sábado, enero 14, 2012

Diecinueve días

Lo trajo su esposa, una mujer elegante que fumaba cigarrillos muy delgados y llevaba el cabello tocado por un sombrerito que más bien parecía un adorno de colores como sus ropas. Mientras hablaba no podía evitar mirarle la boca de labios delgados, pintada de un rojo intenso brillante y los parpadeos casi calculados mientras se interrumpía para fumar.
–Desde que nos casamos no ha hecho más que empeorar, Herr Doktor. Al principio creí que era una simple observación, una tontería. Y probablemente entonces lo era porque no dejaba de llevar a cabo sus actividades con la diligencia acostumbrada. Pero cambió. Primero esa insistencia en que el tiempo terminó con el siglo XIX. Luego esa cada vez más pronunciada angustia al tener que transitar por los primeros diecinueve días del año, antes de su cumpleaños. Ahora no quiere salir durante ese tiempo, ¿se imagina? Hoy me ha acompañado hasta aquí porque le he amenazado, sabe, con dejar Viena e irme a vivir con mis parientes italianos en el salvaje Piamonte. Ya sabe que las razas inferiores le ponen los pelos de punta...
–No vuelvas a mencionar eso, querida, por favor. Nadie va a Italia- le interrumpió él con la delicadeza que su angustia mental le permitía. Retomó él la conversación:
–Herr Doktor, habrá notado que salvo un grupo privilegiado, todos corremos el riesgo de morir antes de la fecha de nuestro cumpleaños del año en curso. ¿Se da Usted cuenta? ¿Morir en un año en que nos correspondía otra edad distinta de la que podrá calcularse por nuestras lápidas?
–Normalmente se incluyen las fechas precisas de nacimiento y muerte- contesté pausadamente. –Esa información es suficiente para...
–¡No! ¡No es suficiente Herr Doktor! ¡Por favor! Se prescinde del mes, más aún del día, la gente hace restas con facilidad de los años. Lee "nacido en mil setecientos noventa y nueve, muerto en mil ochocientos setenta y siete" y dice, ya está, ¡el hombre vivió setenta y ocho años, cuando bien pudo ser que nunca haya llegado a esta última edad y se quedara con setenta y siete. Fue el caso de mi padre, Herr Doktor, no un caso cualquiera porque él nació el cuatro de enero, ¿se da cuenta? ¡Cuatro de enero! Si un hombre nacido en esa fecha no puede garantizar morir después de su cumpleaños, ¿qué podemos esperar el resto?
–Comprendo. ¿Puede explicarme la importancia de morir después de su cumpleaños, hecho aparte del correcto cálculo de la edad a partir del registro de su hipotética lápida?
–Oh no, Herr Doktor, no Usted por favor- interrumpió la mujer. –No será Usted quien le preste atención a estas supersticiones, ¿verdad?, ¿cómo puede siquiera creer que esto es explicable? No le dé crédito, se lo pido, ¡eso sólo puede alimentar su obsesión enfermiza!
Hizo ademán de abochornarse y sacó un frágil abanico con motivos chinos con el que empezó a ventilarse mientras parpadeaba con ensayada contrariedad.
–Le explico- continuó el marido –Han sido muchas las veces en que he tenido que aclarar que mi padre murió de setenta y siete años, muchas las ocasiones en que he soportado el asombro de la gente para la cual su muerte el dos de enero y a sólo dos días de su cumpleaños, era un ejemplo siniestro de obra malograda, trunca, incompleta. No permitiré que eso me suceda y para evitarlo sólo debo cuidarme muy bien las espaldas durante diecinueve días. No es mucho, ¿verdad? ¡No puede ser irracional evitar morirse!
Dicho esto me miró con ojos que pedían comprensión y enlazó sus manos como si se dispusiera a hacer un perentorio ruego. Calló, no obstante, lo que permitió a la mujer intervenir luego de que guardara el abanico en su boslo y encendiera otro cigarrillo.
–Ahí lo tiene, Herr Doktor, ¡una superchería irracional! Si basados en obcecaciones semejantes se dirigieran los gobiernos del mundo, ¿qué pasaría? Guerras mundiales atroces, carnicerías, amenazas de todo tipo sólo por una creencia estúpida, o la anarquía que preside la vida de todas las razas inferiores que habitan los horribles países del sur. No somos animales, Herr Doktor, hágame el favor de recordárselo a este hombre que no es capaz de funcionar diecinueve días al año como lo hacemos todos los demás. ¿No sería posible que le tranquilizara con medicamentos? La Señora Von Borstel ha tenido excelentes resultados con las hojas peruanas que Usted le ha recetado, según entiendo.
–Oh no, descuide. Su marido estará bien, no hay necesidades farmacológicas- En realidad la señora sólo acució mi deseo de que se marcharan para volver a esnifar la nieve de los Andes. De modo que aceleré el paso levantando una mano que pedía calma, encendí una pipa, guardamos silencio por unos cinco minutos y luego hablé, dirigiéndome al marido.
–He escuchado su caso con atención y reflexionado en sus argumentos que, pese a la acusación de irracionalidad, son perfectamente matemáticos. Esta no es una discusión metafísica. Muere usted antes de su cumpleaños del año en curso y ¡paff! ¡se queda con un año más en la lápida y uno menos en la realidad! Bien, bien. Estos son cálculos groseros, anualidades donde hay grandes márgenes de error. Dígame, ¿cuál es el primer año de vida de una persona?
–¿Qué quiere decir? Pues el primero, ¿no? Eh... del nacimiento hasta su cumpleaños...
–Exacto. Eso significa que durante un año entero la persona tiene "cero" años, sólo tiene meses de edad, dice la gente, ¡pero en realidad es su año número uno! Más aun: justo cuando el año número uno ha terminado e inicia el dos ¡la gente dice tener sólo un año de edad! ¿Lo ve? La incongruencia permea en estos asuntos por un lado y por el otro... lo mismo ocurrió, se lo digo respetuosamente, con su padre: murió de setenta y ocho porque aunque no llegara a su cumpleaños era su año setenta y ocho de vida. ¿Comprende?
–¡Herr Doktor! ¡es usted un genio!- dijo el hombre levantándose del sillón como un resorte ante la mirada displicente de la esposa. Continuó: –¿Te das cuenta mujer? El Doktor tiene razón, por supuesto, ¿cómo no lo había notado antes? ¡Oh, qué suerte! Da igual... bueno no, más bien hay que evitar morir después del cumpleaños porque entonces este criterio no se satisface, ¿eh? Correcto, sí, correctísimo. ¡Brillante!
–¡Vámonos ya, por Dios!- dijo la mujer poniéndose también de pie y abriendo el bolso para pagar la consulta. Les acompañé hasta la puerta, luego abrí el cajón de la lucidez, esnifé, miré por la ventana complacido.
Un correo me llegó la mañana del veinte de enero: el paciente se había colgado a sí mismo en la biblioteca de su casa frente al Rathauspark. Luego supe que la mujer elegante estaba angustiada porque al haber ocurrido durante la noche no quedó claro si el marido había muerto el diecinueve o el veinte. El forense sólo dijo: "alrededor de la medianoche". Quizá deba ir a dar mis condolencias.