miércoles, noviembre 20, 2013

Cine para toda la familia

Durante algún tiempo, a fines de los setentas, trabajé en una pequeña división no recuerdo ahora si de la Secretaría de Gobernación directamente o de la de Educación, tanto da, coludidas como estaban entonces todas las fuerzas del Estado en controlar lo imposible como ahora lo están las del mercado en expoliar a los incautos dándoles todo lo que piden (y es bien poco y de mala calidad, ya les digo). Trabajábamos en un amplio sótano cercano al Regis, sostenido por columnas que temblaban al paso de cualquier vehículo medianamente pesado, abombado en algunas paredes y húmedo casi todo el año, al punto de que Saldaña, mi compañero recién egresado de filosofía, debía hacerse revisiones frecuentes de vías respiratorias superiores, quizá no tanto por el moho como por los muchos cigarros que sin ventilación alguna nos fumábamos los dos de nueve a cuatro de la tarde —horario corrido— mirando películas tan horrorosas como inocuas, de las que debíamos tomar notas y hacer una lista de censuras que para exhibición en sala y televisión debían aplicar los técnicos del laboratorio del piso de arriba, un verdadero engorro porque había que ser lo suficientemente hábil para no pasar por ligero (porque entonces el jefe podía despedirlo a uno para mejor quedar con el subsecretario de cultura o con la púdica esposa de algún funcionario influyente), pero todavía más para no pasar por un gazmoño retrógrado frente a los compañeros, que por supuesto abjuraban todos de semejante oficio y se emborrachaban maldiciendo al gobierno del que cobraban puntualmente sueldos, bonos y aguinaldos. 'No sé a ti, pero a mí me pagan', solía acotar a Saldaña cuando se iba de la lengua tratando de limpiarse a costa de maromas dialécticas. No siempre conseguía que se quedara callado.
—Es un atropello, Efraín, a lo mejor no lo ves porque estás ya con el sistema, cabrón. Dejaste la carrera trunca, no tienes educación y estás chavo: eres manipulable. O quizá sea porque no tienes vergüenza y en el fondo eres un puto mercenario, cabrón
—Necesito dinero, Saldaña, como todo el mundo.
—Y te prostituyes, ¿es eso? —me hacía reír la seriedad con que peroraba: era ridículo. Pero casi todos lo somos a esa edad: los únicos auténticos son los escépticos. Y no los que lo son por sistema. Casi nadie.
—Es un trabajo, Saldaña. En los trabajos haces lo que te piden, aquello para lo que fuiste contratado.
—¡Esos son conceptos burgueses, mi chavo! Estás como operado del cerebro, ¿cómo me sales con eso? Nunca vas a cambiar nada pensando de ese modo, pendejo.
—No pienso cambiar nada, Saldaña, ¿vemos lo que queda de esta?
—Juega.
Y entonces venían escenas de sexo tan malas que nos causaba pena censurarlas, diálogos que algún guionista estúpido habrá creído revolucionarios y rezumaban provincialismo intelectual, temas presuntamente subidos de tono ('Mucho ojo con esta, ¿eh muchachos? que está fuerte') sólo porque alguien se practicaba un aborto, dos hombres se besaban o un carbonero educadísimo soltaba por fin un 'chingado' en la escena menos a propósito para ello. Al menos el tabaco de Saldaña y sus ataques de consciencia moral aliviaban mi aburrimiento.
Nunca lo tomé en serio. Y quizá fue un error porque no lo vi venir. Saldaña me lo anunció de camino a la oficina, luego de despacharnos una torta de tamal con atole muy espeso y mientras se limpiaba los dedos con ese papel que dejó de existir desde los ochentas para ser sustituido por ridículas servilletas de colores con estampados.
—Voy a renunciar.
—Sí, sí, Saldaña, como tú digas...
—Que voy a renunciar, pendejo, hablo en serio.
—¿Y eso? ¿hallaste otra chamba o qué?
—Quizá, bueno... no sé. A lo mejor hago un posgrado. Pagan dinero, quiero decir, una beca por méritos académicos, ¿me entiendes Efraín?
—La escuela está mal fundamentada, Saldaña. Eso es lo que yo sé —respondí con una convicción que entonces no era impostada: ahora me avergüenzo, por supuesto.
—Bueno, bueno, tú puedes pensar lo que quieras, eres un pequeño-burgués descarriado. No seré yo quien te quite las pendejadas de la cabeza. Pero yo voy a renunciar, Efraín. Y no pienso irme limpiamente.
—¿Ah sí? —dije fingiendo aburrimiento, aunque excitado ante la posibilidad de que Saldaña malograra una censura y escandalizara a varios niveles de gobierno. 'Pero Jodorowsky ya no hace cine' pensé. 'Y podría llevarme entre las patas este pendejo', completé borrándome con este pensamiento la sonrisa burlona que tenía pintada.
—Voy a liquidar al jefe.
—¿Harás que lo despidan? Buena idea. Y buena suerte porque...
—No. Ese cabrón se va a morir.
Empezaba a reírme, pero Saldaña seguía caminando con paso firme, seriedad inalterable, limpiándose las barbas y acomodándose la corbata con dificultad.
—No chingues Saldaña, no hagas pendejadas de las que puedas arrepentirte —pero apenas terminaba mi frase, era yo quien me arrepentía de soltarla por parecerme estúpido el haberlo tomado en serio. Me reí entonces de verdad, casi escupiendo los pedacitos de tamal que me quedaron en los dientes.
—No tomes el elevador hoy.
—¿Qué?
—Por tu propio bien. Ya me oíste: no tomes el elevador.
Saldaña y yo estábamos solos en el sótano los martes y miércoles: al mediodía nos visitaba un día sí y otro no, el jefe; al inicio y al final de la jornada pasaban los técnicos. Nadie más. ¿Y quién nos visitaría en aquella caja de humo en que se había convertido el sótano? ¿quién aun en tiempos tan permisivos y ajenos a la ñoñería contemporánea? Ni siquiera Rita, la recepcionista, que fumaba dos cajetillas diarias y a la que le éramos simpáticos. 'Si no los mata el humo los mata la censura, cabrones', nos espetaba en medio de carcajadas.
Era miércoles. Avanzó la mañana con normalidad, pero cerca del mediodía crecía la tensión y se apoderaba de todo el silencio profesional: Saldaña y yo fruncíamos el ceño echando un ojo a la cinta, otro al cuaderno de notas y miradas furtivas al elevador.
—Voy al baño —dijo de pronto Saldaña.
—¿Qué vas a hacer? —le dije.
—Lo sabes perfectamente. —Y contrario a sus recomendaciones tomó el elevador.
Vi la señal luminosa trepar hasta el piso diez. Los minutos que siguieron se me hicieron larguísimos y aunque no quité la cinta, me era del todo imposible prestarle atención. Bajé el volumen y escuché mis latidos. Bum, bum, bum. Saldaña no aparecía. Pero tampoco el jefe. ¿Qué estaría haciendo este imbécil? Me entró un pánico frío pensando en que quizá su única intención era hacerme cómplice. O autor involuntario. Pensé que cometía un error quedándome donde estaba. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Quince minutos? ¿Media hora? Quise ponerme de pie y salir a recepción con cualquier pretexto, pero ¿no sería eso más sospechoso en caso de que algo ocurriera? ¿y no lo era que estuviera absorto en estos pensamientos y en los latidos desbocados de mi corazón en vez de estar mirando la cinta a volumen normal y tomando notas taquigráficas? Sí, sí, había que seguir normalmente. Como si nada, como si...
Se escuchó un grito lejano. Luego un estruendo de metales. Saldaña bajó pálido corriendo para pedirme ayuda, angustiado.
—¡El elevador se ha caído y el jefe iba dentro! ¡pronto, ayúdame a abrir la puerta de aquí abajo! ¡pronto!
Intentábamos abrir la puerta entre los dos y su mirada encontró la mía. Tenía dibujada una gran sonrisa.
—¿Lo hiciste...? ¿cómo? —pregunté susurrando lo que ya sabía mientras se escuchaba a una multitud invadir el sótano ahumado. Él quitó la sonrisa y gritó más alto:
—¡Con fuerza Efraín! ¡con fuerza!
No dije nada más. Rita gritó histérica '¡Apaguen esa chingada cinta, por dios!': una mujer se hacía untar mermelada en el coño para luego hacérselo lamer por un caniche blanco. '¡Qué porquería!', remató con lágrimas en los ojos. 
Y Saldaña renunció, claro, 'como una señal de respeto y solidaridad' —escribió en su renuncia— hacia su desaparecido jefe: 'baluarte moral del cine nacional'.