lunes, julio 30, 2012

Monsieur Bernard, entrevistador (fragmento)

A Ruben Robles Ruíz, con y sin acento...

–Ya debe ser suficientemente difícil escribir desde un país y una ciudad inciertas, pero agréguese la fatalidad de que si por una vez en tanta tradición sincrética se encontrase de pronto con una identidad definida y lo que se antojaba inconsistente y aun imitativo resultase original y cierto, sería tenido por ingenuo en la opinión de otros tantos inseguros como él, pero también ignorado por los que sí hemos tenido la fortuna de nacer y vivir en un sitio con características propias y cultura asertiva. Que conste que me ocupo del asunto porque me lo ha preguntado y ha traído un buen vino, monsieur Bernard, sin contar con que ya puedo decir algunas cosas con holgura gracias a mi retiro. Es una pena que haya muerto sin conocer la vejez propiamente...
–¿Considera entonces que tenía problemas de identidad?
–Como todo latinoamericano, sí, y casi podría asegurar que como cualquier tercermundista. Dése cuenta de que un individuo culto en esos países lo es siempre en nuestros términos: no puede ni quiere sustraerse a la civilización occidental. Leen nuestros libros, estudian nuestra historia (cuántas veces mucho mejor que nosotros mismos) y no pocos aspiran a abandonar sus países de origen para venir a habitar la que consideran la fuente de sus aspiraciones filosóficas. Pero ignoran –o descubren tarde- que su dicotomía no es un problema geográfico y que no es en los libros donde se mama la civilización: un adolescente que fuma hachís en nuestras calles y visita los MacDonald's de la región con casquette a la cabeza y basquettes en los pies es más francés que cualquiera de los lectores latinoamericanos de Proust y los connaisseurs extranjeros de vinos o museos. Por supuesto que a él no se le escapaban estos razonamientos y aun en contra de sus intereses decidió volver a su país.
–Europa los pilla lejos. ¿Qué tal América?
–Los Estados Unidos o los países europeos, tanto da. Pensemos en el cine o la música. ¿Se imagina Usted la peripecia mental de conciliar cotidianamente las películas de superhéroes con el patente subdesarrollo que les espera apenas salir de la sala de proyecciones? ¿Qué tal ir de la música clásica y el rock anglosajón de sus alucinados audífonos al folclor que tarde o temprano los encuentra en una fiesta o una borrachera en plena calle?
–Pese a esas contradicciones, decide volver a su país. ¿Resignación?
–No exactamente. Verá: esos pobres llegan mucho antes que nosotros a disfrutar de un cinismo disfrazado de suficiencia y aun de sofisticación, como si todas las cosas hubiesen sido ya juzgadas en un tiempo remoto y estuvieran siempre de vuelta con las objeciones precisas y las simplificaciones necesarias para la seguridad de sus solitarios reinos. Se obligan a ello y no bajan la guardia nunca: agrios con los suyos (no vayan a parecer menos enterados) y desconfiados con nosotros (no vayan a exhibir el pecado original de no ser nativos de la civilización occidental), viven en permanente tensión sin recuperarse jamás de la sensación de extranjería, sea aquí, allá o en cualquier otro lado.
–Suena muy desafortunado, pero en sus libros parece ser un miembro de la civilización occidental a carta cabal, ¿no le parece?
–Son las ventajas de moverse en el terreno teórico, monsieur Bernard. Pero no habrá venido hasta aquí para hablar de lo que objetivamente puede desprenderse del viejo debate de los metecos, ¿verdad? Después de todo, la tensión que él padecía no era un simple producto de los complejos de inferioridad: no los tenía. Sus dicotomías, como Usted les llama, eran más de otro orden...
–Así les llamó Usted.
–Oh, es verdad, disculpe (este vino es bueno, ¿eh?). Pero el punto es el mismo: lo de él era un asunto más personal, no un simple producto de su adscripción latinoamericana. Su cinismo, por ejemplo, era sólo la primera de las capas de la cebolla: útil para mantener a raya a los numerosos idiotas que nos rodeaban (y le habrán seguido rodeando) y como mero guiño para con sus verdaderos amigos; pero su idea y motivación no se agotaban en ese ejercicio retórico...
–¿Cuáles eran entonces su motivación y su idea?
–Bueno, monsieur Bernard, comprenderá que lo mío son sólo hipótesis y que en ese sentido debe tomarlas con reserva. Hipótesis bien pensadas si Usted quiere, pero inverificables en todo caso.
–Continúe.
–Era un idealista. Su motivación era realizar el ideal de una identidad universal que se insertara plenamente en el mundo sin abandonar sus orígenes. Puede que haya tenido éxito, aunque en vista de su muerte prematura y violenta a manos de los suyos, lo dudo. Bromeaba cáusticamente sobre sus dificultades para conseguirlo, sobre su despropósito, sobre sí mismo, pero no dejaba de examinar a su alrededor. Tengo la certeza de que descreía, pero estaba atento por si se presentaba el milagro, no sólo en lo literario...
–¿Dónde más?
–En las personas, en la amistad. Si el ideal era inconfesable y aun pasaba por su colmillo cínico, ello no significaba que dejase de abrir bien los ojos por si se presentaba la excepción. Era algo así como "no hay amigos perfectos, pero ¿y si apareciera uno?". Concedía espacio para que el mundo le sorprendiera, casi siempre desagradablemente y en contra de las expectativas, es verdad, pero supongo que algo habrá quedado al final. Estoy casi seguro de que no era un hombre triste y me consta que tuvo varios entusiasmos encendidos, repetidas catarsis, no escasos enamoramientos...
–Esto establece un paralelo con su trabajo literario, ¿correcto?
–Absolutamente. En ambos casos –la amistad y la literatura, la vida real y la contada- buscaba "sin miedos, pero sin esperanzas" lo que los mediocres jamás se atrevieron por hallarse conformes con su cinismo de pacotilla; un cinismo, por cierto, que no correspondía a una fortaleza intelectual (no hay tal) ni a una defensa (sólo apta para idiotas), sino meramente a su cobardía. En ese sentido, aun si sus resultados fueron variopintos, le reconozco originalidad (esa identidad que tanto buscaba) y el don de hacer que algunas personas fuesen capaces de comprenderlo y compartir su vida (la amistad)...

jueves, julio 12, 2012

Rhode

Desde que pasaron los síntomas de abstinencia y me han permitido salir a dar paseos cortos por los alrededores –siempre supervisado por los monitores del centro- me he acordado de sus peroratas en aquellas largas reuniones en la casa verde, su casa, cuando todo estaba aun bajo control y aquel sitio no se había vuelto todavía un picadero público:
–Rhode, admítelo. ¿Cuánto dura una canción? ¿tres, seis minutos como mucho? La misión del hombre contemporáneo que no desea ser hombre de negocios ya no es la experiencia vital, sino la presunción de la misma, la construcción de una fachada que en poco o nada se distingue de lo que antes era patrimonio exclusivo de artistas y excéntricos. Ahora todo mundo cree serlo: comparten canciones y videos, greguerías para Facebook (quién lo dijera), fotografías y películas supuestamente imprescindibles para que les admiremos y comprendamos en su innegable mediocridad que ellos toman por genio. No habla esto únicamente de su nula originalidad cuanto de su ansia de atención y visibilidad, su angustia de saberse en el fondo insignificantes y sustituibles, más que en cualquier otra época de la historia humana.
–Pero justamente intentan paliarlo con esos productos que...
–No he terminado, Rhode. ¿Y paliar qué? No me hagas reír. La identificación con un material preexistente no es la creación del material, ya de por sí insufrible en esta época obtusa. Pero volviendo a tu caso, Rhode, tú perteneces a un subconjunto de esta especie dominante, una subclase todavía más peligrosa.
–Ya va otra vez a meterse conmigo, señor...
–Sí, para advertirte contra el peligro de ser de esos que no se bajan nunca de su adicción a las dopaminas. No me mires así, sabes a lo que me refiero. No me han hecho falta demasiados meses para darme cuenta de que vives instalado en la euforia de una conexión que sólo existe en tu cabeza y que tiene una explicación puramente bioquímica. Unos necesitan rezar, otros abusan de las sustancias, otros como tú se procuran lo segundo disfrazando lo primero de intensa comunicación con el mundo a través de la letra de una canción o el cuento de un nuevo amigo. Mucho cuidado, Rhode, que si estos son riesgos puramente sentimentales no hace falta demasiado para convertirlos en adicciones farmacológicas.
–Pero Usted no ve mal la drogadicción, aquí mismo permite que...
–¿Y qué importa lo que yo mire bien o mal? Yo moriré pronto, Rhode, tengo poco qué perder y estoy harto y cansado. Deja de reírte, idiota, que no es un chiste. Vas por la vida como un mal actor: previendo guiones, saboreando bandas sonoras, inventando escenas musicales, este mismo diálogo te parecerá la hostia de trascendente en algún momento futuro, pero despierta Rhode, despierta ahora porque el mundo concreto no necesita disfraces para retorcerse y nuestra ansia de que vuelva dios es la misma que nos hace esperar al conejo bajo el sombrero del mago... ¿qué tal si abres los ojos y miras a alguien de verdad? For a change... 
Murió, efectivamente. Y en las neuronas que me quedan por cerebro le escucho aun grave y barbado, pese a todo de buen humor mientras su mundo se hundía lentamente y preveía lo que entonces yo no era capaz de ver.
He abierto los ojos, sí, pero el mundo está desierto y no he visto a nadie.

domingo, julio 08, 2012

Diatriba del Doctor A

Admito que no estoy en la mejor de las posiciones, pero el orden está de mi lado y es cuestión de tiempo para que termine por imponerse, aun por encima de la justicia que cuesta la vida a tantos espíritus ingenuos de cualquier época y lugar. Admitamos que él es mejor: moral, intelectual, espiritualmente incluso, que ya es decir demasiado. ¿Quién está ahí para registrarlo? ¿Quién está realmente de su parte y no simplemente montado en su frenético tren? Yo vivo mis propias presiones aunque superficialmente no lo demuestre; él es todo convulsión y transparencia, una exhibición de la que no nos ahorra detalle, pero para la cuál no está preparado un público estúpido que en cambio sí es capaz de verme y consentirme. Esta es mi tierra y mi gente; él es un advenedizo.
Es verdad que ha conseguido arrastrar a los jóvenes hacia su delirio, ¿pero es esto meritorio? A mí me parece más consecuencia de la inexperiencia y oportunismo juveniles que de la formación de una verdadera escuela. No es un gigante con pies de barro, pero sus acólitos no dejan de alimentar el fango en el que se apoya y terminarán por hundirlo una vez que hayan trepado hasta su cabeza sin siquiera intentar (no podrían) comprenderlo. Yo, en cambio, porque lo conozco y lo he estudiado con interés y no poca envidia a lo largo de muchos años, sí lo comprendo y puedo presentarme como su amigo aunque él me desprecie (él también me conoce y sabe de mi turbiedad y mis cabos sueltos). Y por esta comprensión mía que aun malsana no carece de precisión ni objetividad, sé que su firmeza no es producto de la serenidad sino de una continua batalla contra sus carencias afectivas, huecos que por supuesto no serán llenados por los muchos seres laterales -unos más malintencionados que otros- que se le han colado y le juran una lealtad cuya mero deletreo ignoran.
En el difícil control de sus emociones hay suficiente evidencia para estos argumentos: confunde escuela y familia, subordinados y amigos, colegas y asesinos. Él lo sabe, desde luego, pero como cualquier adicto no puede sino inyectarse la dosis siguiente diciendo que será la última y haciendo planes para un futuro libre de sustancias. Yo he palpado claramente el uso que de sus entusiasmos hacen los críos modernos que son todo, menos inocencia, y a los que el pobre intenta acomodar para mejor ponerse a salvo. Conozco el ciclo: acercamiento, entusiasmo, exclusividad, decepción y recuerdo. Lo mismo intentó en su época con cada uno de nosotros que éramos sus coetáneos y pese a un fugaz periodo de conmiseración (también fuimos jóvenes) terminamos por sacrificarlo a nuestros intereses prácticos que han terminado por ser, como en toda vida adulta, lo único concreto y verdadero.
Algunos habrán sabido de su vida sentimental y querrán depositar ahí la confianza en su último triunfo y superioridad: una pareja leal desde la juventud, una madre inteligente y muy capaz de deshilar el enredo de su vida, tal vez un par de amigos verdaderos. Bien. Pero esto es volver a privilegiar el cerebro sobre el corazón, creer que es con retórica y soluciones prácticas -adultas- como se cura el terror infantil al abandono. Yo conozco su entorno y sé que no son capaces ni siquiera de abrazar cuando es debido (y para él siempre lo es aunque vaya de duro por la vida a fuerza de forjar su personaje), de modo que su vida pública da periódicos traspiés con la privada al pretender -aun a sabiendas del entuerto y consecuente fracaso- paliar la segunda con la primera; su sufrimiento apenas disimulado por la disciplina de un trabajo constante. Todo esto sin contar con la naturaleza de sus amores, tan al margen de la ley y la moral públicas que no pueden menos que dividir a los que lo conocen entre aquellos que lo juzgan víctima de un problema psiquiátrico y los otros que encuentran en la frecuentación del subnormal el pretexto idóneo para ir de modernos por la vida. Razón de más para saberme ganador en esta casual disputa en que nos ha puesto el destino: ¿en qué medida mi visibilidad estará asociada a la tranquilizadora imagen de un hogar compuesto de mi mujer, mis hijos y la bendición religiosa hecha oro sobre mi anular?
Ni siquiera puedo ser culpado del estado de cosas que harán de él un individuo marginal y misántropo. Es cuestión de tiempo para que repare en el derecho que asiste a las mayorías a definir la normalidad y actuar en consecuencia contra los disidentes. Ahora se le aplaude, desde luego, porque todos hemos decidido ignorar lo que nos molesta y sabemos y apenas toleramos porque nos conviene. Pero el avance de las realidades es inexorable sobre el terreno de las fantasías y yo pondré buen cuidado en que le acoten y enseñen. Es por su bien. Del mismo modo en que un grupo de hombres (semejantes) decide la suerte de otro al que encarcelan y privan de su libertad o de su vida por considerarlo peligroso, del mismo modo en que un grupo de hombres (semejantes) aparta de su seno a otro después de establecer que está loco y no es compatible ya con sus conductas; de este modo, pues, mis paisanos hallarán la ocasión de darme la razón y liquidarlo a él: la encarnación de la insania.