jueves, abril 08, 2010

La difícil aristocracia

Con motivo del trámite de visa para estancia científica que he emprendido en una obscura oficina consular de España en la capital de la que, según parece, muchos consideran todavía la Nueva Galicia, he vuelto a morder el polvo cortesía del personal más ridículamente barroco y peligrosamente ineficaz, una mezcla de los mejores lixiviados de dos países hermanos, México y España, cuyo parentesco resulta dolorosamente innegable luego de lo visto y escuchado. Y es que las similaridades no podían sino hacerse superlativas en un sitio como Guadalajara que, cómo no, muchos llaman "la ciudad más española de México". Por supuesto.
La españolidad tapatía no es arquitectónica: su centro histórico es más gringo que gachupín luego de haber sido arrasado en los ochenta, su sentido de la conservación nulo, su congruencia imposible, su extrarradio un basurero sostenido por hilachos; la españolidad tapatía no es cultural: tiene una feria del libro cuyos paneles pueden incluir descerebradas conductoras de televisión o autores consuetudinariamente premiados por ningún motivo, su gastronomía es (seamos piadosos) mestiza, su endogamia patológica, su cortedad de miras y su mongólica dicción legendarias; la españolidad tapatía tampoco es política ni económica: no es una monarquía constitucional sino un cacicazgo sin constitución, no es el imperio de la ley sino la ley del más fuerte, no es la prosperidad económica ni la responsabilidad social, sino el reino de la abulia y la pauperización selectiva. No obstante, hay parecidos.
La españolidad tapatía es sobre todo racial y actitudinal, es una ínfula, una quimera, una frustración y un trauma, es heredera de la colonia y de su sistema de castas, una continuación del largo decadentismo español que inicia -oh tragedia- apenas consolidada la conquista y que no ve su final -formal- sino hasta 1975 con la muerte de Franco. España podrá haberse vuelto moderna y haber abandonado su tradición patrimonialista, podrá haberse vuelto democrática y haber conciliado -o acallado- sus contradicciones: no así México y menos que ningún otro sitio, Guadalajara. Entre tapatíos ser rico o exitoso jamás significó ser productivo al estilo norteamericano (sólo muy recientemente y a cuentagotas) ni tener estudios de ningún tipo (aunque no falte quién crea que ello lo ennoblece), sino tener un apellido de alcurnia, ser blanco o, como suele decirse con graciosa timidez, "moreno claro", tener servidumbre y propiedades, ser amigo o pariente de los Fulanos o Zutanos, exhibirse al lado de los poderes eclesiásticos y civiles en ceremonias religiosas o días señalados, aparecer en las páginas de sociales del así llamado periódico local o, llegado el momento, tener su nombre publicado en una gorda esquela de redacción barroca.
Con ese modelo en mente, con ese criterio, el buen tapatío es, al igual que un español decadente, un aristócrata venido a menos. Le frustra no ser tan blanco, estar en los márgenes de la civilización occidental, que su ascendencia sea discutible, no vivir en España ni en esa Europa que asume todavía instalada en el siglo XVII con grandes pelucas, salones de té y títulos nobiliarios. Vive amenazado en su aristocracia clasemediera por el incontenible ascenso de los mestizos que a su vez procuran, no sin involuntario humor, alejarse de sus orígenes indios. No quiere trabajar ni estudiar nada más allá de lo estrictamente necesario para que todo siga igual (y, sin embargo, empeora). Cuestionado, siempre dirá que lo más importante es pasarla bien, disfrutar la vida, dedicarse al ocio lelo de su falsa condición privilegiada. En materia de ciencia o cultura siempre anunciará la reinvención del hilo negro para ser aplaudido por sus semejantes y justamente ignorado con bostezos por el resto del mundo; no quiere ser culto, sino que los demás se lo crean; no quiere hacer contribuciones, sino hartarse de indulgencia.
En el consulado español los solicitantes y los empleados eran todos blancos y daban voces pavoneándose con chulería: una señora informó al empleado y a todo el que tuviera oídos para oírla que quería completar el trámite de la nacionalidad porque era hija de españoles exiliados, porque su papá era español, porque sufrieron mucho, porque sus abuelos también eran españoles, porque ella era escritora y para ello lo mejor era España (?); la cónsul se paseaba por todas partes barajando hipótesis para explicar la muerte de Paulette, una niña rica y discapacitada que no pudo menos que acaparar la atención de un país como este (o como aquél) con tan claro sentido de las prioridades (o serán jerarquías) mientras se acumulaban solicitantes en las ventanillas; un individuo no escatimó esfuerzos para que todos los presentes nos enteráramos de que tenía la doble nacionalidad al igual que sus sobrinos; una empleada recibió encantada a un niñato recién llegado luego de preguntarle por su madre y luego de que éste le explicara las dificultades que tenía en decidir si viajaba con su novia o mejor se iba solo. Una verbena, pues, una fiesta el consulado aquel.
Por fin llegó mi turno con un feminoide de pelo relamido, ojos bizcos y gesto de asco, un retardado recién salido de un cuadro de Velázquez, que desconocía los requisitos del visado y era incapaz de leer documentos. Hubo que explicarle que tal papel sí se solicitaba y que tal otro no. Hubo que decirle que ahí donde decía resultados de laboratorio estaban los resultados de laboratorio (principio de identidad). Hubo que acceder a pagarle en moneda nacional lo que en el formulario se pedía en euros y que yo ya llevaba como tales, amén de soportar la peregrina explicación de que así se hacía porque "el tipo de cambio variaba mucho"(!). Y a la pregunta de cuánto duraría el trámite hubo que aceptar una respuesta a otra pregunta: "No depende de nosotros", dijo.
Asqueado salí a la calle, me alejé con rapidez. "La puta madre patria que nos parió", maldigo mirándome el ombligo.