domingo, mayo 26, 2013

Todo se arregla con sexo

No es tan largo el camino, ni tan lento el dolor
 Todos ellos, Nacho Vegas

En la habitación donde estuvimos juntos, con la televisión a volumen moderado de una serie americana que aun sin ponerle demasiada atención conseguía arrancarme risas aisladas en la madrugada todavía más completa del sexto piso del hotel, repensaba lo ocurrido: que había hecho un viaje entero para hacerle el amor, que le había esperado impacientemente a las puertas de la catedral (el único sitio público aparte del palacio de gobierno al que sabría llegar sin perderme), que lo veía por segunda vez en menos de una semana y que el sexo ansiada repetición de nuestro primer encuentro— estaba ya emponzoñado por una fina censura que reprobaba, quizá en el mismo orden en que me vino a la mente: nuestra diferencia de edades, nuestra homosexualidad y nuestro claro rechazo a cualquier forma de educación sexual.
Quizá nada me molestaba más que sentirme ridículo de haber acariciado aquella piel y de haber besado todos sus orificios, con este mi cuerpo abombado de hombre maduro. No suelo tener esta perspectiva, pues casi todos mis encuentros son sólo primeras veces en los que el ímpetu —la excitación— no tolera reparos: moralmente mínimos, sentimentalmente nulos, eficaces en su propósito y limpios —o casi— de consecuencias. Pero a veces me gana el pesimismo y mi carácter jovial no da para más: veo mis carnes colgar desproporcionadas, la barba y el cabello canos por los que él pasaba incansablemente sus manos hasta hace unas horas, mi voz ronca que opacaba la suya adolescente y hasta el frío cálculo de mis acciones para pagar la cuenta del hotel u ordenar la comida en un restaurante ('sí señor', 'no señor', 'como usted disponga, señor').
Fue un sexo estupendo, el mejor en un par de años. La tentación de retener es grande, pero él no quiso quedarse a dormir. Y yo lo agradecí porque en el fondo no me gusta amanecer con nadie al lado, incluso si es en la soledad escandinava de estos hoteles de diseño con pantalla plana, aire acondicionado y paredes insonorizadas. Sé que no puedo quedarme con nadie, con nada. Que mi esposa frígida y cordial me espera en la otra ciudad, quizá con el desayuno listo, quizá con la comprensión más cabal. Que mi hijo y mi trabajo y mis compañeros y mi equipo están todos esperando que mis eventuales fugas de la realidad sean sólo eso y que nunca pretenda darle un vuelco a mi existencia para quedarme instalado en lo que me produce placer. Los instintos destruyen, leí en alguna parte. No puedo vivir en un hotel. No puedo esperarlo todos los días porque él también envejece.
Levanté el teléfono y marqué el número de Jorge, mi viejo amigo a quien no me preocupaba despertar porque ya sabía que desde hace meses no dormía con su mujer.
—Pero no deberías ceder, Miguelito, no deberías dejarte diluir de ese modo ¡y encima sin protegerte cabrón! Piensa. ¿No es en eso en lo que consiste ser grande, quiero decir, tener una edad razonable? A ti te va muy bien, puedes permitirte estos placeres, ir y venir, pero todo depende de que sigas sosteniendo lo que lo hace posible, ¡incluso tu mujer y tu hijo!
Lo sé, Jorgito, pero a veces me pongo a pensar, es sólo una idea a la que se le pueden oponer mil objeciones prácticas: ¿y si todo se arregla con sexo? Yo ya estoy grande, dices, ya no somos jóvenes y tienes razón: nuestro tiempo ha pasado ya. Pues bien, precisamente por eso yo ya no deseo que me comprendan ni que me amen ni que alguien se ocupe incondicionalmente de mí. No, no, no, yo sólo quiero que me abran las piernas con generosidad, que me amen aquí y ahora, en directo, no para siempre ni cuando debamos continuar con el resto de nuestras vidas. Quiero poder medirlo todo en erecciones, en sudor, que a los besos apasionados no les llegue la nieve del beso de buenas noches en un tálamo nupcial...
—Pero no nos hagamos pendejos, Miguelito, ¿cómo me dices eso? Quiero decir, estoy de acuerdo en que todo es mejor con sexo. Tú sabes los meses que llevo sin poder tocar a mi mujer, que ella se ha ido a vivir con su mamá y se ha llevado a la niña, que ya no tengo ni siquiera el consuelo de masturbarme a su lado. Pero si ahora tengo esta casa a mi disposición, lo que no tengo es ánimo para simplezas. Y meter viejas aquí es simple, pero no consuela, no me alegraría tanto como poder mantener a mi familia unida. Y no puedo...
—La familia es una bonita idea, Jorgito, pero no tan hermosa como la que te comento: todo se arregla con sexo. Yo pensaría mejor, viviría mejor, sufriría menos desde luego. No hay nada peor que estar al lado de un cuerpo que no nos significa nada ya, buscando circunloquios retóricos para justificarlo todo, para 'elevar el espíritu', dicen, cuando todas esas palabras podrían diluirse en unos segundos de jadeo y transpiración...
—Siento escucharte decir eso. Lo siento por ti y por Adriana.
—Yo lo siento más. Pero no sé si deba sentir lástima por nosotros. No me cuesta sentirla por los jovencitos que creen poder con la vida e ignoran todo de ella, pero con nosotros es distinto: ya somos culpables. Incluso estéticamente nuestros cuerpos reflejan la experiencia y el agotamiento, la responsabilidad. De modo que en este desastre todos somos culpables de no respetar nuestros deseos y naturalezas. Pero si algún día me decido, si algún día tengo el valor, ya verás: todo se arregla con sexo.
Mi amigo río a carcajadas y aun hablamos de algunos personajes del pasado antes de colgar. Lo echo de menos como a la juventud. Lo echo de menos como a la oportunidad de volver a empezar. Mientras me voy quedando dormido pienso que no podré cumplir mi propósito, que mi vida no cambiará. Los programas se suceden en la televisión, alguien conversa en el pasillo del hotel, sueño que estoy otra vez con el chico por una carretera camino a la playa, que se inclina sobre mí y me hace una mamada prodigiosa. Cuando levanta la cabeza ya ha envejecido y me despierto: el sol invade toda la habitación, la tele está apagada. 'No hay un par de cuerpos que toleren envejecer juntos', me digo.
En el camino de regreso a casa, un muchacho espera a un costado de la carretera. Lo levanto. Extraño el cuerpo de anoche, la posibilidad de quedármelo para siempre (el mejor en dos años), la todavía más remota idea de volver a tener sexo con mi esposa. Pero miro al chico y recuerdo: todo se arregla con sexo.

domingo, mayo 12, 2013

Casa de asistencia

La dueña fue muy clara y habló como si estuviera molesta anticipadamente:
—No hay que abusar del ventilador porque la luz es muy cara. Es preferible dejar abiertas las puertas del balcón y la habitación porque así se crea una corriente de aire muy agradable. O salgan a la terraza y convivan con los demás huéspedes: las macetas y enredaderas la hacen más fresca y las losas del suelo son frías aun en plena canícula. Mi sobrina prepara unos jugos y licuados muy buenos, fríos si gustan, es una buena muchacha. O salgan a la plaza, ¿eh? Hay más niños ahí con quienes jugar y todo está muy arbolado hasta llegar al río.
Mi madre asentía deteniendo el par de puertas de nuestra habitación para impedir que ella pasara, aunque la dueña se las arreglaba para mirar por encima de sus hombros. Vigilaba que no trajésemos nuevos aparatos como los varios huéspedes que se habían hecho de pequeñas teles portátiles o radios que encendían a hurtadillas. Ella golpeaba las puertas de las habitaciones cuando consideraba que ya habían gastado más energía de la permitida y pasadas las once no dejaba de insistir en que apagaran la luz de las habitaciones "para no molestar a los demás". Era una vieja especial.
Aquel mes en la casa de asistencia me dediqué a ordenar repetidas veces la colección de monedas que había traído conmigo cuando salimos huyendo de casa: las monedas de los setentas con sus formas hexagonales y dentadas, las de los ochentas mucho más pequeñas y ligeras, claramente inservibles, las extranjeras que provenían en buena parte de las que me regalara mi tía Eugenia en la última Navidad. Las llevaba en una caja de madera que me había regalado mi tío Roberto y tras cada conteo y clasificación debía volver a colocarlas dentro y permitir que se revolvieran. Mi hermana se aburría de verme hacer esto y hacía migas con el pachuco de la habitación de al lado, un hombre de unos cincuenta años que no dejaba de subirla a sus piernas para hacerle caballito y cuya habitación estaba invadida de revistas: muchas de vaqueros, algunas de chicas con las tetas al aire y otras todavía más raras donde posaban jovencitos desnudos con rostro de santo compungido. No creí prudente decirle nada a mi madre, aunque ella se expresó muchas veces con repugnancia del vecino y alguna vez me dijo que lo descubrió en el baño limpiándose sangre del culo. "Qué asco, debe ser homosexual", me dijo.
Todos los días, hacia las seis de la tarde, mi madre nos llevaba a la plaza de enfrente. Poco después los árboles se llenaban de pájaros escandalosos que tapizaban de mierda blanquecina la explanada, levantando un fuerte olor a azufre y humedad que se mezclaba con el de los azolves del río. Mi hermana y yo correteábamos un poco por las jardineras y hacíamos caso omiso de los vendedores de dulces que tenían nuestra edad y querían ganarse nuestro contacto ofreciéndonos mercancía a bajos precios. Eran niños descalzos y sucios que vivían del otro lado del río y a los que a veces acompañaban sus hermanos mayores, también descalzos. Mientras mi madre se metía al templo a meditar (decía que sólo se podía pensar con techos suficientemente altos) y el vecino de nuestra habitación se acercaba a mi hermana para pasearla en sus hombros luego de vigilarla largamente desde su balcón, yo aprovechaba para hablar con los chicos mayores que siempre llevaban sus pantalones rotos dejando ver ropa interior de colores inusitados. Los recreaba luego en el sofocado insomnio de las noches de aire denso y detenido en que escuchaba llorar a mi madre y me fingía dormido con los ojos entrecerrados. Recordando las marcadas venas de sus pies morenos conseguía quedarme dormido, apretado contra mi entrepierna, a salvo de la angustia de mi madre.
Mi colección de trailers —nunca me gustaron los cochecitos— se quedó en la vieja casa, en la otra ciudad. También quedaron allá el fuerte fronterizo Exit West con sus soldaditos e indios, el castillo de Fisher Precios y el módulo lunar con dos o tres monitos de la Guerra de las Galaxias; los cubos de madera pintados de muchos colores y los libros y discos y cassettes; las macetas y los muebles y los manteles; buena parte de nuestra ropa y hasta el perro que imagino habrá muerto de inanición. Mi madre y yo tratábamos de obtener placer de imaginar la cara de mi padre cuando volvió del trabajo aquel viernes y no nos encontró, cuando abrió aquella carta que quedó sobre la mesa con la foto de "la vieja" (así se refería mi madre a la presunta amante, nombre que hubiera preferido por tratarse del que yo conocía gracias a las telenovelas que veía con mis abuelos cuando los visitaba) y la leyó enterándose de que lo habíamos abandonado y que empezaríamos una nueva vida en un lugar remoto y desconocido.
—Aprenderá a valorar a su familia. Ya fue suficiente con todo el mal que nos ha hecho todos estos años. No puede burlarse más de nosotros— decía mi madre compartiendo su venganza como si nosotros fuéramos los agraviados con la promiscuidad de mi padre. Mi hermana no le decía nada, creo que le aburría el tema y nunca fue buena para la hipocresía. Yo, en cambio, le contestaba larga y concienzudamente, tomando prestadas frases hechas y palabras aprendidas en los dramas televisados y libros de superación personal. Parecía reconfortarse con ellas y hacerse de valor para organizar nuestra nueva vida. Había que buscar pronto una casa, había que inscribirnos a la escuela, ella tenía que buscar trabajo.
—Pero ¿por qué se vino para acá señora? ¡con el calorón que hace! Y tan peligroso... ¿ya vió la cantidad de mancos y cojos que hay por la ciudad? Son los cañeros, la gente de la selva que con el alcohol se pone violenta y todo quiere arreglarlo a machetazos...
—Ya le dije que a mi marido lo cambiaron para acá. Yo me adelanté para buscar una casa a mi gusto y meter a mis hijos a la escuela.
—Pues es bonita la ciudad, ¿verdad? Pero pues ha de estar más bonito allá donde vivía, señora, hasta mi sobrina ya quiere irse para allá, fíjese.
Mi madre encontró un departamento frente al Reloj de las Tres Caras. Era amplio y barato, esto último quizá porque daba al poniente haciéndolo inhabitable por las tardes; quizá también porque daba a una gasolinera que llenaba de olor a combustible toda la cuadra. Pronto nos mudaríamos. Lo mismo haría nuestro vecino de la casa de asistencia que había aficionado a mi hermana a las revistas de vaqueros. La dueña estaba cada vez más nerviosa, no sé bien si porque sus inquilinos nos largábamos o si por el brutal calor que hacia el final de agosto hacía indistinguibles las noches de los días. Mi madre empezó a relajar la vigilancia a la que nos sometía y ya nos dejaba ir a la plaza solos: sentada en el balcón escribía cartas (o eso me parecía) y se convencía de que nos estaba mirando cuando en realidad podíamos perdernos por horas.
—Ya nos vamos a ir a otra casa— le dije a Max detrás del templo. Él había puesto la caja de dulces de su hermanito en el suelo, le había dicho que se fuera a jugar.
—Pues es que no se pueden quedar todo el tiempo en una casa de asistencia.
—Ya no vamos a jugar, ¿verdad? Ya no te voy a ver— le dije.
—Siempre habrá con quien jugar me dijo tomando mi mano izquierda y metiéndola en uno de los bolsillos rotos de su pantalón.
Cuando volví corriendo a la plaza ya empezaba a oscurecer. Mi hermana coincidió conmigo y juntos volvimos corriendo a casa. Desde la escalera por la que se subía a la terraza ya se escuchaban los gritos de la dueña: "¡Te hubieras muerto tú!", "Hija de puta". Asustados, vimos que desgreñaba a su sobrina por haber roto un espejo. La muchacha trataba de liberarse y tenía herida una mano.
—¿Dónde estaban ustedes caramba?— nos dijo mi madre desde la puerta de nuestra habitación. —¿Qué no ven que ya nos vamos?
Las maletas estaban listas, todas nuestras cosas empacadas. Mi madre llamó a mi padre varias veces. A la tercera le dijo dónde estábamos. Mi padre fue con nosotros y ni él ni ella trabajaron durante un año, consumiendo sus ahorros. Mi caja de monedas también desapareció.