domingo, septiembre 22, 2013

Norte de Sonora

Nos detuvimos en Sonoyta antes de dar la vuelta hacia la izquierda camino a Puerto Peñasco. El carro había aguantado bien el trayecto, un carro pequeño que no levantó sospechas ni de federales ni de retenes judiciales ni de inspectores sanitarios preocupados por la mosca de la fruta, instalados todos en tiendas de campaña o caseríos minúsculos donde se paseaban lo mismo perros infestados de garrapatas que prostitutas y trampitas en busca de clientes o aventón. 'No wonder gringos have a terrible opinion de Mexico', dijo el Pocho mirando con asco desde el incómodo asiento de atrás.
Era mi tercer viaje con el Pocho, jefecillo que se había puesto en contacto conmigo al saber que yo era maestro de secundaria en Santa Teresa. 'Estás very clean, my friend, sin antecedentes penales, married aunque quién sabe dónde está tu esposa, nos puedes servir very much'. Aquella tarde, casi noche, en que apareció frente a la casa, le escuché con escepticismo, pero con atención, saboreando cada palabra en silencio, sin prisas, seguro de que sin importar cuán descabellado fuese lo que me propusiera, aceptaría. Y es que ya casi había cumplido tres años de haberme mudado a Santa Teresa con mi hijo y no lograba superar las fiebres nocturnas en que creía escuchar la voz de mi mujer ('No he desaparecido aun, todavía no me voy, ya vengo, ya vengo pronto') ni los malos presentimientos de los atardeceres sofocados en que la humedad y el calor licuaban la mente empapando las sábanas y llenando el suelo de alimañas, ni había conseguido socializar, antes bien, mis compañeros me excluían de juntas y reuniones, de las carnes asadas de los viernes y de los juegos de beisbol los domingos. Esperaba. Esperaba cada vez más. Esperaba mientras mi hijo hacía tarea todo el tiempo y crecía en silencio aprendiendo a ser solitario.
Así fue que la llegada del Pocho completó mi espera. 'Qué más da', le dije esa noche, 'haré lo que me pidan'. Y por eso estábamos ahora en Sonoyta, haciendo un descanso para comer con los chinos antes de emprender el tramo final hacia Puerto Peñasco, gastando bromas vulgares, contando anécdotas exageradas o deliberadamente falsas, burlándonos de la estatura del Chapito que nos acompañaba otra vez y al que alguna vez le pidieron identificación para entrar a los bules de Nogales. 'Es bueno traer un child-face', apuntaba el Pocho, 'para reinforzar nuestra inocencia'. El Chapito era todavía más callado que yo y de rostro pensativo, como si todo el tiempo estuviera ponderando si lo que hacía era correcto o no; no bebía alcohol, no fumaba, pero el Pocho me había contado que la gente de Guaymas (de donde era) le tenía miedo por razones 'as good for them as for us'. 'Pudiera ser', le dije esforzando una sonrisa.
Juanito Chang, el dueño del restaurante, viejo conocido del Pocho, se acercó a la mesa a comprobar que todo estuviera bien. Instruyó a una de las muchachas para que trajera las galletas de la suerte y tres calendarios casi era año nuevo— y luego se dirigió al Pocho con aire serio:
—Hay retén, cerca del Pinacate.
—Siempre dices lo mismo Juanito, change the tune, man!
—Puedes cleel o no, pelo es peligoso Pocho, I tell you.
—Vamos a ver las fortune cookies y luego decidimos, my friend —dijo el Pocho al tiempo en que nos daban los calendarios. Recogió las tres galletas con la mano, no abrió ninguna y dejó un billete sobre la mesa debajo del cual había una grapa de coca. —See you chino supersticioso, make it snow in your nose! —remató el Pocho a modo de despedida mientras nos dirigíamos a la puerta.
Era el turno del Chapito al volante. Yo iría de copiloto y el Pocho seguiría en el asiento de atrás, presuntamente para estirar las piernas, aunque se la pasaba sentado mirando al frente casi todo el tiempo.
—Vas a necesitar unos ladrillos, Chapito, for driving —dijo el Pocho bromeando.
El Chapito no contestaba a sus bromas salvo con muecas o monosílabos, pero no parecía molestarse. Los otros viajes que habíamos realizado, siempre en fines de semana para 'respetar mi trabajo', me habían dado el sueldo de un año. Si se concluía esta entrega con éxito, otro año de sueldo se agregaría a mi cuenta. El Pocho no podía saber que yo llevaba años esperándolo; tampoco podía saber que apenas reuniera el sueldo de unos cinco años me largaría a Utah, donde el Dr. Pardon, para buscar a mi mujer. 'Es un mensajero de Dios', fue lo que ella me dijo días antes de abandonarnos al crío y a mí mientras dormíamos, hace tanto años ya, hace tantos lugares más al sur. ¿Qué estaría haciendo? 
—Oh shit! Allá adelante hay torretas —dijo el Pocho sacándome de mis pensamientos.
—El Chapito puede distraerlos perfectamente —dije tratando de convencerme a mí mismo más que para calmar al Pocho —Así que yo diría que siga derecho, total, ¿qué diferencia hay entre este retén y los otros?
—No man! No me gustan esas torretas, se ve que es un grupo grande.
—Tú eres el hombre de la experiencia. Y recomendabas calma, no veo por qué...
—Fine man! Entonces no discutas my orders, debemos dar vuelta back.
—¿Qué? Pocho, necesito el dinero y...
—Come on Chapito! Turn around!
—¡Sigue derecho! No hagas caso de este histérico. Estamos prácticamente a media hora de Puerto Peñasco, no vamos a echar todo a perder en el último momento.
Se produjo un chirrido de llantas. El Chapito giró hacia la derecha y tomó el acceso al área natural del Pinacate. Las patrullas debieron advertirlo. Estábamos tan cerca que debieron incluso escuchar el chillido de las llantas contra el pavimento.
—¿Qué haces? —dijimos el Pocho y yo al mismo tiempo. 
—Vamos a entrar —dijo el Chapito —mi galleta de la suerte decía que siguiera mi instinto.
Tantas palabras juntas viniendo del Chapito y todas tan absurdas no podían menos que dejarnos al Pocho y a mí estupefactos. Pero unos segundos después nuestro pasmo fue sustituido por la alarma al ver que el Chapito rompía la barrera de acceso en vez de detenerse a comprar una entrada al parque natural. 
—¡¿Qué haces?! —volvimos a gritar el Pocho y yo simultáneamente. 
—No hay tiempo, la taquilla ha cerrado ya.
El carro había aguantado arrancar la débil barrera del parque sin hacerse pedazos. Y estaba aguantando los golpes contra el terreno irregular, las piedras, los ocasionales cactus y biznagas que aplastaba furioso al invadir las orillas del mal camino. Nunca creímos que el Chapito fuese capaz de semejantes proezas al volante. Yo dudaba que el carro aguantara: era mío. El Pocho trató de calmarse y dijo:
—All right, then. Vamos a buscar dónde pasar la noche. Debemos escondernos bien porque los vigilantes deben haber mandado su patrulla a buscarnos. Seguro nos han reportado con la police y van a buscarnos... 
No había terminado la frase cuando vimos detrás de nosotros, entre el polvo del camino, torretas y más torretas, mucho, pero mucho más polvo. Anochecía. Dentro de unos minutos ya no sería posible que nos siguieran guiados por el polvo, pero tampoco sería posible que nosotros siguiéramos manejando sin riesgo de salirnos del camino o caer a algún barranco. El volcán apagado no estaba lejos y a sus lados se habían formado cráteres extraños llenos de piedra volcánica y plantas enanas. No quería terminar mis días devorado por los buitres en uno de ellos. ¿Y el crío, qué sería del crío entonces? 
De pronto cayó la noche y el Chapito seguía avanzando sin bajar la velocidad. Esta vez fui yo el que intervino: 
—Ya los perdimos, las luces quedaron detrás de la colina, baja la velocidad. 
—No —contestó sereno y firme el Chapito. 
—Listen to him! —gritó el Pocho —ya fue suficiente, for fuck's sake! 
—No —volvió a repetir el Chapito. 
Pensé por un momento que algo se me escapaba. Que había un plan, pero que no lo había comprendido o no se contaba conmigo para su ejecución. Pensé que había una explicación lógica detrás de todo esto y que tanta acción no podía estar apoyada en una miserable galleta de la suerte. Era estúpido. Pero si eso era estúpido, lo que estaba ocurriendo ahora era simple y llanamente una locura. Y conduciría al desastre. Había que parar al Chapito. Estaba loco, obviamente, ¿qué otra cosa podía ser? 
Quise agarrar el volante y de pronto sentí un líquido caliente en las manos: era mi propia sangre. El Chapito había sacado una navaja de alguna parte (o siempre la tuvo en sus manos) y me apartaba de ese modo. 
—¿Qué has hecho imbécil? —dije al tiempo en que intentaba prender la luz de la cabina. El Pocho pareció comprender que era necesario actuar y quiso inmovilizar al Chapito desde atrás, pero el compromiso entre detenerlo y evitar que nos estrelláramos era sumamente complicado. 
—¡Vamos a detenerlo! —me gritó —¡ahora! 
Ignoro qué movimiento hizo, pero el carro estaba de pronto girando en el aire. Se hizo un silencio súbito seguido de un estruendo de hierros y plásticos y calor. Yo sentí claramente cómo crujía mi brazo izquierdo, creí ver la sombra del Pocho salir por la ventanilla trasera en algún momento. Cuando todo se quedó quieto sólo se escuchaba el crepitar de algunos líquidos o partes del motor. Yo me quejaba y me quedé dormido. Cuando desperté seguía siendo de noche y el crepitar de las autopartes había sido reemplazado por los ruidos de los animales del desierto. Tuve miedo. Me puse de pie y volví a caer al suelo. A una distancia incalculable veía las luces de carros de una carretera. No podía ser aquella por la que veníamos, pensé, sino las de la dos que va por la frontera. Tal vez no todo estaba perdido. Busqué la bolsa de la mercancía y, sorprendentemente, la encontré intacta. No me topé en ningún momento ni con el Chapito ni con el Pocho. Tampoco hice ningún esfuerzo por llamarlos. Empecé a caminar hacia las luces. 
Caminé. Con las irregularidades del terreno, las luces de pronto desaparecían para luego volver al horizonte. Caminé. Un viento gélido atravesó presuroso las planicies poco antes del amanecer. La boca se me había hecho una pasta de sangre molida y tierra, me detuve a pelar una tuna con los primeros rayos del sol. Ardores y calambres me atravesaban el cuerpo, pero seguía caminando. Caminé. Y cuando el sol ya tenía una hora arriba, me detuve junto a la carretera a pedir ride. 
—¿A dónde va? —me dijo el hombre que se detuvo a la media hora de levantar la mano inútilmente. 
—A Santa Teresa— le expliqué. 
—Voy para allá. Vengo de un funeral aquí al otro lado, en Gilroy, ¿conoce Gilroy? ¿conoce California? Creo que tendría que pararme a descansar porque si no no aguantaré manejar hasta allá. 
—Si me lleva a Puerto Peñasco a entregar una mercancía, podría pagarle ese descanso. Hay playa, mujeres, ¿conoce Puerto Peñasco? —le ofrecí esperando parecer entusiasta a pesar de mi desastroso aspecto. 
—No lo conozco, pero claro que lo llevo. De las mujeres olvídese.
—Oh, ¿quiere Usted decir que...? 
—Se lo diré en el camino. 
Días después el crío y yo llegábamos a Utah. Era hora de buscar a su madre.

domingo, septiembre 15, 2013

Pablo

La perra levantó la cabeza y me miró unos instantes; luego volvió a hacerse ovillo sobre el pequeño tapete redondo que ella misma había sacado del baño. Debí despertarla con mis gemidos, a pesar de haber intentado mantenerlos al mínimo para que no escuchara Pablo que dormía —o fingía hacerlo— en nuestra recámara. Nos habíamos ido a la cama en silencio y con un beso frío luego de otra discusión sobre nuestra escasa actividad sexual y otras frustraciones no menos desesperantes e irremediables. El pensamiento ordenado se me resistía, pero en cambio la más variada secuencia de momentos de mi vida desfilaba en mi cabeza causándome algunas lágrimas, ya por su contenido triste, ya porque su felicidad había desaparecido. De vez en cuando me distraía el movimiento fugaz de los haces de luz proyectados en el techo por un carro que pasaba, a veces el insistente ladrido de los perros en la distancia. Cuando me calmé del todo y mis ojos estuvieron secos, empezaron a tomar forma algunas ideas con apariencia de verdades. Acaso sombras.
He sido feliz con Pablo, de alguna manera. Aun si no tuvimos hijos. Aun si unos años han sido mejores que otros. Estos son malos. O no tan buenos. Nos acercamos a los cuarenta y quizá los tiempos no son la cosecha de frutos que proyectábamos hacia los veinticinco o treinta; quizá dicha cosecha no llega nunca o sea muy prematuro hablar de ella. Pero estoy cansada. No lo digo porque me resulte imposible cumplir con mi trabajo —una profesión liberal como cualquiera que ejerzo con eficacia en la más polvorosa de las provincias— sino porque sé que después de Pablo no seré capaz de nada. No puedo, como se dice en las telenovelas, rehacer mi vida. Conozco personas que se han casado varias veces: mis propios abuelos maternos se separaron cuando rebasaban los sesenta y ella todavía se consiguió un amante fijo a los sesenta y seis. Pero yo no podría. Quizá no conozco más amor que el joven que requiere dosis generosas de entusiasmo, ingenuidad y fe, así que ahora que soy una mujer madura y escéptica ya no puedo darlas. Demasiado cerebral. Demasiado amargada, si se quiere. Un despropósito en todo caso, porque lo que yo quiero no es otro matrimonio, sino tener el mejor de todos con Pablo.
O nada. La verdadera alternativa es la nada, como mi madre. Ella es una mujer muy severa y lleva sola más o menos desde que tenía mi edad. Se casó muy joven y muy enamorada, pero mi padre era un mujeriego irredento y ella una intransigente. Porque si yo a Pablo le he pasado por alto sus pecadillos, mi madre no era capaz de tragarse ni un coqueteo de mi padre sin ponerse verde de celos y adoptar soluciones radicales: le abandonó en tres ocasiones, le armó escándalos diversos, le envenenó con alguna sustancia para que dejara de beber y —según la curandera a la que le pagó— se le quitara lo coscolino. Él la dejó definitivamente y se fue a otro país. Con otra mujer, por supuesto. Yo soy tan analítica como mi madre, también tengo una profesión, comprendo bien que mi padre está viviendo con su otra familia un esquema mucho más vulgar que el que podría haber vivido con mi madre. Pero el viejo está en paz y mi madre deshecha. E igual que ella yo me concentro en el trabajo cada vez más para paliar mi fracaso personal. Aunque sigo con Pablo. Aunque sigo acompañada mientras ella sigue sola. ¿O no?
Sí. Sigo con Pablo. Pero ignoro si la resistencia es un consuelo válido. Lo es, desde luego, para muchas personas, porque lo normal en este país —y más todavía en esta polvorienta provincia— es aguantarse. Ya no tengo amigas porque hace siete años decidí que lo mejor para salvar nuestro matrimonio era venir a este lugar aislado y tener a Pablo sólo para mí, lejos de mi madre y mi hermano mayor, lejos de mis malos amigos y de los muy frívolos de él, lejos de nuestra ciudad natal y de nuestros viejos recuerdos. Y aquí la gente es hosca y cortante, de modo que ya no he tenido más amistades. De ninguna clase. Pero me estoy desviando: quería decir que cuando los tenía, mi mejor amiga era Teresa, que nunca se casó, que no ha hecho más que cambiar de novio cada cierta temporada, que me advertía lo que ahora me repito de vez en cuando con mucha pena: 'No es amor la costumbre, amiga, no es amor la comodidad a cambio de la verdadera plenitud'. Ahora que llevo años en que no he hecho otra cosa que vivir encerrada y mirar la televisión —Pablo agotó todos los devedés que era posible comprar, todos los canales de cable por ver, todos los paquetes especiales incluidos deportes y noticias en idiomas extravagantes— resuenan en mi cabeza las palabras de Teresa. Debo ser incompetente incluso para la costumbre porque aun discuto y argumento, esgrimo razones y deslizo quejas, suplico. Incluso algunas veces me defiendo.
Dice Pablo que no todo depende de él, que yo también debo hacer esfuerzos por reavivar la llama, que ser mujer no me autoriza a ser pasiva. Tiene razón, desde luego: no hay problemas de dos que no sean de los dos. Elemental. Sé muy bien que deseo sentirme orgullosa de mi matrimonio y poder decir —para mis adentros, no para los demás porque de cualquier modo ya no hay amigos— que vivo plenamente la vida con él, sexo incluido. Pero sé también, dolorosamente, que no lo deseo ni me desea. Nos mentimos sobre el deseo de nuestros cuerpos para salvar una idea más amplia que paradójicamente debiera incluir el sexo. Problemas ordinarios de pareja sobre los que se escriben libros mil, ya lo sé. Problemas vulgares que le permitirían a Teresa hacerme bromas obscenas para que ambas estallásemos en carcajadas, pero que luego, ya a solas, me pesarían como plomo en el alma al no poder reacomodar las palabras que les resten seriedad.
¿Es un problema de palabras? Sé bien que no. Que no deseo entender más de este problema ni plantearme futuros imaginarios de resignación, rebeldía o resurrección. Que nada desearía más que Pablo bajase ahora mismo con el pene encendido y me hiciese el amor tan lenta y decididamente como le fuese posible. Que me amara, que me deseara. Porque hubo un tiempo en que le fue muy posible y natural y la vida toda le atravesaba el cuerpo y me era comunicada a través de la entrepierna y la boca, a través de la espalda y los pechos, a través del sudor que de sus rizos caía sobre mi frente con esa sonrisa suya de la que me enamoré...
La perra ha vuelto a levantar la cabeza y a mirarme: otra vez estoy llorando.

domingo, septiembre 08, 2013

Casa de retiro

Cuando mi madre anunció su deseo de irse a vivir con dos de sus hermanas, me alarmé. Previos a su decadencia y extinción, he visto a todos los viejos de la familia sentirse poseídos por un ánimo gregario no siempre motivado por la economía o la simplificación cuanto por la razón del elefante que llegado el momento se separa de su grupo principal para ir a morir lejos con otros infectados del virus de la muerte. Una cortesía de los ancianos de mi familia, retirarse, que la mayoría de mis parientes tomaban con resignación y sin aspavientos, con ese aspecto de tarada comprensión que despedía su simpleza ignorante. Pero yo no.
Yo no porque aun tenía memoria del proceso que llevó a mi abuela a la tumba, esa paulatina y un tanto artificial renuncia que de pronto veía reproducirse en mi propia madre. Viuda, mi abuela todavía tuvo la entereza de quedarse en su casa acompañada de la tía que dio un mal paso años atrás y cuyo hijo se hacía adolescente entre medicinas y un progresivo descuido del mantenimiento de la casa. Aguantó, o eso parecía, la súbita liberación de los abusos a los que la sometía mi abuelo, hizo ademán de dirigir la casa, pero se fue instalando gradualmente en el espacio de los cuidados y atenciones aprensivos de mis tías, más que dispuestas, eso sí, a pagar sus deudas reales o inventadas hacia su abnegada madre. Un día nos reunió a todos y anunció su deseo de pasar temporadas en casa de cada una de sus hijas 'para conocerlas mejor, arreglar cuentas e irse despidiendo'. Algunas lloraron, otras le celebraron el chiste como si estuviera bromeando; todas, por supuesto, estuvieron de acuerdo. Pero yo advertí claramente que mi abuela se disponía a explorar cuál era el mejor sitio para apartarse y morir; aquello no era un convivir con sus hijas cuanto un desmantelamiento de su persona.
Y ahora estaba aquí mi madre, sexagenaria apenas y ya harta, con intenciones de monja de claustro queriendo vivir la utopía en compañía de otro par de locas de la familia que también se sentían llamadas por la nostalgia a compartir la vejez sin atender razones prácticas. ¿Cómo harían para vivir juntas? ¿Cómo para organizar la comida y los gastos, para cuidar de la casa? ¿Cómo harían para no volver a repasar los agravios que se hicieron a lo largo de la vida y que las mantuvieron incomunicadas por largos años? Ellas no parecían conocerse lo suficiente como para admitir que tenían una tremenda propensión al espejismo de la armonía quizá porque siempre les faltó, quizá porque no sabían lo que era ni que les causaba un placer casi psiquiátrico repasar sus respectivas infancias y la relación con sus padres buscando explicaciones peregrinas a fenómenos de los que ellas eran las únicas responsables. Me inquietaba sobre todo su prisa, porque mi abuela quedó viuda a los setenta y tres y esperó hasta los setenta y siete para claudicar de su espacio y sus cosas, todavía otros tres para palmarla; ellas, en cambio, apenas rebasaban los sesenta y parecían querer apurar el resto. ¿A qué la prisa? 
—Madre, ¿no ha pensado en que las personas nunca renuncian de verdad a tener gustos y necesidad de espacio, que no por ser viejas han de ceder a todo lo que quieren los jóvenes o dejar de querer cosas nuevas?
—No me entiendes. Sólo deseo tranquilidad y compañía. Lo primero se consiguió al salirme del trabajo; lo segundo no me lo darán Ustedes: demasiado instalados en la vida como para ocuparse de mis cosas.
—No diga tonterías, sabe muy bien que...
—Lo digo con la mejor de las intenciones, no para recriminarte nada. Escucha: todo tiene un tiempo, yo también pensé que querría conservar algunas de mis cosas y mi casa, todavía hace pocos años imaginaba la jubilación como un tiempo dedicado a mí, regodeada en películas y libros, en el intercambio de visitas a parientes, en la puesta en orden de mis ideas... Me equivoqué. No quiero nada de eso. No hay tal 'orden'. Quiero escapar, quiero...
—¿Cómo escapar, madre? No diga tonterías, por favor.
—No me interrumpas. Quiero abandonar la perspectiva en que llevo instalada tantos años. Sé que cuento con Ustedes, por eso tiene más sentido que tus tías y yo hagamos lo que vamos a hacer, porque existe una red bajo la cuerda en caso de que las cosas salgan mal. Entiendo tus dudas, pero nosotras tenemos muchas cosas pendientes, asuntos antiguos que ya no podemos hablar con tus abuelos o que sólo podemos hacerlo a través de nosotras.
—Justo en mi abuela he estado pensando. ¿No te bastó ver cómo vivió sus últimos años para desistir de esta idea absurda? ¿No ves el error que significó para ella dejar su hogar y quedar a merced de todas Ustedes, eventualmente en manos de María Luisa?
—Uno decide cuándo y de qué modo morir. Te darás cuenta con el tiempo. Yo no lo supe ver entonces.
—Madre, por favor, déjate de misticismos y tonterías...
—Está dicho. Ayúdame a limpiar el armario.
Mi abuela murió en septiembre, rodeada de sus hijas y luego de varias noches sin sueño y días sin comer. Deliraba. Cuando estaba más lúcida fumaba a hurtadillas en el baño. '¿Cómo que ya te tienes que ir, hijo? No te vayas, espera a que vuelva María Luisa', me dijo la última vez que la vi, dos años antes, más encogida que nunca y oliendo a mugre. Hizo pucheros como una niña pequeña. Cuando murió repasé muchas veces ese último diálogo. Ahora que yo mismo llevé a mis tías y mi madre a la casa de la laguna, pienso en la mugre por venir, en la contracción que comienza —o es que nunca se detuvo— y en las fiebres que habrá que enjugar en esa casa de retiro recién inaugurada.
—¿Vendrás?— me dice la señora al despedirme.
—Sólo que prometas estar bañada siempre— bromeo.
Pero el tiempo —serio, adusto— no se detiene.