domingo, marzo 21, 2010

Asientos de piel

El programa de repatriación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) de México paga la vuelta al país y el sueldo de un investigador radicado en el extranjero durante un año en cualquier institución nacional a condición de que esta última lo contrate después del mencionado plazo con el mismo sueldo y categoría. Por ese y otro programa similar de retención la Universidad de Guadalajara se hizo de veintidós investigadores el 3 de noviembre de 2009. Aunque la mayoría de estos investigadores laboran desde el 1 de diciembre, el convenio que debía firmarse desde el 19 de enero entre la universidad y el CONACYT no se ha firmado, nadie está oficialmente contratado y, desde luego, nadie ha recibido un centavo de los recursos presuntamente ganados. Inquieto por el formidable atraso y el, digamos, sabroso contraste entre mi exilio francés y el deporte extremo de volver a México, llamo a la encargada de investigación de la universidad (una mujer de dicción titubeante y vulgaridad manifiesta) que me informa alegremente que "efectivamente hay un conflicto entre el CONACYT y la universidad", pues el primero le reclama a ésta la devolución de recursos mal ejercidos en anteriores convocatorias similares antes de soltar los nuevos dineros. En otras palabras, veintidós investigadores son rehenes a fin de asegurar el cobro de un dinero mal empleado.
Incrédulo, llamo a la encargada del programa de repatriación del CONACYT, quien no sólo me corrobora la descabellada versión de la tartamuda funcionaria universitaria, sino que se me proporciona detalles del irresponsable comportamiento de los funcionarios e investigadores de la U de G: miles y miles de pesos en gastos de instalación (es decir, para laboratorios, equipo de cómputo, reactivos, etc.) que la universidad pretende justificar con facturas de asientos de piel, entre otras compras no menos indispensables. Cuelgo el auricular y me entrego a la amarga visión de miles de doctorcitos engreídos y peor capacitados, sin méritos ni miras, sin educación ni ética, instalándose orondamente en la acendrada tradición patrimonialista latinoamericana que tan satisfactoriamente cree hacer justicia a base de expoliar el Estado. "Esto es mío, esto me lo gané, me lo merezco", parecen decir, cuando no han hecho una sola cosa notable en su vida. Plaga de langostas sobre el presupuesto.
La clase media es una zona de frustración, el lugar donde mejor se exhiben y multiplican las simulaciones y mezquindades humanas, un mundo hipocritón de wannabes que se dan palmaditas en la espalda para mejor tragar su impotencia y neutralizar al otro. Tener mucho dinero, a menos que se sea figura pública (y aun entonces los tiempos modernos no juzgan mal el exceso, casi lo celebran), ahorra fingimientos y relaja bastante, pone a la gente en condición no sólo de decir, sino más significativamente, de hacer lo que quiere. Vivir en pobreza resulta igualmente liberador, pues llegada la resignación poco importan tal o cual trabajo (todos son una mierda) o tal o cual apariencia (de cualquier manera nadie nos la echará en cara), incluso puede uno despreocuparse de inquietudes morales y megalomanías trascendentes, problemas más bien típicos de ese purgatorio medio cuya vacuidad es todavía mayor en los países subdesarrollados.
Aunque inconfesadamente y en la práctica la clase media persiga el objetivo de salir de su incertidumbre económica, admitir este propósito le resulta intolerable por cuanto le sabe a innoble reconocimiento explícito de inferioridad, prefieriendo así disfrazarlo de ambiciones profesionales o filosóficas. Maestros de la retórica por traumatismo psicológico, los clasemedieros tienen como vía de redención natural la realización de estudios universitarios.
La universidad nace en la baja edad media europea, amparada por la Iglesia y los reyes, como una continuación de la vida monástica que desde la caída del Imperio Romano transmitió y creó conocimiento, es decir, hizo docencia e investigación, aunque entonces se tratase sólo de gramática, dialéctica y retórica; aritmética, geometría, astronomía y música. Su ascendente ascético hizo de las universidades espacios para la vida contemplativa, para el ocio creativo, para la reflexión pausada y la perspectiva. Como es natural, eran las familias de los grandes señores que se alimentaban con el trabajo de campesinos y artesanos, las que podían permitirse esta vida en el cruce de lo intelectual, lo artístico y lo espiritual, excepción hecha de aquellos que por su notable talento gozaron del mecenazgo de los poderosos: los primeros becarios.
Desde entonces hasta la Revolución Francesa la universidad fue un privilegio, nunca un derecho. La transmisión y creación de conocimiento, la vida intelectual y filosófica, el ocio contemplativo, eran todas actividades asociadas a una aristocracia ilustrada cuya cultura e inquietudes garantizaban la continuación de sus privilegios por encima de una mayoría ignorante, pobre, y sin acceso a la educación más elemental. A partir del ejemplo francés, durante los siglos XIX y XX la educación básica en manos del estado se convirtió paulatinamente en un derecho universal y, dependiendo únicamente de las muchas o pocas luces del estudiante, concedía el acceso a los estudios universitarios. Fue así que aparecieron las profesiones liberales y una burguesía cuyos recursos provenían del título que les otorgaba la universidad.
El siglo XX ve surgir entonces, en medio de su formidable desarrollo científico y tecnológico, varias paradojas por cuanto parecen olvidar y contradecir el origen y fines de la universidad: una culpable conciencia universitaria de su condición privilegiada que hace clamar a muchos de sus miembros por el acceso universal a un título, como si fuese incuestionablemente deseable y posible que todos en una sociedad fuesen profesionistas burgueses; una pauperización del nivel de perspectiva, reflexión y contemplación hasta entonces existentes entre universitarios, en buena medida asociado a la sustitución del hombre de cultura general por el especialista de miras miopes; la propagación en medios universitarios de la mentalidad becaria que ve en la docencia y la investigación no la forma de transmitir y crear conocimiento cuanto una reivindicación social que les dará acceso a las riquezas presuntamente en manos de las clases opresoras.
El equívoco universitario es más agudo, amplio y notable en los países subdesarrollados como México, toda vez que los países desarrollados han conseguido una clase media amplia bien educada (no necesariamente con títulos universitarios) que comprende que el camino de la realización económica o personal no pasa necesariamente por una profesión, sino por la posibilidad de hacer lo que se quiere sin cargar culpas, complejos ni frustraciones. Es así que el nivel de vida resulta muy superior al promedio del mundo subdesarrollado para una estilista, un agricultor o un obrero del así llamado primer mundo. Y en términos de tranquilidad psicológica ninguno de ellos pensaría que se ha perdido la oportunidad de su vida por no ser ingeniero, licenciado o contador.
Por otra parte, el mundo universitario en el subdesarrollo, particularmente en México, alcanza niveles de contradicción y tragedia escocedoramente viciosos: insertado en una cultura acostumbrada al agravio, la corrupción y la desigualdad más estridentes, hecho de una clase media delgada y en permanente zozobra económica real o psicológica, bajo los auspicios de un Estado débil y rapaz o de una iniciativa privada preocupada por intereses de empresa o confesionales, sus miembros no sólo transitan por las paradojas arriba citadas sino que las amplifican y perfeccionan. Es así que mientras la universidad pública escupe más y más profesionistas mediocres que creen que el título los hará ricos sólo porque certifica su capacidad para seguir instrucciones, las universidades privadas excretan profesionistas mediocres que por encima de técnicas y conocimientos se han perfeccionado en la creación de planes y la impartición de instrucciones; es decir, de un lado están los muchos brazos ejecutores que jamás percibirán su condición de subordinados, del otro las pocas cabezas que darán pautas y órdenes (casi nunca atinadas, tanto da); de un lado quienes armarán, repararán, programarán, limpiarán, pondrán las cosas en mediocre marcha, del otro los que tendrán tiempo de reflexionar y de vivir más allá de lo meramente técnico, planeando y dirigiendo; de un lado los que nunca tomarán un libro y se aburrirán con cualquier discusión que no trate de fútbol y sueldos, del otro los que podrán leer libros con desahogo y sin que obsten sus ocupaciones técnicas, quedando a salvo de complejos y zozobras porque sólo sobrevolarán el país procurando que siga rindiendo dividendos en su monolítica inamovilidad, aunque se anuncien cambios y soluciones todos los días. Una simbiosis perfecta, un círculo vicioso inatacable.
La investigación, por su parte, no podía estar en peores condiciones: si a la universidad privada le importa un bledo porque no es negocio en un país donde ya están repartidos los roles económicos y donde la clase dirigente es rancia y oligárquica, casi feudal, en la universidad pública ella queda muy por debajo del principal objetivo de los muertos de hambre que no terminaron sirviendo en empresas ni en centros de investigación extranjeros: asegurar su ascenso en la escala socioeconómica, reivindicar el "sacrificio" de haber estudiado por tantos años, formar un patrimonio aprovechando uno y cada uno de los resquicios burocráticos, convocatorias, premios, programas, incentivos, primas, apoyos, viáticos y demás instrumentos que tiene el Estado para mantener a estos merluzos permanentemente ocupados en llenar formularios y asistir a juntas, conducirse con servilismo ante los superiores y con prepotencia hacia los subordinados.
Y es así, me digo, como la creación y divulgación del saber son desplazados por asientos de piel, como al ejercicio de las virtudes cerebrales (ese viejo y retrógrado propósito medieval, ese impulso fascistoide) le sucede la más comprensible y revolucionaria ambición de posar más cómodamente el culo.

miércoles, marzo 10, 2010

Travestismo

No puedo menos que plantearme si yo fuera mujer. O ingeniera, tanto da, si de planteamientos imposibles se trata. "No me pregunten, sólo soy una chica", me respondo. "Pero certificada con diploma", agrego.