miércoles, noviembre 30, 2016

Valores

María me empujó contra las cajas —a veces cree excitarme con movimientos más firmes, quizá haciendo caso omiso de lo que seguramente sabe: que nuestra relación es ya posmoderna y carece de sorpresas— y los diarios del Señor Gala cayeron de un estante elevado sobre nosotros. Consumado el acto, recogí uno de ellos y, horas después, bajo la tenue luz de mi lámpara de buró cuya pantalla permite iluminar sin encandilar ni dejar en tinieblas, leí la última de las entradas del cuaderno azul; no está fechada, los subrayados son de él:
"No volveré a trabajar en ninguna institución educativa que anuncie que su mayor interés son los valores que transmite, da igual cuáles sean, todos son absolutamente indistinguibles porque a la hora de la hora, tanto a la derecha más recalcitrante como a la izquierda más escandalosa, les tiembla la mano delante de la sociedad que las cobija y, más específicamente, frente a los padres de familia que son de suyo la parte más hipócrita de dicha sociedad: si progresistas, insisten en que las escuelas exploten el inexistente talento de sus hijos en un ambiente de entera libertad, pero con respeto, engendrando idiotas; si conservadores, se ceban en la ideología más ultramontana a la que hacen tranquilamente de lado al momento de cerrar negocios, engendrando parásitos; ambos tienen más en común de lo que supondría su discurso y en el siglo que viene sus diferencias se desvanecerán todavía más. He debido soportar años renovando indefinidamente la parte más obscura del así llamado contrato social, por cuanto a la hipocresía básica que sirve para lubricar el trato entre las personas he debido añadir la todavía más insolente de las instituciones. Éstas exigen, de manera impersonal pero persistente, que sus miembros se escindan en dos entidades perfectamente contradictorias y complementarias: una para asumir la vehemente defensa y repetición del discurso institucional, otra para actuar siempre de manera pragmática sin molestar la conciencia de nadie. La violencia mental que ello supone sólo puede compararse a la de la emasculación, si bien parece claro que el ejército de eunucos resultante no se encuentra ni consciente ni incómodo con su doble rasero, todo lo contrario: se congratula, autocomplaciente, de los beneficios tangibles o hipotéticos de estar siendo masacrado. Peones de un juego cuyo desarrollo les interesa cada vez menos, los miembros de las instituciones educativas así masacrados, se encargan a su vez de masacrar. Intentan operar en sus pupilos y en cuanto individuo quede a su alcance —compañeros de trabajo, amigos, familiares— no importa cuán rudimentariamente, cuán sin convicción o de manera impostada, la ablación cerebral de la que son víctimas y adalides. Van a por la población entera. Católicos verdaderos que se llenan la boca con palabras como democracia y mercado. Católicos modernos que han puesto al día su sintaxis echando debajo de la alfombra el vocabulario más descaradamente impresentable sustituyéndolo por una jerga técnica de gerente educativo: proactividad, reingeniería, sinergia. Los más elegantes no elevan la voz ni se alteran, antes bien, imponen su criterio como si se tratase de sugerencias, implacables en la posesión del terreno ganado y agudos al momento de detectar fisuras o sesgos de independencia. Universales, melifluos, jesuíticos. Si las instituciones educativas algún día vuelven a ser tales, no será porque se hayan renovado, desde luego, sino porque un sistema paralelo haya sido creado que renuncie explícitamente al despropósito de educar, esa tarea necesariamente pueril que impone el fingimiento concertado de padres de familia y profesorado a fin de transferir de los primeros a los segundos el suplicio de lidiar con las generaciones más mongólicas que haya conocido la Humanidad, sobrellevando la sutil neurosis de convencer (y convencerse) ya no digamos de que existe un sentido trascendente en esa monumental impostura de la que sólo salen beneficiados los hombres de negocios, dueños del erario público o de los medios de producción, sino de que por lo menos existe una exigencia de orden académico o intelectual, siquiera ínfima, que justifique la parafernalia de exámenes y ceremonias, discurrimientos y coprolalias... Cuando yo era bachiller en el colegio tridentino los sacerdotes del seminario disidente venían de vez en cuando al aula magna y soltaban arengas escandalosas lo mismo contra los regímenes ateos y comunistas de la Europa Oriental que contra las modas feminoides y decadentes de la Norteamérica hedonista. Recuerdo la repugnancia que a pesar de mi corta edad me producía aquel torrente de obscenidades, el partido fácil y natural que tomaba yo por las causas del hombre nuevo, la claridad meridiana con que estaban definidos los campos en mi cerebro: ellos allá, yo acá. Hoy que renuncio a la educación echo de menos los valores de aquellos apasionados fascistas con quienes podía combatir, esos solemnes payasos que decían que el reto era volver a pensar. En el siglo que viene esa sóla idea será de una subversión intolerable..."
A la vuelta de esta última entrada está anotado "Dr. Pardon. Chico, Wyoming". No hay nada más, sino hojas vacías y amarillentas. Cierro el cuaderno azul, me fumo un cigarrillo echado en la cama mientras repaso los diálogos del personaje que interpreto en los ensayos que tienen lugar un día sí y otro no, luego del anochecer, en el pequeño teatro doméstico del Señor Gala. '¿Quién es este Señor Gala del que apenas sabemos nada?', alcanzo a pensar antes de quedarme dormido. '¿Quién es Karl, mi personaje, del que apenas sabemos nada?'. Y aún más, musitando casi inaudible 'Karl, Gala, Gala, Karl...' cuando la colilla del cigarro se me cae de entre los dedos, dormido, hasta el suelo.

domingo, noviembre 06, 2016

Traiciones

La sinceridad es imposible, según me enseñaron mis padres. Asumo que mis abuelos debieron enseñarles a ellos a comportarse debidamente y, al hacerlo, igual que ellos a mí, consiguieron convertirlos en personas normales que vivirían el resto de sus vidas interpretando papeles lo más naturalmente posible y, al mismo tiempo, cuidando naturalmente el artificio. Existe la idiotez, qué duda cabe, que todo lo facilita y hace que lo más abyecto sea interpretado eficazmente sin que una persona consciente deba parapetarse detrás de la máscara como el autor deliberado de los gestos externos y las palabras externas y los sentimientos adecuados. Pero sea por estulticia o cálculo, lo que vemos es la escenificación de ideas y sentimientos que casi nunca responden a la verdad o que, si lo hacen, no son capaces de hacerlo sin reticencias y matices, sin deformaciones y dobleces. Que conste que no hablo de lo que obviamente exige ser falsificado: una reunión de negocios, un juego de ajedrez, la labia tramposa de quien intenta sacar ventaja de otra persona. La sinceridad es imposible en todos los terrenos, absolutamente, incluidos aquellos que nos son más caros, pensaba la otra vez al doblar la esquina de la casa mientras apagaba el cigarrillo pisándolo decididamente y me echaba una menta en la boca para no apestar. Acababa de despedirme de ese laboratorista que me dobla la edad y que se empeña patéticamente en que utilice sus servicios. 'Puedes llamarme para lo que sea', me ha dicho, 'sabes que cuentas conmigo', y yo he encontrado sus declaraciones molestas y engorrosas aunque he fingido agradecerlas al tiempo en que he puesto un rostro comprensivo y una mirada que bien podría calificarse de amistosa. Cuando he necesitado consultarlo por alguna tarea con la que él está perfectamente familiarizado, sin embargo, no lo he buscado. Cuando he querido hablar con alguien, fuese algo personal o profesional, habiéndome pasado su persona por la cabeza, sus ofrecimientos, su disposición, no he cedido. Habiendo perdido diversos beneficios por no echar mano de su ayuda, prefiero seguirlos perdiendo a buscarlo. No es que encuentre su disposición impostada ni que, como ha ocurrido con otras personas, se trate de un regalo envenenado que me acarreará más perjuicio que beneficio, una ayuda hecha para apropiarse del otro a través de una factura aplazada de altísimos intereses. No es que sea insoportable: es un amigo y encuentro útil su amistad, siempre que no me demande demasiado tiempo. Es mi educación la única responsable de mi actitud, la que encuentra intolerable a la gente que como él no se aviene con las formas convenidas de trato y lenguaje, la que se ve obligada a asumir que él también está fingiendo. El de él es un fingimiento refinado y atrevido que no se arredra ante las dificultades, una locura cuya excesiva franqueza es prueba de que debe ser falsa. Se empeña en esgrimir la verdad como bandera, pero es claro que se cuida de soltar sus verdaderas opiniones, no vayamos sus escasos amigos a hacerle el vacío. Por supuesto que finge, pero no sólo eso, sino que como todas las personas, también desea obtener algo. Quiere utilizarme como su amigo. Quiere utilizarme como una persona de confianza, sin considerar si lo soy realmente o si puedo o quiero serlo para él. Es un gran amigo al que no puedo perder, qué duda cabe, pero al que debo mantener con dosis adecuadas de verdad y mentira. U omisión, como dicta el mea culpa católico, ese que me enseñaron en casa, donde seguramente saben desde hace tiempo que fumo de vez en cuando y fingen no saberlo. Es imposible que lo ignoren porque el olor del tabaco no puede desaparecer en el trayecto de ocho casas que separan la esquina de mi puerta, ni en el trayecto más o menos errático e inquietante de un coche sin placas por la siniestra Santa Teresa, ni siquiera luego de pernoctar en casa del laboratorista con la misma ropa que llevaba puesta el día anterior. No obstante, nadie me dice nada, dando por sentado que no fumo y que soy un chico sano, como no duda en calificarme mi madre frente a otros familiares o amigos. Un buen hijo, dice ella con la aquiescencia de mi padre que vive anulado desde hace muchos años y cuyas opiniones se limitan a escrutar el clima y acotar la televisión. Ellos no desean conocerme aunque me conozcan ni desean saltarse el guión aunque éste no se corresponda con la verdad: exigen una reproducción fidedigna y civilizada del mismo para continuar funcionando. Ignoro si su actitud es producto de una evolución que reconoce en la verdad una entelequia cuyo espejismo debe evitarse a toda costa o bien es la consciencia de que aquélla existe lo que la hace peligrosa. Es imposible saber cuáles son sus deseos en relación conmigo, pero sí que puedo conocer lo que desean para mi avatar, para con el hijo irreal que entre todos estamos construyendo, el que no fuma, el que hace obsequios, el que piensa en los demás. El guapo, el inteligente, el de grandes sentimientos. Desean lo mejor, ese resumen indefinible y acomodaticio que ahorra pensar. Desean mi bien, aunque luego no se molesten en rellenar semejante perogrullada con nada. No son ellos los únicos que disponen de un personaje ad hoc porque yo también tengo otras relaciones que exigen su propio guión. Amigos. Una novia. Todos los argumentos tienen en común, sin embargo, un grado nada despreciable de impostura que, como exige la sociedad a la que no podemos sustraernos, debe presentarse como todo lo contrario, es decir, como veracidad y virtud. Se presentan así, incluso, las discusiones y desavenencias, los conflictos y las discrepancias, un ritual como el del apareamiento las gobierna e integra de manera que no sean manifestaciones de verdadero desacuerdo, mucho menos de algo que escapa a la alienación reinante. De ahí que de vez en vez mi noviazgo deba incluir el intercambio de amargas divergencias a las que luego allanan no menos predecibles acuerdos. No sé si ella o yo o algo superior a nosotros dirige los diálogos hacia esos contenidos tan deleznables como imprescindibles, las palabras románticas absolutamente increíbles, repartidas un tanto para ella, otro tanto para mí, a veces nuestra conducta toda dictada por los testigos que nos acompañan; si sus padres, recato mustio y formalidad para que ellos jueguen a romper el hielo con ridículas condescendencias; si los míos, ambiente doméstico como de quienes ya saben que un día estarán casados y otro día tendrán hijos a los que transmitir las mismas enseñanzas y a los que reconocerles las mismas excepciones; si sus amigos, nos vestimos de liberalidad y hedonismo; si los míos, nos vestimos de hondura y cabalidad. Hay quien dice que sólo el sexo es verdadero, pero es mentira. Como el propio laboratorista me lo señalara poco antes de que yo bajara del carro, todavía con el cigarro encendido, no son escasas las personas incapaces de una desnudez verdadera aún en la cama, donde el gemido o la eyaculación son sólo el resultado de malos entendidos fundamentales. 'Dos personas que se mienten para abstraerse por unos segundos si el sexo ha sido satisfactorio, o que, si no, se concentran en el egoísmo del otro tratando de colmar con sus sevicias una desigualdad profunda e irreconocida'. 
Negué con la cabeza estando de acuerdo.