martes, diciembre 29, 2015

Navidad del 75

Las anchas y maltrechas avenidas de Santa Teresa, el tiempo ridículo con que se transita de un sitio a otro, la candidez y mal gusto que preside las decoraciones, me han traído a la memoria la Navidad del 75 en aquella ciudad ahora inhabitable donde viviera casi toda mi existencia hasta hace unos pocos meses en que acepté venir a vivir con mi hija y Felicia, renunciando a mi vida en solitario. No es que no pudiera seguir viviendo sola, haciendo visitas y siendo visitada por mis hermanas y uno que otro conocido, acompañada por la maltés enana que recogiera de la calle hace algunos años y que aun tiene la dentadura completa, pero en algún punto tenía que cerrar el ciclo iniciado poco antes de aquella Navidad del 75 en que salí de casa de mis padres para entrar ahora, cuarenta años después, a la de mi hija.
Mis padres muertos, mi nieto muerto, mi hija ensimismada en su torre de libros sin interés ni tolerancia ya para sostener conversaciones, como no sean las entabladas con el jardinero y la señora del servicio (que ve con recelo que yo pase la escoba o el sacudidor ahorrándole trabajo), Felicia haciendo las veces de dama de compañía, los recién estrenados días en Santa Teresa se me confunden con un tiempo de soltería ya muy pretérito y, por supuesto, con otro garbo, yendo y viniendo de la casa de asistencia de la calle de Madero donde una casera de anchos brazos y delantal permanente vigilaba que no nos excediéramos en el uso de la luz, no tuviese que cambiar fusibles de nuevo, las tostadas de cueritos de López Cotilla y los lonches de Doña Amparo, cuando aquellas calles eran aun transitables, poco tiempo antes de la destrucción. No la vi venir, debo decirlo, ocupada como estuve desde el verano del 75 en reunir dinero a como diera lugar, recién llegada del servicio social de enfermería pero sin trabajo, ¿qué tiempo iba a tener para darme cuenta de que los gobernantes y ricachones del lugar se disponían a pasar el bulldozer por esas mismas calles y casas?
Antes que en hospitales, primero encontré trabajo en el despacho del licenciado Castillo, por intercesión de mi hermana mayor que no dejaba de echarme en cara la desorganización de mi vida y la insensatez de no volver a casa de mis padres tras el servicio, 'una mortificación terrible la que les causas', decía, 'sobre todo a mamá que no puede creer que estés viviendo fuera de casa sin estar casada', aunque ni por todos estos presuntos sufrimientos traicionó mi confianza diciéndoles dónde vivía, menos mal, porque de enfrentarlos no habría resistido la tentación de apilar encima la noticia de mi embarazo, que yo conocía desde la primera semana en que volví del servicio. Todavía recuerdo mi cara de pendeja frente al ginecólogo que me atendió gratis (en ese tiempo en que construían un sanatorio cada  pocos meses —otra vez la pasión del bulldozer— todo era gratis): "¿Está seguro, doctor?, ¿ya lo verificó?", qué vergüenza, viniendo de una enfermera recién graduada. En fin, nunca fui buena para la escuela, pero comprendí que sería mejor no pararme por casa, no porque me fueran a dar una paliza (mi padre, ese macho ridículo, emularía a Pedro Infante sacando su pistola y yendo a buscar a quien fuera que hubiera deshonrado a su hijita), sino porque —ahora lo entiendo— yo era una mujer adulta y a los adultos nos irrita profundamente que nos digan qué hacer, nos afeen la conducta o nos sermoneen aun con las mejores intenciones. Preferí la casa de asistencia, las majaderías del licenciado Castillo, los inacabables atardeceres de domingo en mi habitación oyendo serenatas lejanas y ruido de motores, esperando carta del estúpido de Chuy o releyendo las que ya tenía. Tiempos solísimos a los que sucesivamente reemplazarían otros igual de solitarios, siempre dio igual si me rodeaba familia o compañeros de trabajo, si mis hijos o la maltés enana que a veces me mira con sospechosa concentración. Siempre he estado sola. Soy sola. Ahora lo entiendo bien.
Y así, embarazada, paseaba por una ciudad a punto de ser destruida, venidos a menos los hombres cultos que la construyeron y a más los ignorantes hombres de negocios que deseaban más supermercados y estacionamientos. La ventaja es que sobraban trabajos, aunque fuesen una basura. Ahora que paseo por estas colonias que me recuerdan aquella a la que se mudaron mis padres cuando se sintieron pudientes, pocos meses después de la Navidad del 75, me pregunto si irá a pasar lo mismo con Santa Teresa, que es ciudad joven. ¿Tiene algo qué perder esta caja de zapatos sin antigüedad ni futuro? No lo creo. Mi hija me lo advierte cada vez que tiene oportunidad: 'No salgas', dice, 'o hazlo sólo para lo indispensable. La ciudad es un hervidero de gente miserable que sólo está buscando qué robar o a quién asaltar. Una mujer de tu edad acompañada para mayor ridículo de un felpudo maltés enano, es un objetivo suceptible. Las ciudades grandes como aquella donde has pasado toda tu vida toleran la indigencia y el anonimato; las pequeñas no: Santa Teresa no tiene piedad con los que no pueden sostenerse y los obliga a emigrar o a robar hasta el cobre de las tuberías. Ten cuidado.' Felicia no le presta tanta atención —es demasiado joven— pero yo tampoco, pues ya sobreviví lo bastante como para dejarme llevar por la paranoia. Entiendo, sin embargo, a mi hija: cuando uno atraviesa el mediodía de la vida es normal que se padezcan angustias, pues ya no es uno tan irresponsable como una joven embarazada de veinte años ni se está a la vuelta de la vida como una sexagenaria que camina acompañada por un maltés enano; se halla uno intensamente ocupado, creyendo sin entender muy bien cómo ocurrió que tenemos las riendas del mundo, conscientes ya de que el tiempo es oro y de que no hay garantías, vícitmas de dos o tres hachazos terribles —la muerte, los enemigos— y apurando lo que nos permita comprar un futuro que cuando llega nos encuentra ya destruidos y sin cuerpo para goces de ninguna especie, obligados a hipotecarlo para mejor transitar un presente de sopa tibia y pan duro. Pobre, sí, pues no hay éxito que valga. Ni sus años de profesora universitaria ni el negocio de su librería ni el cuerpo caliente de Felicia parecen calmarla. Cree que va a perder y no la tranquiliza la certeza de que al final siempre se pierde. No le sirve la evidencia para relajarse, nos cree estúpidos a todos: a mí por senecta, a Felicia por joven, al mundo entero por su disposición a disfrutar sincera o hipócritamente, pero sin reproches ni exámenes de conciencia, de cuanta mierda le ofrecen las circunstancias. Pero ella es así, productiva y madura, así que a este estado de cosas todavía le cuelgan más de una veintena de años. Quién sabe si aprenda.
Yo ya no soy todo lo fuerte que era, pero envejezco con dignidad y una pensión aceptable, no constituyo una carga. Podría vivir sola, pero prefiero hacerlo en esta casa grande aprovechando la invitación de mi hija y mi nuera; soy discreta cuando me lo propongo y también impertinente como una buena madre, así que rindo un mejor servicio quedándome por aquí cerca. Leo más que en cualquier otra época de mi vida (nunca tuve tiempo para ello) y sigo disfrutando del cine, lo que se ha visto muy facilitado por la enorme cantidad de películas que Felicia sigue reuniendo en casa, no sé si con provecho (a veces no me parece tan inteligente), pero al menos sin interrupciones, pues sabe quedarse callada mientras las vemos. En aquellos meses previos a la Navidad del 75, mientras mi vientre se hinchaba como un balón, solía reunir algunos centavos para ir a las salas de cine del centro. Aprendí de mala manera que algunas de ellas eran pornográficas o simples lugares de encuentro para homosexuales de todas las edades (los milagros de la permanencia voluntaria), pero cuando no fue así pude ver algunas películas que me hacían más llevadera la gravidez y la incertidumbre. Prefería las gringas, especialmente los westerns, pero a veces me quedaba a ver alguna mexicana. Nunca comprendí bien la propensión de estas últimas a exhibir pobreza y degradación en sus películas, como si la belleza se extrajera de vecindades malolientes, cargadas de promiscuidad y crímenes pasionales. Recuerdo que entonces, viviendo en la casa de asistencia, temí pasar mis días de esa manera. '¿Y si no encuentro trabajo en la nueva clínica? ¿y si el licenciado Castillo se da cuenta de que estoy embarazada? Con Chuy no se puede contar. A ver cómo le hago para no ser pobre, pero a casa de mis padres no vuelvo ni loca.'  Tuve una vida productiva y heme aquí, sobreviviente de numerosos trabajos que si bien no me hicieron millonaria, tampoco me permitieron ser la protagonista de esas terribles cintas mexicanas. No creo, por suerte, que dure lo suficiente como para padecer posibles deteriores económicos míos, de mi hija o de Felicia, menos cuando a estas les ha ido mucho mejor en la vida que a mí y estamos todas reunidas. Sería muy mala suerte.
Pero todo puede suceder, por supuesto. Ya lo decía mi hija en relación con Santa Teresa, que no padece embotellamientos ni prisas, pero es intolerante a la pobreza: la miseria se lleva mejor en las grandes ciudades, aun en aquella del 75 donde di los primeros pasos para ganarme la vida. El licenciado Castillo me despidió, por supuesto, y los meses de octubre a diciembre fueron de verdad complicados. Fue un otoño particularmente frío. Pero tuve suerte: mi hermana mayor y mi madre me vieron andando por la recién abierta calzada de Federalismo —esa feísima avenida con que arrancó la voracidad inmobiliaria que ahora tiene a esa ciudad colapasada— y sin decir ni una palabra sobre el balón que tenía por vientre en esos momentos, abrazándome e invitándome a subir al coche, me llevaron a la casona donde sería la reunión familiar de nochebuena. Vi a todos mis hermanos y a mi papá. Comimos pavo y romeritos, churros con chocolate. Los más chicos rompieron piñatas, se asomaron por la casa a saludarnos María Velleda y Pera, las vecinas, mis primos los Vázquez y hasta el novio de mi hermana la mayor a quien por primera vez mi padre autorizó a entrar a la casa. Me quedé ahí el mes que faltaba para parir y luego volví a irme, esta vez para siempre.
Recorro las calles de Santa Teresa mientras termina el año. Dicen que hace un calor infernal en verano, que la gente es huraña y peligrosa, que un sinfín de autos siniestros con cristales polarizados nos examinan. No tengo miedo. Lo que tenga que ser, será. Y hasta puede que haya chocolate caliente. De nuevo.

domingo, diciembre 20, 2015

Le mat

Ha resultado una casualidad notable que en vísperas de la involuntaria resurrección de su viejo y hasta entonces supuestamente terminado conflicto con el centro de investigación haya estado leyendo Giving offense: essays on censorship, de John Maxwell Coetzee, como si se hubiese estado preparando para enfrentar las consecuencias de un antiguo ejercicio de la libertad de expresión: artículos mal escritos, dibujos a los que sólo piadosamente podía calificarse de caricaturas, parodias verbales más propias de un diario de revista decimonónico que de una tesis científica. ¿Quién lo hubiera dicho? Casi veinte años lo separaban de aquella época en que siendo estudiante del centro se dedicó a escribir y dibujar como pudo lo que en su opinión era criticable, primero con la ingenuidad de quien cree estar en el medio propicio para el librepensamiento —un centro público de investigación científica dedicado exclusivamente a posgrados, nada menos; luego contaminado de decepción y repugnancia, el miedo paranoide que hace presa fácil de aquel a quien le fueron afeadas con la mayor seriedad sus expresiones y conducta, sus opiniones e ideas; finalmente amargado y resentido hacia quienes no sólo trataron de aplastarlo desde sus posiciones de poder, sino que, como buenos hombres de negocios, han prosperado a la sombra cómplice de los tiempos obscuros que le siguieron, plagas de productividad devorando su ciudad hasta hacerla inhabitable
'Qué oportuno' —pensaba— 'que esto se presente justo cuando más instalado estaba en mi trabajo y más conforme (o acaso resignado) a las circunstancias de mi vida, las públicas y las privadas, demasiado acomodado quizá para mi habitual carácter sublevado, peligrosamente cercano al ideal aquel de distinguir lo que se puede cambiar de lo que no, aunque en modo alguno asimilado a la holgazanería y mediocridad que me circunda, antes bien, al margen de ellas, limitado a volar con las alas de una palabra escrita que nadie lee ni entiende, atravesando un saludable solipsismo en el cenit de la edad madura. Habité un tiempo en que los adolescentes más conspicuos peleaban contra su familia, contra sus maestros, contra los trabajos en que la sociedad deseaba culiatornillarlos; un tiempo de lucha —no importa cuán estéril, no importa cuán ingenua por la libertad. En este tiempo en que cada vez más me acostumbro a mirar y callar, nadie combate. La libertad ha muerto porque los hombres, aun los más jóvenes, han renunciado voluntariamente a ella'. Tiempos anodinos de claudicación casi perfecta: si alguna vez los adalides del Estado, la Religión o el Dinero creyeron necesario actuar directamente contra los disidentes en una variedad de formas que iban de la destrucción espiritual a la física, ahora el brutal adocenamiento de las mayorías hacía del todo innecesario estos extremos. Idiotizada por pantallas y bienes de consumo, homogeneizada en un amasijo de flexibles supersticiones, la humanidad hace realidad el 1984 orwelliano sin necesidad de aparatos represivos ni totalitarios. Su característica más perversa es la absorción: todo cabe dentro de ella, todo disenso se integra.
Y, sin embargo, esta generosa inclusión moderna no lo alcanza: helo aquí enfrentado de nuevo a los ahora geriátricos habitantes del centro de investigación a los que una visita estudiantil por él dirigida ha bastado para que —fuera de toda proporción— los más exaltados fueran a por las antorchas y declararan reabierto el caso. Lo he visto sinceramente sorprendido de la velocidad vertiginosa con que se fabricaron pruebas y reunieron testimonios, del empeño puesto en inquisiciones y pesquisas por quienes se suponen demasiado ocupados en la ciencia como para perder el tiempo en intimidaciones montoneras que, si bien torpes o francamente idiotas, no le han sabido bien. '¿Te das cuenta?' —me ha dicho— 'esto ha ocurrido como si hubiese visitado una aldea medieval que llevara siglos encerrada en sí misma y, aterrada ante mi otredad, escandalizada por mi extrañeza, se dejase llevar por una histeria colectiva imparable y contagiosa, para condenarme. No puedo explicarlo de otra manera puesto que el día de la visita todo se desarrolló de principio a fin con normalidad, bromas más, bromas menos, pero con la aquiescencia de todo el mundo. Ninguna queja. O quizá la historia no sea medieval, sino más bien de signo totalitario: una purga comunista, alguien que cae en desgracia y de pronto es un apestado, un culpable que es sacado de la cama una noche y conducido a una celda sin que ninguno de sus captores le dirija la palabra y que un buen día es presentado ante un juez que hace una lista de sus delitos con verbos elípticos que nunca definen ni habitan hechos concretos: "ofendió y agredió" (¿pero cómo?), "usó lenguaje soez" (¿pero cuál?), "insultó y atacó" (¿a quiénes? ¿en qué forma?). Sólo hay tiempo para la condena. Las aclaraciones salen sobrando porque quien puede formularlas ya no goza de crédito alguno: es un gusano en la Cuba castrista, el camarada al que Stalin ordena borrar de la foto. O quizá tampoco ha sido así, sino todavía más primitivo, más animal. Como ocurrió a ese reportero occidental que en las calles de Kabul fue asesinado por un grupo de niños, niños que de pronto fueron siguiéndolo con lo que él creyó curiosidad —hacia su cabello rubio que al principio trataban de tocar saltando, hacia su cámara fotográfica que hacían amago de arrebatarle en medio de tímidas risas y de forma cada vez más violenta— y que terminaron apedreándolo tal vez azuzados por una benevolencia que se confundió con debilidad. Quién sabe.'
Por supuesto, el caso no es lo que se ha fabricado ahora, sino, tal y como se lo dijo sin asomo alguno de vergüenza el Estrábico, producto de una vieja resolución de la Junta Geriátrica de no permitirle la entrada al centro de investigación. Y detrás de esa vieja disposición no hay nada más que los viejos agravios: aquellos escritos, aquellos monos desguazados. ¿Cómo pudieron esos hombres que se creen parte de la intelligentsia del país, que leen diarios de digamos izquierda todos los días, que abjuran por sistema de los gobernantes que los sostienen, reaccionar con virulencia ante los balbuceos de un ridículo estudiante idealista que se las daba de cáustico? ¿Cuánta incultura o mala fe hace falta para no advertir la contradicción entre el dicho y el hecho? ¿Cómo se consigue sobrevivir a semejante escisión  de la personalidad? Las amonestaciones y correos que de ellos me mostró —los de entonces, los de ahora— rezumaban odio y descalificación, una necesidad imperiosa de demostrar que del lado de ellos estaba, si no la razón, sí la moral y las buenas costumbres. Resultaba inexplicable que no percibieran cuánto los acercaba su discurso al lenguaje de la derecha más recalcitrante que él, a diferencia de ellos, sí conocía de primera mano por haber sobrevivido antes a los ultramontanos católicos tridentinos que dirigían su universidad. Habiéndose librado de aquellos personajes de Cristiada, creyendo incorporarse a una institución pública laica y republicana, debió ser enorme su decepción al descubrir que el fascismo era más compatible con presuntos científicos populares que con declarados santurrones. 'Es que no me lo explico' —decía un tanto retóricamente— 'si estos individuos han estudiado en escuelas públicas, si no vienen de hogares precisamente sobrados de recursos, si están, por así decirlo, bañados de pueblo, ¿cómo pueden darle tranquilamente la espalda a todo ello para desarrollar un espíritu de clase que a su vez explote a los suyos? ¿cómo pueden abrigar en el fondo aspiraciones nobiliarias e ideas retrógradas incompatibles con el liberalismo más elemental que auspició sus carreras? Muchos de ellos estudiaron y vivieron en países democráticos plenamente desarrollados —becados por sus coterráneos, por supuesto conocieron la prensa más ácida e insobornable del planeta, gozaron de los beneficios de instituciones que no existirían hoy de no ser por el duro, tortuoso, a veces violento abrirse paso del pensamiento racional, democrático y científico. ¿Cómo pueden entonces ser tan primitivos y silvestres cuando ellos están al frente de las instituciones en su propio país? No me lo explico.'
Pero yo creo que sí se lo explicaba. Que el centro de investigación decidiera maltratarlo de nueva cuenta casi veinte años después al tiempo en que leía ese interesante libro sobre la censura, cuando ya era un hombre hecho y a la vuelta de una vida poblada de sustancia y experiencias, le permitió reflexionar sobre varias cosas y despertar de nuevo su para entonces algo adormecido espíritu de lucha. En algunos momentos se divertía, pese a todo, como cuando leyó que la blasfemia era la forma arcaica de la ofensa y que ponía al ofendido (el que escuchó la blasfemia) en el embarazoso ridículo de formular su acusación sin repetir las palabras exactas que la sustentaron. Imaginaba entonces a la Junta Geriátrica del centro de investigación como a un montón de viejas aterradas y argüenderas que, sin dejar de persignarse y apretar sus rosarios contra los pechos, acudían al Estrábico para pedirle la expulsión del blasfemo por haberle oído proferir ofensas que, por supuesto, sus sacros labios no serían capaces de reproducir sin perjuicio de su propia alma. Sus caricaturas, obscenidades emparentadas con la pornografía; sus textos, herejías moralmente reprensibles. 'Dios no ríe, ¿no era ese el argumento central de El nombre de la rosa? ¿no es toda la novela un paseo por la oposición entre gravedad y humor? Ello demuestra que el problema de los censores ha sido siempre el lugar desde donde se dice el discurso, no tanto su contenido, sino adivinar la intención, leer entre líneas, detectar a como dé lugar cuando el escritor o el artista se está burlando de la autoridad o de los principios o de la palabra sagrada o —ese hermoso eufemismo que puebla las amonestaciones de la Junta Geriátrica— cuando se está faltando al respeto: que la crítica sea constructiva y no mordaz; que se dibujen caricaturas que no ridiculicen; que el alcohol no emborrache; que el sexo sea deportivo o para la procreación, pero sin morbo. ¿Ignorarán que en los países democráticos uno no pone bosales a los críticos ni la condición de no faltar al respeto a la libertad de expresión, toda vez que la difamación y la calumnia se establecen en juicios interpuestos por los que se sienten agraviados y no a través de juegos donde un funcionario como el Estrábico hace de poder judicial para proscribir blasfemos mediante sentencias, documentos con el mismo valor que los certificados de matrimonio de una kermés? ¿Puede la incultura de un doctor en ciencias contemporáneo ser de tal magnitud que lo haga indistinguible de la de un campesino del ancien régime? ¿es posible que en su esfuerzo por distorsionar la realidad consideren que semejante embrutecimiento los acerca al pueblo cuyos sueldos, por el contrario, los distancian astronómicamente? ¿es esa su colaboración a la lucha de clases? ¿su ortografía de arrabal una toma de posición política deliberada?'
Yo, siempre más concreto que él, solía aludir a la envidia profesional para explicar la renovada virulencia de la Junta Geriátrica, pero él desdeñaba esta explicación. Insistía en que se trataba de un problema psicológico antes que moral: simple complejo de inferioridad. 'Si la vida del hombre civilizado exige un cierto grado de representación para poder funcionar en sociedad, si esta representación obliga a una hipocresía mínima para lubricar el trato, si algunos dependen críticamente de la representación construida para que su desnudez intelectual o moral no nos deslumbre, ¿cómo será con aquellos a los que, si no su esfuerzo, sí las circunstancias han colocado en posiciones de poder? ¿cómo vivirán la tensión de sostener su figura de autoridad mientras una vocecilla les susurra burlonamente que son inferiores a la tarea que se les ha encomendado? Esquizofrenia y desdoblamiento: una conducta pública retorcida por la investidura que se sienten obligados a desplegar y una necesidad de agradar a toda costa por encima de contradicciones. ¿Te acuerdas de Él, la película de Buñuel? Abandonados a sus miedos cada uno de ellos terminaría como su protagonista: imaginando que todo mundo conspira y ríe en su contra, que hacen el ridículo sin convencer en su fuero interno a quienes han vencido por la fuerza. Una locura'. En un contexto semejante, lograba persuadirme, era lógico que se interpretara como agravio personal lo que era una discusión de orden público, que se percibiera como amenaza la difusión de representaciones alternativas a las oficiales, caricaturas y escritos cuyo sarcasmo e ironía aguijoneaban directamente la psique de quienes en su paranoia buscaban afanosamente verse representados. Quienes tienen tantos pájaros en la cabeza no son capaces de distinciones sutiles: separar su cargo de su persona, diferenciar la institución de su patrimonio, la crítica del insulto personal, la ficción de la realidad, el narrador del autor. Una vez más, a la hora de cortar cabezas, lo que importaba era la intención por ellos percibida; ellos, constituidos en juez y parte.
Desvirturar la discusión hasta hacerla pasar por un simple intercambio de acusaciones entre particulares, rebajar los contenidos del que argumenta desviando la atención de lectores y curiosos hacia el aspecto de sabroso escándalo de lo que ya se inclinan por considerar pleito de verduleras, en un medio acostumbrado al sensacionalismo y la irreflexión, al efecto de lapidarias frases de telenovela, es —en mi opinión— la estrategia de quienes pretenden sepultar lo ocurrido bajo los productos de su coprolalia. ¿Lo estarían provocando a fin de que él se uniera al intercambio de obscenidades, homologándose al estilo por ellos impuesto, o sería sincera la andanada de adjetivos que le han dirigido a lo largo de los años? "Con múltiples traumas y complejos fuertes [...] más bien digno de compasión", "falto de ética", "[carente] de toda creatividad e imaginación", "[sin] ninguna calidad moral", "[sin] siquiera un mínimo de los valores académicos, morales y humanos"... Hasta donde tengo entendido, sus caricaturas y artículos eran meras opiniones; el último de éstos, encima, respondía a una convocatoria lanzada por el propio centro de investigación para que egresados, estudiantes y empleados del mismo, proporcionaran memorias de su paso por ahí. Evidentemente, esperaban recibir sólo relatos inocuos de experiencias maravillosas y no estaban —ni están— preparados para el más mínimo disenso. Cuando este aparece sus recursos son los mismos que los de la larga tradición de censura que ha acompañado a la humanidad desde hace siglos: retirar al interlocutor el carácter de persona, primero con la histérica condena de su conducta, luego, si no existe arrepentimiento convincente y la importancia del enjuiciado no permite su ejecución, el ostracismo en forma de insania, la declaración de su incompetencia psiquiátrica, la sencilla explicación que no explica nada, pero todo cubre: está loco. En el juicio del Estado Soviético contra Brodsky se admite de entrada el nombre de audiencia contra el parásito Brodsky; se le niega a él o a su abogado recitar los textos ofensivos aun en el contexto del juicio; finalmente se le declara legalmente irresponsable y es enviado a un sanatorio mental. Erasmo escapa a la hoguera porque, a diferencia de Moro, escribe desde un personaje víctima de la locura y, por lo tanto, indigno de ser tomado en serio.
Todo este asunto es una mierda, qué duda cabe. Pero quizá el aspecto más lamentable de todos no esté en las múltiples facetas de su viejo y ahora renovado conflicto con el centro de investigación, ni en los insultos del Estrábico o Cabeza de Vaca, de la Chilindrina o la Sapienza, personajes que a la larga —lo dice él— 'seguramente se harán entrañables, como los buenos villanos'. Lo más lamentable radica en que este conflicto le ha recordado la magnitud de su soledad, el abismo que lo separa ya no de quienes lo detestan o ven con saludable indiferencia, sino incluso de quienes lo apoyan o quieren. 'Luego de aconsejarme que dejara todo en paz, mi jefe me ofreció el decidido apoyo de no hacer nada, de mantenerse al margen, lo que bien visto quizá no sea tan malo. Luego, con una pícara sonrisa de complicidad, agregó: "pero te gusta hacerlos enojar, ¿verdad", como si yo me estuviese divirtiendo con una travesura. Quizá tenga razón y deba abandonar. Quizá tenga razón también el Estrábico cuando me dijo que yo no era Richard Feynman y por lo tanto no me estaban autorizadas las extravagancias. No soy Dalí ni Jelinek ni Proust. No me está autorizada la representación de tetas y penes ni la cruda descripción del machismo nazi austríaco ni la homosexualidad aun velada. Más vale que me convenza de que no soy un genio cuanto antes y vuelva al redil, que no exagere, que no levante la voz, que no piense apenas ni escriba nada porque lo que sale de mi pluma es execrable y no va a trascender. Mejor rendirse de una vez y aceptar el consejo de mis mayores, de personas moralmente superiores. Mejor escribir de una vez, como Margarita Aliger, mi samokritika:
"Puedo ahora, sin evasión ni reservas, sin el falso miedo de perder el sentido del valor propio, decir franca y firmemente a mis camaradas que es totalmente cierto que en realidad cometí los errores de los que habla el Camarada Kruschev [el Estrábico], los cometí y persistí en ellos, pero [ya] los he entendido y admitido deliberada y conscientemente... He conseguido entender más profundamente las causas de esos errores [y] ahora debo liberarme de la inclinación al pensamiento abstracto, [corregirme] más rigurosamente... en breve, hacer lo que el Camarada Kruschev [el Estrábico] enseña y urge en sus discursos."
Sí, claro. [Risas] Mejor morir'.