martes, diciembre 29, 2015

Navidad del 75

Las anchas y maltrechas avenidas de Santa Teresa, el tiempo ridículo con que se transita de un sitio a otro, la candidez y mal gusto que preside las decoraciones, me han traído a la memoria la Navidad del 75 en aquella ciudad ahora inhabitable donde viviera casi toda mi existencia hasta hace unos pocos meses en que acepté venir a vivir con mi hija y Felicia, renunciando a mi vida en solitario. No es que no pudiera seguir viviendo sola, haciendo visitas y siendo visitada por mis hermanas y uno que otro conocido, acompañada por la maltés enana que recogiera de la calle hace algunos años y que aun tiene la dentadura completa, pero en algún punto tenía que cerrar el ciclo iniciado poco antes de aquella Navidad del 75 en que salí de casa de mis padres para entrar ahora, cuarenta años después, a la de mi hija.
Mis padres muertos, mi nieto muerto, mi hija ensimismada en su torre de libros sin interés ni tolerancia ya para sostener conversaciones, como no sean las entabladas con el jardinero y la señora del servicio (que ve con recelo que yo pase la escoba o el sacudidor ahorrándole trabajo), Felicia haciendo las veces de dama de compañía, los recién estrenados días en Santa Teresa se me confunden con un tiempo de soltería ya muy pretérito y, por supuesto, con otro garbo, yendo y viniendo de la casa de asistencia de la calle de Madero donde una casera de anchos brazos y delantal permanente vigilaba que no nos excediéramos en el uso de la luz, no tuviese que cambiar fusibles de nuevo, las tostadas de cueritos de López Cotilla y los lonches de Doña Amparo, cuando aquellas calles eran aun transitables, poco tiempo antes de la destrucción. No la vi venir, debo decirlo, ocupada como estuve desde el verano del 75 en reunir dinero a como diera lugar, recién llegada del servicio social de enfermería pero sin trabajo, ¿qué tiempo iba a tener para darme cuenta de que los gobernantes y ricachones del lugar se disponían a pasar el bulldozer por esas mismas calles y casas?
Antes que en hospitales, primero encontré trabajo en el despacho del licenciado Castillo, por intercesión de mi hermana mayor que no dejaba de echarme en cara la desorganización de mi vida y la insensatez de no volver a casa de mis padres tras el servicio, 'una mortificación terrible la que les causas', decía, 'sobre todo a mamá que no puede creer que estés viviendo fuera de casa sin estar casada', aunque ni por todos estos presuntos sufrimientos traicionó mi confianza diciéndoles dónde vivía, menos mal, porque de enfrentarlos no habría resistido la tentación de apilar encima la noticia de mi embarazo, que yo conocía desde la primera semana en que volví del servicio. Todavía recuerdo mi cara de pendeja frente al ginecólogo que me atendió gratis (en ese tiempo en que construían un sanatorio cada  pocos meses —otra vez la pasión del bulldozer— todo era gratis): "¿Está seguro, doctor?, ¿ya lo verificó?", qué vergüenza, viniendo de una enfermera recién graduada. En fin, nunca fui buena para la escuela, pero comprendí que sería mejor no pararme por casa, no porque me fueran a dar una paliza (mi padre, ese macho ridículo, emularía a Pedro Infante sacando su pistola y yendo a buscar a quien fuera que hubiera deshonrado a su hijita), sino porque —ahora lo entiendo— yo era una mujer adulta y a los adultos nos irrita profundamente que nos digan qué hacer, nos afeen la conducta o nos sermoneen aun con las mejores intenciones. Preferí la casa de asistencia, las majaderías del licenciado Castillo, los inacabables atardeceres de domingo en mi habitación oyendo serenatas lejanas y ruido de motores, esperando carta del estúpido de Chuy o releyendo las que ya tenía. Tiempos solísimos a los que sucesivamente reemplazarían otros igual de solitarios, siempre dio igual si me rodeaba familia o compañeros de trabajo, si mis hijos o la maltés enana que a veces me mira con sospechosa concentración. Siempre he estado sola. Soy sola. Ahora lo entiendo bien.
Y así, embarazada, paseaba por una ciudad a punto de ser destruida, venidos a menos los hombres cultos que la construyeron y a más los ignorantes hombres de negocios que deseaban más supermercados y estacionamientos. La ventaja es que sobraban trabajos, aunque fuesen una basura. Ahora que paseo por estas colonias que me recuerdan aquella a la que se mudaron mis padres cuando se sintieron pudientes, pocos meses después de la Navidad del 75, me pregunto si irá a pasar lo mismo con Santa Teresa, que es ciudad joven. ¿Tiene algo qué perder esta caja de zapatos sin antigüedad ni futuro? No lo creo. Mi hija me lo advierte cada vez que tiene oportunidad: 'No salgas', dice, 'o hazlo sólo para lo indispensable. La ciudad es un hervidero de gente miserable que sólo está buscando qué robar o a quién asaltar. Una mujer de tu edad acompañada para mayor ridículo de un felpudo maltés enano, es un objetivo suceptible. Las ciudades grandes como aquella donde has pasado toda tu vida toleran la indigencia y el anonimato; las pequeñas no: Santa Teresa no tiene piedad con los que no pueden sostenerse y los obliga a emigrar o a robar hasta el cobre de las tuberías. Ten cuidado.' Felicia no le presta tanta atención —es demasiado joven— pero yo tampoco, pues ya sobreviví lo bastante como para dejarme llevar por la paranoia. Entiendo, sin embargo, a mi hija: cuando uno atraviesa el mediodía de la vida es normal que se padezcan angustias, pues ya no es uno tan irresponsable como una joven embarazada de veinte años ni se está a la vuelta de la vida como una sexagenaria que camina acompañada por un maltés enano; se halla uno intensamente ocupado, creyendo sin entender muy bien cómo ocurrió que tenemos las riendas del mundo, conscientes ya de que el tiempo es oro y de que no hay garantías, vícitmas de dos o tres hachazos terribles —la muerte, los enemigos— y apurando lo que nos permita comprar un futuro que cuando llega nos encuentra ya destruidos y sin cuerpo para goces de ninguna especie, obligados a hipotecarlo para mejor transitar un presente de sopa tibia y pan duro. Pobre, sí, pues no hay éxito que valga. Ni sus años de profesora universitaria ni el negocio de su librería ni el cuerpo caliente de Felicia parecen calmarla. Cree que va a perder y no la tranquiliza la certeza de que al final siempre se pierde. No le sirve la evidencia para relajarse, nos cree estúpidos a todos: a mí por senecta, a Felicia por joven, al mundo entero por su disposición a disfrutar sincera o hipócritamente, pero sin reproches ni exámenes de conciencia, de cuanta mierda le ofrecen las circunstancias. Pero ella es así, productiva y madura, así que a este estado de cosas todavía le cuelgan más de una veintena de años. Quién sabe si aprenda.
Yo ya no soy todo lo fuerte que era, pero envejezco con dignidad y una pensión aceptable, no constituyo una carga. Podría vivir sola, pero prefiero hacerlo en esta casa grande aprovechando la invitación de mi hija y mi nuera; soy discreta cuando me lo propongo y también impertinente como una buena madre, así que rindo un mejor servicio quedándome por aquí cerca. Leo más que en cualquier otra época de mi vida (nunca tuve tiempo para ello) y sigo disfrutando del cine, lo que se ha visto muy facilitado por la enorme cantidad de películas que Felicia sigue reuniendo en casa, no sé si con provecho (a veces no me parece tan inteligente), pero al menos sin interrupciones, pues sabe quedarse callada mientras las vemos. En aquellos meses previos a la Navidad del 75, mientras mi vientre se hinchaba como un balón, solía reunir algunos centavos para ir a las salas de cine del centro. Aprendí de mala manera que algunas de ellas eran pornográficas o simples lugares de encuentro para homosexuales de todas las edades (los milagros de la permanencia voluntaria), pero cuando no fue así pude ver algunas películas que me hacían más llevadera la gravidez y la incertidumbre. Prefería las gringas, especialmente los westerns, pero a veces me quedaba a ver alguna mexicana. Nunca comprendí bien la propensión de estas últimas a exhibir pobreza y degradación en sus películas, como si la belleza se extrajera de vecindades malolientes, cargadas de promiscuidad y crímenes pasionales. Recuerdo que entonces, viviendo en la casa de asistencia, temí pasar mis días de esa manera. '¿Y si no encuentro trabajo en la nueva clínica? ¿y si el licenciado Castillo se da cuenta de que estoy embarazada? Con Chuy no se puede contar. A ver cómo le hago para no ser pobre, pero a casa de mis padres no vuelvo ni loca.'  Tuve una vida productiva y heme aquí, sobreviviente de numerosos trabajos que si bien no me hicieron millonaria, tampoco me permitieron ser la protagonista de esas terribles cintas mexicanas. No creo, por suerte, que dure lo suficiente como para padecer posibles deteriores económicos míos, de mi hija o de Felicia, menos cuando a estas les ha ido mucho mejor en la vida que a mí y estamos todas reunidas. Sería muy mala suerte.
Pero todo puede suceder, por supuesto. Ya lo decía mi hija en relación con Santa Teresa, que no padece embotellamientos ni prisas, pero es intolerante a la pobreza: la miseria se lleva mejor en las grandes ciudades, aun en aquella del 75 donde di los primeros pasos para ganarme la vida. El licenciado Castillo me despidió, por supuesto, y los meses de octubre a diciembre fueron de verdad complicados. Fue un otoño particularmente frío. Pero tuve suerte: mi hermana mayor y mi madre me vieron andando por la recién abierta calzada de Federalismo —esa feísima avenida con que arrancó la voracidad inmobiliaria que ahora tiene a esa ciudad colapasada— y sin decir ni una palabra sobre el balón que tenía por vientre en esos momentos, abrazándome e invitándome a subir al coche, me llevaron a la casona donde sería la reunión familiar de nochebuena. Vi a todos mis hermanos y a mi papá. Comimos pavo y romeritos, churros con chocolate. Los más chicos rompieron piñatas, se asomaron por la casa a saludarnos María Velleda y Pera, las vecinas, mis primos los Vázquez y hasta el novio de mi hermana la mayor a quien por primera vez mi padre autorizó a entrar a la casa. Me quedé ahí el mes que faltaba para parir y luego volví a irme, esta vez para siempre.
Recorro las calles de Santa Teresa mientras termina el año. Dicen que hace un calor infernal en verano, que la gente es huraña y peligrosa, que un sinfín de autos siniestros con cristales polarizados nos examinan. No tengo miedo. Lo que tenga que ser, será. Y hasta puede que haya chocolate caliente. De nuevo.

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