su colega y amigo desde Escandinavia 'qué suerte vivir otra vida, estar en otro lugar, haberse vuelto otra persona, qué suerte ser la mujer de otro...'
Y con ese pensamiento se queda dormido.

domingo, noviembre 19, 2017

Semblanza del megalómano que encuentra su vocación

Nos habíamos conocido ya antes, brevemente, cuando nos dio algunas de las clases que el Dottore de la Sapienza se negaba a impartir en el entonces nuevo centro de investigación al que llegué por recomendación del Ingeniero Haro. Lo recordaba cuidadosamente vestido con pantalones lisos de gabardina azul o café, el cuello de camisas de colores suaves sobresaliendo por encima de jerseys de color uniforme, gafas de armazón profesional y un cabello ligeramente rizado con inicios de calvicie, pausado y meticuloso en la exposición de sus clases a las que llevaba filminas por él minuciosamente elaboradas, una voz de variaciones teatrales que entonces no dudé en calificar de afeminada y que no era en absoluto inadecuada para mantener la atención en temas áridos. Yo era entonces soberbio e ignorante, como correspondía a mi edad, y aplaudí en mi fuero interno el concienzudo despliegue didáctico del joven profesor auxiliar todavía sin doctorado sin sospechar siquiera que semejante celo pedagógico era signo inequívoco de incompetencia entre científicos, que no era lo mismo entenderle a él con sus sencillos ejemplos mil veces repasados que entender la materia, que éramos un par de alienados autocomplacientes y reiterativos que deseaban a toda costa pasar por brillantes y que se creían destinados a grandes cosas. No me bastaron su dicción y postura, sus gestos o comentarios, su conducta fuera de clase ni su relación con el colegio de profesores, para advertir que detrás de sus afeites había un esfuerzo dirigido a ocultar un origen humilde que le avergonzaba, un complejo de inferioridad preparado para saltar en el momento en que se lo tocaran. ¿Cómo hubiera podido yo saberlo si apenas había convivido con él y no era capaz de interesarme por nada que no fuera yo mismo, aquellas clases alimentando la desorientada convicción de que él era hábil en aquello en que yo deseaba serlo también y que eso era todo lo que importaba? 
Nos comunicamos por e-mail antes de hallarnos de nuevo en el extranjero, en Praga, donde él terminaba su doctorado y yo iniciaba el mío. En sus comunicaciones trataba de disuadirme sugiriendo que fuera a estudiar a un mejor sitio, que aquel no era bueno ni en recursos ni en técnica, ni siquiera como sitio para vivir. Escribía acuciado por un acceso de conciencia que le compelía a prevenirme sin por ello insinuar en forma alguna que se había equivocado, único punto de partida que habría podido ganar mi atención y, quizá, convencerme. En los cuatro años transcurridos desde que nos dio clases en el centro de investigación (que por entonces ya había iniciado la exitosa ruta que lo convertiría en un centro comercial y recreativo) no había yo perdido una pizca de arrogancia ni había contrastado mis convicciones con la realidad, de modo que rebatí sus puntos con una prosa florida y elíptica, ayuna de datos, convencido de que al hombre sólo lo movían los celos de que yo alcanzara el éxito. Ya me había comprado una guía turística de la ciudad y me veía paseando con un grueso abrigo por las orillas del Vltava, escribiendo poesía en el puente de Carlos, escuchando conciertos en el Rudolfinum o el Teatro Nacional, haciendo largas caminatas por la colina del castillo. ¿Qué podía tener que ver todo aquello con la realización de un doctorado en ingeniería? Yo no contestaba esa pregunta, desde luego, no sólo porque haberlo hecho aún mínimamente le habría dado la razón a él, sino porque inquirir un poco más sobre el asunto habría revelado a las claras que yo no estaba interesado en la geometría diferencial ni en la robótica más que como medios para colgarme títulos y someter voluntades.
Y así llegué a su departamento en Barrandov, una tibia noche de agosto, donde me recibió de nuevo impecablemente vestido con un pantalón de gabardina caqui y unos zapatos que hacían juego con el cinturón, ambos de piel, el suéter color cereza por cuyo cuello sobresalían los picos de una camisa de tonos pastel, ya no recuerdo bien cuáles exactamente, un fino reloj brillante en su muñeca izquierda y una calva ya decididamente monacal rematando su cabeza, el bigote bien recortado y los belfos suaves, menos moreno el rostro que en nuestro mutuo país natal meridional, quizá por los años transcurridos en Europa, quién sabe. Yo traía una maleta enorme que había sacado del armario de mi madre, la indumentaria incongruente, el orgullo un tanto machacado por horas y horas de vuelo en donde no asomaba ninguno de los placeres que había imaginado. Viviría ahí para luego quedarme con el departamento una vez que él concluyera el doctorado, dos meses como mucho, la fecha de la lectura de tesis ya establecida para inicios de octubre. El departamento parecía no haberse puesto al día desde la época comunista, salvo por una fotografía de Václav Havel: los muebles de tela ajada, la madera manchada y sin lustre, las paredes forradas con papel basto, incluso un televisor a blanco y negro. Me senté sobre un sillón de dos plazas, todavía tímido o agotado, haciéndome lentamente cargo de la situación. Él intentó parecer natural al reírse de que yo me hallara ahí luego de desoír todo y cuanto me había advertido, pero no parecía conseguirlo, como si todo resultara demasiado ensayado o hubiera descubierto apenas llegar yo que había cuestiones con las que no había contado y que ahora se veía obligado a procesar mentalmente conmigo ahí delante. Trató de parecer relajado al tiempo en que me daba indicaciones: yo dormiría en la sala mientras los dos viviéramos ahí, él en la habitación, el balcón no podía quedarse abierto nunca, las persianas tampoco si se salía del departamento, no habría más que una llave y la tendría él, entre semana había que salir a las ocho en punto porque su oficina quedaba muy lejos, en la Academia de Ciencias, al otro lado de la ciudad.
Cuando se metió a su habitación para dormir tendí sobre la alfombra las cobijas que me había prestado y traté de leer sin mucho éxito (llevaba un libro sobre filosofía de la ciencia titulado '¿Tenían ombligo Adán y Eva?': entonces todavía era capaz de tomar en serio la literatura infantil). Examiné los títulos de algunos discos y cintas que había al lado de un tocadiscos en el que no había reparado cuando llegué: Silvio y Milanés, Guadalupe Pineda y Tania Libertad, un disco de rancheras no sé bien si de Javier Solís o José Alfredo Jiménez. Un cuaderno estaba a medio abrir y en él parecía haber intentado escribir un poema. Éste empezaba cerca de la mitad de la página en medio de tachones y correcciones; en la parte de arriba se indicaba inverosímilmente "Idea 1: hablar del amor eterno y sus amenazas, como la libertad cubana", "Idea 2: hablar de la felicidad que nos espera que se parece a la embriaguez, pero sin cruda. El hombre nuevo". Sentí que me subían los colores al rostro y dominé rápidamente la tentación de reírme sustituyéndola por una especie de cansada decepción. 'Vaya', me dije, 'estamos otra vez ante el típico latinoamericano con su maniquea división del mundo entre buenos y malos, los gringos acá y los cubanos allá, la geopolítica hecha reflejo de sus frustraciones personales y sus desplantes machistas, inmune a contradicciones; qué desastre, no es de extrañar que nadie nos tome en cuenta'. Me levanté de mi improvisado lecho y me dirigí al balcón dejando sólo luces apagadas detrás. Encendí un cigarrillo y miré allá abajo el corredor que separaba nuestro edificio del de enfrente, el final del mismo rematado por una cabina telefónica iluminada. 'Dos meses', murmuré luego de exhalar el humo de la primera calada. 'Dos meses', repetí.
En esas semanas hubo tiempo para confirmar todo lo que había pensado sobre mi anfitrión y aún experimentar el placer de restregárselo con esa falta de piedad que caracteriza a la juventud soberbia. Bien es verdad que yo hacía lo posible por alejarme de mi aspecto bisoño, pero eso no puede conseguirse sin un mínimo de descalabros y yo apenas empezaba a tenerlos; aún creía que las cosas que me habían pasado no estropeaban en modo alguno el brillante futuro que me esperaba, mientras que mi anfitrión estaba precisamente de vuelta de su primer gran fracaso, el mismo que había tratado de ahorrarme con eufemismos e indirectas para que se notara un poco menos su propio error. Pero dos meses es demasiado tiempo para sostener las precauciones puestas en los correos y él empezó a hacer agua por los cuatro costados mostrándome su verdadero rostro: un individuo inseguro, hijo de un padre alcohólico y abusivo, que emigra del campo a un barrio marginal de la ciudad para estudiar una carrera; que vive con unos tíos que le escatiman todos los apoyos; que se ve obligado a viajar en un transporte público miserable y a recorrer calles inseguras llenas de basura todos los días; que es entrenado por otros individuos semejantes en el mito de que ha de vengar todas las afrentas del destino por medio de un título universitario; que abjura de los ricos mientras hace todo lo que está en su mano para parecérseles, primero en la indumentaria, luego en su coche, finalmente en su casa. 'Estás enfermo, cabrón', termino gritándole un día luego de una fuerte discusión. Y agrego: 'Tu mujer va a dejarte apenas vuelvas. Es natural que todo les parezca bien ahora porque no han vivido juntos en realidad. Es un compromiso vacío. Ya lo verás'. No advertía, desde luego, que sólo somos capaces de ver con nitidez aquello que llevamos dentro.
Pasaron quince años antes de volverlo a ver por casualidad en una universidad de provincias. No había conseguido plaza en el centro de investigación, descuidaba sus clases, llevaba un pantalón desgastado de mezclilla y una camiseta sucia, estaba gordo y calvo. Me saludó con aire de complicidad al reconocer en mi rostro un aprendizaje no menos amargo que el que él había conseguido con los años. 'No me creías, ¿verdad? Pues ya ves que tenía razón, cabrón, no debiste haber ido a Praga. Pero ya lo hiciste, ya estás como yo dizque haciendo investigación. Ya eres doctor. Miembro del sistema. Muy bien, muy bien. Te tengo malas noticias de cualquier modo, fíjate. No has terminado de caer, ¿sabes? Es larga la trayectoria, pero yo voy adelantado y te puedo decir que aún te falta lo peor. Ya sé que tú crees haber tenido razón en relación a mí, que no llegué tan lejos como tú en resultados. De acuerdo, no te lo niego. Pero eso vale madre y no cuenta porque son astucias de niñato listo, sin apoyo vital, sin sustancia. Lo mío es hueso. Ya lo verás'. Percibí en su aliento un olor a alcohol y cebolla, pero no tuve empacho en despedirme de él con un abrazo.
Me ha dicho un colega suyo que esta mañana se ha pegado un tiro en su casa. Tenía deudas. Lo habían expulsado de la universidad hará un año bajo acusaciones de malversación, abandono de trabajo y acoso sexual. Mientras se acumulan e-mails en la pantalla de mi computadora, me he quedado pensando en dos escenas: en una estoy con él en un restaurante checo, comiendo gulaš por primera vez acompañado de una enorme cerveza rubia mientras me explica que hay países muy serios como Holanda, de donde acaba de regresar, y donde vio 'canales suspendidos en el aire conteniendo barcos, imagínate'; en la otra estamos a la mesa de un restaurante chino delicioso que me fue imposible volver a localizar una vez que él se fue de la ciudad, un restaurante al que se llegaba tras muchas estaciones de tranvía: I.P. Pavlova, Kubanské Naměstí, ¿cuál sería? Me está anotando con su estilográfica algunas ecuaciones sobre el problema de regulación al tiempo en que se queja de lo poco que saben los checos sobre el tema, lo mal que huelen sus sobacos, lo poco que entienden el inglés. Qué esfuerzos los suyos por hacerse el hombre de mundo que no podía ser. Qué éxito tuvo su megalomanía en la hora última, por fin un acto a la altura de sus pretensiones.
Pongo mis barbas a remojar. Ya estoy, como él, divorciado. No pasará mucho tiempo antes de que renuncie.

domingo, noviembre 12, 2017

Contemplación de las personas amadas que no van a más

Una noche de fin de semana, antes de cenar, recogidos sobre la cama con un libro entre las manos que nos ha puesto el espíritu elevado, levanta uno la mirada y la posa sobre quien nos acompaña y no nos ha notado por hallarse en medio de sus propios afanes, el ser amado en medio de la indefensión que le confiere la confianza en todo lo que le rodea, su halo de distraída belleza, su reposo, y abandona lentamente de la mano de esa imagen lo que acaba de leer para instalarse, no sin resistencias, en la realidad que exige menos ensoñación y más pragmatismo, de momento y por toda transición enfrentado a la pregunta de si ha de compartir algo de lo que acaba de leer y aún le bulle en la cabeza pidiendo ser comunicado, o bien ha de callarse hasta dejar que se enfríe la urgencia, ayudada quizá por una palabra suya o del otro que rompa el silencio y dé por finalizado el camino de vuelta al mundo: una observación inocua, el recordatorio de un asunto pendiente, la sola mirada que hasta hace un momento no nos veía y que accidentalmente, al levantar la cabeza o buscar algo en la mesita de noche, nos reconoce y se hace al instante consciente de ser observado y nos sonríe lo mismo que nos interroga, aún si no se atreve a decir nada (pero entonces podemos volver a las nubes y creemos haber sido comprendidos en silencio y evitamos que se diga nada más dando un abrazo o un beso o volviendo lentamente la mirada de nuevo hacia las páginas con otra sonrisa cómplice como contestación: no descendemos). 
Otras veces contemplamos con impunidad por varios segundos y, repentinamente conscientes nosotros mismos de que podemos ser notados, volvemos la cabeza hacia las páginas e intentamos no contestar ni en un sentido ni en otro a la posibilidad de compartir lo que acabamos de leer, e intentamos reanudar la lectura para volver a los cielos de los que hemos descendido, sólo para comprobar que éstos se han esfumado, porque aunque los ojos siguen los caracteres impresos justo después de la línea en donde nos quedamos antes de la interrupción, no podemos dejar de pensar en quien nos acompaña y en cuán poco pide del mundo y cuán escasas son las preguntas que le atormentan, cuán artificial el paraíso en que momentáneamente lo hemos encontrado, ay, tan desprotegido, qué pocas dudas exhibe y qué fácil y despreocupadamente transita de un día al otro; ya podemos estar seguros de que no hará nada sobresaliente que pueda consignarse en la memoria de la humanidad ni resolverá problemas que nadie le ha planteado, sólo nosotros seremos testigos de su carácter dulce y su extraordinaria quietud que, aún rindiéndonos un servicio sobresaliente, no podrán sin embargo ser presentadas como obras ante ningún tribunal y habremos de atribuírlos más a la genética que a la filosofía; querremos convencernos de la virtud encerrada en su sencillez y escasa vanidad, rellenar la vacuidad aparente con nuestros análisis y disposiciones y teoremas, azuzados pese a todo por la incomodidad de analogías dolorosas que los asimilan al perro que dócilmente se echa a nuestros pies, fiel y silencioso, mientras intentamos coger de nuevo el hilo de nuestra lectura sin sufrir por lo que entendemos que no va a más y que, con mil argucias retóricas, justificamos detrás de grandilocuencias, ya por encima citando al amor y otras virtudes morales, ya por debajo a través de tranquilizadoras argumentaciones igualitarias.
Y si acaso hemos cedido a compartir nuestros pensamientos, ya sea porque nos hallamos inflamados por un entusiasmo desmedido que irreflexivamente nos ha empujado a ello, ya porque aún conscientes de que todo puede acabar en un impasse nos aventuramos a hacerlo en la esperanza de avistar algunas luces en las réplicas y contrarréplicas de quienes amamos, tanteamos las aguas intentando no naufragar, luchando con nuestra impaciencia al tiempo en que discutimos lo que deseamos someter a discusión, predispuestos a abandonar la empresa apenas nos encontremos cualquier detalle que nos recuerde otros fracasos similares, curiosamente picados si la interlocución intenta contradecirnos o acotar lo que hemos afirmado temerariamente, pues si bien deseamos en el ser amado las prendas de la inteligencia y la iniciativa, la independencia de criterio y la autonomía, no ha de ser esto sin que nosotros llevemos siempre la razón y prestos estamos a conseguirla aún a costa de retorcer o falsear, escamotear o distraer, ultimadamente levantar la voz o dar un golpe en la mesa con la firmeza de la autoridad ultrajada. 
Satisfechos con nosotros mismos volvemos al libro y nos olvidamos del asunto. El ser amado nos contempla sin que nos percatemos. Sonríe: no vamos a más.

sábado, octubre 28, 2017

Otros mundos

Envidio a las personas a las que una adecuada combinación de voluntad y circunstancias ha permitido que recorran su vida rodeadas más o menos de los mismos paisajes y personas, pues ello supone que están relativamente a salvo de la alienación que padecemos quienes hemos debido suspender varias veces, así fuese una sola, el mundo como lo concebíamos y la geografía que nos era familiar, los individuos que ocupaban nuestro tiempo casi a diario y aún los afectos que nos eran más caros y sin los cuales pensábamos que no podríamos vivir, o es quizá que morimos y vivimos repetidas veces hasta que efectivamente alguna época pasada nos parece otra vida y los que la poblaban, ahora ausentes, están muertos a todos los efectos como están extrañamente vivos los recién llegados sin historia que en los días que corren este mundo postapocalíptico, este purgatorio— nos acompañan a la mesa y se meten en nuestro lecho y nos prestan oídos, inexplicablemente, como si hubiesen estado aquí desde el principio. Asistimos cada vez menos si ha coincidido algún hueco de trabajo con una oferta de billetes, si por fin encontramos a alguien que nos acompañe y que al final nos dejará ir solos pretextando cualquier contratiempo a la que fue nuestra ciudad natal, donde nadie nos espera y los paisajes que conocimos van siendo inexorablemente deformados, sólo en calidad de notarios que, de pie frente a la casa que habitamos por muchos años o a la mesa del restaurante que sobrevive difícilmente al atropello de ampliaciones y sobrepisos, levantan invisibles actas y hacen inútiles amonestaciones al aire; también como peregrinos que recorren los mismos lugares cada cierto tiempo, ritualmente, con la misma actitud desconcertada del devoto que llega a su destino y, musitada alguna oración improvisada, no ve más alternativa que volver sobre sus pasos. 
¿Cuántos como yo habrán creído saber quiénes los acompañarían en sus últimos años haciendo caso omiso del azar que todo lo vuelca y de cuyos efectos tenemos sobrada evidencia a lo largo de nuestra vida? Nos pasamos los años aspirando a mantener las cosas en su sitio y al final somos nosotros los que ya no estamos en el nuestro, acaso porque no hemos sabido perseverar o porque fuimos demasiado inestables o ambiciosos, el resultado es el mismo: como en una película de ciencia ficción hemos abierto los ojos después del sueño y no reconocemos nada, o es más bien que nos hemos metido en una pesadilla de la que intentamos desesperadamente despertar sin conseguirlo. Mueve a vértigo asomarse por casualidad a alguna fotografía sin poder echar mano del hilo que la conectaba con el que ahora la mira, la continuidad rota con las palabras que alguna vez escribimos, la memoria incapaz de recuperar las nebulosas conversaciones que ahora nos representamos a nuestro antojo porque así conviene, aún si ya no contamos con el interlocutor que nos daría la razón mi exmujer o hayamos perdido todo la custodia de mis hijas por ejemplo.
Hube de vivir la descomposición de mi matrimonio al mismo tiempo que la de mi trabajo y esta concurrencia me hace preguntarme todavía si no era yo quien se deslavaba en realidad, víctima de algún trastorno que me hacía creer racional y consistente, dueño de la verdad, sin encontrar apenas eco a mi alrededor. Razonaba y repensaba una y otra vez apegado a la mayor objetividad y no conseguía apenas nada, ni convencer ni aliviar. Nada. Alguna tarde miramos a nuestros empleadores, estupefactos de que seamos sus subordinados, preguntándonos sin dar crédito cómo hemos hecho para llegar hasta aquí, dónde está el germen de esta humillante coincidencia, de dónde salieron estos depredadores autómatas de ideas mínimas y programa implacable. No es muy diferente con las causas más visibles que nos rodean, la deriva sin fin de las sociedades que nos acogen hacia las locuras más extremas, casi insensiblemente, en una enajenación que hiela la sangre por cuanto no podemos romperla y nos empuja cada vez más hacia los márgenes. Ella y yo nos distanciábamos en agrias discusiones y violencias irreparables al tiempo en que el parlament catalán se hacía impermeable a la realidad y rechazaba cualquier medida que no fuera la suya; daba igual si no tenían la razón porque una vez infectada la mayoría con el virus del nacionalismo más retrógrada no había manera de discutir nada, así mi mujer. Corroboraba así la opinión de que los gobernantes eran siempre la representación de sus gobernados y que, por lo tanto, la idiosincracia más individual terminaba por comunicarse a los de arriba y, en contraparte, los conflictos más diversos, aún internacionales, eran siempre traducibles en problemas familiares primitivos, así mi divorcio. Daba igual que las mayorías de cualquier país se consideraran invariablemente víctimas de una clase política inferior a ellas, pues con independencia del tipo de gobierno al que estaban sujetas, flamante democracia o ignominiosa satrapía, estaban siempre bien representadas por sus políticos, así mis hijas.
¿Pasaremos en algún momento agotados de arar el aire de la obligación moral de hacer o argumentar a favor de lo verdadero o justo? ¿Quedaremos entonces reducidos a la perplejidad mientras los locos recorren las calles envueltos en banderas y reducen la discusión a consignas, así mi exmujer? Si lo doméstico es también lo macroscópico, ¿he perdido la nación igual que mi trabajo y mi mujer, saturados todos los espacios de disenso, alcanzada una sóla dirección social como un ejército de camisas pardas entonando himnos mientras marchan orgullosos a estrellar sus cabezas contra un pozo de hormigón?

domingo, octubre 22, 2017

La soirée

A veces asistimos a reuniones con colegas de trabajo, digamos en un restaurante oriental que facilita la pretensión cosmopolita del sector más burgués y conservador de los reunidos (un sector que, empero, necesita saberse liberal y solidario, tolerante y progresista) convencidos desde un inicio del carácter emasculatorio del proceso al que acuden el jefe y su familia aquel atropellando el discurso y exigiendo el aplauso, éstos a salvo del contraste creyendo genuinamente que su patriarca es adorado, los empleados más adictos ciegos a su propio servilismo y amnésicos frente a la cadena de humillaciones a que sus esposas y jefe pronto sus propios hijos los someten todos los días con desparpajo, los más jóvenes y solteros pero ciudadanos que aspiran a la respetabilidad presentando a sus parejas y gastando comentarios de bien ensayado y predecible ingenio, los también jóvenes y solteros pero extranjeros chapurreando penosamente el idioma del país que los acoge mientras acatan con docilidad el rol de prueba material de la buena conciencia de los ciudadanos y de la enorme generosidad del jefe que les concede la gracia de ser utilizados. Un cuadro de Francis Bacon. Una piara de cerdos. Un pontífice consumido por gusanos que ensanchan su abierto hocico por el que salen gruñidos estentóreos, pestilencias sin pausa.
Exactamente como al bufón de las cortes europeas de fines del Medievo, a ese extranjero senior le es autorizada la ironía y la burla porque nada de lo que dice debe ser tomado en serio. Él puede criticar en medio de risas la condición de cornudo del profesor que tiene a una histérica imbécil por esposa. Él puede hacer bromas sobre la vida holgazana disfrazada de contemplativa de la esposa del jefe la Reina porque se entiende que él es el ridículo, no ellos. Él puede desde luego ¿pero quién no? cebarse en los jóvenes, extranjeros o no, que se ven así obligados a imitar a sus superiores en la risa aprobatoria o el silencio incómodo hacia la metralla de agudezas y denuestos. El jefe también, cómo no, en su magnanimidad de supremo juez, tolerará algunas invectivas picantes porque nada debe ser tomado en serio ni reflexionado ni mucho menos asumido; él, por encima de todos, tiene la oportunidad de replicar con o sin ingenio para ser inmediatamente celebrado; la razón última le asiste si le da por adoptar un tono serio lo mismo que la ocurrencia más graciosa si le da por superar al bufón en sus atribuciones humorísticas. El patriarca puede desviar la conversación hacia donde sea necesario, dejar argumentos sin contestar, reanudar los ya concluidos, es el dueño de la juguetería que hace callar o hablar a sus muñecos, decir cuándo terminan o empiezan los juegos y, como buen ciudadano en la decimonónica misión de civilizar nativos asiáticos o africanos, establecer cómo deben ser las cosas sólo para, con profundo desprecio y autosuficiencia, declarar nulas las posibilidades de que aquellos puedan alguna vez hacer bien lo que él ejecuta perfectamente.
Como en una película americana, la mesa debe rezumar diversidad. Contar con un negro o un homosexual, un asiático o un musulmán, un ateo o un comunista de librería. Ninguno de ellos, naturalmente, puede dominar la escena ni resultar demasiado vistoso, menos aún opacar al jefe que administra cuidadosamente cuánto de cada uno es requerido en aquel montaje. El homosexual ha de escandalizar lo justo para añadirle un tono pícaro a las conversaciones, como si la reunión fuese un platillo que requiriera de una especie de condimento en cantidades mínimas para que se sienta, sin llegar a escaldar. Los negros y amarillos han de asentir a todo y responder cortésmente al interés impostado y autocomplaciente de los ciudadanos por el clima y comida de sus países de origen, deben estar dispuestos en todo momento a dejarse aplastar por la estruendosa aplanadora del jefe que puede pasar cuando se le antoje por encima de cualquier matiz con un juicio lapidario. Las cosas son como ellos pero especialmente él dicen que son, tanto da si es sobre el propio país o historia, sobre el propio gusto u opinión. Han de ser aquiescentes porque para eso están aquí: para servir de comparsas en el cada vez más pronunciado delirio de quienes se habitúan demasiado rápido a no encontrar oposición a sus buenas intenciones.
El jefe cata el vino con un gesto pomposo y reparte a los que le quedan cerca, luego da instrucciones a los ciudadanos más alejados para que le imiten y repartan entre los invitados foráneos. Hubo un tiempo en que dimos por sentado que todo esto era verdadero y disfrutamos del buen vino y de los diversos sabores de nuestra nueva patria, en que nos alegramos de convivir con gente de orígenes diversos creyendo que ello nos haría mejores personas, respondimos preguntas cuidando la verdad y creyendo sinceramente que nuestras respuestas interesaban y podían ser comprendidas. A medida que el tiempo pasó y fue poco el necesario caímos en la cuenta de que era mentira; cuando pasó un poco más abandonamos nuestro interés en favor de una serie de opiniones inamovibles. Nunca más nos volvimos a preguntar sobre los ciudadanos ni sobre el país, dando por sentado que las cosas son como son y participando resignadamente de las soirées ocasionales a que nos sometían. Transcurrido todavía más tiempo nos dimos cuenta de que nosotros tampoco éramos capaces de prestarles más atención y que la superficialidad era el único terreno que podíamos compartir. Sólo los idiotas el extranjero senior o el gordo simpático podían pretender calentarse con aquellos fuegos fatuos. Sólo ellos en su narcisismo podrían despedirse insatisfechos a las afueras del restaurante, subirse el cierre de la gabardina hasta el cuello y avanzar incómodamente por entre las hojas caídas del otoño hacia sus respectivos aposentos las calles vacías de la madrugada, los ocasionales autos, los letreros en ese idioma elusivo para el que ya no tienen interés ni fuerzas pensando en lo poco que puede comunicarse a lo largo de una vida. Con ellos, los ajenos; pero también con los otros, los propios.
La luz de una lámpara se enciende sobre la mesita de noche y por toda comunicación un libro se queda abierto frente a unos párpados que se cierran. Hace media hora que el jefe ronca.

viernes, octubre 13, 2017

Hazebrouck

De los diez años que han pasado, ha vivido con él poco más de la mitad. Al principio de manera continua, luego de manera intermitente desde que decidió venir a Europa por estudios y luego por trabajo. No se adivina en el horizonte cuándo ha de volver —se ha fijado el límite de tres años, más por simetría que por sentido: lleva la mitad— ni qué hará a su regreso para continuar haciendo un trabajo para el que —ahora comprende— no está particularmente bien dotado. Examina sin mucho entusiasmo opciones en Praga y su ciudad natal, promesas vagas de trabajo malpagado que en el extranjero tienen el agravante de hacerlo pasar por una serie de trámites interminables. Como todos los otoños en el norte de Francia, aunado a los días lluviosos en que el fuerte viento obliga a entrecerrar los ojos, ha comenzado a hacer frío. No obstante, está animado al comprobar en el calendario que finalmente ha llegado la fecha y decide que ha de comprarle un regalo aunque no pueda dárselo hasta las próximas vacaciones de diciembre. La ventana de su habitación está llena de rocío y vapor: escribe sobre ella un corazón con el diez dentro.
Suele fantasear con las vacaciones, esos períodos en su ciudad natal en que, con el trabajo a miles de kilómetros de distancia, puede entregarse a recorrer librerías y tiendas de discos, a ver películas y visitar amigos, pero sobre todo a recorrer las calles —durante el día o la noche, según la casa quede libre en uno u otro horario— buscando a quien llevar a la cama. No faltan voluntarios de todas las edades y condiciones que, perturbados como él por una obsesión sexual omnipresente, acceden a subir al coche de un desconocido. Acumula historias de agitación que se le antojan fantásticas, expediciones que comienzan con una exitación tal que le hace temblar. Hace años, antes de salir por primera vez de aquella ciudad que ahora acaricia en sueños, superó cualquier incomodidad frente a la contradicción que suponía tener una pareja y entregarse a estos excursos, amparado en la pretensión de haber declarado desde un comienzo sus puntos de vista y haber contado con la anuencia del otro. Se engaña. Le ayuda a mantener la ilusión de consistencia el hecho de haberse ido al extranjero y haber pospuesto así la felicidad; su relación una promesa por cumplirse en el paraíso recuperado de dos que hacen el amor en una cocina sobre baldosas de barro. Nunca un ahora y aquí desde hace muchísimo tiempo, nunca el presente mientras los elementos —él lo sabe ya— crecen a su alrededor, cercándolo.
Es cómodo amar a distancia como se ama a dios o a los muertos que ya no pueden decepcionarnos. El amor se transfigura así en el culto a una idea, el cultivo de un pasado organizado en torno a una liturgia. Si bien dicho ritual no incluye desde hace años vivir el día a día del otro, menos aún desearlo con el mismo temblor de los excursos, sí exige celebrar fechas señaladas. De modo que sale por la tarde del laboratorio, después de comer, toma el tranvía hasta la estación de tren y de ahí viaja hasta Lille para recoger la renovación de su permiso de residencia, luego de lo cual recorre las calles del centro para comprar el regalo. No suele hacerlos. Detesta las tiendas. Entre aburrido y mosqueado mira los aparadores y huye de los empleados como de cualquier interacción innecesaria. Finalmente se decide por un saco que compra adivinando la talla y hace esfuerzos por soportar la obsequiosidad del dependiente que pregunta si es para regalo, si ha de añadir una corbata o una camisa, si ha de ser en efectivo o con tarjeta. Mientras siente envejecer deprisa en el extranjero, casi no folla, pues se le ve con sospecha y se le descarta enseguida por su acento o su ropa, su corte de pelo o su exoticidad. Él tampoco desea esos cuerpos blancos y blandos que parecen realizar todas sus actividades fríamente según riguroso libreto, alejados de toda perversión que no aparezca en el manual, sin morbo, sin una genuina sordidez. Este accidente le permite alimentar el mito de su fidelidad, pues sus apetitos se sacian prácticamente sólo en los breves episodios vacacionales, bien es verdad que no siempre con su pareja, bien es verdad que de forma un tanto aburrida cuando es con él. Pero se cumple el expediente de abrir las piernas y la paz que inunda la mente y el cuerpo después de eyacular pensando en los episodios realmente excitantes, los verdaderamente perversos, es casi tan grande como la comida caliente servida en la cama frente al televisor o los brindis de Navidad y Año Nuevo en medio de regalos. ¿A eso le llama amor? ¿Al saco que lleva en esta bolsa mientras examina libros en los cuatro pisos de Le Furet du Nord? ¿A los mensajes intercambiados todos los días? ¿Al futuro?
Son casi las siete de la noche y, una vez montado en el tren de vuelta a la residencia, anuncian un cambio y deben moverse al andén número once. Su francés ha mejorado tanto que incluso se lo explica a una nativa de cabellos rubios que no ha comprendido qué pasa. Se mueven todos, pero el andén once y el doce ocupan el mismo sitio, sólo uno desplazado respecto al otro. Monta en el tren equivocado y se interna en la noche de octubre por los campos de Flandes en vez de los del Hainaut. Se aleja de su destino leyendo tranquilamente las últimas páginas de Les trois mousquetaires, orgulloso de hacerlo en francés. Cuando cruza la estación de Armentières percibe una primera incongruencia: no recuerda haber visto una estación así en la ruta usual, pero sí reconoce el nombre precisamente del libro que trae entre manos. Pero ello quedaba en el camino a Inglaterra. Entonces comprende que el tren se dirige hacia Dunquerque y se levanta alarmado del asiento para buscar al revisor del tren, quien examina los próximos horarios para regresar a Lille y de ahí a su destino en el Hainaut. 'Debe bajar en Hazebrouck y esperar el tren que vendrá en dirección opuesta dentro de una hora y veinte minutos'. En la estación no hay apenas nadie: los que ahí bajaron rápidamente desaparecen del andén: un chico que besa en las mejillas a su padre, una mujer enfundada en un abrigo negro con las piernas firmes descubiertas, un individuo con bufanda que apenas descender enciende un cigarrillo y se aleja haciendo sonar los tacones de sus delgados zapatos contra el pavimento. ¿Es este contratiempo una analogía de su vida? ¿Un creer ir hacia un lugar y terminar en otro? No piensa en ello, consumido por el hambre y maldiciendo vivir en un país cuyas escasas tiendas cierran a las siete de la noche, las calles desiertas desde que llega esa hora como si todos los habitantes estuvieran no sólo dentro de sus casas, sino de sus tumbas. El guardia de turno le informa que no debió comprar un billete de vuelta a Lille, pues estaba ahí como consecuencia de un error y habría bastado con que él le sellara los que ya llevaba. Vuelve a Lille hacia las diez y el servicio de tren al Hainaut es reemplazado por un autobús que sale cuarenta minutos después. De la estación de tren, a la que llega pasada la medianoche, debe andar a pie hasta la residencia a donde llega hacia a la una de la mañana. Cena y se acuesta a las dos. Aún es la fecha del aniversario en México. Siete horas más de liturgia. De adoración, de anhelo, de sublimación. Luego, antes de dormir o quizá mañana por la mañana, se masturbe pensando en las vacaciones.
Y así muchos años.

domingo, octubre 01, 2017

Ojos vidriosos

El hombre de ojos vidriosos en la barra de ese bar solitario de Santa Teresa donde rancheros entrados en años con canas mal pintadas, bigotes de putito y vientres hinchados paseaban con mujeres sospechosamente altas de cinturas mínimas y anchos hombros, me espetó:
¿Conoce Usted algo más patético? Siete años, ¿viera? Siete años de aguantar a estos pendejos..
—¿Disculpe? ¿cómo dice?
—Una escuela, ¿no? Lo normal. Uno dice: 'Es una universidad, ya no van a pasarme las mismas cosas', ¿verdad? Porque yo trabajé en secundaria y aún en primaria por algún tiempo. Pero esto es una universidad, la gente educada, los scholars que se dedican a elaborar sesudas disertaciones que presentan en no menos sesudos congresos, los científicos que publican sus resultados en sendas revistas donde son evaluados por pares, ¿eh? Pares: o sea que por cada uno de estos pendejos hay al menos otro igual, ¿qué le parece?
—Es maestro, supongo —le contesté al tiempo en que la rocola vomitaba una canción cuyo video reproducían simultáneamente todas las teles del lugar: viejas neumáticas abrazadas a un tipo enfundado en botas que se había gastado en maquillaje, bottox y depilación de cejas el equivalente de todos los gastos cosméticos del lugar.
—¡¿Qué?!
—¡Pregunto que si es maestro! —contesté al tiempo en que el hombre me tomaba del codo y me señalaba con la barbilla un rincón que prometía ser menos ruidoso que la barra. Nos dirigimos hacia allá —yo de mala gana, pues sólo había entrado al bar con la intención de matar quince minutos con una cerveza antes de salir con Pamela y ahora estaba escuchando a un resentido y tomamos asiento en una pequeña sala forrada en negro.
—Aquí estaremos mejor. ¿Qué me decía?
—Nada. Que me imagino que es maestro, eso es todo. 
—Mucho me temo que sí, amigo. Soy maestro. Pertenezco a esa caterva de gente extraviada que se quedó en la escuela para siempre, ese sector de gente mediocre que quiere hacer pasar por vocación lo que es sólo el resultado de su absoluta incompetencia para realizar cualquier actividad productiva. ¿Se imagina Usted a un dentista o a un plomero que quisieran cobrar como tales sólo por instruir verbalmente sobre cómo se hacen las cosas sin jamás hacerlas efectivamente?
—Me imagino que cuando un avión debe volar no bastan los pizarrones.
—¡Desde luego que no! Pero es que aquí es peor que eso, ¿sabe? Ni se imagina. Siete años desde que me contrataron aquí, no se imagina las cosas que he visto...
—Tengo poco tiempo, ¿sabe? Creo que... —pero no me dejó terminar cuando ya levantaba de nuevo su mirada turbia hacia mí haciendo acopio de fuerzas para continuar su discurso luego de darle una calada a un cigarrillo que nunca le vi encender...
—Aquí no existe ni siquiera eso, amigo, los maestros... —Hizo una mueca sonriendo como quien reconoce haber dicho una estupidez. —No existen los maestros, le digo. Lo he visto con mis propios ojos, ¿sabe? Son un puñado de gente de la peor calidad moral ávida de que les sigan pagando una miseria los dueños de ese negocio formidable llamado educación. ¡Qué noble tarea! ¿verdad? La educación. Que sirve para todo, sí señor. Para salir de la miseria (mentira). Para entender el mundo (mentira). Para ser mejores personas (¡permítame reír a carcajadas! ¡mentira!). ¿Qué diablos sino cinismo, estulticia y mezquindad van a aprender los que participan en esto en calidad de estudiantes si quienes se ponen al frente no entienden ni quieren entender nada? Esa gentuza merece que los dueños del negocio los trate como reses en un matadero: que les den y quiten cursos a voluntad, que les afeén la conducta por cualquier iniciativa que se aparte de la ortodoxia, que les celebren el día del maestro y los cumpleaños con comida barata a punto de echarse a perder y discursos cuyo carácter retrógrado los hermana con los que hubiera dado desde el púlpito cualquier sacerdote del siglo dieciséis...
—Pero entonces la culpa la tiene Usted, ¿no? ¿por qué trabaja en una escuela privada si no está de acuerdo con sus ideas?
—¿Quién habla de privada? ¡Es la escuela de gobierno de la que estoy hablando! Llevo siete años en la universidad pública comprendiendo con lentitud el hecho de que ésta también es un negocio, uno mucho peor que el de las instituciones de paga que declaran sus intenciones desde un comienzo y se atienen a sus propios recursos. Un negocio inmoral que roba al pueblo el poco dinero que tiene para repartir un pequeño porcentaje entre los maestros que lo mendigan y un botín mucho más jugoso entre los gerentes que lo han secuestrado. ¿Sabe lo que es tratar con esos hijos de puta? ¿Sabe lo que se siente pasar siete años de su vida fingiendo ser más idiota que ellos para que no tomen a mal los pequeños correctivos que a su ambición he opuesto? ¿Lo que se siente ver de frente a un animal a cargo que con grandes ojos de bovino y lenguaje de verdulería intenta reconvenirle sobre su conducta sin el menor asomo de cultura o vergüenza? ¿tiene idea de cómo se lidia con la hipocresía católica instalada al frente de los valores laicos? ¿cómo se sobrelleva la tradición patrimonialista que hace suponer a estos funcionarios que el bien público a su cargo es propiedad de ellos mientras están en funciones? ¿que pueden disponer de él a voluntad sin someterse jamás a examen y con el aplauso del rebaño de los ya referidos maestros que, adalides de nuestros usos y costumbres, aplauden resignadamente el adocenamiento mientras el cheque siga llegando cada quincena...?
—Suena mal —dije bebiéndome de un trago lo que me quedaba de cerveza. Me iba ya a despedir, pero como se me antojara fumarme un cigarrillo cometí el error de pedirle uno. 
—Claro, aquí tiene. ¿Le apetece un whisky? —me dijo al tiempo en que con la mano libre llamaba a un distraído mesero al que (¿vi bien?) uno de los rancheros tocaba en los genitales mientras la mujer que lo acompañaba reía lascivamente. 
—Verá, es que... —dije interrumpiéndome para que el cigarrillo no se me cayera de los labios.
—¡No se hable más! Dos whiskys por favor. Etiqueta negra, sí.
—Es que... Bueno, en fin, ¿qué decía?
—Si no ha convivido con maestros, al menos habrá tratado con los que le tocaron en la escuela, ¿no? Yo llevo siete años entre ellos... Siempre tienen hambre (nunca se le ocurra llevar comida a la escuela, la gente siempre tiene hambre), se la pasan hablando de los malos resultados de los estudiantes, no tienen otro objeto de conversación, son el mejor ejemplo de lo que significa ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, burócratas presuntamente educados que se quejan imparablemente de que no se les regale más dinero a cambio de su holgazanería patológica, depredadores del erario que por supuesto se consideran distintos de los políticos de los que dependen y de los gerentes que los administran, como si fuesen una clase aparte cuando en realidad apenas suben un peldaño en el escalafón y ya putean miserablemente a los de abajo, reproduciendo y perfeccionando las marranadas de sus superiores, nunca como entre ellos tuvo mejor sentido la frase homo homini lupus... Pero mire, aquí está su whisky...
—Hombre, no debía... en fin, gracias... —dije al tiempo en que notaba un nervioso intercambio de miradas entre el mesero y el individuo de ojos vidriosos al que ya empezaba a urgirme dejar en aquel extraño bar en el que nunca había estado y en donde cada vez creía ver más cosas extrañas (¿qué era ese bulto entre las piernas de la aerodinámica mujer de uno de los vaqueros de broche en el cuello de la camisa? ¿a dónde dan esas puertas del fondo de donde viene un hombre fajándose la camisa?).
—La cuestión es... ¿quiere otro cigarrillo? vamos, hombre, ¡no sea tímido!... la cuestión es que ya era demasiado tiempo, ¿sabe? Siete años son muchos para soportar este ritmo de vida que insensiblemente lo vuelve a uno poco menos que un molusco, un tejido blando sin voluntad, un bagazo. Los años pasan y van ellos solos acomodando a las personas en los sitios que les corresponden, empujando poco a poco pero inexorablemente todo lo que no sirve a los márgenes, apartándolo, disminuyéndolo. Se engañan quienes creen que todo es cuestión de suerte y circunstancias. En absoluto, ¿sabe? Muchas cosas dependen de nosotros, pero ser maestro es algo que siempre ocurre por descarte, el resultado de una vida fracasada cuyo protagonista no tiene ninguna otra opción de hacerse obedecer o escuchar que la de someter a un público cautivo a sus estupideces. No hay nada más. Siete años en medio de esta piara que año con año y quincena tras quincena se llena la tripa en las tinas de mierda que a su disposición ponen los funcionarios, ya era demasiado, ¿verdad? Tuve que hacerlo, por supuesto. Lo comprende, ¿verdad?
Los whiskys se habían terminado y el hombre de los ojos vidriosos se había quedado frente a mí tratando de enfocarme tan bien como se lo permitía el alcohol que ya llevaba en las venas. (¿Un cunnilingus en aquel rincón? ¡Joder! Debería venir más seguido a este bar... Un momento: eso no es un clítoris). Quise ponerme de pie, pero me sentí súbitamente muy mareado. Me senté de nuevo y me pasé una mano por la cara. Otra que no era mía ya estaba sobre mi pierna derecha. Entonces, en vez de sorprenderme recordé lo último que este hombre había dicho y le interrogué rápidamente:
—¿Qué tuvo que hacer? ¿de qué habla? —articulé difícilmente encendiendo otro cigarrillo que tomé de su caja sin pedirle permiso.
—Vengarme, hombre, ¿qué va a ser? No me iba a ir nada más así de la escuela sin antes darles su merecido. Algo ejemplar.
—¿Qué hizo? —pregunté al tiempo en que él quitaba discretamente su mano de mi pierna y se la llevaba a la cara junto con la otra, suspirando como quien se decepciona de tener que dar una explicación demasiado larga y va resignándose a hacerlo.
—Mire, lo que hice fue que... ¿te puedo tutear? ¿cómo te llamas? —dijo al tiempo en que se sentaba a mi lado y me pasaba su brazo izquierdo por mi hombro y la mano derecha volvía a una de mis piernas. Quise pararme y no me respondieron las piernas. Incongruentemente me dispuse a contestar a su pregunta (no fuera a pensar que era un maleducado):
—Me llamo R...
Se encendieron las luces y se armó un alboroto tremendo. Unos policías entraron al bar repartiendo golpes y empezaron a llamar a voces a un individuo. Los rostros se volvieron hacia nosotros.
—¡Ahí está! —dijo uno que llevaba una especie de bozal que me recordó alguna película de ciencia ficción o un perro bravo. Se acercaron aventando muebles en medio de gritos de mujeres y hombres. De reojo vi al mesero que nos trajo los whiskys subirse lentamente los pantalones. Cuando al hombre de los ojos vidriosos lo tomaron del brazo, otro hizo lo mismo conmigo.
—¡Hey! Yo no estoy con este hombre, yo...
—Estás sentado con él. Vienes también arrestado.
—¡Pero yo no he hecho nada! Yo... —sentía un vértigo tremendo, ¿me habrían puesto algo en la bebida?
—Eres su cómplice, cabrón, no te hagas pendejo —dijo otro más con desparpajo.
—Yo estaba esperando a... ¿qué ha hecho este hombre? —pregunté.
Entonces reparé en que el individuo de los ojos vidriosos tenía media camisa y pantalón bañados en sangre; reía a carcajadas y mientras nos empujaban hacia afuera me gritó bien alto:
—¡Tenía que vengarme! Debiste ver la cara de esos cabrones, hijos de puta todos, ¡no podían creer que sus vidas estuvieran terminando de esa forma! Una cuchillada por aquí, otra por acá, qué alegría, qué frágil es la vida, cabrones, me lo vais a agradecer cuando saquen cuentas y digan: 'mira, nos ahorramos tantos parásitos menos; mira, ya puede usar este dinero en alguien moral, en alguien productivo; mira: una rata menos, un mediocre menos'... ya verás que...
—¡No vengo con este hombre! —grité por última vez al policía que me calló de pronto con un fuerte macanazo: "¡Cállate maricón!"
Pamela lleva veinte minutos esperando en el café de la esquina. Se levanta enfadada y, de vuelta a su casa, acepta subir al carro de un desconocido que le ofrece un aventón. 
Santa Teresa luce negra y destripada.