domingo, mayo 12, 2013

Casa de asistencia

La dueña fue muy clara y habló como si estuviera molesta anticipadamente:
—No hay que abusar del ventilador porque la luz es muy cara. Es preferible dejar abiertas las puertas del balcón y la habitación porque así se crea una corriente de aire muy agradable. O salgan a la terraza y convivan con los demás huéspedes: las macetas y enredaderas la hacen más fresca y las losas del suelo son frías aun en plena canícula. Mi sobrina prepara unos jugos y licuados muy buenos, fríos si gustan, es una buena muchacha. O salgan a la plaza, ¿eh? Hay más niños ahí con quienes jugar y todo está muy arbolado hasta llegar al río.
Mi madre asentía deteniendo el par de puertas de nuestra habitación para impedir que ella pasara, aunque la dueña se las arreglaba para mirar por encima de sus hombros. Vigilaba que no trajésemos nuevos aparatos como los varios huéspedes que se habían hecho de pequeñas teles portátiles o radios que encendían a hurtadillas. Ella golpeaba las puertas de las habitaciones cuando consideraba que ya habían gastado más energía de la permitida y pasadas las once no dejaba de insistir en que apagaran la luz de las habitaciones "para no molestar a los demás". Era una vieja especial.
Aquel mes en la casa de asistencia me dediqué a ordenar repetidas veces la colección de monedas que había traído conmigo cuando salimos huyendo de casa: las monedas de los setentas con sus formas hexagonales y dentadas, las de los ochentas mucho más pequeñas y ligeras, claramente inservibles, las extranjeras que provenían en buena parte de las que me regalara mi tía Eugenia en la última Navidad. Las llevaba en una caja de madera que me había regalado mi tío Roberto y tras cada conteo y clasificación debía volver a colocarlas dentro y permitir que se revolvieran. Mi hermana se aburría de verme hacer esto y hacía migas con el pachuco de la habitación de al lado, un hombre de unos cincuenta años que no dejaba de subirla a sus piernas para hacerle caballito y cuya habitación estaba invadida de revistas: muchas de vaqueros, algunas de chicas con las tetas al aire y otras todavía más raras donde posaban jovencitos desnudos con rostro de santo compungido. No creí prudente decirle nada a mi madre, aunque ella se expresó muchas veces con repugnancia del vecino y alguna vez me dijo que lo descubrió en el baño limpiándose sangre del culo. "Qué asco, debe ser homosexual", me dijo.
Todos los días, hacia las seis de la tarde, mi madre nos llevaba a la plaza de enfrente. Poco después los árboles se llenaban de pájaros escandalosos que tapizaban de mierda blanquecina la explanada, levantando un fuerte olor a azufre y humedad que se mezclaba con el de los azolves del río. Mi hermana y yo correteábamos un poco por las jardineras y hacíamos caso omiso de los vendedores de dulces que tenían nuestra edad y querían ganarse nuestro contacto ofreciéndonos mercancía a bajos precios. Eran niños descalzos y sucios que vivían del otro lado del río y a los que a veces acompañaban sus hermanos mayores, también descalzos. Mientras mi madre se metía al templo a meditar (decía que sólo se podía pensar con techos suficientemente altos) y el vecino de nuestra habitación se acercaba a mi hermana para pasearla en sus hombros luego de vigilarla largamente desde su balcón, yo aprovechaba para hablar con los chicos mayores que siempre llevaban sus pantalones rotos dejando ver ropa interior de colores inusitados. Los recreaba luego en el sofocado insomnio de las noches de aire denso y detenido en que escuchaba llorar a mi madre y me fingía dormido con los ojos entrecerrados. Recordando las marcadas venas de sus pies morenos conseguía quedarme dormido, apretado contra mi entrepierna, a salvo de la angustia de mi madre.
Mi colección de trailers —nunca me gustaron los cochecitos— se quedó en la vieja casa, en la otra ciudad. También quedaron allá el fuerte fronterizo Exit West con sus soldaditos e indios, el castillo de Fisher Precios y el módulo lunar con dos o tres monitos de la Guerra de las Galaxias; los cubos de madera pintados de muchos colores y los libros y discos y cassettes; las macetas y los muebles y los manteles; buena parte de nuestra ropa y hasta el perro que imagino habrá muerto de inanición. Mi madre y yo tratábamos de obtener placer de imaginar la cara de mi padre cuando volvió del trabajo aquel viernes y no nos encontró, cuando abrió aquella carta que quedó sobre la mesa con la foto de "la vieja" (así se refería mi madre a la presunta amante, nombre que hubiera preferido por tratarse del que yo conocía gracias a las telenovelas que veía con mis abuelos cuando los visitaba) y la leyó enterándose de que lo habíamos abandonado y que empezaríamos una nueva vida en un lugar remoto y desconocido.
—Aprenderá a valorar a su familia. Ya fue suficiente con todo el mal que nos ha hecho todos estos años. No puede burlarse más de nosotros— decía mi madre compartiendo su venganza como si nosotros fuéramos los agraviados con la promiscuidad de mi padre. Mi hermana no le decía nada, creo que le aburría el tema y nunca fue buena para la hipocresía. Yo, en cambio, le contestaba larga y concienzudamente, tomando prestadas frases hechas y palabras aprendidas en los dramas televisados y libros de superación personal. Parecía reconfortarse con ellas y hacerse de valor para organizar nuestra nueva vida. Había que buscar pronto una casa, había que inscribirnos a la escuela, ella tenía que buscar trabajo.
—Pero ¿por qué se vino para acá señora? ¡con el calorón que hace! Y tan peligroso... ¿ya vió la cantidad de mancos y cojos que hay por la ciudad? Son los cañeros, la gente de la selva que con el alcohol se pone violenta y todo quiere arreglarlo a machetazos...
—Ya le dije que a mi marido lo cambiaron para acá. Yo me adelanté para buscar una casa a mi gusto y meter a mis hijos a la escuela.
—Pues es bonita la ciudad, ¿verdad? Pero pues ha de estar más bonito allá donde vivía, señora, hasta mi sobrina ya quiere irse para allá, fíjese.
Mi madre encontró un departamento frente al Reloj de las Tres Caras. Era amplio y barato, esto último quizá porque daba al poniente haciéndolo inhabitable por las tardes; quizá también porque daba a una gasolinera que llenaba de olor a combustible toda la cuadra. Pronto nos mudaríamos. Lo mismo haría nuestro vecino de la casa de asistencia que había aficionado a mi hermana a las revistas de vaqueros. La dueña estaba cada vez más nerviosa, no sé bien si porque sus inquilinos nos largábamos o si por el brutal calor que hacia el final de agosto hacía indistinguibles las noches de los días. Mi madre empezó a relajar la vigilancia a la que nos sometía y ya nos dejaba ir a la plaza solos: sentada en el balcón escribía cartas (o eso me parecía) y se convencía de que nos estaba mirando cuando en realidad podíamos perdernos por horas.
—Ya nos vamos a ir a otra casa— le dije a Max detrás del templo. Él había puesto la caja de dulces de su hermanito en el suelo, le había dicho que se fuera a jugar.
—Pues es que no se pueden quedar todo el tiempo en una casa de asistencia.
—Ya no vamos a jugar, ¿verdad? Ya no te voy a ver— le dije.
—Siempre habrá con quien jugar me dijo tomando mi mano izquierda y metiéndola en uno de los bolsillos rotos de su pantalón.
Cuando volví corriendo a la plaza ya empezaba a oscurecer. Mi hermana coincidió conmigo y juntos volvimos corriendo a casa. Desde la escalera por la que se subía a la terraza ya se escuchaban los gritos de la dueña: "¡Te hubieras muerto tú!", "Hija de puta". Asustados, vimos que desgreñaba a su sobrina por haber roto un espejo. La muchacha trataba de liberarse y tenía herida una mano.
—¿Dónde estaban ustedes caramba?— nos dijo mi madre desde la puerta de nuestra habitación. —¿Qué no ven que ya nos vamos?
Las maletas estaban listas, todas nuestras cosas empacadas. Mi madre llamó a mi padre varias veces. A la tercera le dijo dónde estábamos. Mi padre fue con nosotros y ni él ni ella trabajaron durante un año, consumiendo sus ahorros. Mi caja de monedas también desapareció.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Malos son los tiempos Dr Cooper,
el episodio de "Te hubieras muerto tú" merecía un capítulo especial, esto sólo puede significar que el programa está por salir del aire.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Mucho me temo que sí, Vuesa Merced... ¿pero qué esperaba? ¿"una meditación"?

Anónimo dijo...

Dr. Puede usar el siguiente vídeo en la próxima promoción del programa de posgrado, después de todo en el norte son muy sinceros.

http://www.youtube.com/watch?v=gEQunccAxH4

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

JAJAJAJAJAJAJAJA

Anónimo dijo...

Éste me gustó :)

Perla