viernes, noviembre 20, 2009

Damasco en la habitación

Si no reconociera haberlo esperado, mentiría. Porque la verdad es que desde la primera noche en aquella casa valenciana imaginé que la puerta de mi habitación se abriría y que lo que se presentara en medio de la madrugada no podría ser bueno. No auguraban nada mejor las cinco habitaciones con las camas hechas, los sofás cubiertos por sábanas desde el verano pasado, los juguetes de playa de niños inexistentes, la cocina con los restos de una pretérita paella. Yo sólo estaba de paso, como un intruso, y entonces se presentó casi al final de las tres semanas de mi enrarecida estancia en aquella casa solitaria frente al mar. Ya era viernes.
Desperté en la tenue obscuridad consciente de que estaba ahí, aunque aun no había visto nada. Tenía la cabeza hundida entre las almohadas y una humedad fría se había apoderado de la habitación insinuando niebla. Me hice de valor, cogí aire e incliné la cabeza para ver en dirección a la puerta. Me encontré con eso, con una silueta difusa, una forma humana de rostro indefinido y cierta luz, una pesada incongruencia luego de sendos años como profesor universitario asistiendo a tertulias de divulgación científica y filosofía de la ciencia. No estaba asustado, sino muy enfadado de tener que encajar aquel fenómeno dentro de mi manera de ver el mundo, así que no pasó ni un minuto cuando decidí que estaba sufriendo una alucinación: ¿qué más podía ser?
Un tanto molesto y sin darle importancia a la extraordinaria aparición, busqué sobre el buró mi celular para ver la hora: las tres y cuarto. Suspiré resignado, me senté en la cama considerando lo que tenía delante, bostecé. La silueta no había cambiado ni de postura ni de gestos, tampoco tenía pies. Por un instante y como tuviera mucho sueño cedí a la tentación de explicarlo todo como una pesadilla, un sueño demasiado vívido si se quiere, pero tranquilizadoramente científico y racional, nada que requiriera violar la física ni la matemática, nada que me obligara a reconsiderar nuevamente –qué molestia, por Dios- la abundante literatura religiosa, metafísica o paranormal, espiritual, gnóstica o new age. No. Tenía que ser un sueño. Pero apenas me hacía con esta convicción cuando a eso se le ocurrió tomar asiento en el banquillo de la puerta y hablar.
–Hace frío- dijo claramente haciendo vibrar el aire.
Semejante comprobación acústica, pero también la vulgaridad del comentario me hizo descartar del todo la opción del sueño y volver a mi teoría de la alucinación. Todavía más: esto no era sino aquello a lo que los occidentales llaman un fantasma, es decir, un producto cultural que en caso de ser pescador de Nueva Guinea ni siquiera se me habría ocurrido. Era claro que me lo inventaba, que echaba mano de una figura manida, que por algún motivo mi cerebro hacía realidad los cuentos con que me asustaban en la infancia cualquiera de mis cuatro abuelos. Quizá me había pasado con los antidepresivos, los ansiolíticos o el alcohol; quizá la demasiada tensión causada por el curso de lógica que enseñaba a niñatos me estaba dejando exhausto. Razonaba así cuando la cosa decidió ponerse más coloquial.
–Eres patético, Pardon- agregó con lo que parecía ser una sonrisa amarga. –No eres diferente de esos idiotas a los que tanto criticas: cuando la realidad no es como has decidido que sea, simplemente la niegas. Tienes creencias vulgares, como todo el mundo. Y como todo el mundo crees que las tuyas son mejores. Imbécil.
“Habla como yo”, pensé, “es obvio que me lo invento”. No quise contestarle porque no suelo hablar con extraños, pero mi hasta entonces excesiva serenidad se tambaleó al imaginar que la alucinación podría no ser un fenómeno pasajero, sino un signo de franca locura. “Dios Santo”, me dije entonces, “me estoy volviendo loco”. Así que actué de inmediato para recuperar los asideros de la realidad, de un salto me puse de pie y me acerqué al visitante para echarlo fuera, pero con un brazo firme (¿o era sólo un campo como el magnético?) me detuvo antes de que lo tocara y me obligó a sentarme de nuevo.
–¡Eh! ¿Qué te pasa Pardon? Déjate de tonterías. He aquí la prueba de que no tienes espíritu científico: tienes evidencia positiva de algo que no habías visto antes y sólo porque no puedes explicarlo prefieres soslayar el asunto y acogerte a los galimatías psiquiátricos. De verdad que no tienes remedio. De haber sabido que reaccionarías así mejor me hubiera presentado a alguno de los creyentes antiguos, de esos que sabían asumir lo que ocurre sin hacerse preguntas, sirviéndose de la más humana de las capacidades: la de adaptación. Ya casi no queda ninguno, en este mundo moderno todos son creyentes vulgares buscando la tranquilidad. Tú nada más fíjate qué irónico: igual hubiera reaccionado cualquiera de esos fanáticos que dicen creer en Dios, los ángeles o los blemias. No soportarían verlos. Farsantes…
–Ya basta- me atreví a decir, un poco más tranquilo al suponer que un discurso tan sensato no podría venir de mi locura, aunque por lo pronto fuese esta quimera la que lo soltara. –Estas no son horas para la verdad. Tengo sueño, quiero dormir, déjame en paz.
–Estás derrotado, Pardon. ¿Qué harás para arreglar tu vida?
–Insistir.
Y encendí la luz, disipándole.

martes, octubre 13, 2009

Cuadro familiar

No recuerdo a mi hermana. Pese a las abundantes fotos de nosotros dos en el departamento de San Juan de Dios, sólo el Lalo y el Nene me vienen a la cabeza cuando pienso en mis horas de juego infantil. Y la migraña. El departamento tenía dos ventanas grandes, una en el salón y otra en nuestro cuarto, cubiertas de cristales mal pegados a sus marcos por un mastique de mala calidad que a mí me gustaba romper y degustar, aunque sólo fuera para escupirlo después. Mis vecinos subían del departamento de abajo cuando así se los pedía mi madre o a solicitud mía cuando por azar lograba verlos desde una ventana y aceptaban venir bajo la promesa de que los invitaría a cenar. No era un niño divertido.
Nos acostábamos temprano y siempre luego de rezar, lo que a mí no me fastidiaba en absoluto porque prefería hablar con Dios cuando me faltaba el sueño procurando convencerle de que me diera una noche tranquila, libre de las pesadillas habituales donde el Diablo se paseaba orondo y enrojecido por las escaleras que daban a la calle o por la habitación de mis padres. Luego la divinidad ignoraba mis peticiones y a las tres de la mañana me despertaba sudoroso, aterrado, tratando de taparme los oídos porque ya oía venir desde muchas calles al sur a la Llorona, una especie de grito o llanto o alarido que nunca supe bien si lo soñaba o existía, si eran los gatos que abundaban en el barrio o algún crío de los que también sobraban; baste recordar que el Lalo y el Nene eran sólo dos de nueve hermanos, los únicos en edad de jugar con mis juguetes, no conmigo.
Escuchaba a la Llorona pasar, volvía a dormirme. A las cinco y media de la mañana me despertaba el ruido del motor de un torton color naranja cargado de cajas vacías para pollos, un camión emplumado que me anunciaba que era el momento de prender el bóiler con los combustibles de aserrín oleoso que comprábamos en la tienda de Socorro. Subía la escalera rápidamente procurando no mirar la obscuridad y empujaba la desvencijada puerta de madera que daba a la azotea, donde estaba el calentador con su ventanilla metálica que a veces olvidaba haber cerrado con el fuego dentro y abría distraídamente quemándome los dedos. El agua tardaba al menos media hora en calentarse y mi hermana asegura que ella me reemplazaba para alimentar el bóiler pasadas las seis a fin de que yo me bañara, pero yo no la recuerdo.
El Lalo y el Nene solían jugar en la calle que me estuvo prohibida hasta poco después de cumplir once años. Cuando por fin pude salir casi no tuve tiempo de aprovecharla porque nos mudaríamos antes de que yo cumpliera los doce y porque un evento particular puso fin a mi recién inaugurado contacto con el mundo exterior. Aquella tarde, terminada mi tarea y con el permiso de mi madre que leía una y otra vez la carta que había llegado esa mañana desde California, acepté aventurarme con mis vecinos hasta los multifamiliares del Infonavit para cortar arrayanes. Trepábamos por la barda que daba a la huerta y apoyados sobre los adobes inestables nos inclinábamos sobre la copa de los arrayanes para arrancar y comer in situ los frutos aun ácidos e inmaduros. En esas estábamos cuando Doña Chuy, la dueña de la huerta, apareció blandiendo un palo de escoba y dando de voces. El Lalo y el Nene, así como Mario y Andrei que aquel día decidieron acompañarnos quejándose sin pausa de mi señoritismo, saltaron instantáneamente y escaparon corriendo para perderse entre los edificios. Yo también salté, pero para caer en la huerta de Doña Chuy y hacerme ovillo esperando el primer palazo de su escoba.
El golpe no llegó. En cambio, Doña Chuy me tomó de las patillas y me levantó con fuerza, sólo para comprobar con mis gritos que yo no era capaz de andar: tenía un tobillo visiblemente luxado. Caí de nuevo a la tierra, volví a hacerme ovillo llorando del dolor recién descubierto y entonces vi borrosamente y a cierta distancia la cara de Arturo, el hijo de Doña Chuy, que nos miraba con asombro apoyado sobre un árbol. Me aguanté entonces las ganas de llorar, recordando lo que me dijo mi padre la última vez que lo vi, borracho desde luego, acerca de que yo era el hombre de la casa y que no debía mostrar debilidad y esas cosas, pero sobre todo dejé de llorar porque me interesaba que Arturo no compartiera la opinión de Mario y Andrei sobre mi presunta mariconería, aunque sospecho que también el Lalo y el Nene eran de la misma opinión.
Entre Arturo y su mamá me llevaron a la habitación del primero ante la curiosidad de sus tres hermanas menores. Doña Chuy me preparó un ungüento, me trajo un vaso de agua que ni siquiera toqué y ya pasada la agitación me preguntó dónde vivía. No quise contestar. Doña Chuy volvió a insistir sacudiéndome por un hombro y ensayando todos los tonos, también intervino una de las hermanas: nada, estaba mudo, no podía abrir la boca a pesar de mis esfuerzos, aunque nunca supe bien a bien si sólo fingía o de verdad estaba impedido. “Déjenmelo a mí”, dijo Arturo con autoridad. Y nos dejaron solos.
Arturo se sentó en la orilla de la cama a mirarme sin decir palabra. Luego de varios minutos sacó de un cajón una enorme bolsa de arrayanes maduros y empezó a comerlos despacio, sin dejar de mirarme, acomodando los huesitos en una especie de cenicero o escudilla de muchos colores. Cuando empezaba a quedarme dormido me movió una pierna y me extendió la bolsa de arrayanes. La tomé y sin pensarlo dos veces empecé a comerlos con fruición, casi con glotonería, mientras Arturo se levantaba de la cama, tomaba lo que parecía una jarra de agua y sacaba de otro cajón una bolsa de charales secos.
–Voy a tener una pecera- me dijo. Y acto seguido vació los charales en el agua mirándolos fijamente. Dejé de comer y con la boca llena de huesitos también me concentré en la jarra donde flotaban inertes los charales. Luego de unos instantes y como no se movieran, Arturo agitó un poco el agua, primero con los dedos, luego tapando la boca de la jarra y haciendo oscilar su contenido. Nada.
–Me engañaron- dijo muy seriamente y con amarga decepción. Y completó sin dar lugar a consolaciones onerosas: –Yo sé dónde vives, si quieres puedo llevarte.
Me levanté y me puse los zapatos, le regalé mi reloj de plástico como pago por su ayuda o quizá para que no sufriera tanto con su fallido intento de pecera, y anduve cojeando hasta la puerta de su casa. Doña Chuy me despidió dándome una bolsita de arrayanes que Arturo me hizo el favor de sujetar y cada una de sus hermanas me dio un beso. Cuando salimos de su casa, yo apoyado en su hombro y él con el reloj puesto, vi venir a mi madre furiosa doblando la esquina y acompañada del Lalo y el Nene. Un nuevo ataque de migraña empezaba a instalarse en mi cabeza. Mi hermana dice que también venía con ellos, pero yo, naturalmente, no la recuerdo.

lunes, septiembre 28, 2009

Estambul

A Fernando Morgado Dias
No sin cierta consternación me enteré pocos días antes del evento que también mi jefe y su esposa venían a Estambul con motivo de la Conferencia Europea de Arqueología (sic), lo que desde luego echaba a perder mi madurado propósito de contemplar un país extranjero con ojos solitarios, la mejor manera de asistir a cualquier sociedad por cuanto garantiza la objetividad y minimiza los prejuicios. Ahora ocurriría todo lo contrario, pues al par de franceses instalados en Madeira nada les entusiasmaba más que dejar sentada su presunta superioridad mediante la elaboración de veloces juicios contundentes, bromas absurdas para ilustrar su amplio criterio y el despectivo despacho de las opiniones ajenas como si de mera estulticia se tratase. Era terrible.
Los primeros dos días sólo nos vimos por la noche, pues para evitarlos asistí a cuantos seminarios tuve oportunidad e impartí dos charlas más sobre mis recientes investigaciones (entonces proponía una interesante teoría con no pocos avales sobre el origen persa de más de la mitad de las columnas bizantinas de la cisterna de Santa Sofía: naturalmente todo resultó falso). Luego de cenas frugales sólo tangencialmente turcas (el matrimonio apenas probaba lo que no le fuera familiar, expresaba una opinión aprobatoria y un comentario sesudo al respecto, y luego volvía rápidamente sobre sus acostumbrados vinos, quesos y café) nos metíamos en el río de gente que iba desde la plaza de Taksim hasta el viejo puente de Gálata, no tanto porque el paseo nos entusiasmara, cuanto porque yo había insistido en él con el mal disimulado propósito de abrumarlos con el gentío y agotarlos físicamente con el largo regreso cuesta arriba hasta su hotel. No obstante, el matrimonio aguantaba el paso y hasta se permitía alcanzarme de vez en cuando para compartirme alguna de sus agudas observaciones:
–Los turcos tienen características arias, ¿no te parece, querida?
–Son guapos, no cabe duda, pero qué mal gusto tienen para vestir, ¡Dios Santo! ¿Has visto esos zapatos espantosos?
–Son producto del mismo tipo de mestizaje que se observa en Madeira o en cualquier país latinoamericano, por favor, no hagáis como si ello os sorprendiera.- insistía tratando de cortar de tajo una conversación que se venía cargada de acicalado racismo y prejuicios debidamente perfumados.
–No, no, no. En París hasta los jóvenes de la banlieu tienen un sentido de las proporciones muy superior al de esta gente, por no hablar de la virilidad que es aquí un asunto tan cuestionable…
–¿De qué hablas?- pregunté mientras la esposa reía con esa timidez estúpida de aristócrata venida a menos. Ella contestó en su lugar.
–Pues muchos caminan cogidos del brazo, mira, y se besan en las mejillas sin pudor alguno, por no hablar de los colores que francamente…- la interrumpió su marido:
–Es la ambigüedad pronunciada de cualquier país subdesarrollado, te lo digo yo, coño, que tuve cursos de sociología en la Sorbona. Es un hecho que el mestizaje, la pauperización económica y la explosión demográfica conducen a esta laxitud moral, luego de la cual la prostitución, la homosexualidad y otras ambigüedades proliferan aun en medio de sociedades conservadoras, qué digo conservadoras, ¡hasta musulmanas! ¡ja, ja, ja!
Me quedé callado y apreté el paso. Desde luego había notado las diferentes muestras de afecto entre los turcos, pero en ningún momento fui tan estúpido como para creer que a la mitad del país le gustaba que le dieran por culo. El matrimonio francés, sin embargo, parecía no tener remedio contra sus acendradas opiniones. Ya era tarde para cambiar nuestros planes de mañana –visitaríamos las murallas de Teodosio acompañados de colegas turcos- pero estaba seguro de encontrar la manera de escaparme de una tercera noche de cenas ridículas y comentarios insoportables. Me haría el perdidizo examinando los arcos, tomaría un taxi en el bulevar, pasaría la tarde visitando mezquitas y mirando el Bósforo desde alguna colina.
Cumplí mis planes al pie de la letra, pero algo alarmante me esperaba en el hotel: un mensaje de la esposa de mi jefe pidiéndome que me comunicara con urgencia sin importar la hora: era la una y media de la mañana. Pedí que me comunicaran y pasaran la llamada a mi habitación; me quitaba los zapatos con los pies adoloridos de tanto andar cuando el teléfono sonó. La esposa de mi jefe lloraba histérica del otro lado:
–¡Ayúdame por favor, ven pronto! Mi marido está detenido, Dios Santo, ¡estos salvajes lo van a matar, por favor!
–¿Qué ha pasado? ¿Por qué lo han detenido?
–Fue en el Antiguo Hammam, alguien quiso golpearlo, no sé, ¡no entiendo nada! ¡por favor ven enseguida!
Colgué el auricular y con gran pesar volví a ponerme los zapatos. Veríamos si mis conocimientos de turco daban lo suficiente para arreglar lo que parecía un gran malentendido. Veríamos también si la policía turca era tan temible como en las películas. Midnight Express, my friend, dije para mis adentros…
Luego de pasar a su hotel, la esposa de mi jefe y yo llegamos a la comisaría de Sultanahmet, donde hombres bigotudos y ya no tan feminoides nos explicaron la situación de mi jefe. No podía dar crédito: se le acusaba de intentar seducir a un menor de edad en los baños turcos del Antiguo Hammam. Procuré no explicarle nada a la llorosa esposa hasta que estuviera seguro de los cargos, las consecuencias y las posibles soluciones. Hablé con la parte acusadora: un hermoso chico de diecisiete años que fumaba despreocupadamente y al que no le interesaba negociar nada; hablé con el abogado de turno: un hombre obeso que despachaba unas sardinas con yogurt en mi presencia mientras me aclaraba que el delito era grave; hablé con la policía y me mostraron el vídeo de los baños donde, para mi sorpresa, no cabía ninguna duda de que mi jefe trataba de ligarse al adolescente. Finalmente hablé con el francés, que parecía haber perdido la razón y no enterarse bien a bien de lo que le esperaba:
–Esto es muy grave, tienes que llamar a la embajada, no parece que vayan a soltarte pronto; es más, parece que mañana te trasladan al centro de detención de Esmirna.
–Estos imbéciles, chulos y déspotas, guapos y prostituidos, estos imbéciles…
–Te digo que lo olvides, no tiene importancia. No le he dicho nada a tu esposa porque…
–Su manera de vestir, su manera de moverse, estos imbéciles tan maricones que no pueden menos que corromper al hombre decente y apolíneo, porque fíjate bien que esta es una guerra entre Dionisios y…
–¡Hey, cálmate! Trata de concentrarte en lo importante porque…
–¡No me puedo calmar! El orden se ve carcomido en este medio purulento, la decadencia es bizantina, lo que sólo se agrava con la contaminación turca, ¡lo leí en Mi lucha, de verdad!
Volví a Madeira solo. La esposa ha vuelto a París convencida de que los países meridionales sólo traen la locura. También ha cambiado de nombre.

lunes, septiembre 14, 2009

Noche en casa de los Kruszewski

Recargado en la baranda del patio de los Kruszewski, luego de que éstos se retiraran a la buhardilla donde dormían y me dejaran preparado el sofá-cama donde pasaría la noche, encendí uno de los cigarros que me sobraban del viaje y me pasé la mano por el rostro como sacudiéndome el cansancio de las diez horas de vuelo o el todavía mayor de entablar largas conversaciones en inglés soportando el fuerte acento polaco y la entrecortada dicción de mis anfitriones.
Sobre la mesa aun estaban las cajas con las pocas pertenencias de Taylor, quien pidió que me mandaran llamar hasta Berlín para hacerme cargo de sus cuadros, una vez que estuvo seguro de que su desaparición era inminente. Hasta aquella llamada inoportuna de los Kruszewski –en medio de una cena romántica que hubo de quedarse en eso por aquella interrupción- no había tenido noticia ni de la enfermedad ni de las dificultades económicas del pintor inglés que, una vez más y de modo definitivo, se había separado de su nueva mujer para vivir una trasnochada soltería en compañía de un viejo matrimonio polaco que, según me dijeron, se limitaba a rentarle el cuarto de estar, darle de comer y, llegado el momento, a inyectarle morfina. El propio Sr. Kruszewski, médico retirado, le diagnosticó la enfermedad.
Taylor tenía varios años sin comunicarse conmigo, lo que consideré perfectamente normal no sólo porque nuestra amistad se agotó en Chicago, sino porque me fui a Berlín con su todavía esposa, Sharon, quien obviamente me dejó al poco tiempo. El pintor no le tenía particular aprecio a su mujer, la golpeaba borracho, le robaba el dinero y encima la culpaba de su escaso éxito como artista, cosas todas que no obstaban para que Sharon siguiese a su lado a fin de hacerse perdonar –ahora lo veo claro- su incurable ninfomanía, misma que la había hecho abortar varias veces y abandonar a un par de niños cuyo paradero ignoraba. Taylor nunca la retrató ni se inspiró en ella para ninguna obra, empeñado como estaba en hacerse famoso vendiendo autorretratos. Y ahora ahí estaban sobre la mesa, perfectamente empaquetados, los últimos cuadros de Taylor y algunos más que rescató de su viejo domicilio conyugal.
Algo parecido a disparos se escuchó a lo lejos, seguido de una patrulla. Hacía varios minutos que el cigarro se había consumido entre mis dedos hasta quemarme, varios más habían transcurrido en ese estado de catatonia que sigue a todo viaje trasatlántico, algún otro se perdió en pensamientos obsesivos que intentaban poner en orden lo que venía ocurriendo, como si el hecho de narrarlo para mis adentros pudiera fijarlo y hacerlo manejable. Engaños. Cerré la puerta de la baranda y me puse a inspeccionar las cajas de Taylor bajo un foco de cuarenta watts que se encendía y apagaba por medio de una cadenilla oxidada
.
Casi todos los cuadros eran nuevos para mí, aunque Tesoro lo conocía desde los tiempos de Sharon: Taylor aparecía con la nariz deformada, a medio camino entre una rosa y una herida, la mirada no estaba suficientemente bien lograda y había usado tanta pintura para el cabello que el resultado estaba más cerca de la escultura o el grabado. Sharon había conseguido un excelente comprador para ese cuadro, un polaco, por cierto, de apellido excéntrico e impronunciable. Naturalmente. Taylor decidió no vender el cuadro porque estaba seguro de que Sharon se había acostado con el magnate. Yo estaba presente en aquella ocasión cuando, borracho una vez más, la golpeó artísticamente salpicando el cuadro con tres gotitas de su ninfómana sangre. Mientras Sharon lloraba y Taylor vociferaba incontrolable, yo me asomaba al balcón y fumaba delicados cigarros importados por un comerciante tunecino. Echo de menos, ahora, la soberbia indiferencia de que era capaz en esos días
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Con el cuerpo todavía flotando por las varias horas transcurridas sobre el Atlántico y los ojos enrojecidos y secos, empecé a descubrir cosas extrañas: detrás de Cadáver perfecto II encontré un par de recetas sin surtir: algo de morfina, algún medicamento raro y de nombre amenazante, la presentación en gotas de un psicotrópico conocido; entre el lino y el entarimado del pequeño Perico fornicante encontré otro par de recetas, un recibo y un estado de cuenta a nombre de Taylor, con domicilio en Detroit, y por la friolera de dos y medio millones de dólares. Me tallé los ojos para comprobar el saldo y la fecha: hacía apenas dos meses que su cuenta del Chemical Bank estaba tan saludable
.
Me levanté mareado por un vaso de agua, la boca reseca por la incongruencia de la situación. Bebí el agua y me dieron ganas de vomitar, salí a la baranda del patio que me quedaba más cerca que el baño y eché la pota sobre el jardín. No me sentí mejor, pero aun así preferí volver a la mesa y seguir revisando las cajas hasta que no me cupo duda: otros tres saldos y un recibo más del Meadow Museum me convencieron de que Taylor no había muerto pobre, sino millonario, de modo que, ya en plena paranoia, pensé lo peor en relación con los Kruszewski
.
Un fuerte espasmo me obligó a sentarme en una silla y a vomitar otra vez. El vértigo aumentaba y se acompañaba ya de un sudor desagradable, cuando de pronto bajó la Sra. Kruszewski en bata y maquinalmente se dirigió a la cocina a preparar un té, fingiendo no darse cuenta de mi estado. Le grité. Le pedí que me ayudara. Sin perder la parsimonia me dirigió una mirada despectiva desde la cocina mientras yo caía al suelo incapaz ya de soportar el dolor. Con la mirada nublada vi al Sr. Kruszewski acercarse, abrirme los párpados y verificar mi pulso
.
–Lo siento, señor, no nos quedó otro remedio- me dijo. –Mi esposa y yo estamos en la ruina y, por disposición del señor Taylor, esta es la única forma de garantizarnos una vejez sin dificultades. Lo siento, de verdad
.
–No sé de qué me habla- balbucee con dificultad, ya sin aliento
.
–El señor Taylor no quiere dejar cuentas sin pagar, el señor..
.
Se abrió la puerta del vestíbulo, escuché la voz de Taylor, pero ya no veía nada
...
–Ayúdame, Taylor, ayúdame…- alcancé a decir
.
–Que te ayude Sharon cabrón. Que te ayuden estos señores, que yo no estoy aquí- contestó.
Y dicho esto el Sr. Kruszewski me inyectó una sustancia que me quitó el dolor y me hizo dormir por mucho, mucho tiempo.

lunes, julio 06, 2009

Éxito

Bien me decía Tatiana que explicar no era curar ni hacer feliz, pero no me importaba. Prefería aprovechar su compañía para hablar de mis asuntos con absoluto descaro egocéntrico en lugar de escuchar sus prédicas sobre la felicidad o los todavía más deprimentes detalles de su vida privada. Era una psicóloga muy aburrida cuando hablaba de sí misma, no así cuando empleaba sus controvertidos análisis para estudiar a terceros. Y yo era su amigo, de modo que ni siquiera tenía que pagar por su opinión profesional.
Aquella tarde de julio paseábamos por la orilla de la Antigua Caja de Agua de los Colomos, cerca de la esquina donde abundaban las tortugas, un poco hartos del calor y el aire detenido que un cielo parcialmente nublado no hacía circular ni enfriaba. Yo había vuelto a levantarme un tanto nostálgico, como siempre que al abrir los ojos descubría una espalda desconocida a mi lado. La de esta mañana era ancha y tensa, con una cicatriz justo a la mitad de un pequeño tatuaje. Había cometido el error de quedarme dormido antes de echarla y entonces pagaba con desazón la contemplación de aquella carne que la tétrica luz de la mañana anunciaba perecedera. No quería hablar de ello ahora.
–Tati, ¿qué crees? He descubierto en Internet detalles de la vida privada de dos o tres amigos de la preparatoria. Ya, ya, no me censures, es un ejercicio que encuentro particularmente placentero y humillante, pues me gusta observar mis reacciones e intentar leer lo que me quieren decir, ya me conoces, este narcisismo incurable… Pero bueno, vamos al grano, el primero de ellos fue mi compañero en el concurso estatal de matemáticas: ahora es sacerdote, pero no cualquier pobre diablo, ¿eh? Se trata del célebre autor de libros de autoayuda como “¿Qué quiere Dios de mí?”, “Mujer y hombre modernos”, “Pienso, luego soy feliz”, mejor conocido como el padre José. En su página, este cretino de pulcra barba, lentes de diseño, saco tweed y sonrisa colgate que aparece en televisión de cuando en cuando, anuncia sus libros con poses ridículos y dengues estilizados. Nadie que merezca la pena juzgar con severidad, desde luego, aunque tanto nos tiente esta moralina de fracasados que sólo ve fraudes en los triunfadores...
–Yo no lo juzgo, aunque reconozco que me molesta saber que ese hijo de puta no hizo psicología ni pasó por ninguna facultad antes de dar consejos a la gente. ¡Es competencia desleal!
–Es mala profesión la tuya, querida, mal fundada desde el momento en que obliga a los que la ejercen a cobrar por lo que los amigos hacen gratis: discutir los problemas ajenos.
–No vamos a hablar otra vez de eso, ignorante. Sigue.
–Bien. El segundo fue mi compañero de programación, Omar. Su página es interesante por cuanto es capaz de presentar la misma ñoñería del padre José bajo ropajes presuntamente modernos. Asistimos de nuevo al esquema heterosexual autocomplaciente hecho de mujer, niño y propiedades, con abundantes gracias a Dios por los bienes recibidos, con fotos de cumpleaños, compañeros de trabajo que se hacen compadres, esposas de los compañeros que devienen comadres, salidas a restaurantes, viajes al extranjero y alguna estancia en hoteles todo incluido. Te apostaría lo que fuera a que entre los escasos libros que tiene este imbécil se encuentran todas las excrecencias del padre José, salvo porque el caso de Omar es todavía peor: es protestante, ¡ja, ja, ja
!
–¿Original o convertido
?
–Convertido, hombre, ¿de qué originalidad hablas? Tenía dieciséis años cuando se mudó de religión por órdenes de su madre, que estaba loca, divorciada y necesitada de dinero. Luego le sentó bien el aire de superioridad moral que sobre la mayoría católica le procuraba su nuevo estatus de outsider. Ah, el fervor
...
–Oye, tampoco puedes juzgarlo con severidad sólo porque eres maricón y perdiste tu religión, ¿eh? Mucho desdén por la felicidad, pero a la hora de la hora
...
–¿Felicidad? Deja eso para tus cursos de budismo zen, Tati, yo sólo tengo curiosidad. Y ganas de reír. Así que déjame terminar y guárdate tus falsas objeciones que sólo subrayan la verdad de lo que digo. Si me interrumpieras menos
...
–¿Vas a terminar? Hace un calor horrendo aquí y no me da la gana aguantar tus regaños. Sigue
.
–El tercero del que supe fue Lino, que se hizo profesor como su padre y su abuelo. Encontré su currículum y algunas fotografías en la página de la universidad donde lo contrataron, que es donde trabaja su padre y donde trabajó su abuelo. La foto de bienvenida nos lo muestra de frente, radiante, bien peinado, con una corbata discreta y saco negro, enseñando una hilera de dientes que se antojan perfectos. La mayoría del currículum está en inglés y, aunque un tanto incongruentemente, produce la impresión de pertenecer a una compañía y no a una universidad
...
–Una cosa no excluye la otra
.
–No, no, ya lo sé, especialmente en estos tiempos
.
–O los que sean. Piénsalo bien
.
–¿Me vas a dejar terminar
?
–Concluye
.
–Tanta gente estable me hizo pensar que estoy equivocado, Tatiana, que quizá debiera rendirme antes de seguir peleando contra el mundo, antes de que sea demasiado tarde y mi exclusión sea definitiva
.
–Es definitiva
.
–Estás siendo de mucha ayuda, morena, gracias
...
–Ah, ¿quieres que te mienta? Debiste ser más amable conmigo, querido, ahora ya no tengo ganas. De modo que sigo. No peleas con el mundo, no seas dramático, pero tu desadaptación y terquedad son genéticas y tienen un precio que estás pagando con gran anticipación. Yo creí que podíamos esperar a que estuvieras en tus cuarentas antes de que se cerrara el cerco, pero mira, ¡te nos has adelantado
!
–¿Cerco? ¿No eres tú ahora la que está siendo dramática
?
–No. Tus dramas se inspiran en la exaltación del ego (“yo contra el mundo”, “yo excluido”, “yo original”, “yo excepcional”), pero lo que yo describo apenas te concierne: esta sociedad funciona como un solo organismo programado para excretar lo que no necesita. No hay mala intención en quienes te han ido segregando –tú mismo, dicho sea de paso- sino unos ojos no aptos para destacar la invisibilidad. Tú eres invisible
.
–¿Y por esta mierda de consejos te pagan tus clientes
?
–No, qué va. ¿Quieres soluciones? No las hay. Pero hay paliativos: ¿por qué no haces lo que ya hiciste seguramente anoche, luego de enterarte y no reconocer el éxito de tus viejos amigos: salir, emborracharte, follar, asomarte al inframundo donde el encanto dura hasta la mañana siguiente
?
–¡¿Cómo…?!
–Soy psicóloga, ¿recuerdas? Pero esta vez no permitas que nadie amanezca en tu cama. La soledad es un sutil contraste. Y la autoestima.

lunes, junio 22, 2009

Non sequitur

Nubio tenía visiones. Especialmente cuando se sentía amenazado por los problemas de la vida cotidiana su cerebro se regía por una paranoia no exenta de lógica y sentido. Relaciones delirantes, causas inextricables y perspectivas fabulosas surgían entonces a partir de cualquier insignificancia con una fuerza de persuasión irresistible. Es así que esta mañana presenció en cinco minutos la evolución del edificio blanco, sede del laboratorio en el que trabajaba, desde su actual emplazamiento hasta la desaparición del menor vestigio del mismo. Su visión resumía poco más de diez mil años de historia, aunque sólo quinientos bastaron para que toda presencia humana desapareciera bajo un cielo gris violáceo y una secuencia de lluvias ácidas redujera las paredes a escombros. Gruesas capas de arena enterraron las ruinas y nuevos océanos inundaron el lugar convirtiéndolo en su lecho. Una explosión de lava completó la destrucción haciendo hervir las aguas en que desconocidas bestias marinas se desplazaban a gran velocidad en densos cardúmenes.
Nubio entró al edificio. Sobre su escritorio encontró de nuevo los formularios de adhesión a la Sociedad Bienpensante a la que, por razón de edad y circunstancia, pero sobre todo por ley, estaba obligado a adherirse. Un agudo dolor metálico que había tratado inútilmente de calmar con un cóctel de analgésicos y hierbas volvió a recorrer el camino entre su oído izquierdo y la barbilla, pasando por todos los dientes. Sudando, en medio de un ligero mareo, cerró los ojos y se vio abandonando el laboratorio por la puerta de emergencia del segundo piso, tropezando, cayendo de costado, gritando a los agentes del orden que le dejaran en paz, sintiendo el calor de su propia sangre que escurría por la pantorrilla desde un orificio de bala perfectamente delimitado.
Nubio alucinaba. “
La creencia en un dios o dioses yo la considero perfecta”, repetía a los paramédicos de la ambulancia camino al nosocomio. Sus colegas coincidían en que llevaba una semana sometido a grandes tensiones, valorando qué hacer con su vida, hablando de puntos de inflexión y encrucijadas. “Tengo ahora trece años, cinco meses, dos días, diecinueve horas de estar avanzando hacia ese despertar que por razones obvias ha de llegar”, encontraron escrito en al menos quinientos archivos de su computadora fechados el 22 de junio de 1989. “De cualquier manera su contrato terminaba en agosto”, concluyó su inmediato superior con un gesto de tranquilizadora neutralidad. “Por una vez hace calor aquí, ¿eh?”, completó rematando con una carcajada.
Nubio resolvió crucigramas, problemas, contestó preguntas. Clarividente, explicó a una docena de médicos las situaciones que podían inferirse del simple contacto visual con ellos, proporcionando detalles, formulando deducciones, permitiéndose consejos. Vio con peligrosa empatía el origen alcohólico detrás de la alineación de plumas en el bolsillo de un oncólogo, su mal humor circunstancial, la voz forzadamente grave con que procuraba sobreponerse a las burlas de sus compañeros de primaria. Mirando al techo para contener las lágrimas le pidió a una enfermera que dejara de acobardarse ante las ricas sugerencias de una vida onírica diez veces más placentera que la vigilia. Durmió desde las seis de la tarde hasta las nueve de la mañana, pensando en blanco
.
Nubio es un hombre grande, un gran hombre. Pero sus visiones le impiden funcionar en períodos de angustia porque exceden con mucho el ritmo de la lógica de los hombres. Afasia, dicen los médicos. Asincronía, dicen sus colegas. Su madre cree que está loco, pero hace años que no lo ve. Esta mañana de 22 de junio abre los ojos en el hospital, pide disculpas, le da la mano a Guillaume el psiquiatra y a Hugues el neurólogo. Se retira con una gran botella de agua para calmar una sed de roca mientras toma el taxi de vuelta a su habitación. El conductor no tiene rostro, no habla, pero Nubio escucha su pensamiento decir “El verano es un mal tiempo para morirse en busca de la felicidad y de la salvación”. Reminiscencias, supone, de un día de estrés extremo
.
Ya está en su habitación y descubre con terror que nunca se ha ido. Hay miles de páginas escritas, el calendario fijo en el 22 de junio de un año que no puede leer. Nubio tiene visiones. Visiones de un 22 de junio en que no puede morirse. Un día de verano en que los edificios revelan su futuro hasta la última extinción. Tengo hambre, tengo sed. Creo que tengo familia. Nubio alucina o resuelve crucigramas. Tiene un trabajo en el edificio blanco. Nubio tiene que subir a un avión, no más taxis. Creo que tocan a la puerta. Abre. Guillaume el psiquiatra y Hugues el neurólogo están aquí, para extirpar el futuro.

viernes, mayo 29, 2009

Calendario

Saliendo del panteón, luego de enterrar a mi abuelo, Don Teodoro y yo nos quedamos hablando entre los abetos de la entrada mientras familiares y amigos se metían en sus coches con una rara mezcla de prisa y pesadumbre. Sudoroso y formal –traje de lana a fines de mayo- el viejo tipógrafo que por tantos años le imprimiera a mi abuelo los calendarios del taller y se hiciera su compadre con motivo de bautizos, bodas y no pocas comuniones, tanto en una como en otra familia, se secaba el sudor con un pañuelo marrón sin cerrar del todo la boca, como jadeando. Parecía faltarle saliva, pero no dejaba de hablar, un desarreglo propio de los que ven en la desaparición ajena lo que les espera y creen poder engañar a la muerte con verborragia. Pero la muerte no es retórica.
–Fue en el cincuenta y siete cuando Don Jesús me encargó el primer calendario, aunque la verdad fui yo quien se lo sugirió, ya ves que tu abuelo no era hombre de semejantes delicadezas, ¡qué va! ¡si en su vida nunca leyó un libro ni maldita la cosa lo que le importaba! Se burlaba de tu abuela y sus ínfulas de cultura, jamás se le hubiera ocurrido regalar a los trabajadores y clientes del taller calendarios con citas de hombres célebres al reverso de cada fecha, con el santoral completo, con los días festivos destacados en rojo… No, no, ¡qué va! ¡si tu abuelo no era de esos!
¿Sabe, Don Teodoro, que yo conservé los calendarios del taller de los años de mi niñez?- El tipógrafo, que miraba el suelo con sus enormes gafas de fondo de botella, levantó la vista y me miró desconcertado. Parecía que le había anunciado otra defunción y le costó un gran esfuerzo recomponerse, es decir, llevarse el pañuelo a la frente y reanudar su incontrolable río de palabras que, pese a todo, no parecía tranquilizarlo. Tartamudeó.
–¿D-De veras? Mira, mira nada más, qué poco conscientes somos nosotros del destino e influencia de nuestro trabajo, ¿v-verdad? ¿Así que lo has conservado todo, hijo? Los de los años ochenta no se parecen mucho a los primeros, la calidad tuvo que sacrificarse por la carestía, tú comprenderás, ojalá todo hubiera sido como en los años en que conocí a Don Jesús, ¡pero qué va, hijo, qué va! Este país sólo va de mal en peor, lo decía tu abuelo que no votaba y al que le asistía la razón, ya ves que al final ni mis hijos pudieron seguir con el taller, menos mal que hicieron una carrera, todos menos el más chico que prefirió la mecánica a la tipografía, y yo ya estoy retirado, hijo, muy viejo para seguir en esos trotes, ahora todo lo hacen por computadora y cualquiera puede en su casa imprimir los ejemplares que le vengan en gana… ¡qué va! ¡hasta inventarse las fechas
!
El tipógrafo emitió un gruñido que pretendió ser una risa y apenas llegó a mueca, seguido de una tos y un escupitajo que no encajaba mucho con la presunta formalidad que seguía haciéndole sudar copiosamente. Creí oportuno intervenir, aunque sólo fuera para ahorrarle un poco de saliva
:
–Mi abuela siempre me leía las citas del calendario, ¿sabe? También me relataba la vida de los santos a que hacían referencia los onomásticos. Debía saber mucho de las cosas de la Iglesia, conocía todos los nombres
...
–¡¿Todos?!- preguntó Don Teodoro con tono de sorpresa y ojos muy abiertos. O serían las gafas. –Quiero decir, son muchos nombres, sabes… El santoral no es el mismo que hace años, recordarás que el Papa eliminó muchos nombres, luego hay días festivos o fiestas que reemplazan el onomástico, en fin, hay que tener memoria de elefante, yo mismo no estaría seguro de conocerlos todos, ¡qué va! ¡si ya la memoria me falla terriblemente
!
–Hablando de las burlas que le hacía mi abuelo a mi abuela, ahora recuerdo que alguna vez, mientras me contaba la vida del santo en turno, le dijo que dejara de inventar historias, que todo lo del calendario eran puros cuentos
...
–B-bueno, tu abuelo, que en paz descanse, ya sabes, era un bromista incurable, ¡quién mejor que su esposa para saberlo! Se burlaba hasta de la iglesia, ¿eh? ¿t-te das cuenta? Era un hombre práctico y sencillo, pero eso sí, un buen hombre, leal y arriesgado, un buen amigo, ¡qué va! ¡un compadre como no he tenido ningún otro! De mí también se burlaba, no creas, alguna vez te habrá tocado verlo, me decía cegatón, Don Topo, El Tibio, decía que no era más que una secretaria con una máquina de escribir más grande, que coleccionaba libros para alimentar las ratas del vecindario, que imprimir los devocionarios y catecismos del Padre José no iba a abrirme las puertas del cielo, ¡Dios Santo! ¡vaya si tenía baterías tu abuelo para reír a costa de los demás…
!
–¿No las tiene usted, Don Teodoro?- le pregunté aprovechando la pausa que hiciera para escupir. Y la pregunta sonó mal incluso a mis oídos, y me di cuenta de ello apenas formularla, y comprendí que él podía creer que yo defendía a mi abuelo, y cuando me aprestaba a aclararle que no era mi intención, y que sólo lo preguntaba porque sí, y que no había detrás de mi pregunta ninguna gana de ofender ni el menor atisbo de agresividad, ya Don Teodoro levantaba la cabeza hecho un mar de lágrimas y en medio de una agitación tremebunda
:
–¡Sí, sí, qué va! ¡claro que puedo reírme de los demás! ¡lo sabes perfectamente, ¿no?! ¡No me tortures más, hijo, ya está! ¿Qué querías que hiciera? ¡No hay hombre en el mundo que soporte la imbécil tarea de buscar citas notables en los libros! Había que inventarlas e inventar sus autores, había que crear santos para hacer de esta profesión algo menos aburrido, había que distribuir aquí y allá algunos errores para que los días no pasaran todos iguales e indistinguibles. ¡¿Qué querías que hiciera, eh?! Lo siento por tu abuela y por tu abuelo, y también por ti y por todos los que celebraron el día de Santa Catalina Chica y de San Coyezno, por los que leyeron las citas de Galileo Lutero y Martín Galilei, por los que creyeron entrever la sabiduría profunda en sinsentidos como “No hay más mañana que el diario pasado” o francas idioteces como “Hombre es quien mira al frente y no tiene ojos en la espalda”, lo siento de verdad, por los devocionarios del Padre José que incluye a los “gachupines” en las rogativas de los que están en los cielos y por los catecismos que hablan de la transubstanciación de Moisés en el Sinaí y la transfiguración de la hostia en el rostro de los profetas… ¡qué va! ¡claro que puedo reírme…
!
–Está usted llorando, Don Teodoro, no es para tanto.- le contesté tratando de tranquilizarle mientras un cielo repentinamente nublado empezaba a chispear
.
–Pero si no lloro, hijo, ¡qué va! ¿no ves que ha empezado a llover? Siempre llueve el día de San Juan
...
–Eso es en junio, Don Teodoro.
–San Juan de Mayo, hijo, San Juan de Mayo…- contestó sonriendo.

lunes, mayo 11, 2009

Rodrigo Enríquez, intelectual tapatío

–Bien que los años pasen sin concedernos uno sólo de nuestros deseos de juventud (esas inocentes criaturas que terminan por volverse en contra nuestra, irritadas e inflexibles), bien que la resignación termine por imponer su reino de silencio sazonado con la repugnante empatía de los que hasta hace poco considerábamos idiotas, bien que seamos rápidamente descartados como actores en el teatro del mundo y se nos retiren –si alguna vez nos fueron dados- la influencia económica y el poder político, el ascendente moral e intelectual, o hasta la simple calidad de personas en tanto que consumidores; no es posible tragar encima el éxito –aun lógico y consecuente- de quienes juzgamos inferiores no sólo en lo que no nos atañía, sino en lo que nos concernía directamente y creíamos nuestro propio reino indisputable, ¡eso sí que es insoportable, Carmelo! ¡inadmisible! Farsantes, oportunistas, embaucadores que en tiempos menos bárbaros habrían sido denunciados, hoy prosperan hasta erigirse en guías con el aplauso unánime de sociedades frívolas, autocomplacientes y fatuas. Como esta, naturalmente…
–¿Dónde lo viste?
–En la columna Letras y Artes del Reinformador, imagínate, al menos está en el periódico (por llamarle de algún modo) que le corresponde. Mi sobrino lo olvidó aquí esta mañana, no irás a creer que yo compro esa basura…

–Pues ahí tienes el equilibrio que te falta: Rodrigo publica en donde puede hacerlo, es decir, en pasquines provincianos cuyo manual de estilo es perfecto para anuncios de ocasión, ¡ja, ja, ja!

–No es cosa de risa, Carmelo. He investigado más y me he encontrado con que este imbécil que ahuyentaba a todas las chicas en la preparatoria y cuyos amigos eran siempre tipos con alguna forma de retraso, ganó hace seis años el premio estatal de cuentos, lo cual hubiera carecido de importancia si la televisión local no lo hubiera invitado enseguida a un programa donde al parecer contó chistes, explicó cómo “su obra” definía a esta ciudad e hizo declaraciones ridículas que pasaron por “fuertes”, elevando espectacularmente el rating.

–¿Fuertes? ¿qué quieres decir?

–Ya sabes, tonterías de esas que permiten a una sociedad anodina suponer que está delante de un gran pensador, aunque éste sólo repita lugares comunes sin proponer nada serio. Por ejemplo, ¿qué te parece este galimatías? Cito: Es normal que aquí haya ocurrido la guerra cristera porque entonces el gobierno federal pretendió instaurar un laicismo religioso que paradójicamente mezclaba lo que nuestra sociedad teológica ya había separado, pues organizándose en torno a Dios los tapatíos ya comprendían la diferencia entre sus representantes espirituales y civiles. De ahí que hoy haya plena conformidad entre el cardenal, el gobernador y sus fieles. Pese a nuestras diferencias socioeconómicas, no tenemos conflictos. ¡Dios Santo! ¡con razón le dieron su propio programa de televisión!

–¿Ah sí? ¿Y eso es lo que te molesta? Si te sirve de consuelo nadie mira los programas de la cadena estatal.

–Eso fue hace seis años. Hoy es invitado prácticamente a cualquier programa o evento de los denominados culturales, por parte de cualquier gobierno, editorial o asociación, viaja y escribe libros de esos que se exhiben en los aeropuertos con letras grandes y fotos pretendidamente casuales del autor. Desde hace un año le llaman “el intelectual tapatío”, ¿qué te parece, Carmelo? ¡Y yo sin saber nada!

–Interesante. Creo que ya había visto su nombre, pero ni remotamente imaginé que se tratara de nuestro querido Rodrigo, ¡ja, ja, ja! ¡tiene gracia!

–¿Gracia? Es un mentiroso cuyo éxito radica en la absoluta ignorancia con que eyecta sus inmundicias. Está convencido de sí mismo y se ha instalado cómodamente en el papel de guía, alma local, sabio, historiador, literato, suma idiosincrásica y espíritu vivo de la ciudad, por usar sólo algunos de los adjetivos que le han aplicado. ¿En qué año estamos, Carmelo? ¿en 1900?

–No, pero si el modernismo más obtuso, el menos preparado y más barroco tiene un rincón privilegiado dónde seguir subsistiendo, es aquí, en Guadalajara. ¿Trabaja en alguna universidad?

–En todas. Él lo ha explicado como parte del “espíritu conciliador de la provincia que permite la síntesis de tridentinos y revolucionarios, guadalupanos y marxistas”. No pasará mucho tiempo para que incorpore el Sanborn’s, Plaza Galerías y los accidentes de ese monumento a la indolencia vial que llamamos Periférico al repertorio de nuestras más queridas tradiciones. Qué asco.

–Deberías buscarlo ahora.

–¿Yo? ¿Estás loco?

–Te lo digo por esto.

Le extendí un trozo de periódico que llevaba meses en mi cartera. Era el discurso de inauguración de la feria del libro del año pasado a cargo de Rodrigo Enríquez. Decía:

¿Por qué me admiran? Soy como cada uno de ustedes, nací en esta ciudad cuando todavía podía manejarse en ella, también compré una casa del Infonavit que no he terminado de pagar y fui asaltado en Oblatos. Lo que he logrado lo puede lograr cualquier tapatío con espíritu abierto, optimismo e inteligencia, cualidades que tenemos todos. Bueno, casi todos. Tuve un compañero muy brillante en la preparatoria cuya flama seguramente apagó su pesimismo. Tuvo la opción de formar parte de una sociedad maravillosa y rechazó sus bienes espirituales, rechazó su gobierno y sus costumbres. Se fue del país. Ahora no sé dónde está ni tiene importancia porque yo estoy aquí, inaugurando esta feria del espíritu en comunión con mi sociedad, mientras él, como toda víctima de soberbia, debe estar solo. No olviden los verdaderos tapatíos que su primera obligación es la nobleza. Y la segunda, su lealtad. ¡Que viva la unidad que refleja esta feria!


Luego de una silenciosa pausa se levantó a encender la televisión.

–Ya va a empezar el partido, Carmelo. Quizá todavía pueda reintegrarme.

Levanté una ceja extrañado, mirándolo por encima de los lentes.

–Vale, vale, sólo bromeo... Nos queda la risa, ¿no?

miércoles, abril 01, 2009

Magdalena

A los catorce años y como fracasara por segunda vez en la secundaria, mi papá decidió meterme al internado con las monjas, allá donde empezaban los huertos de Pablo Valdez. No sirvió de nada rogarle a mi mamá para que intercediera ni el escándalo que armaron mis hermanas el día en que me llevaron hasta allá, pues la primera se limitó a decirme que todo era por mi bien y las segundas sólo se echaron a llorar, excepto la mayor, que fulminó con la mirada a mis padres. Yo entendía bien que era un problema no tener interés por la escuela, que quizá no era tan inteligente como mi hermana mayor, que uno no podía pasarse la vida desdeñando todo como si estuviera por encima del resto sin dar pruebas de ello. Y sin embargo estaba segura de tener la razón y de que sólo era cuestión de tiempo para que ello quedara demostrado. Tiempo, sí. O atajos.
Ese martes hacía mucho calor, era mi cumpleaños y decidí escaparme. No sé si la idea surgió desde la noche anterior o si tomé la decisión luego de comprobar que ninguna monja se acordaba de mi aniversario. Hacia las diez de la mañana hablé con la superiora.
–Madre Superiora, quería pedirle permiso para ir a visitar a un tío que está enfermo, mis papás van a visitarlo hoy y yo quería acompañarlos, sólo voy y vuelvo antes del anochecer, es en Tonalá- Las mentiras, entre más gordas mejor, eran mi especialidad. Lo siguen siendo, aunque mis técnicas se han refinado muchísimo, no así el carácter grotesco de mis enredos. Como que sigo creyendo que los demás son idiotas... La madre puso cara de circunstancias y luego de una breve pausa, dijo
:
–Hija mía, tú sabes bien que tus papás te han puesto bajo nuestro cuidado y que las reglas no permiten salidas antes de cumplir seis meses de contrición- La monja me miraba con ojos divertidos, casi se diría que no me había creído una palabra y meditaba qué hacer con mi mentira. La saboreaba. Resolvió enseguida recomponiendo un rostro serio y dulce a la vez: –No obstante, para demostrarte la confianza que te tengo y que tú me pruebes a su vez que la educación cristiana que te estamos procurando no ha sido en balde, te daré permiso. Recuerda que te esperamos a las ocho de la noche en el refectorio
.
–Gracias madre, le prometo que aquí estaré a tiempo- dije todavía desconcertada por la facilidad del trámite y todavía más por la sensación rugosa que su mano derecha había dejado en mis labios.

Salí de prisa con una pequeña mochila en que metí mi mejor ropa. Había pensado dejar ahí los rosarios y la cadenita de mi primera comunión, pero luego pensé que quizá me servirían para venderlos. Recogí mi dinero, incluyendo el de la alcancía que compartíamos Adelaida y yo, y me fui andando varias cuadras sin saber bien a dónde iba. Cuando tomé consciencia de lo que estaba haciendo, ya estaba casi en la esquina de mi casa. Entonces decidí irme de la ciudad.

Cuando llegué a la central de autobuses no sabía bien a dónde ir. Miraba los tableros y las taquillas, el desfile de personas con cajas de fruta y animales, con maletas y bultos, algunos con imágenes religiosas. Recordé que no había desayunado cuando vi los carritos con virotes enormes que imaginé recién horneados. Siguiendo la línea de uno de los panes me encontré con mi nombre: Magdalena, 12:00 hrs., Andén B52. Compré el billete y el virote, sintiéndome feliz de que ambas cosas hubieran resultado tan baratas y de que todavía me quedara tanto dinero. Veinte minutos después el autobús salía despidiendo ese olor característico del diesel que tanto me gustaba y la ciudad quedó detrás enmarcada por mi ventanilla oblicua que abría con dificultad porque se atascaba.

Me dormí. Cuando desperté el autobús entraba en Tequila. Desperezándome comí un poco más de pan y aproveché la parada para comprar un refresco. Vendedores de arrayanes y jícamas, de lonches de pierna y jamón, se acercaron a las ventanillas gritando hasta aturdirme. Una indita me vendió una muñeca de trapo que tenía un par de lentejuelas por ojos y que olía a alcohol, lo que me recordó el olor de mi papá aquella vez que me enseñó sus manos despedazadas por el trabajo en el taller. “Con estas manos comes”, me dijo, y luego me dio una cachetada por haber sido expulsada de la secundaria.

El paisaje de Tequila a Magdalena fue haciéndose cada vez más árido hasta acabar en la polvorienta plaza donde vegetaban algunos viejos en medio de la algarabía de los niños. Bajé del autobús como si todo mi interior se hubiera vaciado en el trayecto y sólo quedara mi sombra. Nadie me conocía. Nadie me preguntaba a dónde iba. Di vueltas alrededor del quiosco y entré al templo de piedra en cuyo interior hacía frío. Compré uno de los muchos ópalos que vendían por todas partes y me senté al lado de una fuente para mirar los reflejos de la piedra bajo el agua. Luego comí una paleta de zarzamora y anduve hasta llegar al panteón donde terminaba el pueblo. Sentada en una tumba a la sombra de un árbol gigantesco, algo cansada y confundida, pensé en mi cama y una tristeza infinita me salió por los ojos sin que nada pudiera detenerla. Dejé la muñeca, la piedra y la mochila a mis pies y me llevé las manos a la cara. Me maldije por pensar una vez más que intentaría ser buena hija y buena amiga, que me parecería más a mi hermana mayor, que le devolvería todo su dinero a mi amiga Adelaida. Me maldije, sobre todo, por no hallar otra salida.

Y como era de esperarse los caminos se torcieron. Y volví a tomar el autobús de regreso a la ciudad. Y volví andando hasta el internado. Y a las siete y media estaba otra vez frente a la madre superiora que ni siquiera preguntó por mi tío. “Sabía que volverías”, dijo. Y yo sé bien que lo ignoraba porque en la sala de visitas ya me esperaban mis padres.

lunes, marzo 16, 2009

Noche en Lisboa

Mientras esperaba que el agua caliente llenara la tina, se sentó con dificultad en el banco y se miró las heridas. ¿Quién iba a decirlo? Tantos años como viajante de comercio, primero en el peligroso sureste mexicano y ahora entre España, Italia y Portugal, y finalmente le había tocado el turno de ser asaltado en Lisboa por tres adolescentes drogados que blandían no sabía bien si puñales o cuchillos, apenas había tenido tiempo de averiguarlo antes de salir corriendo luego de zafarse del cabecilla que lo tenía sujeto por la manga de la gabardina, un tipo de ojos grandes muy abiertos y cabello rizado, cuya imagen envuelta en las sombras del parque no podía sacar de su cabeza.
En sentido estricto no había habido asalto: no le habían quitado nada; tampoco sus heridas eran producto de las navajas ni de hipotéticos golpes, sino de la estrepitosa caída con que remató su vertiginoso descenso por una de las colinas del parque Eduardo Sétimo. Mientras cerraba el grifo y metía con dificultad los pies en el agua sin bajarse del banco, pensó con sorpresa que lo acontecido lo excluía del grupo de los sensatos que entregan el dinero tranquilamente para salvar la vida y lo hacía miembro de los afortunados que, habiendo opuesto resistencia, seguían vivos. Pero en vez de alegría, una película de pesadumbre tamizó su ánimo, y fue entonces cuando apoyándose en los bordes de la bañera decidió sumergir el cuerpo en el agua, como si ésta pudiera, si no lavarla, sí consolar la tristeza que tan repentinamente lo poseía.
Temblaba. Aquí y allá el agua era invadida por hilillos de sangre que parecían buscar la superficie y luego se difuminaban. Con los ojos cerrados recordó el momento en que sus zancadas se hicieron incontrolables y su pie derecho se torció hacia adentro obligándolo a empujar todo el cuerpo hacia la izquierda; recordó el pánico que le invadió al encontrar el suelo y mirar velozmente hacia la colina, sólo para levantarse de inmediato y arrancar en una nueva carrera hasta la glorieta. Ahí encontró por fin algunas personas e intentó pedir ayuda, pero su aspecto agitado, su mal portugués y su cojera recién adquirida sólo consiguieron asustar a una mujer y su hija que pasaban por ahí y se echaron a correr.
Abrió los ojos y sonrió con amargura. Controlando el inexplicable escalofrío que lo poseía tomó el jabón y empezó a pasarlo por las heridas. El agua en la bañera se volvió turbia y ligeramente fría, de modo que se puso de pie, desaguó la tina y se duchó pasando vigorosamente las manos por todo el cuerpo. No podía doblar bien la pierna derecha ni apoyarse en el codo izquierdo, cosas que averiguó dolorosamente al salir del baño e instalarse en la habitación. Deshizo la cama y se cobijó, pero los temblores volvieron a su cuerpo en cuanto rozó las sábanas tibias de aquel hotel de medio pelo donde hacía sólo unas horas había consumado una aventura. Un sentimiento de insoportable sordidez le empujó a encender la televisión para mejor olvidarse de sí mismo, pero no lo consiguió.
En mitad de un vídeo alemán donde la cantante repartía latigazos en un circo multicolor, le vinieron las palabras del taxista que lo recogió en la glorieta para llevarlo de vuelta al hotel. “Eso puede pasar en cualquier parte. ¡Pero a quien se le ocurre pasear por un parque luego de la medianoche!”, le dijo. “Usted es un hombre grande, ¿y qué hace un hombre grande, correr?”. Sintió un odio retrospectivo hacia aquel hombre que encima de reprenderlo se había atrevido a sugerir que había sido un cobarde, pero no pudo quitarlo de su pensamiento hasta que reparó en que la ira le había trepado a la cara: tenía fiebre.
La televisión seguía encendida cuando se puso de pie para ir por agua y buscar un analgésico. Le dolía todo el cuerpo, cojeaba, el sudor le humedecía la frente. Miró su cartera, contó el dinero, verificó que todas las tarjetas de crédito estuvieran en su lugar. “No me quitaron nada”, pensó, pero ello no le alegró en forma alguna. Encontró la pastilla y en el baño llenó un vaso de agua fría para tomársela. Se miró al espejo, se miró las manos lastimadas, se miró los pies hinchados apoyados en una toalla blanca donde se leía la dirección del hotel. Entonces recordó que llevaba en los bolsillos del pantalón ahí tirado las dos tarjetas-llave de la habitación: faltaba una.

Cuando volvió del baño a la habitación ya no estaba solo.

lunes, febrero 02, 2009

Cuando vuelva a tu lado

Un guardia veinte años más joven que él lo detuvo en la puerta y le preguntó brutalmente qué quería.
–Eh, mmm, tengo una cita con el Ing. Parejo.

–Deje una identificación.

–Claro, permítame.

Y sacando una licencia de conducir que no podía servirle ya de mucho –llevaba unos tres años sin auto- cruzó el pórtico de la universidad para recorrer los ochocientos metros que lo separaban de la escuela de ingeniería donde había estudiado.

Poco había cambiado en el par de décadas transcurridas desde que saliera de ahí maldiciendo por igual a maestros y alumnos: la arboleda era más nutrida, los estacionamientos se habían ampliado y el viejo edificio de la rectoría en cuyo noveno piso le informaron que había perdido la beca por “deslealtad universitaria” había requerido un armazón de acero para reforzarlo; pero todo seguía más o menos igual y a no pocos de sus antiguos maestros los encontró por los pasillos del edificio de ingeniería quince días atrás, en la primera entrevista que tuvo con Parejo para pedirle trabajo como profesor.

–El Ing. Parejo le atenderá enseguida- fue lo que le informó la secretaria cuarenta minutos antes de que se atreviera a preguntar:

–Perdone, ¿no será mejor que vuelva otro día?

–Ya le dije que el Ing. Parejo lo va a recibir. Haga favor de sentarse.

Y, resignado, volvió a echarse sobre el sillón marrón de aquella salita de espera de la que él era el único ocupante, tratando de organizar su cabeza y no prestar atención al desfile de profesores y alumnos que entraban y salían de la oficina de Parejo sin siquiera dirigirse a la secretaria.

Sintió vergüenza de estar ahí, un abrasador sentido del ridículo, de modo que repasó en forma sumaria la historia que ya le había dado a su amante en las muchas discusiones que precedieron su decisión de venir a su antigua universidad a buscar trabajo: lo he intentado todo, ya lo ves, he trabajado en siete universidades diferentes y todas han terminado por prescindir de mis servicios, ya rebaso los cuarenta años y es urgente tomar lo que sea para evitar un desastre, jamás pensé que con mi currículum fuese a tener un destino semejante, pero así es este país y hemos decidido quedarnos, ¿no? como sea, ya es tarde para volver a irse y hacer lo que alguna vez se nos ocurrió y…

–El Ing. Parejo lo está esperando- le avisó la secretaria al tiempo en que reprobaba con su mirada lo que a todas luces había dejado de ser un tren de pensamientos para convertirse en un murmullo agolpado en sus labios: esa maldita costumbre de hablar a solas –o pensar en voz alta- que adquirió en los miles de días solitarios sobrevividos en el extranjero…

Avanzó por aquel pasillo estrecho y largo. Tocó a la puerta. Nadie contestó y volvió a golpearla ligeramente. Nada. La abrió con suavidad y, sin levantar la vista de los documentos que firmaba, el Ing. Parejo le llamó con la mano derecha en un frenético mover de dedos.

–Buenas tardes, ingeniero, gracias por recibirme, yo…

El Ing. Parejo levantó de nuevo la mano derecha pidiéndole silencio. Luego de firmar otra decena de documentos y de hacer alguna operación aritmética en la calculadora, levantó la vista con cierto enfado.

–Bien, bien, vamos a arreglar esto, ¿me trajo su currículum, verdad?

–Claro, hace quince días, en nuestra primera entrevista, pero aquí traigo otro si quiere…

–No, no, no. No se moleste, ya me enviaron un informe detallado desde rectoría. Permítame.

Por el intercomunicador le pidió a la secretaria el informe BER9097. Un brillo de sudor cruzó su frente y del suelo recogió el gastado portafolio que acababa de dejar. “¿Para qué traje esto si no traigo nada importante?”, se preguntó retóricamente como si no supiera que aquel portafolio era su escudo: lo colocó lentamente en su regazo. Carraspeó intentando humedecer una garganta que se había quedado seca.

–Aquí tiene, ingeniero- dijo la secretaria apenas depositar sobre el escritorio un grueso expediente con varias carpetas dentro, para salir enseguida como quien tiene mucha prisa.

–Muy bien. Vamos a ver, ¿para qué hizo todo esto?

–¿C-cómo?- preguntó desconcertado.

–Sí, sí, ¿para qué quiere trabajar en la universidad?

–Bueno, fundamentalmente porque es una universidad de prestigio que además fue mi alma-mater, lo que significa que conozco bien su manera de trabajar y el espíritu que la motiva; porque me permitirá realizar las actividades de docencia e investigación que tengo proyectadas y…

–Y porque está desesperado y sin trabajo, ¿no es así?- atajó brutalmente el Ing. Parejo. Se hizo un silencio breve en que las agujas del enorme reloj de pared ocuparon todo el espacio. Recuperándose con celeridad de un extraño sentimiento de desnudez, contestó:

–No, no exactamente, pero un puesto de tiempo completo es necesario para…

–No puede trabajar con nosotros. Lo sabe perfectamente.

–¿No?

–Claro que no, pero déjeme hacerle un favor y explicarle que esto tiene poco qué ver con sus payasadas de estudiante, esas veleidades que le hicieron perder la beca y sumieron a su familia en serias dificultades para pagar sus estudios- dijo el Ing. Parejo sacando un pesado cenicero de un cajón del escritorio y encendiendo un cigarrillo. También hubiera querido fumar en aquel momento, pero ni siquiera le ofrecieron uno.

–¿Cuál es el problema entonces?

–Es un asunto de coherencia. Su presencia en esta facultad sólo dañaría el equilibrio entre personas y circunstancias, como en una obra de teatro, ¿me entiende? No puede meter cualquier personaje en cualquier situación, a menos que quiera terminar con un galimatías asqueroso.

–¿Teatro? Pero ingeniero, tengo un doctorado en inteligencia artificial, egresé de esta facultad, estoy mejor capacitado que la mayoría de su planta académica…

–Eso no tiene la menor importancia. Ellos pertenecen a la universidad, no sé si me entienda…

–Ing. Parejo, esto es muy importante para mí, ya le dije que he hecho de lado cualquier consideración ideológica, participaré con ustedes, no verán persona más entusiasta para…

–Escúcheme, no está poniendo atención. Que un empleado crea o no en los ideales de la universidad es lo de menos, a nadie le importa salvo a ellos mismos. El rector y su familia sólo han puesto las bases, pero la maquinaria funciona por sí misma, como una obra de teatro que atrajera sus propios personajes y excluyera los ajenos. Usted simplemente no puede participar porque pertenece a otro argumento.

–Ingeniero, si se refiere usted a mi situación económica, le aseguro que…

–No. Tampoco es eso. Entre nuestros profesores encontrará una gran cantidad de miserables: apenas llegan al final de la quincena, visten mal haciendo enormes esfuerzos por no desentonar con sus alumnos, sienten tocar las puertas del cielo cuando se les organiza una comida de fin de año o reciben una felicitación del rector. Los hay también que tienen dinero, pero eso, repito, es secundario. Lo fundamental es que todos ellos acepten tácitamente servir al alumnado que sí tiene dinero y, de preferencia, que crean que depende de la educación que imparten el hecho de que lo sigan teniendo… Ya sabe usted que no hay como el empleado para defender los intereses del dueño- dicho lo cual el Ing. Parejo rió moviendo la cabeza y apagando su cigarrillo. Se puso de pie y le extendió la mano.

–Fue un placer.

–Pero ingeniero, no ha terminado usted de explicarme. ¿Qué es lo que importa entonces para ser contratado si no interesan mis estudios, mis creencias o mi dinero?

–Le sorprenderá saber que tampoco importa mucho el hecho de que usted sea ateo y homosexual… Vamos, no me mire así, recuerde que siempre nos distinguimos por seguir de cerca a toda la familia universitaria, sobre todo a los descarriados… No se le contrata fundamentalmente por coherencia narrativa, por respeto a nuestro guión, sí, pero sobre todo al suyo: ¿o no se ha dado cuenta de que la vida le ha reservado un papel en los márgenes del gran teatro del mundo? Asúmalo. Y váyase.


De regreso en casa preparó las maletas. “Me esperan más días de soliloquios”, se dijo pensando en voz alta. Y sonriendo encendió la televisión mientras esperaba a su amante.