lunes, diciembre 21, 2020

Velis nolis

How peaceful life would be without love, Adso. How safe... how tranquil... and how dull.
—Name of the rose, 1980.

Mis escasos amigos, todos modernos, aman desde el descreimiento y la practicidad. No están siempre a salvo, pues abrigan en el fondo deseos de permanencia y reciprocidad que sólo se reconocen cada cierto tiempo cuando la realidad no se aviene a sus deseos y les propina algún pinchazo que los saca, aún brevemente, de su presunta serenidad. En esos casos, los más firmes se reponen de su momentánea contrariedad acudiendo al expediente más o menos oriental —tantas veces hipocresía, tantas sólo aspiración del desapego; los menos fuertes, por una mezcla de decoro y vergüenza, se sustraen por un tiempo a la vista de los demás hasta que se recomponen y encuentran presentables. Ya no tengo amigos que se pierdan por motivos baladíes. Porque no tengo muchos. Porque están bien escogidos. Porque son inteligentes. Porque son fuertes. Porque están heridos mortalmente. Porque están convertidos en vegetales o minerales. Porque nunca tuvieron grandes ideas o las desecharon en favor de un presente eterno, sin pasado ni futuro. Porque rechazan la memoria y la fantasía. Porque tienen experiencia y callan. Porque temen ser divisados y hablan: del clima, de cuentas, de chistes y actualidad. 
Yo desearía poder hacer como ellos, pero soy demasiado occidental como para traicionar la larga tradición de pensar y sentir. Por mucho que del oriente se hayan adoptado algunos gestos superficiales hasta hacerlos parte del bagaje occidental moderno, alegando que con ello la vida es más disfrutable y los problemas resbalan sin apenas distraernos tiempo o energías, no me siento capaz de alienarme hasta un punto semejante. No me creo, además, que el oriente verdadero proponga semejante indiferencia como forma de vida; esta simplificación debe ser sólo una deformación occidental que se ha hecho empatar con el abandono de la religión firme y la relativización moral: la falta de fe —en Dios, desde luego, pero también en cualquiera de sus sucedáneos como el amor o la lealtad— entendida como liberación; el encumbramiento del instante en menoscabo del pasado y todavía más del futuro— reputado como la mayor integración posible y deseable al fluir del universo; la renuncia al conflicto —y por tanto a la defensa o combate de puntos de vista— considerada como sinónimo de armonía y sensatez. 
Mis amigos son pues amañados orientalistas que han conseguido saltar a las formas más frías de la mentalidad occidental moderna sin pagar el precio de reflexionarlas. No les reprocho el atajo, pues si bien semejante operación me los ha robado para todo lo que no sean favores concretos (y ya es bastante disponer de una mano cuando se la necesita), ello ha sido resultado de su incapacidad para tolerar el sufrimiento: el de la decepción amorosa y la soledad, el de la amistad traicionada o inexplicablemente concluida, el de las expectativas largamente acariciadas hasta sentir que estaban al alcance de la mano sólo para que no encontraran nunca cabal cumplimiento. Cansados de barajar, han erigido la alegría superficial en parapeto contra cualquier forma de razonamiento —una pérdida de tiempo, un engorro infructuoso y agotador y así, sin recorrer los diversos estancos del pensamiento moderno occidental, han creído instalarse en él sólo porque apuran el trago del momento, como si la comunión con el mundo consistiera en arder inconscientemente junto con él, sin responsabilidad ni consecuencias. ¿Qué liberación supone no disponer de la esperanza o el recuerdo como motor? ¿Qué integración es posible desde una burbuja impermeable al pensamiento o la emoción asentados? ¿Qué verdad puede haber en la paz conseguida a fuerza de callar y sonreír? 
En mi pensamiento y experiencia, en mi sensibilidad más depurada del envilecimiento causado por la falta de talento para oponer la virtud al acoso degradante de la vida diaria, Oriente y Occidente no discrepan, antes bien, danzan juntos invitándome a su círculo. Yo los persigo como a una mariposa en un campo fresco y soleado. Ahí el amor no es sólo ley ni orgasmo, la amistad no se agota en el acompañamiento o la fiesta, la libertad no se consigue renunciando a la palabra. En ese lugar entrevisto a través de la poesía y en los ojos del otro cuando no ha tenido más remedio que abandonarse a la verdad —el reconocimiento, la comunión la unidad es perfecta y los contrarios se integran, se trascienden. ¿Cómo podría renunciar a la belleza para no sufrir? ¿Cómo sin morir en ese mismo instante? No puedo.

jueves, diciembre 17, 2020

Maakt niet uit

Sería mentira decir que no me he rebajado al placer del suicida que anticipa la reacción de sus familiares y amigos ante su desaparición, aunque sólo haya sido intermitentemente durante los primeros días después de la noticia. Me recreaba cada cierto tiempo, a veces por unos segundos, imaginando su pasmo, su desconcierto, disfrutando su proyectada culpa retrospectiva. 'Ahí lo tenéis, bastardos, ya no podréis herirme con vuestra desconsideración y estupidez, ya no podrán alcanzarme vuestros dardos. Cretinos. Cenutrios. Obnubilados'. Era lógico. Durante años, Pedro el carnicero me había escuchado criticar acerbamente a mis clientes y escasos familiares:
—No te quepa duda, Pedro, de que cerraría el negocio hoy mismo si pudiera permitírmelo. No soporto a la gente, especialmente a la que llega con niños.
Este es un pueblo de miopes y curiosos, no deberías de quejarte. Casi no hay persona que no se haya hecho las gafas contigo, cabrón, mira qué bien vives, tan cerca del puente, con esta balaustrada en la terraza, entre tanta cosa bonita que tienes aquí abajo en la óptica, ¿eh? En fin, admite que le has sacado buen provecho a ese certificado tuyo que nadie entiende... ¿A que va a ser un certificado de convicto?
—Qué bobadas dices, Pedro, pero algo de razón llevas. No vivo mal si lo medimos como hacen los burros de tu calaña: algo para la panza, algo para la entrepierna, un lugar donde echarse y otro donde aliviar los esfínteres... ¡dios! parece que lo llevan en la sangre...
—No te hagas el cenizo conmigo, holandés, sabes cómo vivir, lo disfrutas.
—Me pudro aquí, entre tanto miope como dices.
—No seas ingrato. Ya estás grande para pensar como lo haces, si de verdad lo crees, si no es más que un desahogo sin convicción. Nunca he entendido bien qué esperabas de la vida, por qué no te quedaste en Delft.
—¿Y cómo vas a entender, Pedro, si siempre estás más borracho que una cuba?
Pedro reía y yo también. Me burlaba de sus dedos y uñas casi siempre manchados de sangre de la carnicería a pesar de lo mucho que se lavaba con cebo perfumado y aceites.
—¿Y cómo si no voy a tener el valor de sacrificar animales? A ver, dímelo, ¿se puede hacer eso sin echarse un trago? Tú a gusto porque sólo te tienes que ocupar de pulir lentes y hacer experimentos ridículos con prismas y microscopios. Cálculos con regla y compás, dios sabe para qué. Y encima estás más ciego que un topo.
—Ah, carnicero de mierda, tus males son sólo físicos. Si tuvieras alma, como yo, sabrías lo que es padecer en serio.
—Ya mejor confiesa: ¿a quién mataste en tu tierra para venir a esta? ¿qué pasó allá que te ves condenado a este presunto padecimiento?
—Ah, ah, eso... vamos, Pedro, no me hagas repetirlo... sabes que mis hijas...
—La guerra sirve para muchas cosas, holandés. Sirve para ocultar crímenes, por ejemplo.
—Yo no soy ningún criminal. No seas imbécil.
—Todos los que huyen son criminales.
—Eso es absurdo. ¿Y los perseguidos?
—También. No me mires así: piénsalo.
—Puede que tengas razón. Pero si alguien merece ser liquidado y enterrado anónimamente son los clientes. Qué gente más burra la tuya, carnicero.
—Y dale. ¿Ahora qué te han hecho?
—Hoy vino la Señora Wilbur pidiendo que le examinara la graduación. Le pregunté cuál era el problema y, bueno, nunca debí hacerlo... No creerás lo que me dijo esa vieja loca.
—¿La Señora Wilbur? ¿la del otro lado del puente? ¿la que vive sola?
—Esa misma.
—Justo hoy se pasó por la carnicería.
—Estoy hablando yo, Pedro, déjame terminar.
—Es que a mí me ha asombrado también, pero no parecía loca.
—¿Me vas a dejar terminar de una vez? Si esto fuera Holanda ya te habrían dado de hostias, majadero...
—Vale, vale, continúa, un día te vas a enfermar con tanta impaciencia y rabia como tienes...
—Al principio se ruborizó con mi pregunta y ahora comprendo que eso fue un buen signo, que quizá no todo estaba perdido. Al menos tenía vergüenza de la estupidez que me soltó enseguida. 
—¿Vergüenza porque no veía bien? No entiendo.
—No me extraña que no entiendas. Pues resulta que está viendo muertos. O algo así le entendí, no me quedó muy claro.
—¿Qué?
—Como lo oyes. Me dijo en voz muy baja 'Herr Doktor, yo, no sé si deba decirle esto, pero creo que estoy viendo visiones y... cómo decirle, me preguntaba si mis ojos tenían algo que ver porque veo muertos'.
—¿Muertos? Es viuda ¿no? ¿No murió su hijo en la guerra?
—Algo de eso supe, no soy tan chismoso como tú, carnicero. Y esta vez no fue la excepción. No quise preguntarle a quién veía ni conocer más detalles al respecto. Me limité a hacer mi trabajo: le examiné los ojos, examiné sus gafas, comprobé que todo estaba en orden. 'Todo está bien, Señora Wilbur'. Ni siquiera me permití sugerirle otro especialista, ¿para qué?
—Pobre mujer.
—¡Qué pobre va a ser! Una loca nada más. Si hubiera tenido una mejor educación...
—¿En Delft?
—Por ejemplo, sí ¿por qué no? Allá los templos están desnudos desde hace siglos. No hay imágenes ni oficios religiosos. La gente prospera ordenada y apaciblemente, piensa y...
—Y se esconde en pueblos para quejarse ¿no? ¿No necesitarás tú un especialista?
—Vete a la mierda, hombre.
Pedro reía y yo también.

[...]

Había perdido peso y experimentado una cierta fatiga en los últimos meses. Cuando el médico hubo confirmado que la razón era esa masa en el cuello cuyo crecimiento yo me había negado a reconocer, aún sin haber abandonado el consultorio, me pregunté mentalmente por el destino de mis dos gatos, Sieger y Marc, 'que están tan acostumbrados a mí que no creo que puedan vivir con nadie más, acaso en la calle', me dije con una mueca que parecía una sonrisa resignada. El médico creyó saber en qué pensaba y se apresuró a ponerse de pie y ponerme una mano grave sobre el hombro, una mano pesada en cuyo dedo anular la argolla matrimonial parecía estar a punto de cercenarlo; dijo 'Vamos holandés, Usted es un hombre de ciencia como yo y tiene una gran entereza. No se desanime. Haremos lo necesario para que no padezca dolor. Si le parece podemos programar visitas a su domicilio para ahorrarle los traslados hasta mi consultorio. No hemos sido amigos, pero no me vendría mal conocer un poco más de cerca al hombre que ha puesto lentes a todo el mundo, ¿eh? Ya lo creo que sí. Nuestras esposas podrían hacer amistad también, ¿verdad? La mía se aburre demasiado. Dice que casi no salimos, que debemos tener un círculo de amigos más grande, en fin, ya sabe, a las mujeres no hay quien las entienda. Creo que le va a caer bien. Y bueno, los hijos, supongo que los suyos serán ya adultos, los míos apenas son unos críos, Eduardito el mayor y Carla, la menor, me ha salido la parejita. Él es muy estudioso, será como yo sin duda; en cuanto a Carla, pues será una buena mamá, téngalo Usted por seguro, es muy sensible y cuidadosa, muy afectiva, espero que encuentre un buen partido y no coja malas costumbres cuando la mande a estudiar a la ciudad, ya sabe, con las chicas hay que tener mucho cuidado...' Retiró su mano y volvió a ocupar su sillón de piel, empezó a tomar unas notas mientras decía: '¿Le parece bien que empecemos el próximo viernes por la noche?'. 'Marc y Sieger', murmuré. '¿Decía Usted algo, holandés?'. 'Nada', dije en mi idioma poniéndome de pie. 'Pero hombre de dios, su cita...'. 'No', dije terminante. 'Muchas gracias, doctor, tengo cosas que hacer. Pago a su secretaria como siempre'.
'Tiene gracia', pensé luego de servirme un malta e instalarme en el sillón de la biblioteca, 'que después de años de no comprar libros no vaya a terminar de leer todos los que tengo'. Los de mi profesión los había guardado en el consultorio. Fue lo correcto: ahí no los consultaba casi nunca y completaban la función del diploma que colgaba en mi oficina. Contrario a lo que Pedro sugería bromeando, era un certificado legítimo, aunque es verdad que nunca hice el trámite de homologación necesario para ejercer con ese papel en este país. Pero las necesidades suplen la burocracia: esta población necesitaba un óptico y lo tuvo, tanto mejor si era extranjero. Qué exótico. Qué mejor prueba del carácter cosmopolita de estos provincianos. Cuando llegué hube de superar la depresión que me causaba no contar con más librerías que la de mi casa, no poder asistir a funciones de teatro ni a recitales de poesía. Huía, efectivamente, pero no de un crimen como lo sugiere Pedro, sino de la desesperación de no poder dar con mi mujer y mis hijas, que me habían abandonado. En tres largas cartas mi mujer intentaba disuadirme de buscarlas y yo no podía pasar un día más en mi viejo domicilio cuando hace años decidí venir hasta acá. 'Y pensar que temí suicidarme', dije haciendo otra vez esa mueca parecida a una sonrisa burlona, 'no sólo como una forma de acabar con el dolor, sino también para que la mancha de esa muerte pesara sobre mi mujer, también sobre mis amigos que entonces demostraron su absoluta inutilidad, o acaso es que soy injusto y hay desgracias de las que no puede salvarnos nadie'. 
Terminé de beber el malta cuando entraron correteándose uno al otro Sieger y Marc. Parecieron sorprenderse de verme ahí; luego me desdeñaron mientras se metían entre las repisas de los libros y hacían equilibrismo para no tirar nada. A veces fallaban. 'Ah, formidables bestias, en la casa de Delft no habrían tenido oportunidad de una vida tan activa, ya lo creo que no, estos animales no están preparados para semejantes inviernos. Oh, cómo recuerdo aquella vez en que se congeló el Schie, mi madre nos había llevado a mi hermana a mí para patinar sobre sus aguas congeladas, ¡qué felicidad! Éramos muy buenos patinando, ya lo creo, mi madre nos miraba desde la orilla comiendo castañas tostadas y nos gritaba cada cierto tiempo para que tuviéramos cuidado. Aquello estaba muy concurrido y temía que el hielo no fuera lo suficientemente firme para aguantarnos a todos. Detrás de ella yo veía pasar una carreta tras otra cargada de carbón, tiradas invariablemente por enormes caballos negros peludos, pues no parecía haber otros en todo Delft. Los inviernos de mi infancia eran muy crudos. Debió verse en muchos apuros mi madre para mantener caliente la casa en aquellos inviernos. Recuerdo haberla acompañado a los bosques cercanos en busca de leña, incluso a parques pequeños como el Abtswoudse o el Wilhelmina. Oh, sí que lo creo, Sieger, Marc, ustedes no habrían sobrevivido, no saben lo que era aquel aire ni aquel mundo ni aquella luz'. ¿Cuántos maltas llevaba entonces que hablaba con los gatos de mis recuerdos?
Me levanté del sillón y salí de la biblioteca hacia mi habitación, pero al pasar frente a la escalera tuve tentación de bajar al consultorio a pesar de ser casi las diez de la noche. Canturreaba. 'Carnicero, carnicero, hueles a puerco trasero, el doctor vendrá por ti, de los males el mensajero, carnicero, carnicero, no hay señora para mí'. No quise prender la luz sino usar la escasa que caía de arriba sobre la escalera: era como sumergirse en un líquido obscuro. Me sentí arrebatado de placer al llegar abajo. 'Debería morirme ya, ¿a qué tanta espera? Los hombres morimos en cualquier edad, obviamente. Pero es que hay edades en las que morir ya no es sólo posible sino razonable. Hace tiempo que es justo para mí. Quizá no lo era cuando fui abandonado a pesar del enorme deseo de matarme (las virtudes del sufrimiento dirán algunos), pero ahora lo es, sin duda, porque sobrevivir no es un plan. Menos mal que ya no tengo que ocuparme de nada'. 
Encendí la bombilla del consultorio: las vitrinas de los libros y aparatos, el diploma en la pared, los juguetes ópticos con que se entretienen los niños mientras examino a sus padres, todo devolvía un brillo especial, 'el brillo de la muerte' me dije bromeando macabramente conmigo mismo y riendo brevemente. '¡Bah! ¡estos libros inútiles!', dije al acercarme a la vitrina e intentar abrirla sin éxito: estaban bajo llave. '¿Qué clase de idiota protege esta basura con candado? Maakt niet uit! Qué borracho me siento. ¿Será que la enfermedad es incompatible con el alcohol? ¡Bah! ¡Putos médicos! No quiero volver a ver a este imbécil de nueva cuenta, dios santo, ¡hablarme de su familia! ¡ser mi amigo! Qué hombre tan estúpido. Tan bovino. Un ser taimado. Como muchos de sus compatriotas, sí. La mayoría.' Me senté frente a mi escritorio como si fuese un cliente y afeminé la voz imitando a la Señora Wilbur 'Es que veo fantasmas. Es que veo muertos. Es que veo seres de ultratumba... ¡Bah! ¡Vieja ridícula!' Luego me cambié a mi asiento y seguí con mi payasada: 'Ya pronto vendré yo mismo a saludarla, Señora Wilbur. Vaya que me voy a divertir a su costa, ¿eh? La estoy previniendo para que no se vaya a asustar. ¿Qué dice? ¿Que está preparada porque es cosa normal para Usted? Ya, pero verá la cantidad de estropicios que aún en calidad de espectro voy a hacer en su casa. Me voy a hacer amigo de su hijo. Y de su marido. Y de la niña que se ahogó en el río. Y ya verá Usted que le hacemos la vida imposible por boba. Ah, sí, sí, Señora Wilbur, prepárese'. 
Del cajón de mi escritorio saqué una botella de ginebra y le di un largo trago. En vez de delirar todavía más, un manto de seriedad lógica me poseyó: ¿Qué va a pasar con todas mis cosas? ¿Debo hacer testamento? ¿para dejárselas a quién? ¿Alguien se va a encargar de regar mis plantas? ¿Cómo se enterarán mi mujer y mis hijas? ¿hasta cuándo? ¿Quién se va a encargar de mi entierro? ¿Debo dejar todo arreglado? ¿No será una forma de venganza no preparar nada y heredar problemas? ¿No terminarán por aprovecharse perfectos desconocidos de todo lo que yo poseo? ¿No caerán en el desperdicio las posesiones más valiosas que tengo, los libros y los instrumentos que nadie sabe leer ni utilizar? ¿puedo pedir que me entierren con ellos? ¿no es mejor enviarlo todo de inmediato a otro óptico al que le resulten útiles o pueda siquiera apreciarlos? ¿No es verdad que todo esto es ilusorio? ¿No termina todo hogar por ser violentado, todo muro destruido, toda puerta rota? Estas paredes, las mismas desde que las erigieron, las impregnadas del llanto o placer, aburrimiento o sueño de quienes se acogieron a su abrigo, caerán un día y a la intemperie quedará el secreto de su alma de ladrillo... Oh sí, yo no puedo proteger nada, tanto si me hago cargo como si no. Maakt niet uit!   
'Hora de dormir', decidí espabilándome un poco. Guardé la ginebra, me puse de pie y subí pesadamente las escaleras, di vuelta a la izquierda y entré en mi habitación. Sobre la cama, Sieger y Marc se volvieron para verme perezosamente, acaso molestos de que encendiera la luz. 'No puedo descartar suicidarme a pesar de la enfermedad', pensé, 'o precisamente por ella'. Luego, con sentido práctico, mientras me ponía el pijama, me dije 'Ya veremos, no es este el momento de ocuparse de minucias'. Recordé haber preguntado a la Señora Wilbur esa mañana por el gato que le regalé hace tiempo. 'Oh, muy bien, ¿sabe? Me hace compañía. Es muy ordenado y limpio, no anda por ahí haciendo diabluras, aunque a mi hijo no le gusta'. Sí, mencionó a su hijo como si estuviera vivo. 'Ah, la loca Señora Wilbur: en Delft ya le habrían abierto el cráneo para extraerle la piedra de la locura'. Me metí en las sábanas frías, traté de no tiritar, pero lo hice: luego de años de vivir aquí soy más friolento. O acaso sea la enfermedad que durante varias noches seguidas me empapaba el pecho de sudor y me hacía despertar temblando. O también es que a pesar de los años de práctica uno no se acostumbra del todo a dormir solo y, de vez en cuando, aunque sea en una noche aislada como esta en que se nos han pasado las copas y la cabeza se siente afiebrada y suelta, piensa uno en el amor perdido, pero ya no como abstracción o futuro roto, ni siquiera como compañía o conversación ni rostro añorado al que le vamos perdiendo trazos y detalles conforme aumenta la cuenta de la soledad, sino como un cuerpo tibio y una respiración, una humedad entrecerrada a la que completamos, un misterio físico concreto, ahí, entregado a nosotros durante un plazo que demostró no ser suficiente porque la muerte no nos había alcanzado cuando éste terminó, 'oh sí, ya lo creo que la echo de menos y que voy a desear abrazarme a ella una vez más conforme se acerca mi hora, en verdad lo veo venir, dios mío, ni uno solo de sus dedos pasa por mi cabello desde hace años y ¿por qué estoy llorando? ¿por qué el gemido y el ahogo y la desesperación?'

[...]    

—Bueno, pues ya lo sabes. He arreglado lo que he podido, pero comprenderás que no quiero emplear mis últimos días en trámites, ¿verdad?
—Pero holandés, ¿cómo puedes estar tan tranquilo? ¿no deberías ir con el médico de nuevo para ver alternativas?
—No te he contado esto para que me veas con ojos nuevos, Pedro. Mira, lo tienes fácil: veme como a una de las reses o cerdos que sacrificas todos los días, ¿eh? Somos carne, carnicero, sin importancia alguna.
—Esas son tonterías. Debemos buscar a tu familia.
—Ellas no quieren que las busque.
—No quiso hace diez años. Hoy puede ser diferente.
—No sé a dónde escribirles ni dónde buscarlas. Y si he de decir la verdad no quiero ver a mi mujer, tal vez a mis hijas si no las han inoculado con más veneno contra mí.
—¿Por qué te dejó tu mujer?
—Ya te he dicho.
—Me has dicho que te dejó, pero no me has explicado por qué. ¿Fue justificado?
—¿Qué crees Pedro? ¿Que vas a sacarme la verdad como quien juega a las adivinanzas?
—Hombre, holandés, si no quieres que juegue deja de jugar tú. No sé qué tiene la enfermedad que a todo mundo lo hace comportarse como un personaje de misterio: se hacen secretos, se ocultan cosas, se hacen los sacrificados, en fin... una lata esto.
—Mira quién lo dice: la persona que porque voy a morir quiere ponerme en contacto con mi familia. Qué ridiculez. Mi padre nos abandonó definitivamente cuando mi hermana y yo todavía éramos niños, la verdad es que antes de eso tampoco pasó mucho tiempo con nosotros, amparado en que era marino y de La Haya salía para viajes que a veces tomaban un año en completarse, ya sabes, el comercio anterior a la guerra. Y yo supe siempre dónde vivía de viejo y las penurias que enfrentaba, supe cuando le diagnosticaron la misma enfermedad de la que ahora yo voy a morir y cómo iba empeorando pidiendo vernos a mi hermana y a mí. Una ridiculez como la que quieres hacer conmigo. Pues nunca fui. A mi padre nunca lo volví a ver. Cuando lo enterraron no fui al funeral. Mi mujer intentó persuadirme, pero no quise hacerlo.
—Estás desviándote, holandés. Esto que me cuentas no me parece sorprendente: mucha gente tiene padres con los que no guarda ninguna relación. No es tan extraño, aunque tu manera de decirlo refleja un rencor, ese sí, ridículo. ¿Qué pasó con tu matrimonio?
—Se enfrió.
—¿Se enfrió? Ya habías dicho que era un matrimonio... No soy tan brillante como tú, pero ¿no es eso lo que llamas redundancia?
—No voy a discutir contigo asuntos de alcoba, carnicero.
—¿Por qué? ¿Crees que no los entiendo? Se supone que soy un hombre con menos estudios ¿no? Pues mejor para el sexo, ¿no dicen?
Pedro reía y yo también. Me gustaba hablar con él, pero había cosas que, de no estar a punto de morir, quizá no le habría contado. Aún así uno se guarda siempre una carta bajo la manga. Indefectiblemente. Y así nunca hay sinceridad posible. Ni con uno mismo.
—Hay matrimonios que aguantan el enfriamiento, Pedro. La mayoría, supongo, porque la gente se resigna o se acomoda, algunos adornan semejante entuerto llamándolo compromiso. Se entiende que la relación no puede ser sexual para siempre y la gente la va sustituyendo por algo que cada vez se parece más a la amistad. Ella no pudo.
—¿Pero no te gustaba?
—La amaba.
—Eso no fue lo que pregunté.
—Ya estamos viejos para hablar de esto, Pedro. Es ridículo. Ella hizo bien en dejarme de esa manera porque yo no hubiera podido terminar nunca, hablar conmigo era imposible porque le habría ganado los argumentos, ni siquiera cuando...
—¿Sí...?
—Nada.
—¿Se hizo de un amante? ¿Es eso?
—Ella no, Pedro.
—Eso no lo sabes si te dejó. Entonces fuiste tú, cabrón... Ya entiendo. Pero bueno, si quieres lo dejamos, maricón.
—Pero si eso te estoy pidiendo desde el principio, ¿qué tendrá la sangre de los animales que te deja el cerebro frito?
—Deja de insultarme, holandés de mierda, o no iré a tu funeral.
—¿A quién le importa que no vengas a mi funeral si eres un carnicero de mierda?
—Voy a quemar tus cosas cuando te mueras.
—Por mí métetelas en culo.
Pedro reía y yo también. Nos abrazamos más frecuentemente en esos últimos encuentros.

[...]

No sé cómo logró localizar a mi mujer y avisarle. No lo he sabido porque ella me hubiera contactado o él me lo hubiera dicho, tampoco porque mis hijas me hayan venido a visitar. Lo supe porque hasta aquí vino Stijn, el hermano de mi mujer, cuyo cuerpo es ahora más frío que tibio y su respiración destartalada, el deseo no más una oquedad húmeda sino sólo una mano cuyos dedos acarician mi cabello. Sieger y Marc estarán a salvo.