Cuando mi madre anunció su deseo de irse a
vivir con dos de sus hermanas, me alarmé. Previos a su decadencia y extinción,
he visto a todos los viejos de la familia sentirse poseídos por un ánimo
gregario no siempre motivado por la economía o la simplificación cuanto por la
razón del elefante que llegado el momento se separa de su grupo principal para
ir a morir lejos con otros infectados del virus de la muerte. Una cortesía de
los ancianos de mi familia, retirarse, que la mayoría de mis parientes tomaban
con resignación y sin aspavientos, con ese aspecto de tarada comprensión que
despedía su simpleza ignorante. Pero yo no.
Yo no porque aun tenía memoria del proceso
que llevó a mi abuela a la tumba, esa paulatina y un tanto artificial renuncia
que de pronto veía reproducirse en mi propia madre. Viuda, mi abuela todavía
tuvo la entereza de quedarse en su casa acompañada de la tía que dio un mal
paso años atrás y cuyo hijo se hacía adolescente entre medicinas y un
progresivo descuido del mantenimiento de la casa. Aguantó, o eso parecía, la
súbita liberación de los abusos a los que la sometía mi abuelo, hizo ademán de
dirigir la casa, pero se fue instalando gradualmente en el espacio de los
cuidados y atenciones aprensivos de mis tías, más que dispuestas, eso sí, a pagar
sus deudas reales o inventadas hacia su abnegada madre. Un día nos reunió a
todos y anunció su deseo de pasar temporadas en casa de cada una de sus hijas
'para conocerlas mejor, arreglar cuentas e irse despidiendo'. Algunas lloraron,
otras le celebraron el chiste como si estuviera bromeando; todas, por supuesto,
estuvieron de acuerdo. Pero yo advertí claramente que mi abuela se disponía a
explorar cuál era el mejor sitio para apartarse y morir; aquello no era un
convivir con sus hijas cuanto un desmantelamiento de su persona.
Y ahora estaba aquí mi madre, sexagenaria
apenas y ya harta, con intenciones de monja de claustro queriendo vivir la
utopía en compañía de otro par de locas de la familia que también se sentían
llamadas por la nostalgia a compartir la vejez sin atender razones prácticas.
¿Cómo harían para vivir juntas? ¿Cómo para organizar la comida y los gastos,
para cuidar de la casa? ¿Cómo harían para no volver a repasar los agravios que
se hicieron a lo largo de la vida y que las mantuvieron incomunicadas por
largos años? Ellas no parecían conocerse lo suficiente como para admitir que
tenían una tremenda propensión al espejismo de la armonía —quizá porque siempre les faltó,
quizá porque no sabían lo que era— ni
que les causaba un placer casi psiquiátrico repasar sus respectivas infancias y
la relación con sus padres buscando explicaciones peregrinas a fenómenos de los
que ellas eran las únicas responsables. Me inquietaba sobre todo su prisa,
porque mi abuela quedó viuda a los setenta y tres y esperó hasta los setenta y
siete para claudicar de su espacio y sus cosas, todavía otros tres para
palmarla; ellas, en cambio, apenas rebasaban los sesenta y parecían querer
apurar el resto. ¿A qué la prisa?
—Madre, ¿no ha
pensado en que las personas nunca renuncian de verdad a tener gustos y
necesidad de espacio, que no por ser viejas han de ceder a todo lo que quieren
los jóvenes o dejar de querer cosas nuevas?
—No me
entiendes. Sólo deseo tranquilidad y compañía. Lo primero se consiguió al
salirme del trabajo; lo segundo no me lo darán Ustedes: demasiado instalados en
la vida como para ocuparse de mis cosas.
—No diga
tonterías, sabe muy bien que...
—Lo digo con
la mejor de las intenciones, no para recriminarte nada. Escucha: todo tiene un
tiempo, yo también pensé que querría conservar algunas de mis cosas y mi casa,
todavía hace pocos años imaginaba la jubilación como un tiempo dedicado a mí,
regodeada en películas y libros, en el intercambio de visitas a parientes, en
la puesta en orden de mis ideas... Me equivoqué. No quiero nada de eso. No hay
tal 'orden'. Quiero escapar, quiero...
—¿Cómo
escapar, madre? No diga tonterías, por favor.
—No me
interrumpas. Quiero abandonar la perspectiva en que llevo instalada tantos años.
Sé que cuento con Ustedes, por eso tiene más sentido que tus tías y yo hagamos
lo que vamos a hacer, porque existe una red bajo la cuerda en caso de que las
cosas salgan mal. Entiendo tus dudas, pero nosotras tenemos muchas cosas
pendientes, asuntos antiguos que ya no podemos hablar con tus abuelos o que
sólo podemos hacerlo a través de nosotras.
—Justo en mi
abuela he estado pensando. ¿No te bastó ver cómo vivió sus últimos años para
desistir de esta idea absurda? ¿No ves el error que significó para ella dejar
su hogar y quedar a merced de todas Ustedes, eventualmente en manos de María
Luisa?
—Uno decide
cuándo y de qué modo morir. Te darás cuenta con el tiempo. Yo no lo supe ver
entonces.
—Madre, por
favor, déjate de misticismos y tonterías...
—Está dicho.
Ayúdame a limpiar el armario.
Mi abuela
murió en septiembre, rodeada de sus hijas y luego de varias noches sin sueño y
días sin comer. Deliraba. Cuando estaba más lúcida fumaba a hurtadillas en el
baño. '¿Cómo que ya te tienes que ir, hijo? No te vayas, espera a que vuelva
María Luisa', me dijo la última vez que la vi, dos años antes, más encogida que
nunca y oliendo a mugre. Hizo pucheros como una niña pequeña. Cuando murió
repasé muchas veces ese último diálogo. Ahora que yo mismo llevé a mis tías y
mi madre a la casa de la laguna, pienso en la mugre por venir, en la
contracción que comienza —o es que nunca se detuvo— y en las fiebres que
habrá que enjugar en esa casa de retiro recién inaugurada.
—¿Vendrás?— me
dice la señora al despedirme.
—Sólo que
prometas estar bañada siempre— bromeo.
Pero el
tiempo —serio, adusto— no se detiene.
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