miércoles, diciembre 26, 2007

El club

–Deje de escribir- me dijo sin el menor atisbo de guasa o duda, apoyadas las dos manos en los descansabrazos de su sillón decimonónico y somnolientos aun los pocos rayos de sol que amarilleaban la atmósfera de aquél rincón –sala de té le llamaba- de su inmensa biblioteca personal. Don Apolonio pontificaba como todos los miembros de la Academia, pero a diferencia de aquéllos su palabra tenía mucho de gravedad y amargura, poca afectación y ninguna frivolidad, parecía querer arrancar de tajo un sufrimiento, un cáncer, más cirujano que filólogo aquella mañana de diciembre de mis veinticinco años meridianos. Abrí mucho los ojos y dije:
–¿Cómo dice? ¿por qué? ¿no le gustó la novela premiada Don Apolonio?- balbuceé sin poder evitar esa estupidez bien conocida de encadenar varias preguntas seguidas. Su ceja izquierda se levantó censurando aquella desmesura, y aclarando un poco su garganta –los viejos carraspean todo el tiempo- levantó una mano como si fuese un agente de tránsito pidiendo detener la marcha. Explicó:
–No debe escribir porque no está en Europa ni, para el caso, en alguno de esos países asiáticos que presumen a sus escritores luego de perseguirlos y exiliarlos, una vez que ganan notoriedad en ese mundo occidental del que somos mero apéndice o, si lo prefiere, soporte en bruto no exento de contradicciones.
–No le entiendo, Don Apolonio, ¿acaso México no ha tenido escritores? ¿no tenemos por ahí un Premio Nobel de Literatura?- contesté al tiempo en que advertía nuevamente mis encabalgamientos interrogatorios. Enrojecí o, mejor dicho dado mi evidente origen mesoamericano, ennegrecí.
–Por supuesto que ha habido escritores en México- dijo subrayando las dos últimas palabras al tiempo que levantaba el índice de su mano derecha, pontífice momentáneo sin mitra ni túnica, sacerdote de un culto secular. –También ha habido algunos ingenieros notables, periodistas, arquitectos, médicos, artistas de variadas disciplinas, todos ellos teniendo a México como marco, a veces como obsesión, pero salvo contadísimas excepciones no hay apenas lugar para mexicanos en la cultura y la ciencia en México- y volvió a subrayar las dos últimas palabras, esta vez con un gesto de su índice que gráficamente trazaba la línea horizontal por debajo de invisibles palabras.
–No sé a lo que se refiere, doctor- dije avergonzándome enseguida: de sobra era conocido que a Don Apolonio le irritaba que le llamaran por su título académico, o quizá deba decir títulos, toda vez que se había doctorado tres veces, en Filología, Lingüística y, nada menos, Psicología Lacaniana. Volvió a carraspear incómodo y tomó impulso para levantarse al tiempo en que me tomaba del brazo diciéndome:
–Sígame. Me parece que estamos en mal lugar. El salón de té está rodeado de autores extranjeros que nada tienen qué ver con nuestra discusión. Acompáñeme a la otra sala. Comprenderá, aunque duela, algunas cosas útiles.
Entramos a su colección de literatura mexicana o, como prefería llamarla, hecha en México. Con una mano hizo gesto de mostrar o recorrer aquellas estanterías que llegaban hasta el techo. Entonces me instruyó:
–Recuérdeme su apellido y el de cinco amigos escritores suyos, por favor.
–Eh, bueno, ya sabe que me apellido García- dije con timidez y sin saber qué buscaba el viejo que llevaba una incongruente pajarita al cuello. Detuve la mirada en ella y luego completé: –Amigos escritores o periodistas no creo que le sean conocidos.- Movió la cabeza de un lado a otro.
–Apellidos, dígame los apellidos.
–Bueno, eh… Ramírez, Mercado, Álvarez, López, Pérez…
–Muy bien. Podrá comprobar que hay pocos escritores con esos apellidos dentro de esta colección. La mayoría de esos pocos son del siglo diecinueve. Es extraño, ¿no le parece? Los cinco apellidos que usted ha citado, bueno, incluyendo el suyo, constituyen un enorme porcentaje de la población, ¿por qué no están proporcionalmente representados aquí? ¿acaso hay autores importantes fuera de esta colección? ¿ignoro yo algo?- Sus pregunta eran retóricas y sin embargo le interrumpí:
–Supongo que es casualidad, que los autores menores no los toma en cuenta, ¿qué quiere decirme, Don Apolonio? ¿qué tiene que ver esto con que yo deba dejar de escribir? ¿qué importa que yo me apellide García?- El filólogo –o acaso hacía más de psicólogo en aquel momento- hizo un esfuerzo por no mostrar su disgusto ante mi nueva escalada de preguntas. Habló un poco más fuerte:
–Señor García, ya le dije a usted lo que seguramente no ignoraba: que somos un apéndice del mundo occidental. Peor aún: el orden colonial nunca ha dejado de conducir los destinos de este país. ¿Qué ve en estos apellidos ilustres? Mírelos, recuerde las biografías, no tenga el miedo ñoño de esta época a hacer clasificaciones por raza o capacidad económica. No tenga miedo de ver.- Volvió a tomarme del brazo y casi me arrastró por las estanterías, señalando con el dedo de la mano libre los nombres de los lomos, aquí y allá. Parecía poseído.
–Se trata casi siempre de hombres blancos, señor García, hombres de clase media cuando no pudiente, no necesariamente malos, desde luego, ¿qué culpa tienen los pijos de serlo?- y aquí no pude menos que sonreír para mis adentros por aquella palabra gachupina, mis amigos decían fresa en su lugar, pero aquella palabra hubiera resultado grotesca en labios de Don Apolonio. Me enrojecí de sólo pensarla. –Mire a donde usted guste: los medios de comunicación, la arquitectura, el arte, incluso la ciencia que todo parece emparejar. Este es un pueblo interpretado por notables, no nos engañemos, ese club decide qué es mexicano, cuál es nuestra esencia, hacia dónde debemos ir, explica a los indígenas por quienes sienten fascinación teórica y dice que no hay racismo aunque la enorme masa mestiza que le rodea, que cuida de sus casas y conduce sus coches, le resulte indiferente o bien el resultado feliz de ese país imaginario en el que habitan.
–¿País imaginario? Todo depende del talento, Don Apolonio, y la nacionalidad mexicana es un papel, ¿qué impide que un extranjero interprete correctamente este país o que sea su mejor escritor?- dije algo enfadado por cuanto su dictamen parecía impedirme el desarrollo feliz de la que consideraba mi vocación. Decidí que era un racista a pesar de ser tan moreno como yo. A pesar de ser él mismo un notable.
–No me malentienda. Estoy señalando un hecho objetivo, verificable, que esteriliza sus esfuerzos o los limita a esa editorial barata en que ha publicado sus dos únicos libros, todavía inmaduros y aun más ingenuos. Le estoy sugiriendo el único camino posible para ser escritor mexicano: dejar de ser esto último. Váyase del país, vaya al mundo a recuperar los materiales de que está hecha nuestra mentalidad colonial, adéntrese efectivamente en los orígenes de esa fatal conformidad nuestra con los Quetzalcóatl que presuntamente nos representan. Si se hace escritor mexicano, no volverá. Como la rubia serpiente emplumada...
Aquella mañana salí deprimido de casa de Don Apolonio, envenenado y sin oportunidad de una segunda entrevista porque el pobre murió a los pocos meses.
Hoy compré en la tienda de antigüedades la primera edición de su Vocabulario moderno. Leer cuesta menos que escribir.