lunes, marzo 17, 2008

Andy Warhol entre nosotros

Esto sólo podía llegar como colofón irónico antes de cumplir la edad definitiva de Cristo, una confirmación adicional de esa caprichosa Ley de Murphy que no me ha negado ninguno de mis sueños, pero los ha puesto siempre en el lugar y tiempo precisos para que mi estoica soberbia filosófica –ni siquiera oximórica- me niegue su simple goce y clausure su continuidad. Así de enrevesadas son las veleidades que se disfrazan de ascetismo, la decepción del mundo y su consecuente amargura que disimulan mal un ego travestido de humildad y decencia. No puedo hacer como Nietszche para engañarme al respecto y equiparar el sufrimiento con la calidad de las personas (¿qué sufrimientos? ¿qué personas?), pero explicar con la verdad no es una declaración de intenciones de enmienda, ni siquiera un arrepentimiento, menos aun una manera de medir la calidad de nada. De modo que lo que sigue es un catálogo de curiosidades, pero no hay moraleja, acaso –deseablemente- tampoco sufrimiento.
El ego es fácil de explicar porque crecer de espaldas a los hombres (dicho sea en su acepción de humanidad –y a de espaldas le corresponde el sentido de rechazo- y no en su acepción de género masculino –y a de espaldas le corresponde el sentido de atracción… vale, dicho sea en todos los sentidos) y concentrarse en los libros produce la ilusión de ungimiento (Keanu Reeves, The Matrix, 1999), espejismo reforzado por el contraste progresivo entre lo que ofrecen los que escriben y lo que dicen los que hablan. Para un niño que crece convencido de que el mundo adulto es perfecto y sus compañeros unos salvajes, que los héroes patrios son ejemplos a seguir, que sacando dieces y declamando en concursos podrá aspirar alguna vez a la presidencia de su país, resulta cuando menos lamentable el paulatino –y cree él, deseable- descubrimiento de las personas que le rodean. Sobre un Atlas Turístico de México, escribo el 20 de mayo de 1987: Este libro me fue otorgado como Premio por ganar el Concurso de Conocimientos de la Zona 10.2. Escribo para mí mismo y el reconocimiento llega tarde: un mes después la educación primaria termina. Y la infancia no se sabe siquiera si ha empezado, pero la adultez ya lo hizo.
Me perdí a mis compañeros de primaria –luego no hay arraigo aunque se insista en que crecer en San Juan de Dios lo hace a uno verdaderamente tapatío- pero me invento amigos en la secundaria con los que no comparto más que poemas, patadas, enamoramientos inconfesados y refrigerios que nunca llegan a mi boca. Entonces aparecen las primeras personas perfectas. Mi maestra de matemáticas me deslumbra con un mundo de ciencia, arte, filosofía y libertad que roza el libertinaje. (Robin Williams, La sociedad de los poetas muertos, 1990). No consigo penetrar en todos sus misterios cuando la secundaria termina dejando como saldo un amigo intermitente que se solidifica y una maestra que emprende un larguísimo camino de vuelta a su ordinariedad. Y luego de una fallida iniciación sexual vuelvo a preguntarme si en verdad todo tiene su momento para ser. Y por qué mi momento está indefectiblemente después. One-word answer, me digo: Dios.
La educación media superior me encuentra más que nunca establecido en el terreno literario y científico (¿o no era ciencia ese feliz andar hacia el ateísmo?) a un grado tal que a mis quince años y profundamente afectado por la lectura del Quijote me acerco al vendedor de paletas para preguntarle cuál es su pregón. El hombre me mira atónito, murmura algo y se va, pero a este malentendido le sigue el descubrimiento de nuevas personas perfectas de quienes esperar la verdad, la salvación y la vida: otra profesora de matemáticas suavemente revolucionaria mientras desaparece la Unión Soviética y habita una hermosa y amplia residencia, y un escolástico con pata de palo que se persigna antes de comenzar cada clase llenando el borde inferior del pizarrón de colillas de cigarros y que se suicida cinco años después en su despacho. Dos personajes y un país, España, al que hago catálogo de mis fantasías erótico-intelectuales por puras razones literarias y cinematográficas. Y, como descubrí más tarde, no hay contradicción: la profesora y el profesor, la revolucionaria y el reaccionario son las dos versiones del concepto español que más admiraba: la fe apasionada que condujo a la Guerra Civil y que entonces se me escapaba como la sangre derramada de Antoñito el Camborio. Pérdida de la fe, decepción universal periódica y falsa (o era falso el entusiasmo): a periodos de obscuridad y rezos (¿o eran de luces y lecturas?) le siguen patéticas entregas totales y compromisos que mis adolescentes compañeros contemplan con indulgencia y risas. Algunos de ellos sufren de mi idolatría que los convierte en personas perfectas inalcanzables y malditas; tronos imaginarios a los que imagino subirlas para imaginar que las derroto. Sigo hablando conmigo mismo o ¿habíase visto algo más egoísta que quien da todo cantando reciprocidad?
Los estudios universitarios son la primera etapa de deconstrucción. Como ya lo explicaba al principio, la satisfacción del deseo es tardía y dichos estudios comienzan cuando ya se agotaron las energías para emprenderlos (una computadora que llega tarde para la preparatoria llega demasiado temprano para la universidad). Poco importa que los resultados académicos vuelvan a ser excelentes si se descree sistemáticamente de las notas, de los profesores –salvo de un par de ingenieros perfectos y muy católicos que, por fortuna, no se pegan un tiro- y finalmente de Dios. Tarde, insisto, porque de Dios ya se desconfiaba desde los trece y un espíritu generoso me habría ahorrado mucho tiempo, culpa y decepción… ¿pero es posible ahorrarle todo esto a quien cree firmemente en su superioridad?
A falta de mejores alternativas para seguir cultivando campos artificiales, se opta por el trabajo teórico, cuanto más alejado del mundo y de los hombres, mejor, aunque en todo momento se mire a éstos a través de esquemas, categorías, ideas y, otra vez, libros. La fraternité emite sus últimos estertores. Se atraviesa el amor y se comprende que hay que ir tras él sacrificando una carrera y una genialidad inexistente o deconstruida (Matt Damon, Mente indomable, 1998). Y se duda, se duda abundantemente mientras los años se acumulan y las experiencias escasean, no porque falten novedades objetivas (el paso de alumno a profesor casi instantáneo, un doctorado, nuevos países y lenguas, incluso algunas personas que por primera vez no son perfectas, el tan esperado contacto con una España que no se corresponde en absoluto a la imaginación, ¡ni siquiera a la historia!) sino porque ya no se aprende nada, sólo se deconstruye, se desmontan ambiciones al tiempo en que se llena el currículum sin comprender cómo puede ser el mundo tan paradójico… ¿o es el budismo?
Y luego de miles de páginas de diarios, artículos, disculpas disfrazadas de cuentos e intervenciones nihilistas en foros donde de vez en cuando se encuentran retóricos que no aburren; luego de diez años de tediosas e irrelevantes publicaciones sólo en sentido lato y piadoso llamadas científicas, lo único que puede causarme un falso orgullo se publica en forma de falso anatema verdadero (“Señor Director:”). Y entonces comprendo de golpe que la deconstrucción tocó fondo. ¿Qué sigue?