domingo, julio 14, 2019

Hipocondria

Conforme me quedaba dormido sentía o creía sentir un hormigueo cada vez más intenso en las piernas y temí que la parálisis estuviera de vuelta, exacerbada por la perspectiva del viaje trasatlántico que habría aumentado mi estrés y disminuido mis defensas, la explicación más habitual en médicos perezosos y la mayoría profana cuya ignorancia no impide, antes bien empuja, a opinar perogrulladas sin remordimientos de ninguna especie. Ya me imaginaba intentando ponerme de pie una vez que sonara la alarma antes del amanecer y descubriendo las piernas hechas trapo, incapaces de sostenerme, sentándome en la orilla de la cama para frotarme las manos contra las piernas en un desesperado esfuerzo por reanimar mis extremidades muertas. No podía estar seguro, en mi angustia, de estar despierto o dormido, tan mala era la calidad del sueño que sólo por agotamiento o inacción llegaba en la víspera de viajes como este en que volvía a casa desde el extranjero, las maletas hechas durante largas horas tratando de empacar lo más posible para no dejar nada en la pensión, ahora imaginadas o vistas como sombras al pie de la cama, representando la amenaza de un peso inamovible a través de andenes y pasillos, aduanas y fronteras donde cientos de ojos me verían con sospecha al hacer fila y contestar preguntas, prestos a detenerme si mis piernas vacilaban un instante o me sujetaba a las paredes sin razón aparente, impidiéndome viajar y aún metiéndome en una ambulancia con destino al hospital más cercano. Los médicos que me habían atendido hacía cuatro meses sólo porque la mujer de la pensión, contrariando mis deseos, llamó a una ambulancia al verme caer al final de la escalera y comprobar que no podía ponerme en pie, habían mostrado una gran perplejidad luego de advertirme que podía tratarse de Guillain-Barré, en cuyo caso sólo podía esperar un gradual empeoramiento de la parálisis que terminaría por invadir la caja torácica e impedir mi respiración. Yo me reía nerviosamente, incrédulo, restando importancia a su pesimismo o asumiéndolo como una ironía graciosa del destino, una broma casi divertida por el ridículo en que dejaba la idea de haber venido hacía algunos años con el acuerdo de mi mujer para reunir más dinero y mejores credenciales, volver a casa e instalarme con ella para ya no separarnos más. Ahora podía morir, según opinaban los médicos que no dejaban de examinarme con agujas y electrodos, muestras de sangre y orina, aunque la parálisis no progresó y luego de la primera noche en el hospital empecé a recuperar el movimiento, mucho antes de que llegara el diagnóstico y aún más de que iniciara el tratamiento, 'así quedó desperdiciada una oportunidad de oro', me decía en la duermevela la víspera del viaje trasatlántico mientras creía sentir un hormigueo en las piernas, 'de que mi mujer y yo cerráramos nuestra relación para siempre y no pudiéramos ya decepcionarnos el uno al otro, pues nada garantizaba que al volver pudiéramos reanudar nuestra historia ni retomar la piel y el pensamiento donde los dejamos, nuestro tiempo separados era ya excesivo y tal vez nos habríamos habituado a no contar el uno con el otro más que como una promesa, una idea de retorno a un pasado ya irrecuperable'. Mis ensoñaciones teóricas se veían de pronto interrumpidas por lo que creía eran golpes en la puerta de la habitación o el ruido de la alarma de incendios, tosía entonces por el humo que creía percibir sin poder despertar, atinando sólo a repetir con el pensamiento 'qué mala suerte, qué mala suerte, qué irrisorio final morir en un incendio en la pensión justo antes de volver a casa, arderán las maletas con sus regalos, las paredes plastificadas y las cortinas', ya en este período había estado continuamente afectado de la garganta por culpa de la humedad y del frío, el pecho unas veces pesado y otras ardiente, sobre todo desde que volví del hospital luego de la parálisis con una bolsa de papel llena de medicamentos y tambaleándome por miedo a caerme, rechazando la ayuda de la mujer de la pensión que insistía en guiarme por la estrecha escalera que lleva a mi cuarto con tal de saber todo lo posible sobre mis padecimientos, sus ojos brillantes con la morbosa avidez de quien corre al circo del pueblo para mirar el niño de dos cabezas. Cuatro meses ha de aquel episodio y ahora tosía o creía toser mientras me percataba de que ya no sonaba la alarma de incendios y volvía a preguntarme si de verdad tocaban a la puerta, pues la enfermedad no había impedido que siguiera viniendo a deshoras la estudiante del piso de arriba cuando le apetecía que la penetraran, una marroquí o tunecina que ante los demás y durante el día me negaba el saludo y a la que no importó saber que había estado en el hospital ni la posibilidad de que se tratara de una enfermedad venérea, 'mejor ni intento levantarme', me dije, pues no deseaba comprobar si efectivamente había vuelto la parálisis ni follar con la tunecina o marroquí debiendo levantarme tan temprano, 'qué inoportuna ha sido esta tipa desde siempre', pensé con injusticia sin considerar que había sido yo quien la había buscado y atraído durante una fiesta donde todos habíamos bebido de más. Hacía un año de eso y el optimismo que entonces me permitía conocer otras personas y organizar reuniones se había esfumado por completo, quizá porque entreví que las razones que había esgrimido para ir al extranjero eran todas falsas, quizá porque la enfermedad me volvió dolorosamente lúcido sobre el sinsentido de la ambición, ahora sólo deseaba marcharme y dejar la pensión, volver con mi mujer que quizá no me hubiera olvidado del todo y podría reconocerme, debía ser capaz de ponerme de pie en cuanto sonara la alarma y coger las maletas, dejar las llaves en el buzón de la entrada y salir bien abrigado hasta la estación de tren para iniciar el viaje trasatlántico... 'no hay hormigueo', pensaba... 'mi mujer', balbucía, 'mi mujer...'
Todo despertar llega tarde.