viernes, agosto 27, 2010

Sala 205

A Elvira
No sé bien cuándo ni cómo adquirí mis primeras ideas sobre España, pero estoy seguro de que supe de su existencia casi al mismo tiempo en que tuve uso de razón. Los grandes supermercados de entonces (¿Gigante, Maxi?) ofrecían colecciones a precios bajos y en fascículos semanales, una de las cuales fue la de Geografía Universal Ilustrada cuyo primer tomo, en vez de México, presentaba los países latinos como España, Portugal e Italia (Vaticano y San Marino incluidos, faltaba más). Desde entonces y hasta los seis años me empeñé en dibujar todos los mapas y listar de memoria todas las capitales. Cuando se me agotaron o hicieron demasiado conocidos los litorales del mundo, inventé los míos y tracé las calles y ríos de imaginarias ciudades hasta bien entrado en la adolescencia. Ciudades novohispanas, claro, con cuadrículas centrales y progresivo desorden en las periferias.
Seguramente por mera intuición o alguna impresión familiar causada por objetos o conversaciones, asocié España al pasado, a viejas y olorosas maderas, a odres de vino, piedras y bosques; luego la idea, en vez de ganar realismo e influida por la escuela, incorporó al nombre de España los clásicos del siglo de oro (leídos y no leídos), el teatro y la poesía, la pintura, no escasa música de los ochentas y, sobre todo, los surrealistas y la generación del 27. Al unirse mis impresiones con el conocimiento todavía libresco del país, añadí la guerra civil, el franquismo y la democracia, la movida madrileña y el endiosamiento del placer, sobre todo sexual, a través del cine almodovariano. Curiosamente jamás cuajaron en mis torcidas asociaciones el nombre de Picasso o los veranos de agobiante calor en las playas mediterráneas.
Como no podía ser de otro modo, lo que amé de joven trascendió sentimentalmente a través de los años, sobreviviendo, aunque soterrado, al matiz y al atemperamiento de la madurez. Y lo que más admiré, desde la intuición al principio y desde el conocimiento al final, fue la vida y obra de los artistas locos de los años previos a la guerra civil, especialmente las de Buñuel, Lorca y Dalí.
No sé bien quién fue primero, si Lorca o Dalí, pero tengo la impresión de que conocí a ambos en 1989, el año en que murió el segundo y en que por primera vez leí poemas del Romancero Gitano. Los poemas, en una época hormonal y psicológicamente tan activa, me impresionaron profundamente, no sólo por su colorido y tensión, sino por su misterio rayano en la paranoia y el maniqueísmo. Por otra parte, ¿de dónde habrá surgido Dalí? Muy probablemente de Descanso dominical, el disco del grupo español Mecano donde apareció "Eungenio" Salvador Dalí, la canción-homenaje al pintor. Primero me concentré en sus bigotes, luego en imágenes mudas donde se entregaba a toda clase de extravagancias, finalmente descubrí su pintura y, por encima de todo, sus escritos y cosmogonía. Disfruté uno y cada uno de sus delirios y descubrimientos, sorprendiéndome al encontrar más tarde la liga que lo unía a Lorca y, casi inmediatamente, al Buñuel de Un perro andaluz y La edad de oro.
Pasaron los años y, como suele ocurrir en la vida, algunos deseos se cumplieron cuando ya habían dejado de serlo; otros más, encontraron en su satisfacción su propio aniquilamiento. El conocimiento directo de España no llegó cuando mi admiración por ella (o su idea) era más apasionada, tampoco cuando ésta se encontraba en el apogeo surrealista o la no menos recreada época de la movida madrileña. Llegué en una época obscura hecha de capitalismo salvaje, masivos contratos temporales y terrorismo islámico, una época de euros y frívola corrección política, más propia para irse de compras que para hacer poesía. Con excepciones, encontré sordera y egoísmo, folclor y vulgaridad, una ignorancia no por menos agresiva más disculpable que la legendaria de los curas que fanatizaron esta tierra desde los Austrias hasta Franco. Como suele ocurrir, a la gran admiración siguió una desilusión generalizada, no escasamente atribuíble, todo sea dicho, a mi propia distorsión y fantasía.
Decepción, sí, pero también un punto de fuga: ocho años después de mi primera visita a Madrid y con mis héroes españoles un tanto abandonados como tantos sueños, volví a la Sala 205 del Museo Reina Sofía. Y recobré, aunque sólo fuera por un día, la admiración y fantasía de mis pasiones juveniles: cartas entre Lorca, Dalí y Buñuel, El Gran Masturbador, el manifiesto surrealista de André Breton, la universalidad artística en la forma de los dibujos de Lorca y los escritos de Dalí (!), proyecciones de Un chien andalou y L'âge d'or, el retrato de Buñuel, poemas de Paul Éluard y René Crevel, la conquista de lo irracional a través de la escritura y los objetos automáticos, dedicatorias a Gala y El enigma de Hitler, la ubicuidad de la hermana de Dalí a través de retratos y aun espaldas como en Muchacha en la ventana...
España, descubrí con falsa sorpesa, la real o la inventada, tanto da, seguía ahí, inagotable y maravillosa como siempre, alimentando mis duermevelas.