martes, julio 30, 2013

El mejor promedio

Que Dios me ayudará no me cabe ninguna duda. He asistido a misa todos los domingos y no me he tocado en más de un mes. He hecho ejercicio, dejé de molestar al perro y a mi hermana, incluso he hecho las paces con mi papá el único día del mes que estuvo aquí (a mi mamá no la puso muy contenta esto). Los exámenes empiezan mañana y espero recuperar el lugar que Villalobos me ha robado como el mejor promedio del grupo. Es increíble que esto haya ocurrido, pero la culpa la tiene el profesor de física que me castigó por pasarle las respuestas a De la Torre. Un buen tipo este, De la Torre: alocado, rico, feliz. Nos invitó el viernes a su casa, cruzando el canal, muy cerca de la escuela, aunque no me pude quedar mucho rato porque tenía hambre y el camino a la mía es bastante largo. Qué locura estudiar tan lejos, becado en escuela privada, aunque sería mejor vivir de este lado de la ciudad, cerca del acueducto, en alguna de estas residencias elegantes de ventanales y desniveles varios, de dos pisos con balcón.
Mis compañeros y yo no siempre nos hemos llevado bien, pero creo que ahora me respetan más. Les paso mi tarea, he tratado de escuchar su música, incluso acepté jugar futbol aunque nunca me metieron a la cancha. Así se lo expliqué a Paty, mi ex-profesora de matemáticas de la secundaria pública, cuando me invitó a comer ayer a su casa. Son lugares muy diferentes en sitios distintos de la ciudad —la casa de De la Torre, la de Patricia— aunque ambos son enormes, repletos de libros empolvados, desordenados a su manera. Y claro, sus dueños son diametralmente opuestos: el papá de De la Torre trabaja en el instituto, tiene no sé qué negocios con el Opus y el MURO, alguna vez dio conferencias en el aula magna contra el comunismo y la amenaza de las sectas protestantes; Paty por su parte siempre ha sido rebelde y sindicalista, partidaria de los pobres y de los perros callejeros que invaden los dos pisos de su casa, madre soltera cuyos hijos seguramente serán socialistas solidarios en el mundo futuro. Aunque católica, no es ninguna persignada: manda dinero a los jesuitas salvadoreños a través de Gabriela y otras hippies locas que de vez en cuando se reúnen en su casa. Obviamente yo ya escogí dónde quiero estar, aunque mi permanencia en el instituto parezca contradecirlo. 'Está bien tener un agente infiltrado', me dice Patricia levantando una ceja. Gabriela asiente, casi escupiendo el café de la risa. 
Aunque estoy del lado de la maestra Paty, a veces pienso que vive con demasiado desorden. No sé cuál es su relación con Gabriela. No sé por qué se rodea de gente tan extraña. No me gusta tampoco que los perros —Lázara sobre todo, que es la más inteligente— merodeen la mesa mientras comemos. La banda de De la Torre es más adecuada para mi edad, por supuesto, pero ahí lo que termina por aburrirme es no saber de qué están hablando ni tener los juegos de video en los que suelen entretenerse. Saben tocar la guitarra, el teclado, la batería, pero yo sólo recuerdo las mañanitas en flauta. Alguna vez quise llegarles por su lado artístico diciéndoles que tomé clases de pintura en sexto de primaria. No pararon de reírse de mí. Con sus padres, en cambio, me llevo de maravilla. Saben que soy el mejor promedio del instituto —volveré a serlo— y me reciben con gusto cuando llego a hacer la tarea con sus hijos, me dan de comer, me preguntan por mi madre y se interesan por saber cómo vivo y por qué mis padres no se llevan tan bien. El papá de De la Torre me dio incluso algún dinero pretextando que era su deber cristiano porque yo respondía a sus ruegos. Y quizá tenga razón porque a De la Torre ya le va mejor en la escuela.
Al principio es difícil entender a los ricos, pero creo que de tanto convivir con ellos ya me acostumbré y puedo sacarle partido a mis relaciones. Mis primeros contactos con ellos fueron cuando niño, los fines de semana que pasaba en casa de mi abuela, también cerca del acueducto. Entonces solía tomar las tijeras de jardinero e ir a los alrededores a cortar el pasto por unas monedas. Siempre alegaba que mis padres no tenían dinero y que me veía obligado a trabajar, que venía de lejos, que pronto tendría que dejar la escuela. Los ricos sentían lástima, pagaban más, perdonaban que trasquilara sus jardines y mal podara sus rosas. Recuerdo que hacía cuentas felices sobre cuántos jardines tendría que cortar para comprarme un juego de indios o un nuevo tráiler de juguete. Nunca alcanzó. Ahora que convivo más con mis compañeros del instituto, particularmente con De la Torre, veo que no son tan malas personas, pero que sigue siendo importante presentar de antemano las propias carencias para despertar simpatía. También ayudar con la tarea, por supuesto, que es lo que mejor sé hacer.
Viéndolo bien, quizá exagero en decir que De la Torre y sus amigos son los míos. Su contacto conmigo es mínimo en la escuela —pero a esta voy esencialmente a estudiar, no a hacer amistades hipócritas— y en los recesos sólo paso el tiempo con Carvajal, con quien de pronto tengo violentas peleas que nos dejan incomunicados por semanas. Alguna vez, igual que Villalobos, Carvajal tuvo el mejor promedio. Me humilló cuantas veces pudo por este hecho diciéndome que volviera a los arrabales de la escuela pública, que yo no tenía nada que hacer ahí, que era un maricón y tal. Lo reporté. Mario, el prefecto, me pidió que tuviera paciencia con mis compañeros porque estaban acostumbrados a tener la razón y mandar sobre los demás, que reconsiderara mi actitud y recordara que estaba becado. 'Debes ser mejor que ellos, no rebajarte a su nivel porque eso requiere mucho dinero'. 
Y tanta razón tenía Mario que heme aquí, al anochecer del domingo, todavía memorizando lo de historia —Enrique VIII y la fundación de la iglesia anglicana, el calvinismo y Lutero, la contrarreforma católica— para el examen de mañana a las siete de la mañana. A las once tendré el de lógica, materia que da el propio Mario; el resto de la semana vendrán todos los demás, uno por uno. Recuperaré el mejor promedio porque Dios está de mi parte. Un Dios justo, benigno, pero que a cambio nos pide sacrificios y ejemplaridad. Un Dios que también sabe castigar, por supuesto, pues no hay otra manera de equilibrar el mundo. Me estoy quedando dormido en medio de una pregunta: ¿qué traerá el futuro? No el de la semana siguiente ni el que llegará con el final del instituto (cada vez menos, cada vez menos pero todavía presente), sino el de muchos años adelante, cuando los hijos de Paty sean solidarios guerrilleros y De la Torre tenga su banda de rock y Carvajal sea dueño de la empresa de su padre y Mario sea director del instituto... ¿qué traerá el futuro para mí?
'Qué tonterías piensas', me digo. Y apago la luz hasta mañana.

sábado, julio 20, 2013

Cristal

¡Loquera! gritaba el payaso en la tele; entonces su equipo de neumáticas edecanes —mismo número de esbeltas que de obesas mórbidas— corría por todo el escenario mientras duraba el estridente compás de la así llamada orquesta. En la mesa hace tiempo que se habían enfriado los restos de la comida y las moscas del verano que habían logrado colarse a la casa (cuyas ventanas, pese a lo señalado, estaban todas cubiertas de maltrechos pero todavía útiles mosquiteros) no cesaban de comerlos glotonamente con sus nerviosas patas y de dejar cagatinas como minúsculos lunares en paredes que nunca fueron blancas: caldo de espinazo gelatinoso, arroz con leche fosilizado, restos de jericalla trazando un arco perfecto sobre el cristal del recipiente, vasos con dos o tres tragos de un agua de jamaica casi púrpura. Lalo —en camisa interior, short verde con alguna parte despintada por un accidental contacto al cloro, vans rojos de agujetas sin calcetines— miraba distraído el televisor y sentía un aburrimiento rayano en la provincia. No advirtió que habían pasado ya quince minutos cuando dejó de frotarse los huevos y se puso de pie para salir a la calle. Desde la ventana de su habitación —a donde pasó para tomar una gorra brillosa con letreros ininteligibles— miró al cielo y se dijo: 'va a llover', sin que al pensamiento lo hubiese completado una acción como la de tomar un paraguas o llevarse una chamarra. Ya en la sala anunció que llegaría por la noche. Su mamá —ciento tres kilos cubiertos por un camisón largo de flores— dio su consentimiento con un aquiescente 'ey'.
La colonia está llena de tipos como él (o eso le parece), pero como apenas tiene dos meses en el barrio no conoce a nadie, lo que significa que por el momento estar dentro o fuera de casa tiende a ser lo mismo. Prefiere gastar su tiempo en el club de box donde el viejo Gabriel ha tomado interés por su persona luego de enterarse de que fue seleccionado estatal en su tierra. Gabriel ve potencial. Gabriel entrena a una veintena de semiprofesionales de diversas categorías y pesos. Gabriel no tiene empacho en hacer de sparring pese a sus sesenta y ocho años de edad y promete apoyarlo en su meteórico ascenso hacia la fama y el dinero. No obstante, hay disciplinas qué respetar, entre ellas la de no masturbarse ('jalarle el pescuezo al ganso', dice Don Gabriel, 'es perder energía y peso'), desde luego no follar con la novia en las concentraciones ni fumar jamás, aunque en relación con el alcohol tolera un par de cervezas de fin de semana siempre que sean 'pagadas' con rutinas más severas el lunes siguiente inmediato. Aun no sabe muy bien cómo son los entrenados aquí, pero en su tierra natal donde fue seleccionado las mismas reglas se acataban, pero no se obedecían: era frecuente salir del gimnasio a recorrer el libramiento en busca de aventuras que terminaban en la alta madrugada y de las que luego se hablaba más bien poco y siempre a través de bromas o comentarios obscuros que pronto se cerraban en risas y miradas cómplices. Un buen ambiente aquel, pondera Lalo en otras palabras (¿intuiciones, glifos?) mientras cruza la puerta del gimnasio y saluda a Don Gabriel. Casi tres horas después, sale.
Luis Gala está en la ciudad. Aun no ha decidido si volver al extranjero o mudarse al norte donde antiguos amigos le han llamado, pero sabe que sus días como profesor universitario están contados. Ha bebido mucho últimamente, aprovechando las vacaciones. Ya empieza a dejar pasar los días sin bañarse ni mucho menos pasarse un rastrillo. Su esposa, que le abandonó hace ya seis meses llevándose al vástago, dice haber sacado todas sus cosas del departamento, pero según Luis queda demasiado: seis pares de medias (tres blancas —ella es enfermera— unas negras y dos marrones), dos labiales que nunca la vio utilizar, varias blusas que aun no ha contado porque aparecen aquí y allá cuando saca una camiseta del clóset, y muchos cacharros que jamás utilizará porque su política desde que ha vuelto a la soltería ha sido comer en la calle o no comer, ahorrar en todo no por tacañería cuanto porque utilizar algo traería aparejado comprometerse a lavarlo después y otros engorros para los que ya no tiene cabeza. O fuerzas. O ni siquiera imaginación si hemos de basarnos en su fracasado intento de reanudar una novela que consistentemente no pasa de diez páginas. Alcohol aparte, su tiempo libre y vacacional no lo ocupa la escritura ni la lectura de su enorme biblioteca, de la que ha sacado libros que paulatinamente han invadido ya toda la casa cargados de separadores y anotaciones al margen, sino el onanismo más compulsivo y depravado, si tal palabra, depravado, aun tiene cabida en sociedades cada vez más comprensivas como artificialmente escandalizadas. Es verdad que ha follado tanto como ha podido —sus criterios cada vez más laxos, el reino del no-criterio— pero es fácil darse cuenta de que sólo acumula información para luego evocarla y seguirse masturbando por su cuenta.
Esta noche conduce su automóvil esperando hallar la inspiración en los bares del centro. Pero sabe que miente porque lo que de verdad le interesa es llevarse a la cama a alguien otra vez, con esa prisa un tanto agresiva que tiene la embriaguez crónica —el alcoholismo— y que en esta como en otras ocasiones no le permitiría seguir los canales adecuados que la maquinaria social dispone para con sus miembros: encuentro casual en bar o discoteca, conversación, bebidas, restaurante, café, quizá otros varios encuentros y luego visita al departamento y música y más bebidas y, al final del tren, sexo. 'No hay tiempo', se dice, cuando dobla por la calle Degollado entre puestos de hot-dogs babosos de aceite y hamburguesas sobrequemadas. 'Hoy es noche de crimen nefando', reflexiona, grandísimo aficionado como siempre ha sido al mismo cuando de urgencias y horizontalidad se trata ('la igualdad en su mejor expresión', supone haciéndose el gracioso para sus adentros), pero sabe que el asunto es más intrincado de lo que quiere hacerse creer, que apenas considerarlo de nuevo acelera su pulso y pone su paranoia a trabajar al máximo. ¿Qué diría su esposa? ¿Qué dirá el niño, su hijo, cuando crezca si alguna vez sabe con quiénes y en qué circunstancias y en cuántas variaciones ha yacido? ¿Y qué dice él si todo está presuntamente tan bien encajado? 
Frena de golpe y abre rápidamente la ventanilla. Lalo sabe de qué se trata, pero si se ha duchado y puesto estas ropas es para ir al antro que está una cuadra después donde le espera uno del gimnasio con un par de amigas, no para subir al auto de un desconocido. La creencia de ambos en estar engañando al otro los vincula con asombrosa simetría, sin importar que Gala se percate con su presunta conciencia superior de licenciado en filosofía y letras —y pase saliva— de la deliciosa mezcla de ingenuidad, morbo y travesura que le ofrece Lalo, a quien ya clasifica mentalmente como bisexual, un cholo retorcido al que su discurso de 'yo la neta no hago eso' y 'yo soy hombre' no obsta para dar su número de teléfono e indicarle que le llame hacia las tres de la mañana porque hasta esa hora piensa salir; después de todo Lalo también se siente superior, dueño de un vigor extraño al considerar el poder de su físico sobre la voluntad de este señor al que quizá pueda sacarle algo más que un servicio de taxi: la vida en la nueva ciudad por fin le abre posibilidades.
Casi tres horas pasan en las que Luis ha follado a otro tipo y Lalo se aburre con las chicas que encuentran muy divertida su falta de atención. Se hace entonces la llamada, pero el celular manda directo a buzón, como si estuviese apagado. Intenta de nuevo y nada. Feliz —después de todo ya folló— se va hasta su casa donde cree que podrá por fin descansar, previa masturbación y un nuevo intento fallido por reanudar la novela (¿quién dijo que escribir de madrugada era inspirador?), pero cuando se va quedando dormido con un mapa del norte entre las manos y la lamparita del buró parpadeando mientras en el patio se escucha el tintinar de una improvisada veleta agitada por un viento cada vez más fuerte, suena el teléfono y ya lo coge sobresaltado. Es Lalo. Le dice que su celular estaba descargado, que está en casa y que le espera en un sitio del que le ha dado puntuales indicaciones. Un promisorio 'a ver qué se hace' es suficiente para sacar a Luis de la cama y ponerlo al volante una vez más.
La ciudad luce tensa y lúgubre bajo un cielo enrojecido. Por las desiertas y obscuras avenidas en que pasa veloz el auto, la basura forma súbitos remolinos y algunas ramas se doblan hasta alcanzar el suelo. 'Va a llover', se dice para sus adentros, pero llega hasta el sitio acordado sin que se asome una sola gota de lluvia. Lalo se ha cambiado de ropa nuevamente, escapándose de su casa sin que su mamá ni su hermanita lo notaran: ha utilizado para ello la ventana de la cocina, donde huele a canela y se siente un extraño calor. Apenas sube al auto pone en marcha un discurso largamente meditado: 'Mira, así está la onda: llévame a comprar un poco de cristal y con eso se arma lo que sea'. Luis se descubre ingenuo y casi ríe por ello: '¡cómo no pensé en eso, por dios! ¡el tipo es un adicto!'. A su asombro inicial —no por la presunta adicción del boxeador cuanto por creer que su interés era puramente sexual— le sucede inmediatamente un cierto miedo. En el trayecto hacia casa de Luis —es obligado hacer escala ahí porque no lleva efectivo encima— se discuten distintos proyectos para conciliar los intereses de ambas partes y se alcanzan algunos acuerdos todavía débiles, pero no demasiado comprometidos. El mejor resultado del trayecto es que ambos han ganado confianza: Luis entiende que sí hay una curiosidad sexual y que la adicción no es tal; Lalo se relaja pensando en que esta es una aventura parecida a las que se buscaba con sus amigos en el libramiento de su ciudad natal desde los catorce años en que dejó la secundaria.
Ya en casa, Lalo repite: 'Neta que no me vas a motivar así, no soy puto. Hay que buscar lo que te digo', pero si algo ha aprendido Luis esta noche es que su compañero tiene voluntad de gelatina, como lo prueba el hecho de que haya pasado de no querer ni hablar con él cuando bajó la ventanilla del carro a sugerir él mismo hacer de lado lo acordado para que Luis intente penetrarlo. El acto no se consuma, pero una vez aliviado Luis con una descarga que provoca no tanto lo físico cuanto la dejadez psicológica y verbal, perversa y naïve de su compañero, consideran llegado el momento de intentar buscar la droga solicitada. El dinero pasa de manos. Queda Lalo advertido de que nada permite sugerir que puedan encontrar lo que buscan porque Luis no prueba drogas —beben desnudos el coñac que usaba su esposa para curarse los cólicos, fuman cigarrillos— y que irán al peligroso barrio de Analco a donde Luis ha llevado un par de veces a algunos adictos que demostraron no tener ningún interés sexual, pero corresponderá a Lalo bajar del auto y preguntar; más aun, no hay garantías de que vuelvan juntos porque la droga, de hallarse, deberá llevársela Lalo a su domicilio por su cuenta para verse de nuevo por la noche. Y probar.
El viaje inicia con malos auspicios: la lluvia tanto tiempo anunciada por fin cae con todas sus fuerzas sobre la ciudad. El amanecer ya debería haber empezado, pero las nubes son tan densas que la obscuridad reina como si fuese madrugada, siendo sólo el tráfico aumentado y las gentes que pese a todo se guarecen en quicios y maltrechas paradas de autobús para asistir a sus miserables trabajos, los únicos indicios de que el día ha empezado. Los atascos ya naturales a esta hora se ven empeorados por los ríos en que se han convertido algunas calles. Para matar la tensión de la aventura, Luis y Lalo bromean con camaradería impensable que no excluye el intercambio de agarrones y caricias en mitad del tráfico. Ya cruzan la gran avenida norte-sur para internarse en Analco. Dos vueltas a una cuadra donde algunos corros de adictos queman sustancias en cucharillas permiten ubicar a un tirador que muy profesionalmente les dice no tener lo que buscan. 'Sólo tengo perico, pingas, mota y piedra, si buscan cristal deben ir a la antigua central', indica. '¿Queda lejos?', pregunta Lalo a quien la geografía de la ciudad todavía plantea serios retos. 'No', responde un Luis cada vez más paranoico que trata de apaciguar sus malos presentimientos intercalando visiones sexuales en sus visiones apocalípticas. En las primeras ve a un Lalo eufórico que le abre por fin el reino de la entrepierna con un apasionamiento proporcional a su juventud y desviaciones, entre telas de texturas diversas y juguetes sin fin; en las segundas interpreta cada luz fracturada por las gotas de lluvia como el anuncio de una torreta de policía que los detiene en flagrancia y arruina lo poco formal que queda en su vida. 'Después de todo ya no me quedaba mucho tiempo como profesor', piensa Luis equivocando intencionadamente el tiempo verbal.
Los alrededores de la vieja central de autobuses no pierden su demacrada pátina de mugre pese a toda el agua que cae y seguirá cayendo por muchos siglos. Dos anchas avenidas la rodean y aunque no faltan malvivientes no logran ubicar a nadie con aspecto de camello. La lluvia, encima, parece estorbarlo todo, aunque Luis la prefiere como si sus cortinas de agua le aislaran del peligro y le permitieran mantener su inmunidad. Como en Analco, es a la segunda vuelta en que logran ubicar a un acomodador de autos frente a la Cruz Verde: él es el camello. Ofrece ir por la droga y volver inmediatamente si puede hacerse de una comisión —cincuenta pesos de piedra, señala— y Luis lo encuentra extraordinariamente persuasivo en sus argumentos; dice, por ejemplo: 'es cuestión de confianza, edá, Ustedes me dan el dinero, voy y vuelvo y pos no me voy a quemar por una pendejada, edá, yo aquí trabajo'. Lalo accede, el dinero vuelve a pasar de manos y entonces un Luis en el paroxismo del autocontrol da indicaciones que contravienen lo acordado: Lalo bajará del auto, sí, como se planeaba, pero no volverá a casa por su cuenta, sino llevado por Luis, que para recogerlo deberá verlo al otro lado de la central, frente a la tienda de la esquina. Nadie piensa ahora en que Lalo tendrá que mojarse al echar esa carrerilla.
Todo pasa muy rápidamente. Apenas da una vuelta larga que incluye unas cuadras más y recibe la llamada de que ya le esperan en la tienda. Entre autobuses y camiones que se mueven como animales de sombras gigantes entre la lluvia, ahogado en un mar de luces y hoyos negros, Luis recoge a Lalo en el punto acordado y acelera. Están eufóricos y no pueden contener un aullido de triunfo; vuelven a encender cigarrillos, Lalo le muestra a Luis la minúscula bolsita rosa en donde vienen esas laminitas de compuestos químicos que presuntamente abrirán esta noche las puertas del cielo. Ambos se sienten delincuentes exitosos, domesticadores del peligro, aunque se permiten bromear al respecto y reconocer que ahora mismo se cagarían en los calzones si una patrulla los detuviera. Se discuten ampliamente los efectos de la droga, Lalo da muestras de un conocimiento más amplio del que originalmente aceptaba. Sí ha follado ya con hombres, cómo no, 'pero sólo con el auxilio de la sustancia', se justifica. Luis descubre a cada paso un aspecto más sórdido y atrayente en su compañero y no puede menos que celebrar anticipadamente lo que vendrá. 'Qué suerte', se dice. 'Qué buena suerte'.
Se despiden en casa de Lalo —quien debe dormir para trabajar por la tarde— y confirman que hacia las diez y media de la noche volverán a verse. Luis respira tranquilo de saber que la droga está fuera del auto y se frota las manos pensando en la noche del día que apenas empieza. En casa duerme sin quitar el mapa arrugado de la cama, se masturba varias veces, el tiempo de un día nublado transcurre hacia la hora acordada llenándose de páginas y páginas de su novela hasta entonces atorada. Bebe, sí, pero no se emborracha. Prepara de comer y la pasta verde que se lleva a la boca le sabe a gloria.
Obscurece de nuevo. 
Obscurece.
Pero todo brilla.

lunes, julio 15, 2013

El pintor

Quienquiera que sea el hombre que ahora entra en casa, cuelga la chaqueta, besa a su hijo y luego descubre que su esposa no se encuentra, tiene un aire resignado y poco dispuesto a las sorpresas. Le extraña que la puerta trasera esté entreabierta, que haya un vaso roto —los añicos cuidadosamente reunidos dentro del muñón vidrioso— en la cocina, que sobre la estufa sólo esté el caldo helado del día anterior. En la planta alta no hay nadie, pero tampoco cosas de las qué extrañarse. La habitación donde solía pintar sigue intacta, con su caballete ya no tan tenso —seis meses desde que se vio obligado a trabajar en el supermercado y no ha podido reunir las fuerzas para reanudar lo suspendido en el poco tiempo libre que le queda— y el fuerte olor a aceite de linaza y trementina. Dos pensamientos le hacen bajar deprisa con una súbita punzada en el estómago, como si unos segundos pudieran salvar varias horas: que el niño lleva tiempo solo en la sala y que lleva aun más tiempo desde que su madre desapareció.
Las escaleras crujen a cada paso que da para volver al salón donde el niño se ha quedado construyendo edificios bajos con bloques de madera pintados de colores. Tiene tres años y a la pregunta de dónde está su madre responde con una frase obvia que no puede menos que inquietarle todavía más: "se fue", repite sin apartar la mirada de los bloques de madera; "se fue", repite mientras imita el sonido de un motor y da marcha atrás con su carrito de fricción frente a uno de los edificios que unos segundos después sucumbe a la embestida. Nuestro hombre cree entrever en su hijo a un enajenado voluntario que trata de evadir la realidad. Nuestro hombre desea respuestas. O indicios. O algo que detenga la maquinaria de su cabeza que otra mano ha arrastrado sobre el piso para que salga disparada como el carrito de fricción a estrellarse con la realidad. 'No puede estar pasando', se dice para sus adentros. 'No otra vez'.
Se sabe desde siempre que las mujeres abandonan. O bien que hay ciertos hombres que son permanentemente abandonados por esas mujeres. El hombre comprende desde hace tiempo que pertenece a esta categoría y aunque se prestó en repetidas ocasiones a creer que ya vivía asentadamente y para siempre con esta mujer que ahora no está en casa y que probablemente reunió los pedacitos de vidrio en el resto del vaso roto y que no tuvo reparo en dejar al niño solo en el salón con la puerta trasera entreabierta, sabía —sabe ahora de una forma más acuciante— que se engañaba y que nada había cambiado desde los tiempos en que sus primeras novias lo abandonaban por individuos más populares y vistosos, probablemente más adinerados, pero también más inseguros; luego las mujeres que ya no eran adolescentes lo dejaban por hombres más prácticos y desconfiaban casi completamente de sus presuntas certezas. Al final, sus dos matrimonios sólo pudieron consumarse con mujeres fracturadas y extranjeras, ávidas de sumisión y consejo, mujeres a las que el tiempo curaba y que una vez sanas, se le iban.
Recorre con los ojos el salón buscando alguna carta de despedida (su primera esposa le dejó una que empezaba con un firme "me voy con otro hombre"), pero no hay nada a partir de lo cual dar por sentado lo que hasta ahora sólo es una suposición que gana peso y velocidad a cada minuto, aturdido e inmovilizado como está por el agobiante silencio de la calle, el constante acariciar de un viento ligero por entre las copas de los árboles —se advierte tormenta— y los gruñidos del crío que no ha dejado de jugar sin apenas reparar en su presencia. Nunca ha sido un hombre de lágrimas. No lloró por su primera esposa y tampoco lo está haciendo ahora, pero sufre no tanto por razones sentimentales cuanto por el orgullo herido de no llevar razón, como si el verdadero agravio fuese que la realidad no esté a la altura del bagaje teórico sobre el cual ha construido esta relación y el resto de su vida.
Pronto caerán la noche y la lluvia y evadiendo las primeras gotas de esta última irá hasta la casa del vecino ('¿cómo no se me ocurrió antes?' se ha reprochado) para preguntar por su esposa. El anciano Pardon sabe lo que está pasando apenas verlo: ella no ha venido por aquí, pero ¿le apetecería un trago? Nuestro hombre se sienta, bebe la mitad del whisky que le ofrece el vecino y le dice que debe regresar a casa porque el niño se ha quedado solo.
—Ella no va a regresar y el niño está bien, termine su copa por favor— le dice el viejo Pardon sin moverse del sillón a cuyo costado ha ido a tumbarse un enorme gran danés.
—¿Cómo lo sabe?
—La vejez, supongo, nos hace obvias ciertas cosas.
—Muchas gracias, pero yo...
—No se preocupe y siga pintando. ¿Recuerda que me vendió ese retrato de allá, el de la izquierda?
—Sí, el retrato de Finch. Señor Pardon, tengo urgencia de localizar a mi esposa y ahora mismo no...
—Debió pintarla al dejarlo su primera esposa, ¿verdad? No se asombre de la deducción, creo que es bastante obvio que trate de deshacerse de lo que le traiga malos recuerdos. Se fue con él, ¿verdad?
—Sí. Con Finch, que es un hombre de negocios y un alcohólico y un desequilibrado. Pero ella también lo es, desde hace muchos años, desde siempre, sólo que yo no supe verlo. Y ahora si me permite, debo retirarme, quizá ya volvió mi mujer...
—No sea injusto con sus mujeres. Si aquélla se fue con Finch, ¿a quiénes ha retratado recientemente?
Nuestro hombre se para en ese mismo momento como succionado desde las alturas. El gran danés le imita sin parpadear, atento a cualquier movimiento en falso para atacarlo y defender a Pardon de cualquier agresión. Éste lo tranquiliza pasándole una mano por el cuello. El perro vuelve a sentarse.
—Buena suerte vecino— remata mientras le señala la puerta.
Apenas cruzar el patio que separa una casa de la otra queda empapado por la lluvia. El niño se ha quedado dormido en un sillón, por la puerta trasera aun entreabierta se ha metido algo de agua encharcando la cocina. Sube de prisa a su habitación-taller y empieza a revisar los últimos retratos. Hace tantos meses que no viene a aquí que a algunos modelos los confunde y a otros prácticamente no los reconoce. Son pocos hombres, apenas cinco; las mujeres en cambio rebasan las sesenta. '¿Con quién pudo irse?', piensa repetidas veces desesperado. Encuentra un boceto de su primera esposa, desnuda y con la cabeza apoyada en la mano izquierda cuyo brazo a su vez se apoya en una de sus piernas entreabiertas. Detrás encuentra una escritura que no es la suya ni recuerda haber visto jamás...
Ahora sabe dónde está su esposa. Ya destruye el taller, enfurecido.